CAPITULO 17

BUENOS AIRES. 1950

Pasamos por delante del Ministerio de Trabajo, donde, como de costumbre, una larga cola de personas esperaba a Evita, y el coronel paró el coche al doblar la esquina, delante de una puerta de apariencia anónima.

Por el camino reflexioné sobre lo que me había dicho el coronel sobre Mengele. Y, al salir del coche, le dije que seguramente había perdido mucho tiempo hablando con los antiguos camaradas; tiempo que, si el coronel hubiese tenido la amabilidad de indicármelo, lo habría dedicado a otra cosa más útil.

– Hay un refrán que dice «Un solo ratón muerto no hace buen gato». -Delante de la puerta, sacó un puñado de llaves del bolsillo, abrió la cerradura y me invitó a pasar-. Cuando intercepté los documentos privados de Mengele, me percaté de que sabemos muy poco sobre los ex nazis que han venido a Argentina. Puede que a Perón no le importe lo que hayan hecho ustedes durante la guerra, pero yo no me conformo con eso. Así que decidí que era el momento de empezar a recabar información sobre nuestros «trabajadores invitados». Y decidí que usted era nuestro mejor medio para ello.

Cerró la puerta y subimos por unas escaleras de mármol. El pasamanos de madera estaba pegajoso por un exceso de abrillantador y el suelo de mármol tan blanco y brillante como una sarta de perlas de agua dulce. En el descansillo del primer piso había una fotografía de Evita con un traje azul de lunares blancos, una gran rosa de té en el hombro, un collar de rubíes y diamantes y una sonrisa de rubíes y diamantes a juego.

– En algún momento las relaciones con Estados Unidos tendrán que mejorar, si Argentina quiere recuperar la riqueza económica que disfrutaba hace una década -dijo el coronel-. Para ello sería político pedir a alguno de nuestros célebres inmigrantes que se vaya a vivir a otra parte. A Paraguay, por ejemplo. Paraguay es un país primitivo, sin ley, donde hasta los peores criminales pueden vivir impunemente. Como ve, durante todo este tiempo usted ha estado prestando a este país un gran servicio por el cual, algún día, posiblemente muy pronto, tendremos que darle las gracias.

– Ya me siento patriótico.

– Aférrese a ese sentimiento. Lo necesitará cuando se reúna con Evita. Es la persona más patriótica que conozco.

– ¿Es ahí adonde vamos?

– Sí. Y, por cierto, ¿recuerda que le dije que, cuando me enteré de que los hombres de Perón lo habían detenido y lo habían llevado a Caseros, logré ejercer cierta influencia en otra parte para liberarlo? Evita es esa otra parte. Es su nueva protectora. Convendría que lo tuviese presente.

El coronel Montalbán se detuvo delante de una puerta gruesa de madera. Al otro lado se oía un zumbidó como de enjambre. Me miró de arriba abajo y me entregó un peine. Me lo pasé rápidamente por el pelo y se lo devolví.

– Si hubiera sabido que iba a reunirme con la esposa del presidente esta noche, me habría comprado un traje nuevo -dije-. Hasta puede que me hubiese dado un baño.

– Créame, no notará su olor. Aquí no.

Abrió la puerta y entramos en una sala del tamaño de una pista de tenis revestida de madera. En el extremo opuesto, había otro retrato mayor de Evita, con un traje azul, sonriendo a un grupo de niños. Tenía una luz brillante detrás de la cabeza y, si no la conociera, habría pensado que tenía un marido llamado José y un hijo carpintero. La sala estaba repleta de gente y de olor a suciedad corporal. Unos eran discapacitados, otras estaban embarazadas, la mayoría parecía muy pobre. Todos estaban seguros de que la mujer que esperaban ver era nada menos que la Madonna de Buenos Aires, la Dama de la Esperanza. Sin embargo, no había empujones ni zarandeos. Cada persona tenía un billete numerado y, de vez en cuando, un oficial entraba en la sala y anunciaba un número. Era el turno de que una madre soltera, una familia sin hogar o un huérfano tullido fuesen recibidos ante la santa presencia.

