Había dos hombres esperando junto a mi coche. Llevaban sombrero y traje cruzado totalmente abotonado, como si ocultasen algo más que una pluma estilográfica en el bolsillo superior de la chaqueta. Pensé que estaban muy al sur para ser de la banda de Ricci Kamm. Y eran demasiado finos. Los miembros de la banda solían tener la nariz rota y orejas de coliflor, igual que otros hombres acostumbran a llevar bastón y leontina. Por otro lado, aquellos tipos se alegraron de verme. Cuando uno ha estado en un zoo tanto tiempo como yo, sabe muy bien cuándo va a atacar el león. Se pone nervioso y agitado, porque a la mayoría de la gente le angustia matar. En cambio, aquellos dos tipos estaban tranquilos y seguros de sí mismos.
– ¿Es usted Gunther?
– Depende.
– ¿De qué?
– De lo que digan después.
– Una persona quiere hablar con usted.
– ¿Y por qué no ha venido?
– Porque está en El Dorado. Le invita a una copa.
– ¿Tiene nombre esa persona?
– Herr Diels. Rudolf Diels.
– Soy un tipo tímido. No me gusta El Dorado. Además, es un poco pronto para ir a un club de alterne.
– Precisamente por eso, es más agradable y tranquilo a esta hora. Es un lugar privado donde podría oírse pensar.
– Tengo ideas muy extrañas cuando me oigo pensar -repliqué-. Como que mi existencia tiene cierto sentido. Pero, como no lo tiene, más vale que vayamos a El Dorado.
El Dorado de Motzstrasse estaba en la planta baja de un edificio alto y moderno de hormigón. Como el viejo El Dorado, que todavía existía en Lutherstrasse, el nuevo era un club de alterne popular entre la alta sociedad berlinesa, con prostitutas caras y turistas intrépidos, ansiosos por saborear la auténtica decadencia berlinesa. En el interior, el local era una imitación de un fumadero de opio chino. Pero no era una mera imitación. Si bien el sexo era un motivo para visitar El Dorado, el suministro de drogas era otro factor importante. Sin embargo, a aquella hora del día, el local estaba más o menos desierto. La Bernd Robert Rhythmics había terminado de ensayar y, en la esquina, junto a un gong de cobre tan grande como un neumático de camión, un tipo más bien joven, con una notoria cicatriz en la cara, compartía una botella de champagne con dos chicas. Supe que eran chicas no por las manos femeninas, de uñas bien arregladas, sino por sus partes pudendas, que eran fáciles de ver porque estaban al aire.
Al verme llegar al club con la avanzadilla de traje cruzado, el tipo de la cicatriz se levantó y me indicó por señas que me acercase. Era moreno, con el mentón poco prominente. Supuse que tendría unos treinta años. Su traje parecía hecho a mano y fumaba un Gildemann. Tenía labios femeninos, cejas tan finas y pulcras que parecían depiladas y pintadas con lápiz, y ojos marrones con pestañas largas. Las manos eran también femeninas, y, salvo por la cicatriz y la compañía, lo habría confundido con un marica. Pero era educado y cordial, lo que me llevó a preguntarme por qué tendría semejante cicatriz.
– Herr Gunther -dijo-. Me alegra que haya venido. Le presento a Fraulein Oloffson y Fraulein Larsson. Las dos son suecas y están aquí de vacaciones. ¿No es así, señoras?-Echó un rápido vistazo por el local-. Hay otra por ahí. Fraulein Liljeroth. Pero creo que ha ido a empolvarse la nariz, ya sabe a qué me refiero.
– Señoras -dije mientras las saludaba con una cortés reverencia.
– Quieren comportarse como auténticas berlinesas -dijo Diels-. ¿Verdad, señoras?
– La desnudez es normal-dijo una de las suecas-. El deseo es sano. ¿No cree?
– Siéntese y tómese una copa -dijo Diels mientras me acercaba una copa de champagne.
Era un poco pronto para mí, pero, al ver la etiqueta y el año de la botella, me lo bebí de todos modos.
– ¿Qué puedo hacer por usted, Herr Diels?
– Por favor, llámeme Rudi. Y, por cierto, puede hablar con total libertad delante de nuestras dos amigas. No hablan muy bien el alemán.,
– Yo tampoco -dije-. Aunque tal vez sea porque estoy con la lengua fuera.
– ¿Había venido aquí alguna vez?
– Una vez o dos. Pero no me divierte tener que adivinar si una persona es hombre o mujer. -Señalé con la cabeza a Fraulein Oloffson-. Es un cambio agradable disipar toda duda en ese aspecto de forma tan inequívoca.
– Disfrute mientras pueda. Dentro de un mes o dos, el nuevo gobierno nazi vaa clausurar muchos de estos clubes. Éste ya está destinado a ser la sede del Partido Nazi en Berlín Sur.
– Da por hecho usted muchas cosas. Primero tendrán que superar el pequeño escollo de las elecciones.
– Tiene razón. Es un pequeño escollo. Puede que los nacionalsocialistas no ganen por mayoría absoluta en el Reichstag, pero parece más que probable que serán el partido más votado.
