No abrí los viejos expedientes del Kripo que había recibido de Berlín el coronel Montalbán. A pesar de lo que le había dicho, recordaba bastante bien los detalles del caso. Sabía perfectamente por qué no había logrado detener en su momento al asesino de Anita Schwartz. De todos modos, me puse manos a la obra.
Buscaba a una chica desaparecida que tal vez habría muerto. y buscaba a uno de mis viejos camaradas que podría ser un psicópata.
No parecía probable que ninguna de las preguntas indagatorias planteadas por el policía y admirador argentino condujese a la respuesta que él buscaba. Decidí indagar principalmente por mi cuenta. Pero seguí adelante con su idea, por supuesto. No tenía elección.
Al principio me ponía nervioso interpretar el papel que me había asignado el coronel. Para empezar, quería relacionarme lo menos posible con antiguos miembros de las SS; y, por otro lado, estaba seguro de que, pese a las convicciones de Montalbán, se mostrarían hostiles con cualquiera que hiciese muchas preguntas sobre acontecimientos que preferían olvidar. No obstante, el coronel tenía razón. En la mayoría de los casos, en cuanto mencionaba la palabra «pasaporte», no había nada de lo que no estuviesen dispuestos a hablar los criminales de guerra más buscados de Europa. De hecho, a veces parecía que muchas de estas criaturas agradecían la oportunidad de desahogarse, de hablar sobre sus crímenes y justificarlos, como si estuviesen en la consulta de un psiquiatra o en un confesionario.
Al principio los visitaba en el lugar de trabajo. La mayor parte de los nazis residentes en Buenos Aires tenían empleos de categoría bien remunerados. Trabajaban en diversas empresas, como la constructora Capri, el banco Fuldner, la agencia de viajes Vianord, la planta de Mercedes-Benz, la fábrica de bombillas Osram, Caffetti, los electrodomésticos de gas Orbis, el laboratorio Wander y la fábrica textil Sedalana. Unos cuantos ocupaban puestos algo más humildes, como la librería Dürer Haus, en el centro de la ciudad, el restaurante Adam y el café ABC. Uno o dos trabajaban para la policía secreta, aunque yo lo ignoraba por el momento.
Sin embargo, la actitud de un hombre en el trabajo suele ser muy distinta de la que adopta en casa. Era importante que estuviesen relajados y desprevenidos cuando me reuniese con ellos. Por eso, al cabo de cierto tiempo, empecé a visitarlos en sus domicilios al estilo de la Gestapo, es decir, a altas horas de la noche o a primera hora de la mañana. Mantenía los ojos y los oídos bien abiertos en todo momento y me reservaba mis verdaderas opiniones sobre estos hombres. Por supuesto, a veces me entraban ganas de desenfundar la Smith & Wesson que me había dado Montalbán y meterles una bala en la cabeza a mis viejos camaradas. Por lo general, salía de allí preguntándome qué clase de país era aquél que acogía a semejantes bestias. Ya conocía bien, demasiado bien, qué clase de país los había engendrado.
Algunos se sentían contentos, o cuando menos satisfechos, con su nueva vida. Algunos tenían nuevas esposas o amantes muy atractivas, y a veces las dos cosas. Uno o dos eran ricos. Muy pocos se arrepentían en silencio. En su mayoría eran inexorablemente contumaces.
Lo único que lamentaba el doctor Carl Vaernet era que ya no podía dedicarse a experimentar libremente con presos homosexuales en el campo de concentración de Buchenwald. Declaró explícitamente que aquél había sido el «trabajo más importante» de su vida.
Vaernet era danés pero vivía con su mujer y sus hijos en la calle Uriarte número 2251, cerca de la plaza de Italia, en el barrio bonaerense de Palermo. Moreno, un tipo corpulento, de ojos sombríos y boca pesimista y maloliente, dirigía una clínica de endocrinología que ofrecía «remedios» muy caros para los padres de homosexuales argentinos con posibles. Argentina, que era un país muy masculino, consideraba que ser joto o pájaro era un peligro para la salud nacional.
