El Departamento 4, la policía criminal ordinaria, en teoría era independiente del Departamento la, la policía política. El D1a se encargaba de investigar todos los crímenes políticos, pero no operaba en secreto. La policía política debía trabajar con discreción para impedir la violencia política de todas las tendencias. Debido a la compleja situación de Alemania en aquellos años, era fácil comprender por qué el gobierno de Weimar consideró necesario crear dicha fuerza policial. Sin embargo, en la práctica, la existencia de la policía política no era del agrado del cuerpo policial regular ni de los ciudadanos alemanes: y el D1a resultó ser un fracaso estrepitoso en la prevención de la violencia política. Es más, la idea de tener dos departamentos de policía independientes era un sinsentido, pues la mayoría de los crímenes que investigábamos tenían también cierto carácter político: un soldado de las tropas de asalto asesinaba a un comunista, o viceversa. Por lo tanto, el D1a luchaba por consolidar su propia jurisdicción para justificar su continuidad. Los verdaderos republicanos consideraban que las funciones de ese departamento eran poco democráticas y potencialmente propicias para la explotación de cualquier gobierno poco escrupuloso, que quisiera instaurar un estado policial. Por ese motivo el profesor Hans Illmann, el patólogo encargado del caso Schwartz, prefirió que nos reuniésemos fuera de Alex, en su laboratorio y en su despacho del Instituto de Ciencias Policiales, en Charlottenburg. Aunque el Departamento 4 y el la tuviesen sus respectivas sedes en pisos distintos de Alex, era una cercanía excesiva para el sensible olfato político del principal científico forense del Kripo.
Encontré a Illmann asomado a una ventana, contemplando un jardín que nada tenía que ver con la policía ni con la patología. Aquel espacio y la villa circundante pertenecían a una época anterior, más distinguida, en la que los científicos tenían más pelo en las mejillas que un mandril. No costaba mucho imaginar por qué prefería estar ahí en vez de trabajar en Alex. Hasta con un par de cadáveres en el sótano, aquel lugar parecía más una residencia de ancianos que un instituto científico forense. El profesor era flaco como un bisturí. Llevaba gafas sin montura y una perilla holandesa que lo asemejaban al prototipo de artista. Toulouse-Lautrec en sus mejores tiempos.
– ¿Cómo? -dije mientras nos dábamos la mano, señalando con la barbilla un ejemplar del Der Angríff que tenía en la mesa-. ¿No me digas que te estás volviendo nazi? ¿Cómo es que lees esa mierda?
– Si hubiera más gente que leyese esa basura, no votarían a esos pigmeos intelectuales. O al menos sabrían lo que le espera a Alemania si llegan al poder. No, no, Bernie, todo el mundo debería leer esto. Sobre todo tú. Te han fichado, amigo republicano y lo han aireado en público. Bienvenido al club.
Cogió el periódico y empezó a leer en voz alta:
– «El símbolo del Frente de Hierro, que fue diseñado por un judío ruso, son tres flechas que apuntan hacia el sudeste dentro de un círculo. El significado de las flechas ha sido interpretado de diversos modos. Unos dicen que las tres flechas representan a los adversarios del Frente de Hierro: el comunismo, el monarquismo y el nacionalsocialismo. Otros dicen que las flechas simbolizan las tres columnas del movimiento obrero alemán: el partido, el sindicato y la Reichsbanner. Pero nosotros decimos que representa sólo una cosa: el Frente de Hierro es una alianza política llena de vergas.
»Entre las vergas del Frente de Hierro que contaminan el cuerpo policial de Berlín destacan el director de la policía, Grezinski; su número dos, el judío Bernhard Weiss; y su lacayo del Kripo, Bernhard Gunther. Son los policías que presuntamente investigan al asesino de Anita Schwartz. Cabría suponer que no van a escatimar ningún esfuerzo para detener a ese monstruo. ¡Pues de eso nada! El comisario Gunther, en la conferencia de prensa celebrada ayer, sorprendió a todos los presentes al comunicar a este atónito periodista que, por su parte, confiaba en que no se condenase a muerte al asesino.
»Que se entere el Comisario Gunther: si él o sus colegas liberales tuvieran la competencia suficiente para capturar al asesino de Anita Schwartz, sólo habrá una sentencia que satisfaga al pueblo alemán. La muerte. Lo cierto es que en este país sólo se respeta la brutalidad. El pueblo alemán exige que los criminales sientan un miedo saludable. ¿A qué viene tanto alboroto por la ejecución y la tortura de un puñado de transgresores de la ley? Así lo exigen las masas. El pueblo reclama algo que infunda a los criminales auténtico respeto a la ley. Por eso necesitamos el firme dominio del nacionalsocialismo frente a este gobierno del SPD, defensor de causas perdidas, que tiene miedo de su propia sombra corrupta. Si el comisario Gunther se preocupase más por atrapar a los asesinos y menos por los derechos de los criminales, tal vez esta ciudad no fuese el antro de iniquidad que es hoy.»
Illmann me lanzó el periód.ico desde el otro lado de la mesa y se puso a liar un cigarrillo perfecto con los dedos de una mano.
– Que se vayan a la, mierda esos cabrones -dije-.Me trae sin cuidado.
– ¿Estás seguro? Pues debería preocuparte. Si las elecciones de julio no son concluyentes en algún sentido, puede haber otro golpe de estado. Y tú y yo podríamos acabar flotando en el canal Landwehr, igual que la, pobre Rosa Luxemburgo. Ándate con cuidado, amigo. Mucho cuidado,
– No llegará la sangre al río -repliqué-. El ejército no lo consentirá.
– Lamento decirte que no comparto esa fe enternecedora en nuestras fuerzas armadas. Es tan probable que respalden a los nazis como que defiendan a la República. -Hizo un gesto de contrariedad y sonrió-. No, para que se salve la República sólo se puede hacer una cosa. Tienes que resolver este crimen antes del 31 de julio.
– Bueno, ya está bien, Hans. ¿Qué has averiguado?
– La muerte fue por asfixia, a causa del cloroformo. Anita Schwartz se tragó la lengua. He encontrado rastros de cloroformo en el pelo y en la boca. Es una muerte bastante habitual en los hospitales. Los anestesistas ineptos han matado a más de un paciente de ese modo.
– Qué alentador. ¿Hay indicios de abusos sexuales?
– No se puede saber, debido a la falta de órganos. Quizá por eso la evisceró.Para ocultar pruebas del abuso. En todo caso, sabía lo que se traía entre manos. Utilizó una cureta muy afilada con gran firmeza y seguridad. Tal vez por eso empleó cloroformo. Así el miedo de la chica no le condicionaba. Probablemente estaba inconsciente, y casi con toda seguridad muerta, cuando le extirpó los órganos. Supongo que recuerdas el caso deA Haarmann. Bueno, pues esto es algo muy diferente.
– Alguien con experiencia médica, quizá -dije, pensando en voz alta-. En cuyo caso la proximidad del Hospital Estatal puede ser relevante.
– Muy probablemente -dijo Illmann-. Pero no por ese motivo, sino por la pastilla que encontraste cerca del cadáver.
– ¿Ah, sí? ¿Por qué? ¿Qué es?
– Es algo que no había visto nunca. En términos químicos, es un compuesto de sulfona enlazado con un compuesto de amina. Pero la síntesis es nueva. Ni siquiera sé cómo se llama, Bernie. ¿Sulfanamina? No sé. Lo cierto es que no existe en la farmacopea actual. Ni aquí ni en ninguna parte. Es algo nuevo y experimental.
– ¿Tienes alguna idea de para qué sirve?
– La molécula de sulfa activa se sintetizó por primera vez en 1906 y se ha empleado mucho en la industria colorante.
– ¿La industria colorante?
– Supongo que hay un compuesto activo más pequeño contenido en la molécula del colorante. Hace unos quince años el Instituto Pasteur de París utilizó la molécula de sulfa como principio activo de algún tipo de agente antibacteriano. Lamentablemente no obtuvieron buenos resultados. Sin embargo, esta pastilla podría indicar que alguien, posiblemente aquí en Berlín, ha logrado sintetizar un fármaco de sulfa.
– Sí, pero ¿para qué podría servir?
– Podría servir para combatir cierto tipo de infecciones bacterianas. Para cualquier estreptococo. Sin embargo, habría que probar el fármaco con voluntarios antes de publicar los resultados, sobre todo teniendo en cuenta los fracasos anteriores del Pasteur en el uso de fármacos basados en colorantes.
– A lo mejor están probando algún fármaco experimental en el Hospital Estatal.
– Es posible. -Illmann acabó el cigarrillo y lo apagó en un cenicero pequeño de porcelana fabricado para la Exposición de la Policía de 1926. Parecía a punto de decir algo, pero se contuvo.
– No, adelante -le dije.
– Sólo me preguntaba qué interés puede tener organizar aquí en Berlín las pruebas de un medicamento. -Hizo un gesto dubitativo con la cabeza-. Porque no hay ninguna compañía farmacéutica con sede aquí en Berlín, y no es que tengamos más enfermedades aquí que en cualquier otra parte de Alemania.
– Bueno, en eso último te equivocas, Hans -dije-. Deberías leer la Gaceta de la Policía en lugar de preocuparte por esa mierda del Der Angriff. Hay más de cien mil prostitutas trabajando en Berlín actualmente. Más que en ningún otro lugar de Europa. y además de las mujeres, quién sabe cuántos chaperos y travestís hay en esta ciudad. Mi sargento, Heinrich Grund, habla de eso constantemente.
– Claro -dijo Illmann-. Las enfermedades venéreas.
– Desde la guerra las cifras se han incrementado de forma increíble -dije-. No es que lo sepa por experiencia propia, que nunca he tenido sífilis, pero el tratamiento actual es Neosalvarsan, ¿no?
