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Siento a la lombriz moverse, anidar en mis miedos y convertirse en la reina suprema. Sigo teniendo mucho miedo a la oscuridad, a los monstruos debajo de la cama, a la sangre que podría comenzar a brotar de los lavabos. Veo ojos en las paredes, siento manos golpeando el suelo, lobos aullando en alguna parte, lejos, en las colinas.

Por la noche la casa roja asume un color oscuro, su color deviene escarlata y me parece estar en un enorme pozo lleno de sangre, flotando junto a mis fantasmas.

El dolor que experimento me confiesa también cosas que jamás me ha confesado.

El dolor es quien me engendra vida, fantasía. Para amar necesito experimentar dolor, para sentir dolor necesito morir.

Cuántas cosas han cambiado, mamá. Es verdad que la vida es un concentrado de muchas vidas que, si las sumas todas, nunca consiguen dar un resultado satisfactorio.

Sólo tengo diecinueve años, y sin embargo las vidas que viví son tantas, demasiadas. Viví más vidas yo que todos los personajes de mis historias.

Te he abandonado, he abandonado un amor que sigue latiendo todavía, vivo. Me he abandonado.

Mamá, quiero volver a vivir todo lo que he vivido. Quiero cometer los mismos errores.

Paso todo el día encerrada en mi cuarto, el olor a cigarrillo invadió todo el ambiente.

Mis cabellos muertos esparcidos sobre la alfombra, los dedos blancos y largos y los iris amarillos.

Pienso en la libélula Viola y pienso en reencarnar en ella, si vuelvo a nacer. Pienso que aún cuando no formara parte de mi realidad, de la realidad de Thomas y mía, en realidad ella ya estaba. Siempre estuvo y cavó un agujero muy profundo dentro de mi alma, como un gusano en una manzana madura.

Duermo, me miro al espejo y me río. Me río de mí misma, me río de mis fantasmas, los mando a cagar y ellos comienzan a correr como locos por toda la casa. Comienzan a canturrear, me dicen que voy a morir. Hoy volvió a aparecer Obelinda, me dijo:

– No pienses que vas a salirte con la tuya.

– No pienso -le respondí mirando para otra parte.

Ella, en menos de un segundo, se deslizó a los pies de mi cama, dilató las pupilas y me dijo:

– Sabes lo que te pasará después, lo sabes, ¿no es cierto?

– ¿Te haré compañía en la otra dimensión?

– No, peor -respondió con las pupilas que ya le cubrían todo el rostro; mejillas, boca, nariz, ya no existían. Sólo ojos-. Peor, querida mía -continuó-, ¿no sabes lo que le sucede a quien muere de amor?

Me quedé inmóvil.

Me tocó una pierna y dejé escapar un grito de dolor, me quemó la piel.

– ¿Qué pasa? -pregunté con lágrimas en los ojos.

– Estarás obligada a matar a quien te llevó a la muerte. Será tu labor, será tu misión.

Sacudí la cabeza, no quería.

– Sí, linda, lo harás. Y lo harás porque es el único modo de volver a unirte a él. Tú ahora eres su demonio y sólo los demonios pueden llevar consigo a sus propios protegidos -dijo.

– ¿Quieres decir que tú no podrías hacerlo?

– Si lo hiciese yo seguirías siendo un alma condenada y él un alma libre. Si lo haces tú, lo arrastras contigo, porque sólo a ti debe obedecerte.

– No lo quiero a él. Desapareceré para siempre y veré cómo ama: esa es la condena que me merezco -respondí.

Se acercó a mí y me lanzó su aliento en la cara. Su respiración congelaba mis músculos.

– Estúpida niña enviciada. Tú te la has buscado. Yo y los demás te haremos tanto mal que al final terminarás rogando que te demos muerte de una forma atroz. Acabaremos contigo.


Cuando era pequeña dibujé en una hoja de papel un semicírculo bastante cerrado. Luego dos pelotitas en el borde del semicírculo y luego escribí “amor” en un lado y “odio” en el otro.

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