– Cuando caduque su pasaporte de la Cruz Roja -le dije a Vaernet-, si es que no ha caducado ya, tendrá que solicitar a la policía federal un pasaporte especial. Para conseguir ese pasaporte, tendrá que demostrar que ha tenido buena conducta durante su estancia en Argentina. Sus amigos, en el supuesto de que tenga alguno, pueden hacerle el favor de declarar como testigos de su buen carácter e integridad. Si éste es el caso, como sin duda lo será, yo mismo le emitiré un certificado de buena conducta que le servirá para solicitar un pasaporte argentino en un juzgado de primera instancia. Naturalmente, en el pasaporte puede figurar un nombre distinto. Lo importante es que así podrá viajar a Europa libremente como cualquier ciudadano argentino, sin miedo a posibles detenciones.
– Sí, claro, quisiéramos visitar a nuestro hijo mayor, Kjeld, que vive en Dinamarca – confesó Vaernet. Sonrió sólo de pensarlo-. Aunque nos gusta mucho Buenos Aires, la patria siempre es la patria, ¿eh, Herr Hausner?
Estábamos en el salón. Había un piano de media cola con numerosas fotografías enmarcadas. Una de las fotografías era de los Perón y sus caniches -Eva con el negro, Juan con el blanco- que en conjunto parecían un anuncio de whisky escocés.
La esposa de Vaernet sirvió té con facturas, unas pastas muy populares entre los porteños más golosos. Era alta, delgada y nerviosa. Saqué cuaderno y pluma, y adopté una pose adecuadamente burocrática.
– ¿Lugar y fecha de nacimiento? -pregunté.
– 28 de abril de 1893. Copenhague.
– Mi cumpleaños es el 20 de abril-comenté. Al ver su perplejidad, añadí-: Era el cumpleaños del Führer. -No lo sabía con certeza, pero siempre era un buen modo de convencer a tipos como él de que yo era una especie de nazi recalcitrante y, por lo tanto, digno de confianza.
– Ah, claro. Qué tonto, no me acordaba.
– Exacto. Soy de Munich. -Otra mentira-. ¿Ha estado alguna vez en Munich?
– No.
– Preciosa ciudad. O eso era, al menos.
– Muchos alemanes han venido a Argentina creyendo que el gobierno no se interesa por su pasado -dije después de otra serie de preguntas anodinas-, que le da igual lo que hayan hecho en Europa antes de llegar a este país. Me temo que no es exactamente así. O ya no lo es. El gobierno no juzga a up hombre por lo que haya hecho durante la guerra. El pasado es pasado. Y lo que haya hecho no afectará a sus posibilidades de permanencia en este país. Pero, como sin duda reconocerá, todo eso guarda relación con el tipo de persona que es usted ahora y la clase de ciudadano que puede llegar a ser. Lo que pretendo decir es lo siguiente: el gobierno no quiere emitir un pasaporte a quienes puedan hacer cosas que deshonren al gobierno. Puede hablar conmigo con total confianza. Recuerde, fui agente de las SS, como usted. Mi honor es la lealtad. Pero le insto a que sea sincero, doctor.
– A mí no me avergüenza lo que hice -dijo el doctor Vaernet. En ese momento su esposa se levantó y salió del salón, como si no soportase la perspectiva de escuchar las sinceras declaraciones de su marido sobre su trabajo. Cosa comprensible, teniendo en cuenta los derroteros que siguió la conversación a partir de ese momento.
– El Reichsführer Himmler consideraba que mis intentos de curar quirúrgicamente a los homosexuales era una labor de sumo interés nacional para alcanzar el ideal de pureza racial alemana -dijo con gravedad-. En Buchenwald coloqué implantes hormonales en la ingle a numerosos miembros del triángulo rosa. Todos esos hombres se curaron de la homosexualidad y volvieron a la vida normal.
Hubo muchos más comentarios sobre este asunto y, aunque Vaernet me parecía un hijoputa redomado -nunca he conocido a ningún marica que no se sintiese contento con su modo de ser-, no me parecía que fuese un psicópata capaz de eviscerar a una chica de quince años por mera diversión.
