A la mañana siguiente reflexioné algo más sobre lo que me había contado Isabel Pekerman de la trata de blancas en Argentina. Me preguntaba si guardaría relación con el negocio que se traían entre manos Perón y Mengele con las jovencitas. No saqué nada en limpio. Decidí que mi cerebro necesitaba pensar en otro tipo de problema totalmente distinto. Disponía de casi toda la mañana antes de la reunión con Van Bader y el coronel, así que, después de desayunar, me fui al Richmond a jugar al ajedrez.
Allí estaba Melville y, en sólo treinta y tres movimientos, jugué una defensa victoriosa de la que se hubiera jactado el mismísimo Bronstein. Después dejé que me invitase a una copa y nos sentamos un rato en la terraza a contemplar el mundo. Normalmente yo no prestaba mucha atención a la cháchara del escocés. En cambio, esta vez dijo algo que me interesó.
– Menudo bomboncito te trajiste el otro día -comentó, verde de envidia.
– Pues sí -le dije, suponiendo que se refería a Anna.
– Aunque un poco alta para mí -dijo entre risas.
Melville no medía más de uno sesenta. Por su aspecto físico -pelirrojo con barba y una sonrisa pícara desdentada-, parecía un divertimento de la familia real española.
– Yo las prefiero mucho más bajas -añadió-. Y eso generalmente significa también mucho más jóvenes.
– ¿De qué edades? -pregunté, aguzando el oído después de oír esa declaración.
– La edad no importa -dijo-, para un canijo como yo. Me conformo con lo que encuentro.
– Bueno, pero las hay jóvenes y las hay demasiado jóvenes, ¿no?
– ¿Ah, sí? -Se rió-. Si tú lo dices…
– Bueno, ¿cuántos años es demasiado joven? Tendrás alguna idea.
Pensó un instante y luego se encogió de hombros, en silencio.
– ¿Cuántos años tenía la más joven que te tiraste?
– ¿Ya ti qué te importa?
– Me interesa, nada más. La verdad es que, en los tiempos que corren, a veces no sé sabe qué edad tienen las chicas. -Esperaba sonsacarle algo más sobre un tema en el que Melville ya empezaba a responder con evasivas-. Con el maquillaje que llevan, la ropa y la experiencia que tienen algunas para su edad… En Alemania, por ejemplo, no me faltó mucho para.acostarme con alguna jovencita, te lo aseguro. Claro que yo también era más joven. Y Alemania era Alemania. Las chicas nacían desnudas en los clubes y en los parques. Antes de los nazis estaba de moda el culto al sol; lo llamaban naturismo. Pero, como te digo, era Alemania. Allí el sexo era el pasatiempo nacional. Durante la República de Weimar, Alemania era famosa por eso. ¿Pero aquí? Éste es un país católico romano. Creía que las cosas eran distintas aquí.
– Pues te equivocas, muchacho. -Melville soltó una carcaj a da de gárgola maníaca-. La verdad es que este país es un paraíso para los pervertidos como yo. Es uno de los motivos por los que vivo aquí. La cantidad de fruta inmadura que hay. Basta con levantar la mano y cogerla del árbol.
De nuevo agucé el oído. La frase castellana que Melville utilizaba para describir a las jovencitas era «fruta inmadura», la misma que empleó el coronel para describir la predilección sexual de Perón.
– No sé nada de Alemania -dijo Melville-. Nunca he estado allí, pero sería cojonudo ganarle a Argentina en lecheras.
– ¿Lecheras?
– Sí, chupapollas.
– ¿Es cierto lo que me han dicho? ¿Que al presidente le gustan jovencitas?
Melville frunció los labios con un gesto huidizo.
– A lo mejor por eso te sales con la tuya -añadí.
– Ni que fuera un crimen, Hausner.
– ¿No lo es? No sé.
– Esas chicas saben muy bien lo que hacen, créeme. -Lió un cigarrillo un tanto raquítico y se acercó la cerilla a la boca. El cigarro crepitó en una llamarada como un incendio forestal. Con una sola calada consumió casi un tercio del pitillo.
– ¿Y adónde tengo que ir? -pregunté, aparentando una curiosidad flemática-. Para coger una fruta del árbol, como dices.
– A un garito de peso escaso de La Boca, cerca del puerto -dijo-. Aunque tiene que presentarte algún socio. -Levantó la jarra al aire con una sonrisa de satisfacción-. Como yo.
– Pues no es mal plan, oye -dije con una sonrisa, refrenando el impulso de propinarle un gancho en la mandíbula.
– Pero ojo -me·advirtió-. El mundo dela fruta inmadura ya no es lo que era. Justo después de la guerra el país estaba plagado de equipaje de peso escaso. Así es como llamábamos a la fruta frágil que venía de Europa. Vírgenes judías que escapaban en busca de una vida mejor, me imagino. Todas buscaban el caballero blanco. Algunas lo encontraban. Otras crecían y entraban en el juego. El resto… ¿Quién sabe?