Seguí al coronel a la sala del fondo. Allí había una mesa de caoba larga contra una pared, con tres teléfonos y cuatro jarrones de calas. Había también un sofá tapizado de seda con tres sillas a juego, cuatro secretarias con cuadernos y lápices, o con un teléfono, o con un sobre lleno de dinero. Evita estaba de pie junto a la ventana, que habían dejado abierta para airear el olor de la suciedad corporal. Por el menor volumen del espacio, el olor era más perceptible en el gabinete que en la antesala grande.

Vestía un traje ceremonial de color gris perla, atado a la cintura como una toga. En la solapa lucía un broche de zafiros y diamantes con la forma y el color de la bandera argentina. Pensé que tenía suerte de no ser la esposa del presidente de Alemania; poca cosa puede hacer un joyero en negro, amarillo y rojo. En el dedo de la mano izquierda exhibía un anillo con un diamante del tamaño de una anémona, y sus hermanos en las orejitas. En la cabeza llevaba una boina de seda gris con incrustaciones de rubíes, más apropiada para Lucrecia Borgia que para la Santa Madre. No tenía cara de enferma. Rezumaba más salud que la mujer y el niño esqueléticos que le besaban las manos enguantadas. Evita entregó a la mujer un fajo doblado de billetes de cincuenta pesos. Si Otto Skorzeny no se equivocaba, algún botín nazi se estaba repartiendo entre las manos necesitadas de los pobres argentinos, y yo no sabía si reír o llorar. Como medio para impedir el derrocamiento democrático de un gobierno, esta escena conmovedora carecía del simbolismo del incendio de un parlamento, pero, al parecer, no resultaba menos efectiva. Ni los apóstoles habrían organizado con mayor eficiencia esta clase de caridad.

Un fotógrafo de un diario pero ni sta inmortalizó la escena. Parecía improbable que dejase fuera del cuadro la enorme estampa de Cristo lavando los pies de sus discípulos detrás del hombro de Evita. Por el rabillo del ojo azul, el carpintero contemplaba a su alumna y sus buenas obras con gesto de aprobación. Ésta es mi adorada hija, que me complace plenamente. No votéis a otra persona.

Evita miró al coronel. La mujer esquelética y el niño, que se deshacían en un efusivo agradecimiento, salieron de la sala por indicación del personal. Evita dio media vuelta con elegancia y traspasó una puerta al fondo del gabinete. El coronel y yo la seguimos. En cuanto entramos, cerró la puerta. Era un cuarto con un lavabo, un tocador, un perchero de riel y una sola silla. Evita se sentó. Entre el maquillaje y la multitud de frascos de perfume y laca, había una fotografía de Perón. Evita la cogió y la besó, cosa que me hizo pensar que Otto Skorzeny se equivocaba al pensar que aquella mujer se arriesgaría a tener una aventura con un matón cariacuchillado como él.

– Impresionante -dije, señalando con la cabeza la puerta que tenía a mis espaldas.

– No es nada -dijo Evita con un suspiro-. Todo lo que hagamos es siempre insuficiente. Por mucho que lo intentamos, no conseguimos acabar con la pobreza.

Había oído algo así en algún otro lugar.

– De todos modos debe de ser una labor muy satisfactoria.

– Un poco, pero no me enorgullece. Yo no soy nadie. Soy una grasa, una persona corriente. El trabajo en sí es una recompensa. Además, lo que les doy no me pertenece. Todo es de Perón. Él es el verdadero santo, no yo. Miren, yo no considero que esto sea caridad. La caridad humilla. Lo que se hace ahí es ayuda social. Un estado del bienestar. Nada más y nada menos. Entrego personalmente las ayudas porque sé lo que significa estar a merced de la burocracia en este país, y no confío en nadie. Hay demasiada corrupción en nuestras instituciones públicas. -Intentó ahogar un bostezo-. Así que vengo aquí todas las noches y me encargo de hacerlo personalmente. Sobre todo me importan las madres solteras de Argentina. ¿Se imagina por qué, señor Gunther?