– Exacto. Contiene arsénico orgánico, por lo que su uso entraña ciertos riesgos. Aun así, en su tiempo fue un descubrimiento tan importante, y un remedio tan eficaz, que el Neosalvarsan se llamó popularmente la «Bala Mágica». Fue también un descubrimiento alemán. Paul Ehrlich ganó el Premio Nobel por ello en 1908. Un hombre de talento excepcionaL
– ¿Y podría ser él…?
– No, no, él murió. Curiosamente, el Salvarsan y el Neosalvarsan son también compuestos basados en colorantes. Y por eso resultaban problemáticos. Por el color. Precisamente en este punto es donde este nuevo compuesto superará a los anteriores. Alguien habrá averiguado cómo se elimina el color sin comprometer la actividad antibacteriana. -Asintió como si imaginase la fórmula química en una pizarra invisible delante de sus ojos-. Muy ingenioso.
– Así que oigamos que tenemos una prueba con fármacos aquí en Berlín -dije-. ¿Para pacientes que padecen sífilis y gonorrea?
– Si era efectiva contra una, lo será también con la otra.
– ¿Cuántos pacientes se necesitan para la prueba?
– ¿En la fase inicial? Unas pocas docenas. Cien a lo sumo. Y todo muy confidencial. Ningún médico puede decir qué pacientes suyos padecen una enfermedad venérea. Y· además, si la prueba sale bien, un fármaco así puede llegar a valer una millonada. Las pruebas clínicas son casi siempre un secreto muy bien guardado.
– ¿Cómo reclutan a los voluntarios?
– El tratamiento con Neosalvarsan no es como tornarse un helado, Bernie -dijo Illmann encogiéndose de hombros-. Tiene una fama terrible, y casi todas las historias de terror que habrás oído son ciertas. Así que supongo que no escasearán los voluntarios para un fármaco nuevo.
– De acuerdo. Supongamos que un travesti le contagia la sífilis a nuestro hombre. Eso le lleva a odiar a las mujeres hasta tal punto que decide matar a una. Entretanto, se presenta voluntario para una prueba de un fármaco para curarse la polla y los huevos.
– Pero si un travesti le contagia la sífilis -dijo Illmann-, ¿por qué no mata a un travesti? ¿Por qué mata a una niña?
– Los travestis son demasiado espabilados. El otro día vi a uno que tenía una complexión de luchador. Entró un putero que quiso agredirlo sexualmente. Y el travesti golpeó con la fusta a aquella mala bestia.
– Algunos hombres pagarían mucho por esa clase de cosas.
– Lo que quiero decir es que mató a Anita Schwartz porque era presa fácil. Era tullida. Por tanto no podía escapar fácilmente. A lo mejor él ni siquiera se dio cuenta. Después de todo, era de noche.
– De acuerdo -concedió Illmann-. Es posible. Sólo posible.
– Bueno, además hay otra cosa que no te he contado todavía. Acabo de recordar que puedo confiar en ti. Y esto es algo muy delicado, tenlo en cuenta, así que no digas ni pío. Aunque Anita Schwartz fuera discapacitada, y tuviera sólo quince años, era muy capaz de ganarse un dinero extra por su cuenta.
– Venga ya, déjate de bromas.
– Una vecina me dijo que la chica tenía un serio problema moral. Los padres no van a decir ni mu. Ni siquiera lo mencioné en la conferencia de prensa, después de la charla que me dio Izzy para que intentase contemporizar con los nazis. Pero encontrarnos mucha pasta en el bolsillo del abrigo. Quinientos marcos. Y no llevaba eso encima para hacer un recado en la tienda del barrio.
– Pero la chica era discapacitada. Llevaba un aparato ortopédico.
– Y hay mercado para eso también, créeme.
– ¡Dios!, en esta ciudad hay muchas malas bestias.
– Ahora pareces mi sargento Grund.
– Puede que tengas razón. Nunca se me pasó por la cabeza hacerle una prueba de sífilis y gonorrea. Pero voy a hacerlo ahora mismo.
– Una cosa más, Hans. ¿De qué clase de colorantes hablamos? ¿Colorantes de la comida, tinturas de la ropa, tintes para el pelo, qué?
– Colorantes orgánicos. Coloración directa o sustantiva. Los colorantes directos se utilizan sobre multitud de materiales. Algodón, papel, cuero, lana, seda, nailon. ¿Por qué lo preguntas?
– No sé. -Pero en algún lugar, al fondo del cajón de los calcetines que era mi mente, había algo importante. Rebusqué por un instante y luego desistí-. No, por nada.
Regresé de Charlottenburg en línea recta desde Kaiserdamm hasta el Tiergarten. En el Tiergarten había jabalíes. Se les oía gruñir mientras se revolcaban en su recinto; a veces, al pelearse unos con otros, rechinaban como los frenos de mi viejo DKW. Ese ruido me recordaba al Reichstag y a la política alemana. El Tiergarten estaba repleto de vida animal, no sólo jabalíes. Había águilas ratoneras, pájaros carpinteros, lavanderas, luganos y murciélagos, multitud de murciélagos. El olor a hierba recién cortada y a flores que penetraba por la ventanilla abierta del coche era maravilloso. Era el olor limpio e incorrupto del principio del verano. En esta época del año el Tiergarten estaba abierto hasta el anochecer, lo que lo hacía popular también entre los saltamontes, las prostitutas no profesionales, que no tenían dinero para costearse una habitación y lo hacían con cualquier tipo en la hierba o entre los matorrales. La naturaleza es maravillosa.
Miré la hora mientras atravesaba la Puerta de Brandémburgo hacia la Pariser Platz, Era la hora del almuerzo, siempre que el almuerzo se sirviese en una botella marrón. Podría haber parado en casi cualquier sitio al sur de Unter den Linden -. Había infinidad de puestos en los alrededores del mercado de Gendarmen donde podría haber comprado fácilmente una salchicha y una cerveza. Pero no quería ir a un sitio cualquiera, al menos cuando me encontraba delante del Hotel AdIon. Es cierto, había estado allí uno o dos días antes. Y uno o dos días antes de aquél. Lo cierto era que me gustaba el AdIon. No por su ambiente, sus jardines, el murmullo de la fuente, el patio de la palmera o el fabuloso restaurante, que no me podía permitir. Me gustaba porque me gustaba una de las detectives de la casa. Se llamaba Frieda Bamberger. Me gustaba una barbaridad.
Frieda era alta, de tez oscura, con labios carnosos, una figura algo más carnosa aún y una suerte de fertilidad voluptuosa que yo atribuía a su origen judío, pero en realidad era algo más indefinible. También era muy glamurosa. Tenía que serlo. Su trabajo requería andar por el hotel haciéndose pasar por huésped, siempre alerta ante la presencia de posibles prostitutas, estafadores y ladrones, que visitaban el AdIon por las suculentas ganancias que podían obtener de los ricos clientes del hotel. La conocí en el verano de 1929, cuando la ayudé a detener a una ladrona de joyas que iba armada con una navaja. Impedí que Frieda pagase el pato, por el simple medio de pagarlo yo. El listo de Gunther. Por ello recibí una bonita carta de Hedda Adlon, la nuera del propietario, y, cuando salí del hospital, un agradecimiento muy personal de la propia Frieda. No es que estuviésemos liados exactamente. Frieda tenía un marido, algo indiferente, con el que vivía en Hamburgo. Pero, de vez en cuando, buscábamos una habitación vacía reservada para un marajá perdido o una estrella de cine secuestrada. A veces tardábamos un poco en encontrarla.
En cuanto traspasé la puerta del hotel, Frieda se posó en mis brazos como un halcón.
– Me alegro de verte -dijo.
– Pensé que no eras de esas chicas que se encariñan.
– Hablo en serio, Bernie.
– Y yo. Siempre te lo digo, pero no me haces caso. Habría traído flores si hubiera sabido lo que sentías.
– Quiero que vayas al bar -dijo con tono apremiante.
– Estupendo. Es adonde pensaba ir de todos modos.
– Quiero que vigiles al tipo de la esquina. Y me refiero al menda de la esquina, no a la pelirroja que está con él. Lleva un traje gris perla con chaleco cruzado y una flor en la solapa. No me gusta nada su pinta.
– Si es así, lo aborrezco ya mismo.
– No, creo que puede ser peligroso.
Entré en el bar, cogí una cerilla, encendí un cigarro y ojeé al tipo de arriba abajo. La chica que estaba con él me miró también. Mala cosa, porque el tipo con el que estaba era más que malo. Era Ricci Kamm, el jefe de los Guardianes de la Verdad, una de las bandas criminales más poderosas de Berlín. Ricci solía estar siempre en la zona de Friedrichschain, donde actuaba su banda, lo cual era bueno porque allí no nos daba muchos problemas. Pero daba la sensación de que la chica con la que estaba tenía una opinión de sí misma tan alta como el Zugspitze. Acaso pensaba que no estaban a su altura los antros como el Zum Nussbaum, donde solían divertirse los Guardianes de la Verdad. Seguramente no le faltaba razón. He visto melenas pelirrojas más bonitas, pero sólo en Rita Hayworth. Y tenía hermosas curvas. Dudo que hubiese mejorado su figura si se hubiera calzado los patines sobre hielo predilectos de Sonja Henie.
Ricci me clavó la mirada. Pero yo la miraba a ella y delante de la parejita había una botella de Bismarck que no presagiaba nada bueno. Ricci era un tipo tranquilo de voz suave y buenas maneras, hasta que se metía unas copas encima, y entonces era como ver al Doctor Iekyll convirtiéndose en Mister Hyde. A juzgar por el nivel de alcohol que quedaba en la botella, Ricci se estaba preparando para liarla.
Di media vuelta y regresé al vestíbulo.
– No me extraña que no te guste -le dije a Frieda-. Es un tipo peligroso y creo que su temporizador está a punto de saltar.
– ¿Y qué hacemos?