– ¿En serio?
– No soy miembro del partido, Herr Gunther, pero soy muy afín a la causa del nacionalsocialismo.
– ¿Por eso tiene esas cicatrices en la cara? ¿Por ser muy afín a los nazis?
– ¿Esto? -dijo Diels, tocándose la mejilla sin ningún dejo de inhibición. Negó con la cabeza-. No, me temo que no es muy honorable el modo en que me la hice. Yo antes bebía mucho. Mucho más de lo saludable. A veces, cuando quería divertir o intimidar a alguien, masticaba un vaso de cerveza.
– Yo, la verdad -dije refiriéndome a un cuenco de fruta que había en la mesa-, prefiero una buena manzana. -Encendí un cigarrillo. Me apoyé en el respaldo de la silla y ojeé despacio a nuestras dos acompañantes desnudas. No me daba reparo mirarlas, pues a ellas tampoco les daba reparo que las mirasen.
– Sírvase.
– No, gracias. Parte de mi concentración está a la altura del destino de la República.
– Pues qué mal, porque los días de la República están contados. Vamos a ganar.
– Se ha pasado al «nosotros». Hace un minuto decía que no era del partido. Supongo que usted debe de ser eso que llaman elector flotante.
– ¿Quiere decir como Rosa Luxemburgo? -Diels sonrió por su propio chiste-. Oh, no soy muy hitleriano -precisó-, pero creo en Herman Goering. Es una figura mucho más impresionante que Hitler.
– Sin duda es más grande. -Ahora me tocaba a mí reírme de mi chiste.
– A Hitler no le importa nada la vida humana -continuó Diels-, pero Goering es distinto. Yo trabajo con él en el Reichstag. Cuando los nazis lleguen al poder, Goering se va a hacer cargo de la policía uniformada. Y yo estaré a cargo de una policía política mucho más extensa.
– Hay que ver la cantidad de gente que quiere ingresar en la policía últimamente. y ni siquiera ha habido ninguna campaña de contratación.
– Vamos a necesitar hombres en quienes podamos confiar. Hombres buenos que estén dispuestos a dedicarse en cuerpo y alma a la lucha contra los judíos y los bolcheviques. Pero no sólo contra los judíos y bolcheviques. Es esencial recortar también el poder de las SA. Por eso está usted aquí.
– ¿Yo? No creo que pueda ayudarle. Ni siquiera me gusta la policía política de la que se va a encargar usted.
– En el Kripo es bien sabido que usted detesta las SAo
– En el Kripo todo el mundo detesta las SA. Todo el mundo con un poco de valor, claro.
– Eso es precisamente lo que estoy buscando. Para librarnos de las SA necesitamos hombres que no tengan miedo. Hombres como usted.
– Ya entiendo su dilema. Necesita a las SA para ganar las elecciones. Pero en cuanto salgan elegidos, necesita a otra persona para que las meta de nuevo en vereda. -Sonreí-. Hay que reconocerlo. El nazismo supera con creces el sofismo. Hitler añade una acepción totalmente nueva a esa parte del diccionario referida a la argumentación engañosa y los negocios turbios. -Negué con la cabeza-. No soy su hombre, Herr Diels. Y nunca lo seré.
– Sería una lástima que el cuerpo perdiese a un hombre con sus capacidades forenses, Herr Gunther.
– Sí, sería una lástima. Pero así es.
La tercera sueca volvió de empolvarse la nariz. Igual que sus dos amigas, estaba desnuda como un alfiler de sombrero, sólo que sin sombrero. Obviamente aburridas, las otras dos se levantaron de la mesa y se acercaron a la recién llegada. La rodearon con las brazos y, lentamente, empezaron a bailar al ritmo de una música silenciosa. Parecían las Tres Gracias.
– Sólo son turistas -me dijo-, no son cocottes, o cabareteras, o como las llamen los policías. Sólo son tres chicas de Estocolmo que han venido de vacaciones, que se sienten casi como auténticas berlinesas y se quitan la ropa por pura diversión. -Suspiró-. Es una lástima que desaparezca todo esto. Pero las cosas tienen que cambiar. Así no podemos seguir. Vicio, prostitución, drogas. Nos estamos corrompiendo.
Me encogí de hombros.
– Usted es poli -dijo-. Al menos estará de acuerdo conmigo en eso.
Dos de los miembros del grupo regresaron y empezaron a tocar suavemente, por el bien del espectáculo improvisado de cabaré.
– Usted no es de Berlín, ¿verdad, Herr Diels? En Berlín decimos que hay que dejar en paz el bigote ajeno, aunque se caiga en el café. Por eso a los nazis nunca les irá bien en esta ciudad. Porque no saben dejar en paz el bigote ajeno.
– Es una actitud inusual en un policía. ¿No quiere ser consejero o director? Podría conseguirlo en cuanto acaben las elecciones. Todo el mundo querrá ayudarnos entonces, pero usted ya está en condiciones de ayudarnos ahora. Que es cuando realmente importa.
– Ya le he dicho que no me interesa formar parte de su policía política ampliada.
