11

Lo desperté sacudiéndolo, agitada.

– Hay fantasmas, los siento -susurré para que no me oyeran.

Un sueño, dijo él, un mal sueño, relájate, dijo.

No, no podía. Esa mano la sentí de verdad golpeando en la pared que está enfrente de la cama. Escandía el tiempo, creando una dulce melodía. Y con los ojos semicerrados había visto una figura femenina, alta y negra.

Duerme, duerme, no tengas miedo. Duerme, duerme, no tengas miedo. No tengas miedo.

Esta mañana, el recuerdo de la noche quedó en el pasado, pero hay una extraña atracción que me lleva a desear la oscuridad, las tinieblas. Oigo un eco extraño, saboreo la leche tranquilizadora de mis pensamientos, tengo las piernas desnudas y cruzadas, observo impaciente los cigarrillos, porque siete horas sin fumar son muchas horas.

El olor de los platos sucios en la pileta está aumentando a medida que pasan los días, esta mañana me decido y limpio la casa, lo juro, lo hago. Estoy tranquila, aunque ese eco parece un canto tibetano que no me deja pero tampoco me molesta.

Él me dice:

– Ven a ver.

Yo voy a ver con los labios abiertos en una sonrisa, atravieso el estrecho corredor y pienso y siento que esta mañana realmente tengo ganas de hacer el amor. Pienso que cuando entro en la habitación lo tiro sobre la cama y le hago el amor sin mirarlo siquiera. Acaba de ducharse y está húmedo, ya siento la piel de su espalda femenina rozándome la yema de los dedos.

– Ven a ver.

No entro. Me paro en la puerta, con una pierna contra la pared y una sonrisa que claramente da a entender mis proyectos.

Él la nota, me señala la pared con un dedo.

Una mano negra. Mejor dicho, no una mano, sino tres dedos. Tres dedos negros impresos en la pared, como si alguien hubiera prendido fuego a su propia piel y después hubiese apoyado los dedos contra la pared.

Solamente digo:

– Te lo dije -y siento como dos morsas apretando algo adentro, y alguien me dice que debo esconderme porque nadie puede y nadie sabe escuchar ese eco.

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