Hice señas a Max, el portero del vestíbulo, para que se acercase. No lo hice a la ligera. Max pagaba a Louis Adlon tres mil marcos mensuales por desempeñar ese trabajo, porque cobraba bajo mano por todos los favores que les hacía a los huéspedes del hotel, y el pellizco que sacaba era de unos treinta mil marcos mensuales. Sostenía la correa de un perro, que estaba atada a un salchicha miniatura. Supuse que Max estaba buscando a un botones para que pasease a aquella cosa.
– Max -dije-. Llame a la jefatura de Alex y pida que manden un coche patrulla. Y más vale que pida también un par de agentes. Va a haber jaleo en el bar.
Max vaciló como si esperase una propina.
– A menos que quiera ocuparse del asunto personalmente.
Max se dio la vuelta y salió corriendo a los teléfonos del hotel.
– Y de paso eche un vistazo a las butacas de la biblioteca, a ver si consigue apalancar a alguno de esos ex guripas bien remunerados que se consideran los bravucones de la casa.
Frieda nunca había sido policía, así que no se ofendió por mi comentario sobre los ex guris, pero yo sabía que podía arreglárselas sola. Adlon la había contratado por su fuerza, pues formó parte del equipo de esgrima alemán en los Juegos Olímpicos de París de 1924, y no le faltó mucho para ganar una medalla.
La cogí por el brazo y la llevé a la barra.
– Cuando nos sentemos -le dije-, quiero que te me pegues como la hiedra. Así no seré una amenaza para él.
Nos sentamos en la mesa situada justo al lado de Ricci. El Bismarck había entrado en acción y Ricci profería una sarta de tacos a un camarero aterrorizado. Era como si la pelirroja ya hubiera visto antes una escena similar. Casi todos los dientes del bar se preguntaban si lograrían llegar a la puerta sin ser vistos por Ricci, pero uno de ellos parecía más valiente: un empresario vestido con levita y cuello de cortadora de fiambre, que observaba con indignación el grosero alemán que derramaba Ricci por la boca, se levantó y parecía dispuesto a enfrentarse con el gangster. Cuando su mirada se cruzó con la mía, le indiqué por señas que se abstuviese, y por un momento me pareció que sopesaba la advertencia. En cuanto el hombre se sentó, Frieda empezó a achucharme. En las orejas, en el cuello, en la nuca, en la mejilla y por último en la boca, que era donde más me gustaba.
– Qué listo eres -dijo. Y se quedó corta.
Ricci la miró y luego volvió a mirar a la pelirroja que estaba a su lado.
– ¿Por qué no eres un poco más como ésa? -le preguntó, señalando a Frieda con el pulgar-. Más cariñosa, vaya.
– Porque estás borracho. -La pelirroja sacó una polvera y empezó a retocarse el maquillaje. Esfuerzo inútil, a mi modo de ver: como intentar retocar a la Mona Lisa-. Y cuando estás borracho, eres un cerdo.
Tenía razón, pero a Ricci no le gustó. Se puso de pie, y la mesa seguía en su regazo. La botella y las copas y el cenicero cayeron al suelo. Ricci siguió maldiciendo y la pelirroja se echó a reír.
– Un cerdo borracho y torpe -añadió, por si fuera poco, y volvió a soltar una carcajada. Me gustaba el efecto que producía la risa en la boca de cepo de la pelirroja. Me gustaba ver cómo sus dientes blancos y afilados pelaban los labios rojos como mondas de cereza. Pero a Ricci no le gustaba nada y le pegó un sopapo. En el lujoso bar del Adlon, la bofetada sonó como una fiesta de Nochevieja. El hombre de la camisa con cuello de cortadora de fiambre no pudo soportarlo más. Parecía todo un caballero prusiano, de esos que siempre se preocupan por lo que le sucede a una señora, aunque sea una puta de cien marcos, como probablemente era el caso de aquélla.
– Oh, oh -me murmuró Frieda al oído-. El hombre del I.G. Farben está a punto de intervenir como Sir Lancelot.
– ¿Has dicho I.G. Farben?
I.G. Farben era el sindicato de la industria colorante más importante de Europa. La sede de la empresa estaba en Frankfurt, pero tenían una delegación en Berlín, justo enfrente del Adlon, al otro lado de Unter den Linden. Eso era lo que intentaba recordar en el despacho de Illmann.
– Lo siento -dijo el hombre del I.G. Farben en un tono tan duro como una tabla de lavar, y tan cuadrado-, pero debo protestar por su conducta grosera y el modo en que ha tratado a la señora.
La pelirroja se levantó del suelo y musitó unas cuantas palabras breves, muy habituales en las salas de máquinas de los buques de las fuerzas navales alemanas. Probablemente se preguntaba si el tipo del cuello alto se refería a ella. Recogió la botella ya vacía de Bismarck con una mano e intentó golpear con ella la cabeza de Ricci. El líder de los Guardianes de la Verdad la atrapó con habilidad, forcejeó para arrebatársela y la lanzó al aire como una maza de malabarista, la agarró por el cuello y luego la estampó contra el borde de la mesa vuelta hacia arriba, todo con un gesto sencillo, estudiado y pendenciero. La botella salió despedida hacia arriba, refulgente, significativamente triangular, como un cascote de hielo muy afilado, Ricci sujetó al hombre del IGF por la levita, lo aproximó hacia su pecho, y parecía a punto de comunicarle una refutación más fundamental cuando interrumpí el diálogo.
El camarero del Adlon hacía los mejores cócteles de Berlín. Le encantaban los pepinos. Ponía pepinos en vinagre en las mesas y rodajas de pepino fresco en algunas de las copas predilectas de los americanos. En la barra había un gran pepino entero. Lo divisé mientras buscaba un cuchillo. No me gusta que me echen nada en la copa, salvo hielo, pero me encantó el aspecto de aquel pepino. Además, me había dejado el arma en la guantera del coche.
Detesto golpear a un hombre que está de espaldas. Ni siquiera con un pepino. Va contra mi sentido inherente de la justicia. Pero dado que Ricci Kamm no tenía mucho sentido de la justicia, le golpeé con fuerza la mano que sostenía la botella rota. Dio un grito y soltó la botella. Luego le aticé con el pepino en la sien, dos veces. Si hubiera tenido hielo y una rodaja de limón, probablemente le habría pegado con ellos también. Una exclamación recorrió el bar de puntillas, como si hubiera hecho desaparecer un conejo recién salido de una chistera. El único problema era que el conejo seguía allí. Ricci se desplomó en el suelo, sujetándose la oreja. Con la nariz arrugada, enseñando los dientes, metió la mano en el abrigo. No supuse que estuviese buscando la cartera. Vi una cabecita negra de hipopótamo que asomaba de una pistolera y apareció una Colt automática en la mano de Ricci.
Era un pepino muy resistente, nada maduro. Elástico y pesado como una buena cachiporra. Le di con todas mis fuerzas. No me quedaba otra opción. Ricci no movió la cabeza más de un centímetro. No intentó impedir el pepinazo. Confiaba en disparar el arma antes de que eso ocurriese. Recibió el golpe en toda la nariz, cayó de espaldas en la silla, soltó el arma i se llevó las dos manos al centro de la cara, que estaba embadurnado de sangre. Como supuse que nunca tendría mejor ocasión, le esposé las dos muñecas antes de que fuese consciente de lo que ocurría.
Dejé que Ricci gimiese un rato antes de levantarlo, tirando de las esposas, y de entregarle una servilleta para que se la presionase contra la nariz. Tras agradecer los aplausos de algunos clientes del bar del hotel, entregué a Ricci a los dos agentes uniformados y luego les lancé el arma.
Frieda se dirigió a la pelirroja.
– Es hora de marchar, querida -le dijo, agarrando un codo huesudo.
– Quítame las manos de encima -dijo la pelirroja, intentando zafarse, aunque el codo estaba bien sujeto en el fuerte puño de Frieda. Entonces la pelirroja soltó una carcajada y me lanzó una mirada lánguida de norte a sur-. Ha estado muy bien lo que acaba de hacer, camarada. Como un regalo de navidad del Kaiser. ¡Ya verá, cuando se entere la gente! ¿Ricci Kamm arrestado por un guripa que iba armado con un pepino? ¡Él no lo olvidará mientras viva! O eso espero, por lo menos. El muy cabrón me pegaba unas palizas…
Frieda la arrastró con firmeza hasta la puerta y me dejó solo con el hombre del IGF, un tipo alto, delgado, de pelo entrecano, con buenas maneras prusianas de Herrenklub berlinés, que me saludó con una reverencia muy formal.
– Ha sido admirable -dijo-. Extraordinario. Se lo agradezco, señor. No me cabe duda de que ese matón habría podido hacerme bastante daño. O algo peor.
El hombre del IGF sacó la billetera y me dio su tarjeta de visita, que era tan gruesa y blanca como el cuello de su camisa. Era el doctor Carl Duisberg, uno de los directores del LG. Farben de Frankfurt.
– ¿Puedo saber cómo se llama, señor?
Se lo dije.
– Veo que la fama internacional que tiene el cuerpo policial de Berlín es bien merecida, señor.
– Es increíble lo que se puede hacer con un pepino-dije encogiéndome de hombros.
– Si puedo hacer algo por usted como recompensa, en señal de gratitud -dijo-, dígamelo, señor. Dígamelo,
– Le agradecería que me proporcionase alguna información, doctor Duisberg.
– Desde luego -dijo con el ceño fruncido, algo extrañado. No se esperaba eso-. Si está en mi mano proporcionársela.
– ¿Tiene algo que ver el Sindicato de la Industria Colorante con las compañías farmacéuticas?
Sonrió y se mostró ligeramente aliviado, como si la información que le pedía fuese de dominio público.
– Con mucho gusto le responderé. El Sindicato de la Industria Colorante es propietario de Bayer desde 1925.
– ¿Se refiere a la compañía que fabrica la aspirina?
– No, señor -dijo con orgullo-. Me refiero a la compañía que la inventó.