– No me refiero a eso. Quiero decir que podría quedarse donde está, en el Departamento 4. Que podría seguir haciendo lo mismo que ahora. No es como si fuera comunista o algo parecido. Podemos pasar por alto su pertenencia al Frente de Hierro. -Se encogió de hombros con un gesto inocente-. Sólo tiene que hacernos un favor.
– ¿Qué clase de favor? -pregunté intrigado.
– Queremos anular el caso Schwartz.
– Yo soy agente de policía, Herr Diels. No puedo hacer eso. Me han ordenado que investigue un asesinato y es mí deber llevar a cabo la investigación con todo mi empeño.
– La gente que se lo ha ordenado no seguirá ahí mucho tiempo. Además, los dos sabemos que en esta ciudad hay muchos casos que quedan sin resolver.
– Quieren que vaya despacio, ¿no? Así Goebbels puede acusar a Grezinski y Weiss de hacerse los remolones porque el viejo de la víctima es un pez gordo de las SA, ¿no?
– No, no tiene nada que ver con eso. La chica Schwartz era discapacitada. Tenía una pierna coja. Como Goebbels. Es un poco embarazoso para él que se airee este asunto en público. Lo magnifica, de alguna manera. Anita Schwartz era coja. Y eso recuerda a la gente que Goebbels también es cojo. El doctor Goebbels estará en deuda con usted si el caso Schwartz queda empantanado, por así decirlo.
– ¿El pie de Joey es el único motivo por el que quiere que no se esclarezca este caso?
– Sí. -Diels parecía asombrado-. ¿Qué otro motivo podría haber?
Me pareció imprudente mencionar todo lo que sabía sobre el verdadero alcance de las discapacidades actuales de Joey,
– ¿Y si asesinan a alguna otra chica en circunstancias similares? Entonces, ¿qué? -pregunté.
– Pues puede investigarlo. Sólo deje de lado el caso Schwartz. Es lo único que le pido. Sólo hasta las elecciones.
– Para ahorrarle el disgusto a Joey.
– Para ahorrarle el disgusto a Joey,
– Tengo la sensación de que en este asunto hay gato encerrado.
– No es muy recomendable que se aferre a esa idea. Para usted y para su carrera.
– ¿Mi carrera? -Me reí-. Uf, eso me quita el sueño, sí.
– Al menos sigue vivo, Herr Gunther. -Sonrió e inhaló la última parte del cigarrillo-. Ya es algo, ¿no cree?
Ya había oído todo lo que quería oír. Eché la mano al cuenco de fruta, cogí una bonita manzana dorada y me levanté.
Las tres mujeres desnudas ahora estaban demasiado absortas para prestarme atención, pero aquello parecía un espectáculo de cabaré por el que los berlineses habrían pagado bastante.
– ¡Eh, tú! -exclamé-. Afrodita.
Tiré la manzana y una de ellas la cogió. Naturalmente era la más guapa de las tres suecas.
– No soy Afrodita -dijo sin ninguna gracia-. Me llamo Gunila.
No respondí nada. Me limité a salir con mi ropa y mi sentido del humor y mi educación clásica. Ella no podía decir lo mismo.
Al salir, crucé la calle y compré tabaco. Delante del estanco había seis hombres con pancartas electorales. Una era a favor de Bruner y el SPD, dos de Thalmann y los comunistas, y tres de Hitler. En conjunto, las perspectivas de futuro de la República no eran mejores que las mías.
En 1932 no iba mucho al cine. Si hubiera ido más, tal vez no me hubiesen engañado tan fácilmente. Había oído hablar de la película M de Fritz Lang, porque en ella salía un detective supuestamente basado en Ernst Gennat. Eso pensaba Gennat, al menos. Sin embargo, entre unas cosas y otras, me la perdí mientras estuvo en cartel. Seguían poniéndola en el Union Theatre, pero durante el verano siempre tenía que hacer algo más importante que pasarme la tarde viendo una película. Como, por ejemplo, investigar un crimen. La víspera del día en que ocurrió, estuve toda la noche examinando casos de asesinatos políticos en Wedding y Neukolln. Las descripciones aportadas por los testigos eran muy imprecisas, como cabía esperar. Al fin y al cabo, todos los criminales parecen iguales cuando visten camisa marrón. Ésta es mi disculpa. Pero una cosa es segura: la gente que me tendió la emboscada había visto la película.
Cuando salía de mi edificio de apartamentos, un niño vino corriendo hasta mi coche. No estaba seguro de si había visto antes al chaval, pero, aunque lo hubiese visto, no creo que lo hubiera reconocido. Todos los chicos del barrio de Scheuneviertel se parecían. Éste iba descalzo y era rubio, de pelo corto, con ojos azules. Llevaba unos pantalones cortos de color gris, camisa gris, y lucía dos velas sobre el labio superior. Supuse que tendría unos ocho años.
– Una chica que conozco se acaba de ir con un señor muy raro -dijo-. Se llama Lotte Friedrich y tiene doce años y el tío no es de por aquí. Era un señor bastante asqueroso con pinta rara. Es el mismo hijoputa que intentó darle ayer unos caramelos a mi hermana, si se iba de paseo con él. -El chaval me tiró de la manga con apremio y señaló hacia el oeste, por la Schendelgasse, hasta que al fin accedí a echar un vistazo-. ¿Los ve? La del vestido verde y el del abrigo. ¿Los ve?