En el piano, junto a la fotografía de los Perón, había un retrato de una chica más o menos de la misma edad que Fabienne von Bader. Lo cogí.
– ¿Es su hija? – pregunté.
– Sí.
– Va al mismo colegio que Fabienne von Bader, ¿verdad?
Vaernet asintió.
– Ya sabrá que ha desaparecido.
– Sí, por supuesto.
– ¿Eran amigas?
– No, no mucho.
– ¿Le ha contado algo su hija?
– Sí, pero poca cosa, como comprenderá. Si hubiera sido algo relevante, habría llamado a la policía.
– Claro.
– Me hicieron muchas preguntas sobre Fabienne -dijo encogiéndose de hombros.
– ¿Vinieron aquí?
– Sí. Mi mujer y yo nos quedamos con la impresión de que pensaban que Fabienne se había escapado.
– Son cosas que a veces hacen los hijos. En fin. -Me dirigí hacia la puerta-. Será mejor que me marche. Gracias por su tiempo. Ah, una última cosa. Hemos hablado sobre la conveniencia de demostrar que se tiene buen carácter.
– Sí.
– Usted es un hombre respetable, Herr doctor. Es evidente. No creo que haya ningún problema para emitirle un certificado de buena conducta. Ningún problema en absoluto. No obstante…
– ¿Sí?
– No sé cómo decírselo. Como usted es médico… Seguro que comprenderá que le haga esta pregunta. ¿Cree que alguno de nuestros camaradas residentes en Argentina no merece el certificado de buena conducta? ¿Alguien que pudiera desacreditar potencialmente el buen nombre de este país?
– Es una pregunta interesante -dijo el médico.
– Lo sé, y siento tener que preguntárselo. Al fin y al cabo, todos estamos en el mismo barco. Pero a veces hay que hacer estas preguntas. ¿Quiénes somos para juzgar a un hombre si no escuchamos lo que dicen de él otras personas? -:-Me encogí de hombros-. Puede ser algo que haya ocurrido aquí o en Europa. Durante la guerra, por ejemplo.
– No, no, no, hace bien en preguntarlo, Herr Hausner, y le agradezco la confianza. Bueno, déjeme pensar. -Bebió un poco de té y reflexionó unos instantes-. Sí. Hay un tipo llamado Eisenstedt, Wilhelm von Eisenstedt, que era capitán de las SS en Buchenwald. Vive en una casa de la calle Monasterio y se hace llamar Fernando Eifler. Se ha descuidado un poco. Bebe en exceso. Pero en Buchenwald era notoria y sádicamente homosexual.
Intenté contener la sonrisa. Eifler era el hombre de la bata con el que conviví un tiempo en el piso franco de la calle Monasterio, cuando llegué a Argentina. Así pues, acababa de averiguar su nombre y condición.
– Sí, y también un hombre llamado Pedro Olmos. Su nombre verdadero es Walter Kutschmann y es otro ex capitán de las SS. Kutschmann era un criminal en todas las acepciones del término. Un tipo que disfrutaba matando, sólo por el fin de matar.
Vaernet describió en detalle las actividades de Kutschmann durante la guerra.
– Creo que ahora trabaja en Osram, la fábrica de bombillas. No sé qué tipo de persona será hoy. Pero la conducta de su esposa, Geralda, es poco correcta en mi opinión. Se gana la vida asfixiando con gas a los perros callejeros. ¿Se imagina? ¿Qué clase de persona puede hacer eso? ¿Qué clase de mujer es capaz de ganarse la vida matando a pobres animales?
Podría haberle respondido, pero no me habría entendido. De todos modos, fui a visitar a Pedro Olmos.