– Ah, ya. -Hice todo lo posible por mostrarme impresionado-. Entonces supongo que debiera estarles agradecido por todas las resacas que su compañía me ha ayudado a soportar. ¿Y qué es lo próximo? ¿Cuál es el nuevo fármaco maravilloso en que trabaja su empresa?
– No es ése mi campo, señor, no es mi campo en absoluto. Yo soy ingeniero químico.
– ¿Quién se encarga de ese campo?
– ¿Qué persona, quiere decir?
Asentí.
– Mi querido comisario, tenernos docenas de científicos que investigan para nuestra empresa en toda Alemania. Pero principalmente en Leverkusen. Bayer tiene la sede en Leverkusen.
– ¿Leverkusen? No conozco ese lugar.
– Porque es una ciudad nueva, comisario Gunther. Está formada por varios pueblos pequeños en el Rhin. Y tiene muchas fábricas químicas.
– Será un lugar precioso.
– No, comisario, Leverkusen no es nada bonito. Pero se hace dinero allí. Ya lo creo, -El doctor Duisberg se rió-. ¿Pero por qué lo pregunta, señor?
– Aquí en Berlín tenernos un Instituto de Ciencias Policiales en Charlottenburg – le dije-. Y siempre estarnos a la caza de nuevos expertos que puedan ayudarnos en nuestras investigaciones, como comprenderá.
– Oh, claro, claro.
– Conocí a un médico que se encarga de dirigir unas pruebas clínicas muy delicadas en el Hospital Estatal en Friedrichschain, aquí en Berlín. Creo que me dijo que trabajaba para Bayer. Y me preguntaba si será de esas personas discretas y fiables que pueden ayudarnos de vez en cuando. Por lo que parece, es un hombre de mucho talento. Hay quien lo considera el nuevo Paul Ehrlich. ¿Sabe? ¿La Bala Mágica?
– Ah, usted se refiere a Gerhard Domagk -dijo Duisberg.
– El mismo -dije-. Sólo me preguntaba si usted respondería por él. Sólo eso.
– Bueno, no lo conozco personalmente, pero según tengo entendido es muy inteligente. Extraordinariamente inteligente. Y muy discreto. Tiene que serlo. Gran parte de nuestro trabajo es sumamente confidencial. Estoy seguro de que le encantaría colaborar con la policía de Berlín si tuviera ocasión. ¿Hay algo concreto que quieran pedirle?
– No. Todavía no. Tal vez en el futuro.
Me guardé en el bolsillo la tarjeta del hombre del IGF y le dejé que volviese a la mesa en la que almorzaba con otros comensales. y Frieda se acercó de nuevo a mí. Parecía algo colorada y muy agradecida, que es como me gusta ver a mis mujeres.
– Has manejado ese pepino como un profesional-me dijo.
– ¿Sabes qué? Antes de ingresar en la policía de Berlín era verdulero en Leverkusen.
– ¿Dónde diablos está Leverkusen?
– ¿No lo sabes? Es una ciudad nueva, en el Rhin. El centro de la industria química alemana. ¿Te apetece que vayamos allí el fin de semana y me muestras lo agradecida que estás?
– No hay que ir tan lejos para ir tan lejos -dijo Frieda con una sonrisa-. Sólo hay que subir las escaleras. Habitación 102. Es una de las suites VIP. Está vacía en este momento. Charlie Chaplin durmió una vez en la habitación 102. Y también Emil Jannings.
– Sonrió-. Pero ninguno de los dos solicitó mi presencia.
Serían las cuatro y media cuando volví a Alex, Encima de mi mesa tenía una caja de pepinos. Ondeé uno en el aire mientras me aplaudían y vitoreaban varios hombres del Kripo en la sala de detectives. Otto Trettin, uno de los mejores polis del departamento, especialista en bandas criminales como los Guardianes de la Verdad, se acercó a mi mesa. Tenía medio pepino en la pistolera. Lo desenfundó, me apuntó y emitió un ruido como de pistoletazo.
– Muy gracioso. -Sonreí mientras me quitaba la chaqueta y la colgaba en el respaldo de la silla.
– ¿Y la tuya dónde está? -preguntó-. Tu arma, quiero decir.
– En el coche.
– Bueno, supongo que eso explica lo del pepino.
– Venga, Otto. Ya sabes lo que pasa a veces. Si llevas el arma encima, tienes que tener la chaqueta abotonada, y con el calor que hace…
– Pensaste que tendrías ocasión de quitártela.
– Algo así.
– En serio, Bernie. Ahora que te has enfrentado a Ricci Kamm, tendrás que andarte con cuidado.
– ¿Tú crees?
– Un hombre que manda a Ricci Kamm al Charité con la nariz rota y una conmoción cerebral más valeque empiece a empuñar un arma de fuego o que se esconda una navaja en los omóplatos. Aunque sea poli.
– Es posible que tengas razón -reconocí.
– Claro que tengo razón. Tú vives en Dragonerstrasse, ¿no, Bernie? Justo a las puertas del territorio de los Guardianes de la Verdad. El arma no está bien en la guantera, tío. A no ser que tengas pensado atracar un garaje. -y, dicho esto, Otto se alejó, disparándome con el pepino.
– Deberías hacerle caso -dijo una voz-. Lo que te dice es cierto. Cuando no sirven las palabras, un arma a mano puede ser muy útil.
Era Arthur Nebe, uno de los detectives menos de fiar de todo el Kripo. Había sido miembro de los derechistas Freikorps. Lo nombraron comisario del Dla sólo dos años después de ingresar en el cuerpo de policía y tenía un formidable historial en resolución de crímenes. Era miembro fundador de la NSBAG -la Asociación Nacionalsocialista de Funcionarios- y se rumoreaba que mantenía una estrecha amistad con nazis tan importantes como Goebbels, el conde von Helldorf y Kurt Daluege. Curiosamente, Nebe era también amigo de Bernhard Weiss. Tenía otros amigos influyentes en el SDP. y en Alex se daba por hecho que Arthur Nebe tenía más opciones de compra que la Bolsa de Berlín.
– Hola, Arthur -le dije-. ¿Qué haces aquí? ¿No hay bastante trabajo en la política y vienes de caza por aquí?
– Desde que detuvo a los hermanos Sass,-dijo Nebe, haciendo caso omiso de mi comentario-, Otto tiene que andarse con cuidado. Es como si estuviese pintando su propio retrato.
– Bueno, ya sabernos lo de Otto y los hermanos Sass -repliqué. En 1928 Otto Trettin estuvo a punto de ser expulsado del cuerpo cuando se supo que había torturado a esos dos criminales para que confesasen su culpabilidad-. Lo mío no tiene nada que ver con eso. Le eché el guante a Ricci Kamm con una jugada limpia.
– Espero que él opine lo mismo -dijo Nebe-. Por tu propio bien. Mira, andar por ahí sin pistola no es bueno para un poli. En abril, después de mandar al trullo a PranzSpernau, recibí tantas amenazas de muerte que llegaron a ofrecer dinero en el Hoppergarten a quien consiguiese acabar conmigo antes del final del verano. Casi se cobran la apuesta.-Nebe dibujó su sonrisa voraz y se abrió la chaqueta para enseñarme una gran Mauserde mango deescoba-. Pero acabé yo con ellos antes, mira tÚ.Ya sabes lo que quiero decir… -Se dio unos golpecitos en un lado de la nariz (nada desdeñable, dicho sea de paso), con un claro significado-. Por cierto, ¿cómo llevas el caso de Schwartz?
– ¿Por qué quieres saberlo, Arthur?
– Conozco a Kurt Daluege. Estuvimos juntos en el ejército. La próxima vez que nos veamos me preguntará.
– En realidad, empiezo a hacer grandes avances. Estoy más o menos seguro de que el principal sospechoso es un paciente de la Clínica Urológica del Hospital Estatal en Friedrichschain.
– ¿Ah, sí?
– Así que ya le puedes decir a tu colega Daluege que no es nada personal. Pondría todo mi empeño en detener al asesino de esta niña aunque su padre no fuese un nazi repugnante.
– Seguro que le alegrará saberlo, pero, personalmente, no sé qué sentido tiene traer al mundo a una niña así. Como sociedad, creo que deberíamos seguir el ejemplo de los romanos. ¿Sabes a qué me refiero? ¿Rómulo y Remo? Habría que dejarlos en la ladera de una montaña hasta que murieran de frío. O algo así.
– Es posible. Sólo que esos dos no acabaron en una ladera porque estuviesen enfermos, sino porque su madre era una virgen vestal que había infringido su voto de celibato.
– Bueno, ni siquiera sé cómo se escribe eso -dijo Nebe.
– Además, Rómulo y Remo sobrevivieron. ¿No lo sabías? y fundaron Roma.
– Me refiero al principio general. Me refiero al derroche de dinero en miembros inútiles de la sociedad. ¿Sabes que al gobierno le cuesta sesenta mil marcos más mantener vivo a un tullido en este país que a un ciudadano medio sano?
– Dime, Arthur. Cuando hablamos de ciudadanos sanos, ¿incluimos a Joey Goebbels?
– Eres buen poli, Bernie -dijo Nebecon una sonrisa-. Todo el mundo lo dice. Sería una pena que arruinases una carrera tan prometedora con un par de comentarios irreflexivos como ése.
– ¿Quién ha dicho que ese comentario es irreflexivo?
– ¿No lo es? Tengo entendido que no eres ningún rojo.
– Pongo mucho empeño en mi aversión a los nazis, Arthur. Y tú deberías saberlo mejor que nadie.
– Sin embargo, los nazis van a ganar las próximas elecciones. ¿Y qué piensas hacer entonces?
– Haré lo mismo que todo el mundo, Arthur. Me iré a casa y meteré la cabeza en el horno de gas con la esperanza de despertarme de una pesadilla.
Hacía otra noche muy agradable, más cálida que de costumbre.
– ¡Venga! -le dije a Heinrich Grund, después de lanzarle la chaqueta-. Vamos a hacer de detectives un rato.