Me imaginé una posible razón, pero no quise arriesgarme a contrariar a mi nueva benefactora señalando que su marido procuraba abortos a todas las chicas menores con las que se acostaba. Así que sonreí pacientemente y negué con la cabeza.

– Porque yo también lo fui. Antes de conocer a Perón. En aquella época yo era actriz. No era ninguna putita, como pretenden mis enemigos, pero en 1937, cuando me llamaba Eva Duarte y trabajaba en una radionovela, conocí a un hombre y tuve una hija con él. Este hombre se llamaba Kurt Von Bader. Eso es, señor, Fabienne Von Bader es hija mía.

Miré al coronel, que me lo corroboró con un gesto.

– Cuando nació Fabienne, Kurt, que estaba casado, decidió ocuparse de la niña. Su esposa no podía tener hijos. Y, en aquel momento, yo pensaba que tendría más hijos. Lamentablemente, dado que al presidente y a mí nos encantan los niños, no ha sido posible. Fabienne es mi única hija y, como tal, muy preciada para mí.

»Al principio, Kurt y su esposa eran muy generosos y me dejaban ver a Fabienne cuando quería, a condición de que nunca le dijese que yo era su verdadera madre. Más recientemente, sin embargo, todo cambió. Kurt Von Bader es uno de los custodios de una gran cantidad de dinero depositada en Suiza por el anterior gobierno de Alemania. Es mi deseo utilizar parte de ese dinero para sacar a los pobres de la miseria. No sólo aquí, en Argentina, sino en todo el mundo católico romano. Von Bader, que todavía alberga esperanzas de restaurar un gobierno nazi en Alemania, no aceptó. Tuvimos una violenta discusión. Se dijeron muchas cosas. Demasiadas. Fabienne debió de oír algo y descubrió la verdad sobre sus orígenes. Poco después se escapó de casa. -Evita suspiró y se apoyó en el respaldo de la silla, como si el esfuerzo de contarme todo esto supusiera una fuerte tensión. Después añadió-: Y eso es todo. ¿Le escandaliza, Herr Gunther?

– No señora, no me escandaliza. Sólo me sorprende un poco y quizá me desconcierta que haya decidido confiar en mí.

– Quiero que la encuentre, por supuesto. ¿Es tan difícil de entender?

– En absoluto. Pero, teniendo todo un cuerpo de policía a su disposición, señora, me cuesta entender que espere que yo la encuentre, si ellos…

– No lo han logrado -dijo, al ver que no sabía cómo terminar la frase-. ¿No es así, coronel? Sus hombres me han fallado, ¿verdad?

– Hasta ahora no ha habido éxito, señora -dijo el coronel.

– ¿Ha oído eso? -Evita soltó una carcajada desdeñosa-. Ni siquiera es capaz de pronunciar la palabra «fracaso». Pero es lo que es. En cambio, usted tiene experiencia en la búsqueda de personas desaparecidas, ¿verdad?

– Cierta experiencia, sí, pero en mi país;

– Sí, usted es alemán. Igual que mi hija, que se crió como germano-argentina. El castellano es su segunda lengua. Usted se mueve bien entre esa gente, y estoy convencida de que es ahí donde la encontrará. Encuéntrela, Encuentre a mi hija. Si lo consigue, le pagaré cincuenta mil dólares en efectivo. -Asintió con una sonrisa-. Sí, pensé que eso le haría mover las orejas. -Evita levantó la mano, como si hiciese un juramento-. No soy ninguna chupacirios, pero juro solemnemente por la Santa Virgen que si la encuentra el dinero será suyo.

La puerta se abrió ligeramente y por ella entró uno de los perros. Evita saludó a Canela, lo cogió en brazos y lo besó como a su hijo predilecto.

– ¿Y bien? -me preguntó-. ¿Qué dice, alemán?

– Haré todo lo posible -respondí-. Pero no le prometo nada. Ni siquiera por cincuenta mil dólares. Haré lo que esté en mi mano.