Olmos y su esposa vivían a las afueras de la ciudad, cerca de la fábrica eléctrica donde trabajaba él. Era más joven de lo que supuse, no pasaba de los treinta y cinco años, lo que significaba que tenía unos veinticinco cuando era capitán de la Gestapo en París; y sería un chaval cuando fue destinado como teniente en Polonia, donde asesinaba a judíos en un Grupo de Acción Especial. Sólo tenía dieciocho años cuando asesinaron a Anita Schwartz en 1932; demasiado joven para ser el hombre que buscaba, pensé. Pero nunca se sabe.
Pedro Olmos era de Dresden. Conoció a Geralda en Buenos Aires y se casó con ella. Tenían varios perros y gatos, pero hijos no. Eran una pareja atractiva. Geralda no hablaba alemán, y, probablemente por ello, Pedro me confesó que mantuvo una relación más que amistosa con Coco Chanel cuando estuvo destinado en París. Tenía mucha labia. Hablaba excelente español, francés y algo de polaco, y por eso, según me dijo, trabajaba en el departamento de viajes de Osram. Tanto él como Geralda estaban muy preocupados por la población de perros callejeros de la ciudad, que era considerable, y tenían una subvención municipal para recogerlos y gasearlos. Parecía una ocupación inusual para una mujer que se describía como amante de los animales. Incluso me llevó al sótano y me mostró el dispositivo de matanza de seres humanos que utilizaba. Era una simple caseta de metal, provista de una puerta sellada con goma y adherida a un generador de gasolina. Geralda me explicó meticulosamente que, cuando los perros morían, quemaba los cuerpos en el incinerador de la casa. Parecía muy orgullosa de su «servicio humanitario» y lo describió de una manera que me hizo pensar que ignoraba la existencia de las furgonetas de gas. Conociendo el pasado de Olmos en las SS, no era muy difícil suponer que la idea había sido suya.
A Pedro Olmos le formulé la misma pregunta que a Vaernet. Si conocía a algún antiguo camarada residente en Argentina al que considerase intolerable.
– Oh, sí. -Olmos respondió con prontitud, y empezaba a percatarme de que entre los viejos camaradas no había mucha lealtad-. Sólo puedo darle el nombre de una persona así. Probablemente el hombre más peligroso que he conocido. Se llama Otto Skorzeny.
Intenté disimular mi sorpresa. Naturalmente, yo también conocía a Otto Skorzeny. Raros eran los alemanes que no habían oído hablar del osado militar que rescató a Mussolini en la cima de una montaña en 1943. Yo recordaba haber visto fotografías suyas en todas las revistas, con la cara llena de cicatrices, cuando Hitler le concedió la Cruz de Caballero. Desde luego, tenía pinta de ser un hombre peligroso. El problema era que Skorzeny no aparecía en la lista de nombres que me había dado el coronel y, hasta que Olmos lo mencionó, no tenía ni idea de que seguía vivo, y mucho menos en Argentina. Un asesino implacable, sí. ¿Pero psicópata? Decidí preguntar por él a Montalbán la siguiente vez que lo viera.
Entretanto, Pedro Olmos pensó si conocía a alguna otra persona indigna del certificado de buena conducta. Empezaba a parecerme que la Ruta de las Ratas, como llamaban los americanos a organizaciones como Odessa y los Viejos Camaradas, cuyo cometido era ayudar a los nazis a escapar de Europa, tenía un nombre bastante adecuado. El hombre en el que pensó Olmos se llamaba Kurt Christmann.
Christmann me pareció interesante porque era de Munich y había nacido en 1907, de modo que tenía veinticinco años cuando ocurrió el asesinato de Anita Schwartz. Contaba ya cuarenta y tres. Era abogado, aunque ahora trabajaba en el banco Fuldner, en la avenida Córdoba. Vivía en un confortable apartamento de la calle Esmeralda y, cinco minutos antes de reunirme con él, lo tenía marcado como mi sospechoso definitivo. Había dirigido un destacamento criminal en Ucrania. Durante un tiempo yo estuve también en Ucrania, por supuesto. Eso nos dio un tema de conversación. Algo que pude utilizar para ganarme su confianza y tirarle de la lengua.