Bajamos al patio central de Alex, donde había aparcado el coche. Giré la llave en el contacto y presioné el botón para accionar el motor de arranque. El coche cobró vida con gran estruendo. -
¿Adónde vamos? -preguntó Grund.
– A Oranienburger Strasse.
– ¿Por qué?
– Estamos buscando sospechosos, ¿recuerdas? Es lo bueno que tiene esta ciudad, Heinrich. No hay que ir al manicomio para encontrar mentes retorcidas y trastornadas. Las hay por todas partes. En el Reichstag. En Wilhelmstrasse. En el Parlamento Prusiano. No me extrañaría que hubiera una o dos en Oranienburger Strasse. Eso nos facilita mucho el trabajo, ¿no crees?
– Si tú lo dices, jefe… ¿Pero por qué Oranienburger Strassei
– Porque es famosa por cierta clase de putas.
– Las tullidas.
– Exacto.
Era viernes por la noche, pero qué le íbamos a hacer. Todas las noches había mucho bullicio en la Oranienburger Strasse. Los coches paraban delante de la Oficina Central de telégrafos que estaba abierta día y noche. Y, hasta el año anterior, la Oranienburger Strasse era el lugar donde se encontraba uno de los cabarés más populares de Berlín, el Nido de Cigüeña, uno de los motivos por los que la calle se había.popularizado entre las prostitutas de la ciudad. Se rumoreaba que bastantes chicas de Oranienburger habían trabajado en el Nido antes de que el dueño del cabaré contratase a cabareteras polacas, que eran más baratas.
Los viernes por la noche había aún más tráfico del habitual, porque todos los judíos asistían al shul en la Nueva Sinagoga, la mayor de Berlín. El tamaño del edificio y la suntuosa cúpula en forma de bulbo indicaban la relevancia de la presencia judía en Berlín. Sin embargo, las cosas empezaban a cambiar. Según mi amigo Lasker, algunos judíos de la ciudad se preparaban para marcharse de Alemania, por si sucedía lo impensable y los nazis ganaban las elecciones. Cuando llegamos, cientos de judíos traspasaban los arcos de ladrillo multicolor de la sinagoga: hombres con sombreros de piel y abrigos negros, hombres con mantos de rezo y tirabuzones, chicos con casquetes de terciopelo, mujeres con pañuelos de seda en la cabeza, todos bajo la atenta vigilancia, ligeramente desdeñosa, de varios policías uniformados, dispuestos en parejas a intervalos a lo largo de la calle, por si algún grupo de agitadores nazis decidía aparecer y provocar algún conflicto.
– ¡Dios mío! -exclamó Grund cuando salimos del coche-. Mira eso. Si parece el Éxodo. Nunca había visto tantos judíos.
– Es viernes por la noche -dije-. Es cuando salen a rezar.
– Son como ratas, eso es lo que son -dijo, con evidente desagrado-. Y esta cosa… -Alzó la vista hacia la inmensa sinagoga, con su cúpula central y las dos cúpulas menores en forma de pabellón que la flanqueaban, e hizo una mueca de profundo desagrado-. ¿Quién habrá tenido la genial idea de dejarles construir esta cosa tan fea aquí?
– ¿Qué tiene de malo?
– Aquí no pega nada, no pega ni con cola. Esto es Alemania. Somos un país cristiano. Si quieren hacer esto, que se vayan a vivir a otra parte.
– ¿Adónde, por ejemplo?
– A Palestina. A Goshen. A algún sitio con mucha arena. No lo sé ni me importa. Pero aquí en Alemania, no. Éste es un país cristiano.
Miró con malevolencia a los numerosos judíos que entraban en la Nueva Sinagoga. Con las luengas barbas, las camisas blancas, los abrigos negros, los sombreros de ala ancha y las gafas, parecían pioneros miopes americanos del siglo XIX.
Caminamos hacia el extremo de la Friedrichstrasse, esquina con Oranienburger, donde se plantaban las putas más especializadas que pretendía encontrar.
– ¿Sabes lo que pienso? -dijo Grund.
– Sorpréndeme.
– Los tipos de la Friedrichstrasse deberían vestir como los demás. Como los alemanes. No como bichos raros. Deberían integrarse más. Así la gente no tendría tantas ganas de meterse con ellos. Es la naturaleza humana, ¿no? El que intenta diferenciarse, el que Se mantiene al margen, está pidiendo a gritos problemas, ¿no? Al menos deberían vestirse como los alemanes normales.
– ¿Quieres decir que deberían llevar una camisa marrón, botas altas, bandolera y un brazalete con la esvástica? ¿O pantalones cortos de piel y camisas de flores? -Me reí-. Sí, ya. Alemanes norma.les, claro.
– Ya sabes a qué me refiero, jefe. Alemanes.
– Sabía lo que era eso cuando estaba en las trincheras, pero ahora no estoy tan seguro.
– Eso es precisamente lo que quiero decir. Esos cabrones han difuminado las cosas. Han hecho menos evidente lo que significa ser alemán. Supongo que por eso les va tan bien a los nazis. Porque nos ofrecen una idea clara de nuestra propia identidad.
Podría haber dicho que esa idea de nuestra propia identidad no me gustaba nada, pero no estaba de humor para discutir de política con él. Otra vez no. Al menos en aquel momento.
En Berlín había putas para todos los gustos. La ciudad ofrecía una amplia carta del erotismo, a veces no tan erótica. Si uno sabía lo que quería y dónde podía encontrarlo, lo más probable es que satisficiese hasta los gustos más peculiares. El que quería acostarse con una vieja -lo que se dice una vieja, una vieja decrépita debía dirigirse a Mehnerstrasse, que, por motivos obvios, se conocía popularmente como la calle de las Viejas. Si prefería una gorda -lo que se dice una gorda, de esas que tienen un hermano gemelo que es un luchador de sumo japonés-, entonces tenía que pasarse por Landwehrstrasse, también llamada la calle de las Gordas. Si su especialidad eran las madres y las hijas, podía solazarse en Gollnowstrasse, la calle del Incesto. Los caballos de carreras, las putas que se dejaban azotar, frecuentaban los salones de belleza y relax de los alrededores de Hallesches Tor. Las embarazadas -lo que se dice embarazadas, no chicas con cojines embutidos en faldas de peto- estaban en Munzstrasse, también conocida como la calle de la Moneda porque, según decían, era un lugar donde se vendía de todo, absolutamente de todo.
A diferencia de Grund, yo evitaba los comentarios morales referidos al negocio del sexo berlinés. ¿Qué cabía esperar de las mujeres en un país con casi dos millones de hombres muertos en la guerra, y otros tantos fallecidos -como mi propia esposa- a causa de la gripe? ¿Qué cabía esperar de un país plagado de inmigrantes rusos desde de la Revolución bolchevique, un país aquejado por la inflación, la depresión y el desempleo? ¿Qué importaban la convención y la moral cuando todo lo demás -el dinero, el trabajo, la propia vida- era tan poco fiable? Era muy difícil no escandalizarse por el comercio que se desarrollaba en el extremo norte de la Oranienburger Strasse. Era muy difícil no sentir el deseo de bombardear desde el aire la ciudad, para purgarla del mercado ilícito de la carne humana, al contemplar la vida de las prostitutas marginales, amacílentas e impávidas, colectivamente conocidas como los guijarros. Quien quisiera cepillarse a una mujer con una sola pierna, un solo ojo, joroba o cicatrices espantosas, debía acudir al extremo norte de Oranienburger Strasse y revolver entre los guijarros. Se ocultaban entre las sombras, a la entrada del desaparecido Nido de Cigüeña, o en la vieja galería de Kaufhaus o, a veces, en el interior de un club llamado la Media Azul, sito en la esquina con Linenstrasse.
Había muchas mujeres con las que podíamos hablar, pero yo buscaba a una en concreto, una puta llamada Gerda y, como no la encontramos en la calle, decidí probar en la Media Azul.
El portero estaba sentado en un alto taburete delante de la taquilla. Se llamaba Neumann y era un tipo al que de vez en cuando lo utilizaba como informante. En tiempos había trabajado para la banda de las Libélulas que operaba desde Charlottenburg, pero ahora no podía acercarse a aquella zona, pues de alguna manera los había traicionado. Neumann no era tan fornido para ser portero de club de alterne, pero tenía una de-esas caras curtidas, de aire criminal, que daban la impresión de que le importaba todo un rábano, lo cual equivale, algunas veces, a un simulacro de bravuconería. Además (casualmente yo lo sabía) tenía un bate de béisbol americano escondido detrás del taburete y no tardaba mucho en utilizarlo.
– Comisario Gunther -dijo con nerviosismo-. ¿Qué le trae por la Media Azul?
– Estoy buscando a una pelandusca.
– ¿No lo son todas, señor? -preguntó Neumann con una amplia sonrisa, que ponía al descubierto los dientes cariados como veinte colillas-. Las tipas que revolotean por aquí.
– Ésta es un guijarro-precisé.
– Nunca hubiera pensado que te gustasen ésas. -Desplegó una espantosa sonrisa de oreja a oreja, disfrutando de la turbación que esperaba Ver en mí.
– No te creas que me incomoda preguntarte por ella, porque no es así -le dije-. Lo único que me incomoda es lo que pensará tu dentista, Neumann. Se llama Gerda.
Los dientes desaparecieron tras los labios finos y resquebrajados, que estaban nerviosos y trémulos, como un pez con un anzuelo en la boca.
– ¿Gerda, como la niña que rescata a su hermano Kay en La reina de las nieves?
– Exacto. Sólo que ésta no es tan pequeña. Ya no tanto. Además, le falta un brazo y una pierna, aparte de unos cuantos dientes y la mitad del hígado. ¿Está aquí o tengo que llamar a los muchachos del E?
E era el cuerpo de inspectores E, la sección del Departamento IV que se ocupaba de todos los asuntos relativos a la moral o, más frecuentemente, a la falta de moral.