Al otro lado de Alte Schonhauserstrasse había un hombre y una niña. El hombre tenía la mano en el cuello de la chica, como si la guiase hacia algún lugar. El abrigo resultaba un tanto sospechoso, pues hacía bastante calor.
Normalmente habría sido más suspicaz con el chaval. Pero no todos los meses aparecía muerta una adolescente sin la mitad de sus entrañas. Nadie quería que volviese a ocurrir.
– ¿Cómo te llamas, hijo?
– Emil.
Le di diez pfennigs y señalé hacia Bülow Platz.
– ¿Sabes ese coche blindado que hay delante de la sede de los rojos?
Emil asintió y se limpió los mocos con la manga de la camisa.
– Quiero que vayas allí y le digas al hombre de la Schupo, el que está en el coche blindado, que el comisario Gunther de Alex está siguiendo a un sospechoso en Mulackstrasse y le pide que vaya como refuerzo. ¿Entendido?
Emil asintió de nuevo y salió corriendo hacia la Bülow Platz.
Caminé rápido hacia el oeste, desenfundado mi Parabellum por el camino, porque al cruzar hacia Mulackstrasse entraba en el territorio de los Guardianes de la Verdad. Tal vez era poco precavido, pero tonto, no.
El hombre y la chica también caminaban rápido. Apreté el paso y llegué a la Mulackstrasse justo a tiempo de oír un grito y ver que el hombre cogía a la chica brazos y se escabullía en el Ochsenhof. En aquel momento probablemente debería haber esperado a la Brigada Veintiuno con su coche blindado. Pero no podía quitarme de la cabeza a Anita Schwartz y la chica del vestido verde. Además, cuando miré hacia atrás, hacia el lugar del que venía, aún no se veía ni rastro de la caballería. Saqué el silbato, soplé varias veces y esperé a que hubiera algún indicio de que venían. Pero no ocurrió nada. A la Veintiuno le traía sin cuidado la idea de perseguir a un sospechoso en la zona más descontrolada de Berlín, o acaso no se habían tragado la historia que les había contado Emil. Probablemente era una combinación de las dos cosas.
Eché mano de la Parabellum, entré por una puerta estrecha y subí unas escaleras oscuras.
El Ochsenhof, también llamado la Parrilla, o el Establo, era el lugar donde vivían algunos de los peores animales de Berlín, un edificio de mala muerte que ocupaba doce mil metros cuadrados, un bloque marginal del siglo pasado, con más entradas y salidas que un queso suizo. Las ratas recorrían los balcones por la noche; los perros y los niños salvajes las cazaban por deporte con escopetas de aire comprimido. Los antros de los sótanos albergaban destilerías ilegales y, en los patios traseros de granito, cómicamente llamados «prados», había colonias de chabolas hechas con cajas de embalaje, donde vivían algunos de los numerosos sin techo y desempleados de la ciudad, bajo las cuerdas de una ropa gris. En un lóbrego hueco de escalera nauseabundo, iluminado por una lámpara de gas, encontré a un grupo de jóvenes que jugaban a las cartas y compartían colillas.
Observé a los jugadores de cartas y ellos observaron el as de nueve milímetros que tenía en la mano.
– ¿Habéis visto a un hombre que acaba de entrar? -pregunté-. Llevaba un abrigo de color claro y sombrero. Con él iba una chica de unos doce años con un vestido verde. Probablemente la ha secuestrado.
Nadie dijo nada. Pero me escuchaban. Más vale escuchar cuando el que habla va armado.
– Puede que tenga algún hermano como vosotros -añadí.
– Nadie tiene un hermano como él-bromeó una voz.
– A lo mejor se enfada si a su hermanita la cortan en rebanadas y luego se la zampa un caníbal del edificio -dije-. ¿No creéis?
– Estos guris -dijo otra voz en la penumbra-. Son los últimos que todavía se preocupan por algo aquí en Berlín.
– Atravesaron el prado -dijo el que repartía las cartas, señalando con un pulgar.
Subí corriendo unos escalones y salí al patio negro. Parecía un gran marco de piedra gris para el cielo azul brillante. Algo pasó silbando cerca de mi oído izquierdo y oí una explosión tan fuerte como un camión disparando una bala de fusil de ocho milímetros. Al cabo de medio segundo, mi cerebro registró la imagen subliminal de un destello procedente del balcón del tercer piso y me impulsó a esconderme detrás de unas sábanas que ondeaban en la cuerda de la ropa. No me quedé ahí. En cuanto repté varios metros a gatas, oí otro disparo y algo se sacudió a través de la sábana donde había estado arrodillado. Seguí gateando hasta el extremo de la cuerda de la ropa y luego salí disparado como Georg Lammers hacia la relativa seguridad de otras escaleras. Varios hombres harapientos encogidos en las sombras me miraron con temor. No les hice caso y subí corriendo al tercer piso. No había ni rastro de pistoleros, a no ser que contase un par de zapatos fuertes que bajaban de tres en tres otras escaleras. Furioso, seguí el ruido de los zapatos. Varias personas se habían asomado por los balcones de la Parrilla para ver qué era ese alboroto, pero los más sensatos se quedaron tranquilamente en sus pocilgas.