Christmann, un tipo rubio, con gafas sin montura y esbeltas manos de músico, no era de esas bestias rubias que hemos visto en alguna película de Leni Riefenstahl. Era de esa clase de personas que caminan en silencio por una biblioteca de derecho con un par de libros bajo el brazo. Antes de ingresar en las SS en 1942, trabajó para la Gestapo en Viena, Innsbruck y Salzburgo, y yo lo había caracterizado como el típico nazi ansioso de medallas y ascensos, como otros muchos que había conocido. No tanta sangre ni tanto hierro como lejía y baquelita.
– ¿Así que usted también estuvo en Ucrania? -dijo en tono de camaradería-i-, ¿En qué parte?
– En la Rutenia Blanca. Minsk. Lvov. Lutsk. Por ahí.
– Nosotros estábamos en la zona sur -comentó- Krasnodar y Stavropol. Y en el Cáucaso septentrional. El grupo de acción estaba al mando de Otto Ohlendorf y Beerkamp. Mi unidad estaba dirigida por un oficial llamado Seetzen. Buen tipo. Teníamos tres furgonetas de gas a nuestra disposición, dos Saurers grandes y una Diamond pequeña. Sobre todo se trataba de vaciar hospitales y asilos. Los orfanatos eran lo peor. Pero no piense que eran niños sanos normales. No. Eran discapacitados, ¿sabe? Débiles mentales, retrasados, encamados, discapacitados. Mejor así, en mi opinión. Sobre todo teniendo en cuenta cómo los cuidaban los Popov, que prácticamente los tenían desatendidos. Eran terribles las condiciones en que se encontraban. En cierto sentido, matarlos en cámaras de gas era como hacerles un favor. Los librábamos de la miseria. Usted habría hecho lo mismo por un caballo herido. Al menos, así nos lo planteábamos.
Hizo una pausa, como si recordase algunas escenas terribles que hubiera presenciado. Casi sentí lástima por él. Por nada del mundo me hubiera gustado estar en su piel.
– Pero, hágase cargo, era un trabajo duro. No todo el mundo lo soportaba. Algunos niños se enteraban de lo que ocurría y teníamos que arrojarlos a las furgonetas. A veces era bastante desagradable. Tuvimos que disparar a algunos que intentaron escapar. Pero, en cuanto entraban en la furgoneta y se cerraban las puertas, la cosa era bastante rápida, creo. Golpeaban los laterales del camión durante unos minutos y después se acabó…Listo. Cuantos más lográbamos hacinar en el camión, más rápido era. Yo estuve a cargo de ese destacamento entre agosto de 1942 y julio de 1943, que fue cuando nos batimos en retirada general, por supuesto.
» Luego pasé a Klagenfurt, donde fui jefe de la Gestapo. Luego estuve en Koblenz, donde fui también jefe de la Gestapo. Después de la guerra los yanquis me confinaron en Dachau, pero logré escapar. Los yanquis eran una nulidad. No sabían vigilar ni una hoguera. Luego estuve en Roma yel Vaticano, y acabé aquí. Ahora mismo trabajo con Fuldner, pero voy a pasarme al negocio inmobiliario. Se gana mucho dinero en esta ciudad, pero echo de menos Austria. Sobre todo echo de menos el esquí. Fui campeón de esquí de la policía alemana, ¿sabe?
– ¿En serio? -Era evidente que me había equivocado al juzgarlo. Era un hijoputa criminal, pero un hijoputa criminal de talante deportivo.
– No me extraña que le sorprenda, Herr Hausner. -Se rió-. Estuve enfermo, ¿sabe? Fue en Brasil, antes de venir aquí a Argentina. Contraje la malaria. La verdad es que todavía no me he recuperado del todo. -Entró en la cocina y abrió la puerta de una nevera DiTella muy moderna-. ¿Una cerveza?
– No, gracias. -Era un poco maniático yo para elegir con quién bebía-. No bebo mientras estoy de servicio.