– No, no será necesario, Herr Gunther. Se está divirtiendo ahora, eso es todo. -Sacó un grillo de adiestrador de perros, que llevaba sujeto a una cadena en el cinturón, y lo presionó tres veces, provocando un estrépito considerable-. ¿Qué ha sido de su sentido del humor, comisario?
– Parece que va menguando con cada plebiscito.
Tras los chasquidos del grillo, se abrió desde dentro la puerta del club. En el último peldaño de un empinado tramo de escaleras apareció otro portero, pero éste con muy buena musculatura.
– Dichosos nazis -dijo Neumann riendo entre dientes-. Ya sé lo que quiere decir, comisario. Todo el mundo dice que nos van a cerrar todos los locales en cuanto lleguen al poder.
– Sinceramente, eso espero -comentó Grund.
– Gerda está abajo -dijo Neumann fríamente, lanzando a Grund una mirada de desagrado.
– ¿Cómo consigue bajar las escaleras con una sola pierna y un solo brazo?-preguntó Grund.
– Despacio-· respondió Neumann después de mirarme a mí y luego a Grund, con una sonrisa que bailaba en el maltrecho parque infantil de sus labios. Y soltó una carcajada atronadora, que disfruté tanto como él.
– Te crees muy gracioso, ¿eh? -dijo Grund, al que no le hizo ninguna gracia.
– Olvídelo -dijo Neumann a Grund, empujándole para que traspasase la puerta y bajase al club-. Es allí al fondo.
Gerda no había cumplido todavía los treinta años, aunque no se notaba. Bien podría haber pasado por cincuentona. La encontramos sentada en una silla de ruedas, a escasa distancia de un pequeño escenario donde una intérprete de cítara y una cabaretera competían por ver cuál de las dos aparentaba un mayor grado de aburrimiento. Según mis cálculos, la bailarina habría ganado por un par de tetas mustias. En la mesa, delante de Gerda, había una botella de aguardiente barato, que seguramente habría pagado el hombre que estaba sentado a su lado, un tipo que, visto más de cerca, resultó ser una mujer.
– Anda, vete a mamarla por ahí -le dije a la chati.
– Sí. -Grund le mostró su placa de identidad por si acaso-. Prueba en El Dorado.
A Gerda le hizo gracia el comentario. El Dorado era un club de alterne para travestis. La marimacho, de aspecto hosco y rapaz, se levantó y se fue. Nos sentamos en sillas tan inestables como la dentadura de Gerda.
– Yo lo conozco-me dijo-. Usted es el poli, ¿no?
Puse un billete de diez debajo de la botella.
– ¿Qué quiere, darle lustre a la mesa? Si yo no sé nada.
– Seguro que sí, Gerda -le dije-. Todo el mundo sabe algo.
– Puede que sí, puede que no. -Asintió-. Me alegra que haya venido, de todos modos, comisario. No me gusta el rollo churri ¿Sabe? Los escorpiones del club de Señoras. Bueno, a veces una no está en condiciones de exigir, y lo habría hecho con ella si me lo hubiera pedido.con delicadeza, ¿entienden? Pero no me gusta que una mujer me toque ahí abajo.
Metí un cigarrillo en la boca de Gerda y lo encendí. Era delgada, pelirroja, de pelo corto, ojos azulados y cara rojiza, Bebía más de la cuenta, aunque tenía bastante aguante. Casi siempre. Según mis informaciones, la única vez en que se le había ido la mano con el alcohol, se cayó delante del tranvía número trece en la Kópenicker Strasse. Pudo haberse matado, pero sólo perdió el brazo y la pierna izquierdos.
– Ay, ya recuerdo -dijo-. Ustedes el que mandó a Ricci Kamm al hospital. -Sonriendo alegremente, añadió-: Merecería la Cruz de Hierro por ello, señor poli.
– Como de costumbre, estás bien informada, Gerda.
Encendí un cigarro para mí y le tiré a ella la cajetilla. Grund, que se divertía con facilidad -supongo que por eso se hizo nazi-, prestaba más atención a la cabaretera que a nuestra conversación.
– Dime, Gerda, ¿has visto alguna vez a una puta de unos quince años, con un aparato ortopédico? Rubia, de aspecto algo masculino, con bastón. Se llamaba Anita. Tenía parálisis cerebral. Era espástica. Sabemos que hada la calle porque encontramos un fajo de billetes en su bolsillo y porque los vecinos dicen que hacía la calle.
– Sí, me han dicho que murió la pobre chica. -Gerda se sirvió otra copa y se la bebió de un trago como Asi fuera café-. A veces venía por aquí. Una chica bien hablada, teniendo en cuenta…
– ¿Teniendo en cuenta qué? -preguntó Grund. Tenía los ojos clavados en las tetas de la bailarina, en conjunto más exuberantes de lo que parecía verosímil.
– Teniendo en cuenta que no pronunciaba muy bien. -Gerda emitió un ruido gangoso-. Hablaba así, ¿saben?
– ¿Qué más nos puedes contar de ella? -Rellené la copa de Gerda y me serví una para mí, sólo por socializar.
– Según me han dicho no se llevaba muy bien con sus padres. A ellos no les gustaba que fuera coja, ¿saben? Y claro, no les gustaba que se tirase a la vida alegre. No es que lo hiciera todo el tiempo. Sólo cuando quería fastidiarles, creo yo. Su padre era no sé qué del partido nazi y le reventaba que su hija saliese por ahí a zorrear.
– Parece increíble -murmuró Grund-. Que alguien pueda… Vamos, ya sabes… Con una niña discapacitada.
– Oh, no, de eso nada -dijo Gerda entre risas-. De increíble, nada. Hay muchos hombres que lo hacen con chicas discapacitadas. De hecho, está muy de moda últimamente. Supongo que tendrá algo que ver con la guerra. Algunos hombres volvieron muy mutilados por las heridas de guerra. Y yo creo que muchos tienen la sensación de que ya no valen para nada, en todos los sentidos. Creo que el hacerlo con guijarros les ayuda a recuperar la seguridad necesaria para levantarse. Se sienten superiores a la lisiada con la que están. Además es más barato, claro. Más barato que las normales. La gente no tiene tanto dinero para derrocharlo así como así. No tanto como antes. -Lanzó a Grund una mirada divertida y desdeñosa-. Oh, no, querido. He visto a chicas con media cara que han encontrado puteros por aquí. -Además, la mayor parte de los clientes ni siquiera te miran. No te miran a los ojos. Así que la pinta que tenga la chica, o que esté entera, no es tan importante como el hecho de que tenga chocho. -Gerda se rió-. No, amigo, pregúntele a sus colegas y verá lo que le dicen. Uno no se fija en el resto de la casa cuando mete una carta en el buzón.
– Volviendo a Anita, ¿la has visto alguna vez con alguien en concreto? -pregunté-. ¿Algún cliente habitual, o algo parecido?
– ¿Cuánto me dan por un nombre?-dijo Gerda sonriente, sobando el billete de diez con sus dedos toscos-. Sacuda la mosca y le contaré vida y milagros.
Saqué de la cartera otro billete de diez y lo puse en la mesa.
– Pues sí, había un tipo, un tipo en concreto. Yo le lamí la piruleta una vez o dos. Pero le gustaba más Anita, Se llamaba Serkin. Rudi Serkin. Ella estuvo en su apartamento alguna que otra vez.
Era en ese edificio de mala muerte de Malackstrasse. El que tiene muchas entradas y salidas.
– ¿El Ochsenhof? -dijo Grund.
– Sí, justo, ése mismo.
– Pero está en territorio de los Guardianes de la Verdad -dijo Grund.
– Pues tendrán que ir en coche blindado.
Gerda no bromeaba. El Ochsenhof era un gran bloque de apartamentos insalubres, situado en el epicentro del barrio más peliagudo de Berlín, una zona donde la policía no se adentraba jamás. La única manera en que los guripas de Alex podían visitar el Ochsenhof era con un tanque que les cubriese las espaldas. Alguna vez lo habían intentado, pero siempre acababan agredidos por francotiradores y cócteles molotov. Por algo lo llamaban la Parrilla.
– ¿Y qué pinta tenía ese Rudi Serkin? -pregunté.
– Unos treinta. Bajito, pelo rizado, moreno, con gafas. Fumaba en pipa. Llevaba pajarita. Ah, era judío. -Se rió-. Al menos no tenía envoltorio en la piruleta.
– Judío -musitó Grund-. Era previsible.
– ¿Tiene algo contra los judíos?
– Es nazi -dije yo-. Tiene algo contra todo el mundo.
Por un instante todos guardamos silencio.
– ¿Han acabado de hablar? -se oyó de pronto, en voz muy alta.
Echamos un vistazo alrededor y vimos que la cabaretera nos perforaba con la mirada.
– Sí, hemos acabado – dijo Gerda entre risas.
– Bien- dijo la bailarina, quitándose las bragas con un rápido movimiento, nada erótico. Se inclinó e hizo una pausa para que todo el mundo disfrutase de las vistas. Luego recogió del suelo su ropa interior, se incorporó y salió muy ofendida del escenario.
Decidí que había llegado el momento de seguir su ejemplo.
Dejamos que Gerda se acabase sola la botella, subimos y respiramos profundamente el aire limpio de Berlín. Después del ambiente venéreo de la Media Azul, me apetecía volver a casa y lavarme los pies en desinfectante. Y planear mi próximo viaje al dentista. La visión de la espantosa sonrisa de Neumann mientras nos marchábamos era un aviso atroz.
– Al menos ya tenemos un nombre -dijo Grund, asintiendo con entusiasmo. -¿Tú crees?
– Ya la has oído.
– Rudolf Serkin es un famoso pianista – repliqué con una sonrisa.
– Mejor aún. Será un bonito titular para el Tempo.