– ¿Quién sabe? Por lo que me han dicho, a algunas judías ilegales les echó el guante la policía secreta. Y desaparecieron. -Todo el mundo desaparece en algún momento en Argentina -dijo Melville, que me miró con mala cara al oír mi pregunta-. Es un pasatiempo nacional. Los porteños se deprimen por toda clase de mierdas, y luego se quitan de en medio un rato. Tarde o temprano suelen aparecer sin dar ninguna explicación. Como si no hubiera pasado nada. Y los judíos, bueno, por experiencia te digo que son una peña muy melancólica. Lo cual, perdona que te diga, es sobre todo por culpa de tus compatriotas, Hausner.
Asentí. En este punto le daba la razón.
– Y piensa en Perón -dijo, calentándose con el tema-. Era vicepresidente y secretario de la guerra en el gobierno del general Edelmiro Farell. Luego desapareció. Sus colegas lo detuvieron y lo metieron en la cárcel de la isla Martín García. Luego Evita organizó manifestaciones masivas de apoyo popular y, al cabo de una semana, volvió. Seis meses después, es presidente. Desaparece. Vuelve. Es una historia muy argentina.
– No todo el mundo tiene una Evita a su lado -dije-. Y no todo el que desaparece vuelve. No me negarás que las cárceles están llenas de adversarios políticos de Perón.
– No se puede hacer una tortilla sin romper los huevos. Además, la mayor parte son comunistas. ¿Quieres ver este país tomado por los comunistas como Polonia, Hungría y Alemania del Este? ¿Como Bolivia?
– No, desde luego.
– Bueno. Si quieres saber mi opinión, lo hacen lo mejor que pueden. Éste es un país estupendo. Quizás el mejor de Sudamérica. Con excelentes perspectivas de crecimiento económico. Y prefiero vivir en Argentina que en Gran Bretaña. Aunque sea sin fruta inmadura.
Melville tiró a la calle el acre pitillo. Era justo lo que me apetecía hacer con él.
– ¿Qué haces aquí, Melville? -pregunté, intentando ocultar la exasperación que me provocaba-. Quiero decir: ¿a qué te dedicas? ¿En qué trabajas?
– Ya te lo dije -respondió-. Es que no me escuchas. -Serió-. Pero no tiene mucho misterio en qué me gano la vida. No como otros que yo me sé. -Me lanzó una mirada que indicaba que se refería a mí-. Trabajo para la empresa Glasgow Wire. Suministramos a los ganaderos de toda Argentina varios tipos de alambradas para ganado y otros productos.
Intenté ahogar un bostezo y no lo conseguí. Tenía razón, me lo había dicho antes. Pero era un dato que no sentí necesidad de retener.
– Es aburrido, ya sé -dijo con ironía-. Pero no habría industria de la carne en este país sin productos de alambre galvanizado. Lo vendo en bobinas de cincuenta metros por palés. Los ganaderos argentinos compran kilómetros de alambre. Y siempre quieren más. No sólo los ganaderos. El alambre es importante para todo tipo de personas.
– ¿En serio? -Esta vez el bostezo me pudo.
Melville se tomó mi evidente desinterés como un desafío.
– Sí. Mira, hace unos años, uno de tus compatriotas me hizo un pedido bastante grande. Era un ingeniero que trabajaba para el Ministerio de Relaciones Exteriores. ¿Cómo se llamaba? Kammler. Sí, justo. El doctor Hans Kammler. ¿Lo conoces?
El nombre me sonaba, pero no sabía de qué.
– Me reuní varias veces con el señor KarrÍmler en el Palacio de San Martín, en Arenales. Un tipo interesante. Durante la guerra fue general de las SS. Pensaba que lo conocerías.
– Vale. Estuve en las SS. ¿Satisfecho?
– Lo sabía -dijo Melville, triunfante, golpeándose el muslo con la palma de la mano-. Lo sabía. Pero oye, a mí me importa un bledo lo que hayas hecho. La guerra se acabó. Y vamos a necesitar a los alemanes para que los rusos no se apoderen de Europa.
– ¿Para qué necesitaba el Ministerio de Relaciones Exteriores una gran cantidad de alambrada? -pregunté.
– Será mejor que se lo preguntes al general Kammler -dijo Melville-. Me reuní con él varias veces. La última en un sitio cerca de Tucumán, donde entregué el alambre.
– Ah, ya -dije, relajando un poco mi curiosidad-. Entonces será para la planta hidroeléctrica que construye Capri.
– No, no. Ésos también son clientes míos, sí. Pero esto era otra cosa. Algo mucho más secreto. Supongo que tenía que ver con la bomba atómica. A lo mejor me equivoco, pero Perón siempre ha querido que Argentina fuese la primera potencia nuclear de Sudamérica. Kammler llamaba el proyecto memorando no sé qué. Un número.