Al llegar abajo, hice una breve pausa y luego empujé un par de planchas inclinadas contra la pared y salí al patio para atraer el fuego del fusilero. Para entonces ya me había hecho a la idea de que era un fusil alemán. Mauser Gewehr 98 de 7,97. Lo había oído tanto durante la guerra que me sabía perfectamente el nombre completo. El 98 era un arma bastante precisa pero inadecuada para el fuego rápido, debido a su peculiar sistema de cerrojo. Y, en los varios segundos que tardó en mandar otro tiro al garete, salí de las escaleras y disparé. Una Parabellum de nueve milímetros no es nada lenta, desde luego.
Fallé el primer disparo. El segundo también. Cuando la Parabellum estaba preparada para el cuarto, me encontraba lo bastante cerca para ver el dibujo de su pajarita. Hacía juego con el dibujo de la camisa y con el del abrigo. Los lunares rojos no son mi estampado predilecto, pero a él le quedaban bastante bien. Sobre todo cuando manaban del orificio que le había abierto en la cara. Murió antes de caer al hormigón.
Fue una lástima, por dos razones. La primera era que no había matado a nadie desde el 23 de agosto de 1918, cuando disparé a un australiano en la batalla de Amiens. Posiblemente a más de uno. Cuando acabó la guerra, me prometí que no volvería a matar a nadie. La segunda era que quería interrogar al hombre muerto y averiguar quién le había encargado que me matase. Le cacheé los bolsillos bajo la mirada curiosa de multitud de buitres de los barracones.
Era alto, delgado y algo calvo. Ya había perdido la dentadura. En el momento de su muerte, su lengua debió de expulsar una de las prótesis de la boca, que ahora estaba sobre el labio superior como un bigote rosa de plástico.
Encontré su cartera. El muerto se llamaba Erich Hoppner y era miembro del Partido Nazi desde 1930. El carné del partido decía que tenía el número 510.934. Nada de eso indicaba que no fuese también miembro de la banda de los Guardianes de la Verdad. No era raro que se contratase a gángsteres del hampa berlinesa como sicarios para cometer crímenes políticos. La cuestión era: ¿quién había ordenado mi asesinato? ¿Los Guardianes de la Verdad por lo que le hice a Ricci Kamm, o los nazis por lo que no hice por Josef Goebbels?
Cogí la cartera de Hoppner -y su rifle, su reloj y su anillo y dejé allí el cadáver. Los buitres ya le estaban quitando la dentadura postiza cuando salí del Ochsenhof La dentadura postiza era un artículo de lujo para la clase de gente que vivía en la Parrilla.
El suboficial de policía a cargo del destacamento de la Schupo en Bülow Platz negó haber recibido el mensaje del niño para que acudiese en mi ayuda. Le dije que reuniese a algunos de sus hombres y montase guardia junto al cuerpo de Hoppner antes de que lo devorasen. Algo renuente, accedió.
Volví a Alex. Primero me pasé por el registro del cuerpo de inspectores J, donde el secretario criminal de guardia me ayudó a descubrir que Erich Hoppner no tenía antecedentes penales, cosa que me sorprendió sobremanera. Luego subí al piso superior y entregué el carné del partido de Hoppner a los chicos de la Política del D1a. Naturalmente, tampoco les sonaba de nada. Luego me senté a mecanografiar un informe y se lo di a Gennat. Después de entregarlo, Gennat y dos consejeros de policía, Gnade y Pischmann me tomaron declaración en una sala de interrogatorios y la archivaron para su comparación posterior con las investigaciones de un equipo de homicidios independiente. Luego hubo más papeleo. Y volvieron a interrogarme; esta vez se encargó el KOK Muller, que dirigía el equipo de homicidios.
– Parece que le hicieron trotar bastante -Observó Muller-. ¿Y no volvió a ver a la chica del vestido verde?
– No. Y después del tiroteo, no me pareció muy sensato seguir buscándola.
– ¿Y al chico? Emil. El que le dio el terrón de azúcar.
Negué con la cabeza.
Muller era un tipo alto con mucho pelo, pero todo concentrado en los lados de la cabeza, sin nada en la coronilla, como si su cuerpo hubiera traspasado la mata de pelo igual que un ficus.
– Por lo que parece, le tenían tomada la medida bastante bien -dijo-. Sólo les faltó escribir con tiza la letra M en el abrigo del muerto. Como en esa película de Peter Lorre. En la película, el chaval es el que avisa al poli de que anda Lorre por ahí.
– No la he visto.
– Debería salir más.
– Sí, seguramente voy a comprarme un caballo.
– Para disfrutar de las vistas.
– Ya las he visto bastante. Además, creo que veo demasiado. A este paso, va a ser poco saludable ser poli con buena vista en este país. O eso me dice la gente, al menos.
– Hablas como si los nazis fueran a ganar las elecciones, Bernie.