– O mejor aún, para el Der Angriff-dije con un gesto de contrariedad-. Mi querido Heinrich, el verdadero Rudolf Serkin tocaría «A mi loro no le gustan los huevos duros» en el Bechstein Hall antes que acostarse con una puta tullida. Quienquiera que fuera la persona que conoció Gerda, o el tipo con el que vio a Anita, utilizaba un nombre falso. Eso no tiene vuelta de hoja.
– Puede que haya dos Rudolf Serkin.
– Es posible, pero lo dudo mucho. ¿Tú le darías tu nombre de verdad a una puta tullida que encontrases en la Media Azul?
– No, supongo que no.
– Supones bien. Gerda lo sabía. Pero no podía darnos ningún otro nombre.
– ¿Y la dirección?
– Nos dio la única dirección de Berlín donde sabe que la poli no se atreve a poner el pie. Se ha quedado con nosotros, amigo.
– Entonces ¿por qué le diste propina?
– ¿Por qué? -miré al cielo-. No lo sé, Quizá porque sólo tiene una pierna y un brazo. Quizá por eso. De todos modos, la próxima vez que la vea, sabrá que está en deuda conmigo.
– Eres demasiado blando para ser poli -dijo Grund con una mueca burlona-, ¿sabes?
– Viniendo de un nazi como tú, me lo tornaré como un cumplido.
A la mañana siguiente dejé mi traje Peek & Cloppenburg en el armario y me puse el frac de cuello almidonado de mi padre. Hasta el día de su muerte prematura, trabajó como empleado en el Bleichroder Bank de la Behren Strasse. Creo que no lo vi nunca vestido con traje de calle. No era muy dado a callejear. Mi padre era un típico prusiano: distinguido, leal a su emperador, respetuoso, puntilloso. Heredé de él todas esas cualidades. Mientras vivió, no nos llevarnos tan bien como debiéramos. Pero ahora las cosas eran diferentes.
Me miré en el espejo y sonreí. Era igual que él. Al margen de la sonrisa y el cigarrillo y el pelo extra en la cabeza. Todos los hombres acaban pareciéndose a su padre. No es una tragedia, pero hace falta sentido del humor para aceptarlo.
Fui caminando al Adlon. El servicio de coche del hotel estaba a cargo de un polaco llamado Carl Mirow, que había sido chófer de Hindenburg, pero dejó el servicio del presidente de Weimar cuando descubrió que ganaba más dinero conduciendo para gente importante. Como los Adlon. Carl era miembro del Club Alemán del Automóvil y se sentía muy orgulloso de tener un historial impoluto, sin una sola infracción, en los muchos años que llevaba en la carretera. Muy orgulloso y muy agradecido. En 1922, un joven y novato policía berlinés llamado Bernhard Gunther detuvo a Carl por saltarse un semáforo en rojo. Por el olor del aliento, daba la impresión de que se había tornado unos cuantos chupitos de aguardiente, pero decidí dejarle marchar. No fue un gesto muy prusiano por mi parte. Es posible que Grund tuviera razón. Es posible que fuera demasiado blando para ser poli. En cualquier caso, Carly yo éramos amigos desde entonces.
Los Adlon tenían un inmenso Mercedes-Benz 770 Pullman descapotable de color negro. Era un coche de auténtico plutócrata, con faros como raquetas de tenis y guardabarros y estribos tan grandes como la rampa de esquí de Holmenkollen. Un coche apropiado para un plutócrata como el director del consejo de administración del Sindicato de la Industria Colorante. Hacerse pasar por el doctor Duisberg no era un plan muy apetecible, pero no me imaginaba otro modo de sonsacarle información al doctor Gerhard Domagk en la Clínica.Urológica del Hospital Estatal. Illmann no solía equivocarse en esas cosas. Parecía muy improbable que ningún médico me proporcionase por las buenas la información sensible que buscaba. A, menos que me tomase por su jefe.
Carl Mirow accedió a llevarme en coche al hospital. El gran Mercedes- Benz levantó un enorme revuelo cuando atravesamos el complejo hospitalario, sobre todo cuando bajé la ventanilla y le pregunté a una enfermera dónde estaba la Clínica Urológica, Carl estaba un poco molesto.
– Imagínate que alguien ve la matrícula y se piensa que el señor Adlon tiene sífilis.
El señor Adlon era Louis Adlon, el propietario del hotel. Un tipo ya sesentón, con pelo ralo entrecano y un mostacho blanco bastante pulcro.
– ¿Me parezco al señor Adlon?
– No.
– Y tú, si tuvieses sífilis, ¿vendrías a la clínica en un coche como éste? ¿Con el cuello alto y el sombrero bien calado?
Paramos delante de un edificio anexo de ladrillo rojo, donde se encontraba la Clínica Urológica. Carl salió del vehículo y me abrió la puerta. Con su librea de chófer se parecía al comandante de mi vieja compañía. Y tal vez era ése el verdadero motivo por el que no le multé por saltarse un semáforo en rojo en 1922. Siempre he sido muy sentimental.
Entré en la clínica por unas puertas dobles de cristal esmerilado. El vestíbulo era brillante y fresco, con un suelo de linóleo tan abrillantado que los zapatos rechinaban cuando caminé de puntillas hasta la recepción. Allí, bajo el techo abovedado, una petición de asistencia médica en voz baja debía de sonar como un aparte en la ópera. El fuerte olor a éter no estaba propiamente en el aire, Parecía que la rubia rojiza de la recepción se gargarizaba con él. Puse en la mesa la tarjeta del doctor Duisberg y le dije a la recepcionista que quería ver al doctor Domagk.
– No está -respondió la chica.
– Supongo que estará en Leverkusen.
– No, está en Wuppertal.
Ignoraba la existencia de ese lugar. A veces tenía la sensación de que ya no reconocía el país en que vivía.
– Supongo que será otra ciudad de nueva construcción.
– No sé -respondió la recepcionista.
– ¿Quién es el responsable cuando se ausenta el doctor Domagk?
– El doctor Kassner.
– Entonces quiero hablar con él.
– ¿Tiene cita?
– Si le entrega esta tarjeta al doctor Kassner, verá que no la necesito -dije con una sonrisa, fingiendo una paciencia imbuida de engreimiento-. Mire, enfermera, yo financio toda la investigación que se desarrolla en esta clínica. Así que, si no quiere acabaren las filas de los seis millones de desempleados, le sugiero que corra a decirle que estoy aquí.
La enfermera se sonrojó ligeramente, se levantó, cogió la tarjeta de Duisberg y, rechinando en cada paso como una camada de ratones apretujados, desapareció por unas puertas de vaivén.
Al cabo de un minuto, apareció un tipo pálido y desgarbado en la entrada principal de la clínica. Caminaba despacio, como si fuera cojo, con la vista fija en el linóleo, como si esperase encontrar una causa mejor que una mera sobredosis de abrillantador para explicar el ruido de sus zapatos. Se detuvo al llegar a la recepción y me miró de soslayo, acaso preguntándose qué clase de médico era yo. Le sonreí.
– Qué buen día hace -dije alegremente.
Entonces apareció en el vestíbulo un hombre con bata blanca, que se encaminó impetuosamente hacia mí, como si yo fuera un miembro fundador de los Wandervogel, con una mano estirada y sosteniendo con la otra la tarjeta de Duisberg. Era corpulento y calvo, lo que le confería un aspecto más militar que médico. Debajo de la bata blanca iba vestido como yo, como un profesional con un cargo importante en la comunidad.
– Doctor Duisberg, señor -dijo con un tono empalagoso, con un leve defecto del habla que podría deberse a una dentadura postiza mal ajustada-. Nos honra su visita, señor. Es un gran honor. Soy el doctor Kassner. El doctor Domagk lamentará mucho no haber podido recibirle. Está en Wuppertal.
– Sí, eso me han dicho.
– Espero que no haya habido ninguna confusión y no esté esperándole allí -dijo con desazón.
– No, no -repliqué-. Es que he venido de visita a Berlín. Me quedaba un tiempo libre entre dos citas, y pensé que podría pasarme a ver cómo van las pruebas clínicas. El Sindicato de la Industria Colorante está entusiasmado con el trabajo que desarrollan aquí. -Hice una pausa-. Pero si hay algún inconveniente…
– Oh, no, señor.-Hizo una reverencia-. Siempre que tenga a bien conformarse con mis explicaciones, menos competentes, -. Estoy seguro de que será más que suficiente para un lego como yo.
– Entonces venga por aquí, señor, por favor.
Traspasamos las puertas de vaivén y entramos en un corredor donde había más de una docena de hombres, de aspecto deprimente, sentados a lo largo de la pared, cada uno con un bote que parecía una muestra de orina o tal vez de agua del grifo berlinesa, célebre por su paupérrima calidad, Kassner me acompañó hasta su consulta, de apariencia adecuadamente clínica. Había una camilla, unos estantes llenos de libros de texto médicos, un par de sillas, algún archivador y una mesa pequeña. En la mesa tenía una Bing portátil con una hoja de papel enrollada en el carro y un teléfono. Las paredes estaban decoradas con ilustraciones gráficas que me encogieron la vejiga y casi me inducen a profesar el voto de celibato. Medité que tal vez era el primer hombre en mucho tiempo que entraba en aquella consulta sin tener que bajarse los pantalones.
– ¿Qué sabe sobre el trabajo que hacemos aquí? -preguntó.
– Sólo sé que están trabajando en una nueva Bala Mágica -respondí-. No soy doctor en medicina. Soy ingeniero químico. Mi fuerte son los colorantes. Explíqueme las cosas como a cualquier lego culto.
– Bueno, como probablemente sabrá, los fármacos de sulfa son agentes antimicrobianos sintéticos que contienen sulfonamidas. Uno de esos fármacos, llamado Protonsil, fue sintetizado por Josef Klarer en Bayer y probado en animales por el doctor Domagk. Con éxito, por supuesto. Desde entonces estamos probándolo en un grupo reducido de pacientes externos que padecen sífilis y gonorrea. Pero, con el tiempo, esperamos que el Protonsil sea efectivo en el tratamiento de una amplia gama de infecciones bacterianas del organismo. Curiosamente, no tiene ningún efecto en el tubo de ensayo. Su acción antibacteriana sólo opera en el interior de los organismos vivos, lo que nos lleva a sospechar que el fármaco se metaboliza adecuadamente en el interior del cuerpo, o eso esperamos.
