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Tú eres casi negra y yo blanca como el algodón, tú eres alegre y yo, una melancólica perenne.

Recuerdo muy bien tu auto amarillo: un Fiat 127 amarillo, un modelo muy viejo, ya no se ven por ahí. Era simpático, parecía salido de una historieta, y nosotros los dos personajes principales. Tú tenías un impermeable del mismo color, amarillo canario. Para mí eras “La señora de amarillo”. Tenías unos pendientes que recordaban mucho a los caramelos Alpenliebe, amarillos y suaves, con un pequeño agujero en el centro. Yo los miraba mientras conducías. Te miraba el lunar que tienes detrás de la oreja, ese lunar que te hacía reconocible como mi mamá. Ese lunar eras tú. Sin ese lunar nunca hubieras sido tú, ni siquiera con el impermeable amarillo y los Alpenliebe en las orejas.

Después de comer nos quedábamos solas y jugábamos como dos hermanas que tienen pocos años de diferencia. Tú me hablabas y yo escuchaba. Tú me hablabas porque mientras te escuchaba estaba seria y movía la cabeza como diciendo: “Entiendo, no te preocupes, sigue adelante”.

Me decías muchas cosas, mamá, y todas esas cosas ya no las tengo en la cabeza, aunque tal vez quedaron alojadas indisolublemente en mi alma.

Luego, cuando estabas cansada de hablar, te preguntaba:

– Mamá, ¿hoy a dónde vamos?

Tú alzabas los hombros, sonriéndome con confianza, y decías:

– ¡Qué importa! ¡Vayamos en auto, será él quien nos lleve!

El auto estaba embrujado, el 127 amarillo nos llevaba a lugares siempre distintos, que para mí eran lugares que también estaban embrujados. Lugares anónimos, plazoletas grises y vacías, casas de paredes charlatanas y teatrales, el centro de estética de tu mejor amiga, con la que intercambiabas confidencias importantes, cosas sobre el matrimonio y los maridos. Sentada en un banco observaba tu cuerpo cubierto de cremas y aceites; basta que piense en eso para que vuelva a sentir su perfume.

Tus palabras y las de tu amiga para mí fueron fundamentales: creo que en ese cuarto del centro de estética comenzó mi recorrido sexual. Creo que exactamente allí empecé a oír hablar de hombres y a hacerme más o menos una idea. Estaba muy atenta, mantenía la boca cerrada durante dos horas seguidas y escuchaba con avidez. Siempre, cuando volvía a casa, traía conmigo algún descubrimiento, una nueva curiosidad satisfecha. Cada vez que yo te preguntaba: “Mamá, ¿a dónde vamos?”, esperaba que me respondieras: “¡Al centro de estética!”.

El 127 era nuestro nido, nuestro refugio. ¿De qué? A lo mejor del tiempo. Tú tenías alrededor de veinticinco años y yo tenía casi cinco, pero ambas intuíamos que tal vez el tiempo nos robaría algo muy valioso: la despreocupación.

Cuando cambiaste el 127 amarillo por un auto rojo más moderno, nuestra relación cambió y yo me vi obligada a tener que ir sola a los lugares embrujados, a los lugares donde viven las ilusiones.

“Mañana tu niña podrá caminar sola por las calles de la vida, tejidas con lágrimas y sueños, y tal vez tendrá en el corazón su herida.”

¿Recuerdas estas palabras?

Yo las recuerdo. Todos los días.

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