– Sí. Ésa es una buena respuesta. -Una vez más lanzó una mirada acusadora al coronel Montalbán-. ¿Ha oído? No dice que la encontrará. Dice que hará todo lo posible. -Me miró con un gesto de aprobación-. Por ahí dicen que soy una persona egoísta y ambiciosa, pero no es cierto.

Dejó al perro en el suelo y me cogió la mano. Las suyas eran frías, como de cadáver, con uñas largas y rojas de perfecta manicura, cual pétalos de una flor petrificada. Eran unas manos pequeñas pero llenas de fuerza, como si por sus venas corriese una extraña electricidad. Lo mismo sucedía en sus ojos, que me clavaron por un instante una mirada acuosa. El efecto era llamativo y me recordó a lo que me habían contado sobre la experiencia de conocer a Hitler, que al parecer también tenía algo en los ojos. De pronto, sin previo aviso, se abrió la parte delantera del vestido y colocó mi mano entre sus pechos, para que palpase con la palma directamente su corazón.

– Quiero que sienta esto -dijo con apremio-. Quiero que sienta el latido de una mujer argentina corriente. Y que sepa que todo lo que hago, lo hago por los motivos más excelsos. ¿Lo siente, alemán? ¿Siente el corazón de Evita? ¿Siente la verdad de lo que le digo?

Yo no estaba seguro de sentir nada, aparte de la turgencia de sus pechos a ambos lados de mis dedos y el tacto frío y sedoso de su piel perfumada. Sabía que sólo tenía que mover la mano un par de centímetros para abarcar todo el seno y sentir el pezón frotándose contra el pulpejo de mi pulgar. Pero de su latido no había ni rastro. Instintivamente presionó mi mano más fuerte contra el esternón.

– ¿Lo siente? -preguntó con insistencia.

Ahora tenía la mirada llorosa. Y era fácil comprender por qué tuvo tanto éxito como actriz radiofónica. Aquella mujer era la personificación del melodrama y las emociones fuertes. Si hubiera sido el violonchelo de Duport, no podría tener las cuerdas más tensas. Era un riesgo dejarla seguir. Habría podido estallar en llamas, levitar o convertirse en un platillo de ghee. Yo también me estaba excitando. No todos los días la esposa del presidente lo obliga a uno a meter la mano dentro de su sostén. Decidí decirle lo que quería oír. Se me daba bien. Tenía muchas otras mujeres para practicar lo otro.

– Sí, señora Perón, lo siento -dije, intentando que no se me notase la erección en la voz.

Me soltó la mano y parece que se relajó un poco, cosa que me alivió.

– Cuando esté preparado -me dijo con una sonrisa-, puede quitar la mano de mi pecho, alemán.

Por una décima de segundo la dejé allí. Lo suficiente para que Eva supiese que me gustaba tenerla donde estaba. Y luego la aparté. Se me pasó por la cabeza besarme los dedos, o quizá oler el perfume del que se habían impregnado, pero hubiera sido más melodramático que ella. Así que me metí la plano en el bolsillo, reservándola para después, como un puro selecto o una postal guarra.

Se ajustó el vestido y abrió un cajón, del cual sacó una fotografía y me la dio. Era la misma que me había dado Kurt Von Bader. La recompensa que mencionó era la misma cantidad que me había ofrecido él. Me pregunté si, en caso de que encontrase a Fabienne, cobraría las dos retribuciones o sólo una. O ninguna. Lo más probable era que no cobrase ninguna. Normalmente, cuando alguien encuentra a un niño desaparecido, los padres se enfadan primero con el niño y luego con el que lo encontró. No es que eso fuese particularmente relevante. Me pedían que la buscase porque ya lo habían probado todo. Como no habían conseguido nada, supuse que no les quedaba ninguna opción de encontrar pistas sobre su paradero. Para encontrarla tenía que ocurrírseme algo que no hubieran pensado los demás, que no fuese una apuesta probable en la quiniela de nadie. Seguramente la chica estaba en Uruguay, o muerta, y, si seguía con vida, tal vez algún adulto procuraba que nadie la encontrase.

– ¿Cree que la encontrará? -preguntó Evita.