– . Quiero pensar que no. Y me preocupa que las ganen. Pero tengo siete panes y cinco peces que me dicen que la República necesita algo más que un golpe de suerte esta vez. Si no fuera poli creería en los milagros. Pero lo soy y no creo. En este trabajo uno se encuentra con tipos perezosos, estúpidos, crueles e indiferentes. Por desgracia, eso es lo que se denomina electorado.
Muller asintió. Era del SPD como yo.
– Oye, ¿te has enterado? ¿Lo de Joey Pezuñapartida? -dijo Muller-. Han entrado en el apartamento de su nueva esposa, Magda. Y le han limpiado las joyas. Muller sonreía- No doy crédito.
– ¿Crédito? Al que haya hecho eso deberían darle la medalla al mérito militar.
Necesitaba una copa, compañía femenina y tal vez otro empleo. Y acabé en el mejor sitio para obtener las tres cosas. El Hotel Adlon. En el interior del suntuoso vestíbulo busqué a Frieda. En cambio me encontré con Louis Adlon, que vestía un frac con corbata blanca y un clavel blanco a juego con su bigote en la solapa. No era alto, pero sí todo un caballero.
– Comisario Gunther -me dijo-. Cuánto me alegro de verle. Pensará que he sido muy grosero por no escribirle para agradecerle el modo en que trató a aquel matón. Esperaba verlo para darle las gracias personalmente. -Señaló el bar-. ¿Dispone de un minuto?
– Más de uno.
En el bar del Adlon hicimos señas al camarero, que ya venía de camino como un pequeño tren expreso.
– Aguardiente para el comisario Gunther -dijo-. El mejor.
Nos sentamos. El bar estaba tranquilo. El viejo sirvió dos chupitos hasta el borde y brindó conmigo en silencio.
– Hay una vieja maldición confuciana que dice: «Ojalá vivas tiempos interesantes». Yo diría que éstos son tiempos muy interesantes, ¿no cree?
– Sí, señor, ya lo creo -dije con una sonrisa.
– Por lo tanto, quiero que sepa que siempre habrá trabajo para usted en esta casa.
– Gracias, señor. Es posible que le tome la palabra.
– No, señor. Gracias a usted. Tal vez le interese saber que su superior, el doctor Weiss, habla muy bien de usted.
– No sabía que se conociesen, Herr Adlon.
– Somos viejos amigos. Él fue quien me llevó a sospechar que la policía puede cambiar pronto de una manera inimaginable. Por ese motivo me he tomado la libertad de hacerle una oferta como ésta. La mayor parte de los detectives de la casa son, como sabe, policías retirados. El incidente del bar me demostró que algunos ya no están en condiciones de dedicarse a esto.
Degustamos el magnífico aguardiente durante un rato. Después el señor Adlon se fue a cenar con su esposa y unos americanos ricos, y yo me fui a buscar a Frieda. La encontré en el segundo piso, en un pasillo que conducía a una ampliación del hotel en Wihelmstrasse. Llevaba un traje de noche muy elegante de color negro. Pero no por mucho tiempo. Las habitaciones más pequeñas y menos caras estaban en esa planta. Tenían vistas a la Puerta de Brandemburgo y, detrás de ésta, a la Columna de la Victoria de Kónigsplatz, Pero yo disfruté de las mejores vistas. Y sin necesidad de asomarme por la ventana.
Intentaba evitar a Arthur Nebe. No me costó mucho mientras estuve revisando la lista de sospechosos que había elaborado por medio del Directorio del Diablo, pero siempre era más difícil cuando me encontraba en Alex. Aun así, Nebe no era de esos polis que salen mucho del despacho. Hacía casi toda su labor detectivesca por teléfono y, durante cierto tiempo, como no atendía mis llamadas, logré no hablar con él en absoluto. Pero sabía que aquello no podía durar mucho, y, dos días después del tiroteo, al fin me topé con él en el hueco de la escalera al salir de los baños.
– ¿Qué es esto? -dijo Nebe-. ¿Te han vuelto a disparar? -Metió los dedos en unos viejos orificios de bala de las paredes de la escalera. Los dos sabíamos que llevaban ahí desde 1919, cuando los Freikorps tomaron por la fuerza el edificio de Alex ocupado por los espartaquistas de izquierdas. Era un motivo muy alemán-. Si no te andas con cuidado, te vas a pasar muerto el resto de tu vida. -Sonrió-.Bueno, ¿qué ha pasado?
– No ha pasado nada. Al menos en esta ciudad. Un matón nazi me disparó un tiro al azar, eso es todo.
– ¿Y sabes por qué?
– Supuse que porque no soy nazi -respondí- Pero a lo mejor me lo puedes decir tú.
– Erich Hoppner. Sí. Comprobé su nombre. No parece un caso muy político, ahora que lo dices.
– ¿Cómo lo sabes?
– Tú no eres del KPD. Y él no era de las SA.
– Pero era miembro del Partido Nazi.