– Yo antes era como usted -dijo Kurt Christmann entre risas, mientras abría la botella-. Pero ahora intento parecerme más a los argentinos. Hasta me echo la siesta después de comer. Los hombres como usted y como yo, Hausner, tenemos suerte de estar vivos. -Asintió con la cabeza-. Un pasaporte me vendría bien. Pero no creo que vuelva a Alemania. Alemania se acabó, creo yo, ahora que los Popov la han ocupado. Allí no queda nada para mí, excepto una soga de verdugo.
– Hicimos lo que teníamos que hacer -declaré-. Lo que nos dijeron que hiciésemos. -Me conocía muy bien este discurso. Lo había oído a menudo durante los últimos cinco años-, Sólo cumplíamos órdenes. Si nos hubiésemos negado a obedecer nos habrían matado.
– Es cierto -corroboró Christmann-. Es cierto. Sólo cumplíamos órdenes.
Ahora que ya había entrado en calor, decidí tirar un poco más del hilo.
– De todos modos -dije-, había algunas… muy pocas… unas cuantas manzanas podridas que disfrutaban matando. Que iban más allá del cumplimiento normal de su deber.
Christmann presionó la botella de cerveza contra su mejilla y pensó por un instante; luego negó con la cabeza.
– ¿Conoce a alguien así? -preguntó-. No creo. Al menos yo no lo vi. A lo mejor era distinto en su unidad, pero todos los hombres con los que estaba yo en Ucrania se comportaban con gran valentía y fortaleza. Eso es lo que más echo de menos. La camaradería. Los compañeros de armas. Es lo que más echo de menos.
– Yo echo de menos Berlín, sobre todo -dije, con aparente empatía-. Munich también. Pero sobre todo Berlín.
– ¿Sabe una cosa? Nunca estuve en Berlín.
– ¿Ah no? ¿Nunca?
– No. -Se rió y bebió unos sorbos de cerveza-. Y supongo que ya no la veré.
Me marché, satisfecho tras un excelente día laboral. La gente que uno se encuentra es lo que hace tan satisfactorio el trabajo de detective. De vez en cuando, uno se topa con un tipo encantador como Kurt Christmann y recobra la fe en la justicia medieval, la vigilancia parapolicial y otras prácticas latinoamericanas muy cabales, como la garrucha y el garrote. A veces es difícil despedirse de gente así sin sacudir la cabeza y preguntarse cómo es posible que todo hubiese acabado tan mal.
¿Cómo es posible que todo hubiese acabado tal mal?
Algo ocurrió en Alemania después de la Gran Guerra. Se veía en las calles de Berlín. Se palpaba una cruel indiferencia por el sufrimiento humano. Sí, lo que ocurrió después se veía venir, con todos aquellos asesinos dementes, a veces caníbales, que hubo en los años de Weimar: los escuadrones asesinos y las fábricas de la muerte. Asesinos que eran dementes pero también bastante normales. Krantz, el escolar. Denke, el tendero. Grossmann, el vendedor a domicilio. Gormann, el empleado de banco. Gente corriente que cometía delitos de una crueldad incomparable. Retrospectivamente, parecía una señal de lo que vino después: los comandantes de los campos de concentración y los tipos de la Gestapo. Los asesinos de despacho y los médicos sádicos. Los puteros corrientes que eran capaces de cometer tamañas atrocidades. Los tranquilos y respetables alemanes, amantes de Mozart, con los que ahora tenía que convivir.
¿Qué se requiere para asesinar a miles de niños, una semana tras otra? ¿Basta con ser una persona corriente? ¿O hay que haberlo ensayado antes?
Kurt Christmann se había pasado todo un año de su vida matando a niños ucranianos en cámaras de gas. Los débiles mentales, los retrasados, los postrados en la cama y los discapacitados. Niños como Anita Schwartz. Tal vez la gente como él no se limitaba a cumplir órdenes. Acaso no le gustaban los niños discapacitados. Incluso puede que hubiera asesinado a una chica discapacitada en Berlín. Al fin y al cabo era de Munich. Siempre tuve la sospecha de que el hombre que buscaba en 1932 era de Munich.