– Eso me pregunto yo -respondí-. Sería posible si tuviera todos los datos.

– Discúlpeme, pero ¿no consiste en eso precisamente la labor de un detective? ¿En trabajar sin los datos? Quiero decir, si tuviésemos todos los datos, probablemente la encontraríamos nosotros. No lo necesitaríamos a usted, alemán. Y desde luego no le ofreceríamos una recompensa de cincuenta mil dólares.

Tenía razón, por supuesto. Puede que fuese melodramática, pero de tonta no tenía un pelo.

– ¿Qué le hace pensar que sigue en el país? -pregunté-. Podría haber cruzado el río en el barco de Montevideo. Veintinueve dólares. Fin de la historia.

– Por un pequeño detalle -dijo Evita-, estoy casada con el presidente de Argentina. Por tanto, sé que no tiene pasaporte. Y aunque lo tuviese, no tiene visado. Lo sabemos porque mi marido se lo preguntó a Luis Berres, el presidente de Uruguay. Y antes de que me lo pregunte, también ha consultado a los presidentes Videla, Chaves y Odría.

– Quizá si volviese a hablar con sus padres -dije. Luego, corrigiéndome, añadí-: Quiero decir con el padre y la madrastra.

– Si cree que le servirá de algo -dijo Montalbán.

No lo creía. Pero no sabía qué otra cosa sugerir. Era un callejón sin salida. Lo supe la primera vez que me reuní con Van Bader. Por lo que sabía, su hija y quienquiera que estuviese con ella no querían aparecer. Para un detective, encontrar a la gente cuando no quiere aparecer es como buscar el significado de la vida. Si ni siquiera existe con seguridad. Me horrorizaba aceptar un trabajo que auguraba tan pocas probabilidades de éxito. Normalmente lo habría rechazado. Pero no se vislumbraba nada normal por la mirilla de aquella situación. Eva Perón no era de esas esposas de presidentes a las que uno puede defraudar. Sobre todo después de mi paso por Caseros.

– ¿Y bien? -preguntó-. ¿Cómo lo piensa resolver?

Encendí un cigarro. No me apetecía, pero me daba tiempo para pensar algo que decir. El coronel Montalbán se aclaró la garganta. Parecía un salvavidas golpeando el agua sobre mi cabeza.

– En cuanto tengamos algo que comunicar, estaremos en contacto, señora.

Cuando estábamos en las escaleras, al salir de la antecámara, le di las gracias.

– ¿Por qué?

– Por acudir en mi ayuda. Cuando me hizo aquella pregunta.

– ¿Cómo lo piensa resolver?

– Exacto.

– ¿Y cómo lo piensa resolver?

Sonrió amistosamente mientras encendía un cigarrillo con el mío.

– Pues no sé. Seguramente saldré en busca de la inspiración. Le apuntaré una pistola en la cara. Le daré unas cuantas bofetadas. A ver qué pasa. El enfoque forense, el judicial… Por otro lado, tengo que confiar en la suerte. Eso suele funcionar. Aunque no lo parezca, coronel, soy un tipo bastante afortunado. Esta mañana estaba en la cárcel. Hace cinco minutos metí la mano en el escote de la esposa del presidente argentino. Créame, para un alemán no cabe imaginar más suerte en los tiempos que corren.

– No lo dudo.

– Evita no parecía enferma.

– Ni usted.

– Puede que ahora no, pero lo he estado.

– Pack es buen médico -dijo el coronel-. El mejor que hay. Ha tenido suerte de que lo tratase alguien como él.

– Eso espero.

– Llamaré a los Von Bader y les diré que quiere hablar otra vez con ellos. Tal vez haya algo que antes se le pasó.

– Siempre hay algo que pasa desapercibido. Los detectives son humanos y los humanos cometen errores.

– ¿Le parece bien mañana a mediodía?

Asentí.

– Vamos -dijo-. Le llevo de vuelta al hotel.

– No, gracias, coronel-dije-. Prefiero ir andando, si no le importa. Si la casera me ve llegar en ese Jaguar blanco, lo más probable es que me suba el alquiler.

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