– El partido tiene infinidad de miembros, Bernie. Por si no lo sabías. Según el último recuento, hay once millones y medio de personas que votaron al partido. No, yo creo que guarda más relación con lo que ocurrió con Ricci Kamm. La Parrilla está en pleno territorio de los Guardianes de la Verdad. Al entrar allí, estabas pidiendo a gritos el meterte en algún follón.
– En aquel momento, tuve la peregrina idea de que podía impedirlo. El follón, quiero decir. Es la palabra que usamos los polis cuando asesinan a una persona de verdad. No a un matón con ideología.
– A propósito -dijo Nebe-, y entre tú y yo. A mí no me caen muy bien los nazis. Pero los comunistas me caen aún peor. A mi modo de ver, habrá que elegir entre los nazis y los rojos.
– Digas lo que digas, Arthur, lo único que sé es que los rojos no me han amenazado, ni me han pedido que dejara el caso Schwartz para no herir los sentimientos de Josef Goebbels, por su pie malo. Fueron los nazis los que me amenazaron.
– ¿Ah, sí? ¿Quién, en concreto?
– Rudolf Diels.
– Es el hombre fuerte del gordo Hermann, no de Joey,
– Para mí son igual de cabrones, Arthur.
– ¿Hay algo más que quieras decirme? Me refiero al caso Schwartz. ¿Qué tal va?
– Las investigaciones de los crímenes son así, Arthur -dije con una sonrisa amarga-. A veces tiene que ocurrir lo peor para que podamos esperar lo mejor.
– ¿Te refieres a otro asesinato?
Asentí.
– Entiendo -dijo Nebe tras unos instantes de silencio-. Lo entiende cualquiera. Hasta lo entiendes tú.
– ¿Yo? ¿Qué quieres decir, Arthur?
– A veces tiene que ocurrir lo peor para que puedas esperar lo peor. Precisamente por eso, la gente va a votar a los nazis.
Cuando levantó la vista de la máquina de escribir, Heinrich Grund apenas ocultaba su malestar.
– Un judío te está buscando -me dijo, mientras volvía a mi mesa.
– ¿En serio? ¿Tenía nombre ese judío?
– Comisario Paul Herzefelde. De Munich. -Pronunció el nombre Paul Herzefelde con un gesto despectivo en el labio y la nariz arrugada, como si describiese algún objeto pegado en la suela de su zapato.
– ¿Y dónde está el comisario?
– En el Excelsior -dijo Grund, señalando hacia arriba.
El edificio de Alex había sido el cuartel de la policía prusiana y el Excelsior era como denominaban los polis una parte del edificio que existía todavía para albergar a los policías que trabajaban hasta altas horas o venían de visita a Berlín desde otras localidades.
– No les gusta -dijo Grund.
– ¿Qué es lo que no les gusta? ¿Ya quién?
– A los demás muchachos del Excelsior. No les gustará tener que compartir habitación con un judío.
– ¿No te duele nunca la boca? -dije, con un gesto cansino de contrariedad-. ¿Teniendo en cuenta las cosas repugnantes que salen de ella? El hombre es un colega agente de policía, por el amor de Dios.
– ¿Por el amor de Dios? -Grund se mostró escéptico-. Por el amor de Dios, eso le trae sin cuidado a la gente como él. Ése es el quid de la cuestión, ¿no? Los judíos no estarían en el aprieto en que están ahora, si hubieran reconocido a nuestro Dios como lo que es.
– ¿Heinrich? Eres de esa clase de polis corruptos que dan mala fama a los polis corruptos. -Me vino a la cabeza algo que había dicho Nebe, y se lo tomé prestado-. No me caen muy bien los judíos. Pero los antisemitas me caen aún peor.
Subí a reunirme con Herzefelde. Después del fanatismo de Heinrich Grund, no sé qué clase de hombre esperaba encontrarme. No era que esperase ver a un poli con una filacteria atada a la frente y un manto de oración sobre los hombros. Pero Paul Herzefelde no era lo que esperaba. Supongo que pensé que tendría cierta semejanza con Izzy Weiss. Pero no, se parecía más a una estrella de cine. Era un hombre apuesto, de más de uno ochenta de estatura, con el pelo gris e hirsuto, y cejas gruesas oscuras. Esta cara de facciones duras, morena y lustrosa, parecía tallada con un cortador de diamante. Paul Herzefelde tenía tanto en común con el tipo de judío gordo de tez morena con casquete y faldones, tan querido por los caricaturistas nazis, como Hitler con Paul von Hindenburg.
– ¿Es usted el comisario Herzefelde?
El hombre asintió.
– ¿Y usted quién es? -preguntó.
– Soy el comisario Gunther. Bienvenido a Berlín.
– No tanto, por lo que he podido ver.
– Lo siento.
– Olvidelo. A decir verdad, Munich es un infierno mucho peor.
– Entonces, me alegro de no vivir en Munich.
– Tiene sus cosas buenas. Sobre todo si le gusta la cerveza.
– La cerveza es bastante buena en Berlín, también, ¿sabe?
– Nunca lo diría.
– ¿Qué le parece si vamos a tomar una y lo comprueba?
– Pensé que no me lo iba a pedir.