– ¿11? ¿Directiva 11?
– Exacto. No, espera. Era Directiva 12.
– ¿Estás seguro?
– Sí, creo que sí. De todos modos, era todo muy secreto. Me pagaron más de la cuenta por el alambre. En parte, supongo, porque teníamos que entregar el material en un valle en medio de la nada en la Sierra de Aconquija. Llegar hasta Tucumánera bastante fácil. Hay un tren bastante decente de Buenos Aires a Tucumán, como sabrás. Pero desde allí hasta Dulce, que así es como se llama la planta que construyeron, después del río del mismo nombre, me imagino, tuvimos que ir en mulas. Cientos de mulas.
– Melville… ¿Crees que podrías señalar ese lugar en un mapa?
– Creo que ya te he contado demasiado -dijo con una sonrisa insegura-. Si es una planta nuclear secreta no querrán que le cuente a la gente exactamente dónde está, digo yo.
– En eso tienes razón -reconocí-. Probablemente te matarán si descubren que se lo has contado a alguien como yo. Puedes darlo por seguro. Pero, por otro lado… -Me abrí la chaqueta para mostrar la pistolera y la Smith que llevaba-. Por otro lado, no tienes mucha elección. Dentro de un momento, tú y yo vamos a ir a la librería de enfrente a comprar un mapa. Y una de dos, o tu cerebro o tu dedo se va a estampar en el mapa antes de que me marche.
– Estás de coña -dijo.
– Soy alemán. No destacamos precisamente por el sentido del humor, Melville. Sobre todo si se trata de matar a la gente. Es algo que nos tomamos bastante en serio. Por eso se nos da tan bien.
– ¿Y si no quiero ir a la librería? -preguntó, echando un vistazo alrededor. Había mucha gente en el Richmond-. No te atreverías a matarme aquí, delante de tanta gente.
– ¿Por qué no? Me he acabado el café y tú has pagado la cuenta. Desde luego no voy a perder la mañana para meterte una bala en la cabeza. Y cuando los polis me pregunten por qué lo hice, simplemente diré que te resististe a la detención. -Saqué mis credenciales de la SIDE y se las mostré-. Mira, soy una especie de poli. De la secreta, de los que casi nunca cargan con el muerto.
– ¿Así que te dedicas a eso? -Melville soltó otra carcajada maníaca, pero en este caso era algo más que una risa nerviosa-. Por fin me sacas de dudas.
– Bueno, pues ahora que has satisfecho tu curiosidad, vámonos. Y recuerda lo que dije sobre el sentido del humor alemán.
En la librería Figuera, en la esquina de Florida con Alsina, compré un mapa de Argentina por cien pesos y, cogiendo del brazo a Melville, caminé con él hasta la Plaza de Mayo, donde desplegué el mapa sobre el césped, justo delante de la Casa Rosada.
– Venga, desembucha -dije-. ¿Dónde está exactamente ese lugar? Y si descubro que me has mentido, volveré como Banquo en esa obra vuestra, escocés. Y te pondré el pelo más rojo de lo que lo tienes.
El escocés movió un dedo índice hacia el norte de Buenos Aires, pasando por Córdoba y Santiago del Estero, y al oeste de La Cocha, donde vivía Eichmann.
– Por aquí -dije-. No está marcado en el mapa. Pero ahí es donde me reuní con Kammler. Justo al norte de Andalgala hay un par de lagunas en una depresión, cerca de la cuenca del río Dulce. Estaban construyendo un pequeño ferrocarril cuando estuve allí. Seguramente para facilitar el transporte de los materiales hasta allí.
– Sí, seguramente -repetí, mientras doblaba el mapa y me lo guardaba en el bolsillo-. Si quieres un consejo, no le cuentes esto a nadie. Seguramente te matarán a ti antes que a mí, pero después de haberte torturado. Por suerte para ti, a mí ya me torturaron y no sacaron nada en limpio, así que quedas libre de sospecha en lo que a mí respecta. Lo mejor que podrías hacer ahora es largarte y olvidar que me has conocido. Ni siquiera con un tablero de ajedrez por medio.
– Vale -dijo Melville y se alejó de allí apretando el paso.
Eché otro vistazo al mapa y pensé que iba a defraudar al coronel Montalbán: menudo detective estaba hecho. ¿Quién habría pensado que Melville, el tarugo del bar Richmond, acabaría teniendo la clave de todo el caso? Me hacía gracia la circunstancia accidental en que había obtenido aquella pista sobre la Directiva 12 y sobre dónde se había desarrollado. Pero Melville se equivocaba en un punto. La Directiva 12 no tenía nada que ver con una planta nuclear secreta, sino con la carpeta vacía del Ministerio de Relaciones Exteriores que encontramos Anna y yo en el viejo Hotel de Inmigrantes. De eso estaba seguro.