25

Mientras miramos una película cómica que no nos hace reír, Thomas me cuenta un sueño que tuvo.

Estamos sentados a una mesa preparada, el mantel es cándido, muy blanco, los platos están distribuidos con la misma elegancia. Yo vierto vino tinto en una copa, sin querer hago caer el vino sobre el mantel y lo ensucio, sólo una mancha púrpura que se destaca en el mantel blanco. Entonces me pongo a llorar, digo lo lamento, lo lamento, él me abraza y dice que no pasó nada, que algo así puede pasarle a cualquiera. Me muestra que él también es capaz de hacer caer el vino sobre el mantel y es capaz de ensuciarlo. Pero yo sigo llorando, digo que es mi culpa. Su mancha cubre la mía y me dice: “¿Ves? Nadie se dará cuenta, ahora el mantel está todo sucio”.

Termina de contarlo y me mira, sin hablar.

Sé que él tiene miedo. Sé que él sabe que tengo miedo. Ambos sabemos que este maldito miedo nos matará. Yo soy demasiado débil como para asesinarlo, porque en el fondo a mí el miedo me gusta. Pero el deseo de seguir amándolo me gusta todavía más.

Hoy también se fue sin saludarme. Y ayer llegó a casa sin ninguna sorpresa: ni un helado (antes, casi todas las noches llegaba con un helado con muchas, muchas cerezas), ni una película alquilada en el videoclub, ni siquiera un beso.

Ayer por la mañana, mientras se cepillaba los dientes, entré al baño sin golpear y lo encontré de rodillas en el piso mirando la taza del inodoro.

– ¿Qué haces? -le pregunté.

Él, incómodo, se recompuso y respondió:

– Nada.

Entendí enseguida lo que estaba pasando, su incomodidad y su curiosidad.

– Lo tiré -dije-, no encontrarás nada.

– Ya lo sé, no estoy loco, como tú -respondió, cruel, asesinándome con la mirada.

Como en los primeros meses de nuestra historia, no hacemos el amor. Pero esa detención antes de lanzarse era un juego erótico maravilloso. Hoy es un dolor insoportable, pero sé que sería mucho más insoportable si llegáramos a hacerlo. Es como si la conciencia de mi sexo se hubiera apartado y hubiera comenzado a exfoliarse. Ya no tengo ganas de enamorarme dentro de él.

Su cuerpo tenía el aspecto de un instrumento musical. Era un espléndido piano de cola. Mis dedos comenzaron a tocar su cuerpo, constelado de teclas blancas y negras, sin temor, aunque parecían inexpertas. No había intercambiado ni una palabra, sólo sus suspiros y la luz de sus ojos me daban a entender que esa melodía lo hechizaba.

Su cuerpo era un contraste perfecto, sus cejas gruesas e inquietas se extendían como una mancha de pelos dejados en reposo. Y su sexo era la fusión perfecta entre el candor angelical y la fuerza demoníaca devastadora.

– Ya no me amas.

– ¿Es una pregunta?

– No -respondí.

– Eres tú la que ya no me ama -dijo.

– ¿Qué es lo que nos destruye? -le pregunté.

– Somos nosotros -respondió.

– Vete, si quieres -dije.

Загрузка...