Fuimos al Zum Pralaten, en los soportales de la estación S-Bahn. Era un buen lugar para tomarse una cerveza, muy frecuentado por policías de Alex. Cada diez minutos pasaba un tren por encima y, dado que no tenía sentido decir nada mientras eso sucedía, la boca podía tomarse un descanso y concentrarse en la cerveza.
– ¿Y qué le trae por Berlín?
– Bernhard Weiss. Los polis judíos tenemos que permanecer unidos. Hemos pensado en crear un sindicato judío. El problema, con tantos policías judíos, es que no sabemos por dónde empezar.
– Me lo imagino. La verdad es que Berlín no está tan mal. Aquí los rojos tienen más predicamento que los nazis. Thalmann obtuvo el veintinueve por ciento de los votos en las pasadas elecciones, frente al veintitrés por ciento de Hitler.
– Lamentablemente -dijo Herzefelde, negando con la cabeza-, Berlín no es Alemania. No sé cómo les va las cosas a los judíos de esta ciudad, pero en el sur los nazis pueden llegar a ser bastante brutos. Allá en Munich no pasa un día sin que haya alguna amenaza de muerte. -Probó la cerveza y puso cara de que le gustaba-. De hecho, por eso he hablado con Weiss. Estoy pensando en trasladarme aquí con mi familia.
– ¿Quiere decir que se viene a trabajar de poli aquí en Berlín?
– A Weiss tampoco le gustó la idea -dijo Herzefelde con una sonrisa-. Parece que tendré que pasar al plan B. Algo que no tenga nada que ver con el gobierno.
– Yo también me lo he planteado.
– ¿Usted? ¿Pero usted no es judío, verdad?
– No. Soy del SDP. Del Frente de Hierro. Soy un acérrimo defensor de Weimar y detesto a los nazis.
Herzefelde levantó el vaso y brindó conmigo.
– Por usted, camarada.
– ¿Y tiene ya un plan B?
– He pensado en hacerme detective privado.
– ¿Aquí en Berlín?
– Claro. ¿Por qué no? Si entran los nazis, sospecho que va a haber muchos casos de desapariciones.
– A mí me han ofrecido un trabajo en el Hotel Adlon, como detective de la casa.
– Suena bien. -Encendió un cigarrillo-. ¿Lo va a aceptar?
– Creo que voy a esperar a ver qué pasa en las elecciones.
– ¿Quiere un consejo?
– Sí.
– Si puede, quédese en el cuerpo. Los judíos, liberales, comunistas van a necesitar policías cordiales como usted.
– Lo tendré en cuenta.
– Le hará un favor a todo el mundo. Sabe Dios cómo será la policía si todos los que se quedan son cochinos nazis.
– ¿Y por qué quería verme?
– Weiss me habló del caso en el que está trabajando. El asesinato de Anita Schwartz. Tuvimos un caso similar en Munich.
¿Conoce Munich?
– Un poco.
– Hace unos tres meses, apareció muerta una chica de quince años en el parque de Schloss. Le habían arrancado casi todo lo que tenía dentro de las bragas. Toda la bolsa del amor y la vida. Un trabajo muy minucioso, también. Como si lo hubiera hecho un cirujano. La chica se llamaba Elizabeth Bremer e iba al instituto de Schwabing. También de buena familia. Su padre trabaja en la Aduana, en Landsberger Strasse. La madre es bibliotecaria en algún tipo de biblioteca latina de Maximiliaenum. Weiss me habló de su caso. Me dijo que la chica era puta de vez en cuando. -Herzefelde hizo un gesto negativo-. Elizabeth Bremer no tenía nada que ver. Era buena alumna con excelentes perspectivas de futuro. Quería ser médico. Lo único que se le podía echar en cara era un novio mayor. Era profesor de patinaje en el Prinzregenten Stadium. Por eso se conocieron. De todos modos, aunque le apretamos las tuercas, no confesó nada. Él no lo hizo. Tenía una coartada muy sólida el día de la muerte. Según él, dejaron de salir antes de la muerte de la chica. Estaba bastante deshecho por eso. Según nos dijo, ella lo mandó a paseo porque lo sorprendió leyendo su diario. Así que él volvió a Gunzberg a ver a su familia y recuperarse del golpe.
Herzefelde esperó mientras pasaba por encima el tren en SBahn.
– Teníamos una lista de posibles sospechosos -continuó, después de que pasase el tren-. Naturalmente los investigamos uno a uno, pero sin ningún resultado. Pensé que el caso había caído en saco roto hasta que Weiss me habló de la víctima de este otro crimen.
– Me gustaría ver esa lista -dije-. Junto con el resto del expediente.
– La ley estatal prohíbe el envío de documentos sobre el caso por correo -dijo Herzefelde-. No obstante, nada impide que venga usted a Munich a examinarlos. Podría alojarse en mi casa,
– Me temo que no es posible -le dije-. No puedo alojarme en la casa de un judío. -Hice una pausa, durante el tiempo suficiente para alterar el apuesto semblante de Herzefelde-. A menos que primero se haya alojado en la mía. -Sonreí-. Vamos. Venga conmigo y recoja su maleta en Alex. Se queda conmigo esta noche.