– ¿En cuántas personas lo están probando? -pregunté.
– Bueno, acabarnos de empezar. Por ahora hemos administrado Protonsil a cincuenta hombres y veinticinco mujeres, aproximadamente; para ellas hay una clínica aparte, claro, en el Charité. Algunos pacientes acaban de contraer una enfermedad venérea y otros la padecen desde hace tiempo. Esperamos probar el fármaco en unos mil quinientos o dos mil voluntarios a lo largo de dos o tres años.
Asentí, deseando que Illmann hubiera venido conmigo. Al menos él podría haber formulado alguna pregunta pertinente; incluso alguna impertinente.
– Hasta ahora -continuó Kassner-los resultados han sido muy alentadores.
– ¿Puedo ver el aspecto del fármaco?
Abrió el cajón de la mesa, sacó un frasco y vertió varias píldoras azules en mi mano enguantada. Eran exactamente iguales que la que encontré cerca del cadáver de Anita Schwartz.
– Por supuesto, la píldora no tendrá este aspecto cuando concluyan las pruebas. La profesión médica es muy conservadora y prefiere las píldoras blancas. Por el momento son azules para distinguirlas del resto de los fármacos que utilizamos.
– ¿Y sus apuntes sobre el grupo de estudio? ¿Puedo ver algún caso?
– Por supuesto. -Kassner se volvió hacia un archivador de madera que no tenía llave. Levantó la cubierta frontal y abrió la gaveta superior-. Aquí hay un dossier que contiene unos escuetos apuntes sobre todos los pacientes que han sido tratados con Protonsil hasta la fecha. -Abrió el dossier y me lo entregó.
Saqué los quevedos de mi padre. Un detalle simpático pensé, y me los coloqué en el puente de la nariz. Ahí estaba mi lista de sospechosos, me dije. Con aquellos nombres muy bien habría podido resolver el caso en menos de lo que se tarda en curar la sífilis. ¿Pero cómo iba a retener semejante lista de nombres? No podía memorizarla. Tampoco podía pedírsela prestada. Sin embargo, un nombre mellamó la atención. O tal vez no era el nombre
– Behrend-, sino la dirección. La Reichskanzlerplatz, en el extremo oeste de la ciudad, cerca de Grunewald, era sin duda una de las zonas más selectas de la ciudad. Y por algún motivo me sonó familiar.
– Como probablemente sabrá -continuó diciendo Kassner-, el problema del Salvarsan es que es un poco más tóxico para el microbio que para el huésped. No se presenta ese problema con el Protonsil Rubrum. El hígado humano lo procesa de forma bastante efectiva.
– Excelente -murmuré, mientras continuaba revisando la lista. Pero cuando vi dos Johann Muller, un Fritz Schmidt, un Otto Schneider, un Johann Meyer y un Paul Fischer, empecé a sospechar que la lista no era lo que yo esperaba. Eran cinco de los apellidos más frecuentes de Alemania-. Dígame, doctor. ¿Los nombres son auténticos?
– A decir verdad, no lo sé -reconoció Kassner-. No les pedimos el carné de identidad, pues si no, no se presentarían voluntarios para la prueba clínica. La confidencialidad del paciente es importante en las enfermedades morales.
– Sobre todo teniendo en cuenta que los nacionalsocialistas no paran de hablar sobre la limpieza moral en esta ciudad -dije. -Pero las direcciones son auténticas. Pedí que las pusieran para mantener correspondencia con nuestros pacientes durante un tiempo y hacer un seguimiento de su estado.
Le devolví el dossier y observé cómo lo dejaba en la gaveta superior del archivador.
– Bueno, muchas gracias por su tiempo-le dije, cuando me levantaba-. Elaboraré un informe provisional favorable para el Sindicato de la Industria Colorante sobre el trabajo que desarrollan aquí.
– Le acompaño al coche, Herr Doctor.
Salimos. Carl Mirow arrojó el cigarrillo y abrió la pesada puerta del coche. Si el doctor Kassner tenía alguna duda acerca de mi identidad, se disipó de inmediato al ver al chófer uniformado y una limusina tan grande como un HeinkeI.
Carl me llevó a Dragonerstrasse y me dejó delante de mi edificio. Se alegró de perderme de vista y, sobre todo, de perder de vista la Dragonerstrasse, que no era un sitio apropiado para un chófer con un Mercedes-Benz 770. Subí a mi apartamento, me cambié de ropa y volví a salir. Entré enmi coche y me dirigí hacia el oeste de la ciudad. Tenía una comezón repentina que quería calmar.
El número tres de Reichskanzlerplatz era un moderno edificio de apartamentos, situado en el barrio residencial más rico de Berlín. Algo más al oeste estaban el hipódromo de Grunewald y el estadio de atletismo, donde algunos berlineses esperaban que se celebrasen los Juegos Olímpicos de 1936. A mi difunta esposa le gustaba mucho esta zona. Al sur del hipódromo estaba el restaurante Seechsloss donde le pedí que nos casásemos. Aparqué y me dirigí a un quiosco a comprar cigarrillos y acaso cierta información.
– Déme unos Reemtsmas, el New Berliner, el Tempo y The Week -dije. Le mostré mi placa de identidad-. Nos han informado de que ha habido un tiroteo por esta zona. ¿Ha visto algo?
– Sería un tubo de escape -dijo el quiosquero, que iba vestido de traje, con sombrero austríaco y bigotito hitleriano-. Pero yo llevo aquí desde las siete de la mañana y no he oído nada.
– Ya me figuraba, pero quería asegurarme -dijo-. De todos modos, habrá que comprobarlo.
– No suele haber problemas por aquí- dijo-. Aunque podría haberlos.
– ¿A qué se refiere?
Señaló el lado opuesto de la Reichskanzlerplatz, en la intersección con Kaiserdamm.
– ¿Ve aquel coche?-Señalaba un Mercedes-Benz verde oscuro, aparcado justo delante del número tres.
– Sí.
– En ese coche hay cuatro hombres de las SA-dijo. Señalando al norte, hacia Ahorn Allee, añadió-: Y otro camión lleno de SA por allí.
– ¿Cómo sabe que son de las SA?
– ¿No se ha enterado? Han levantado la prohibición de los uniformes.
– Ah, claro, era hoy. Menudo poli estoy hecho. Ni siquiera me había dado cuenta. ¿Y quién vive por ahí? ¿Ernst Rohm? -Ernst Rohm era el líder de las SA.
– No, no. Aunque viene a veces de visita por aquí. Le he visto entrar ahí en alguna ocasión. En el apartamento del bajo, en la esquina del número tres. La propietaria es la señora Magda Quandt.
– ¿Quién?
– Para ser un guripa que lee tantos periódicos como usted, no está muy informado-dijo el quiosquero con una sonrisa.
– ¿Yo? Sólo miro las fotografías. Pero haga el favor de educarme un poco. -Le entregué un billete de cinco-. Quédese el cambio.
– Magda Quandt. Se casó en diciembre pasado con Josef Goebbels. Lo veo todas las mañanas. Sale a comprar todos los periódicos.
– Supongo que sale a ejercitar el pie deforme.
– No está tan mal.
– Me fío de su palabra. -Me encogí de hombros-. Bueno, ya entiendo por qué se casó con ella. Bonito edificio. No me importaría nada vivir ahí. -Hice un gesto de contrariedad-. Lo que no entiendo es por qué se habrá casado ella con un tipo así.
Dejé los periódicos en el coche, crucé al otro lado de la plaza y eché un vistazo por la ventanilla del coche aparcado delante del número tres, El quiosquero tenía razón. Estaba lleno de camisas marrones nazis que me miraron con suspicacia cuando pasé por delante. Aparte de unos payasos que había visto en un viejo Ford T unas navidades en el circo, habría sido difícil imaginar mayor estupidez dentro de un coche. En aquel momento me vino todo a la mente. Recordé por qué me sonaba la dirección cuando la vi en el dossier de Kassner. Uno o dos meses antes, otro equipo de homicidios de Alex se había reunido allí con Goebbels para verificar la coartada de un hombre de las SA.
El edificio tenía portero propio, por supuesto. Todos los edificios bonitos de apartamentos en el oeste de la ciudad tenían portero. Probablemente habría algún hombre armado de las SA en el vestíbulo, haciéndole compañía, para garantizar la seguridad de Goebbels. Sin duda lo necesitaba. Los comunistas ya habían atentado varias veces contra la vida de Hitler. No me extrañaba nada que quisieran asesinar a Goebbels. Personalmente, no me hubiera importado darle un guantazo al pequeño sátiro.
Naturalmente, me habían llegado rumores. A pesar de la pezuña hendida y su diminuta estatura, era un tipo bastante mujeriego. En Alex se decía que no era sólo el pie de Goebbels lo que parecía una maza; aunque era corto de estatura, al parecer estaba muy bien dotado en otros aspectos; Goebbels era lo que los macrós habrían llamado un Breslauer, por la salchicha gigante del mismo nombre. Sin embargo, pese a lo poco que me gustaba, me costaba imaginar a Joey el Cojo arriesgándose a ir a cara descubierta a la clínica de urología de Friedrichschain. A no ser que acudiese como paciente privado, fuera de las horas normales de consulta, cuando no había nadie por allí.
Doblé la esquina de apariencia rústica del edificio y me detuve debajo de lo que debía de ser la ventana del baño de Joey. Estaba entreabierta. Miré por encima del hombro hacia atrás. El coche de las tropas de asalto estaba fuera de mi vista. El camión no se veía por ningún lado. Volví a mirar la ventana de cristal esmerilado. Si apoyaba el pie en la juntura horizotal del enladrillado de la planta baja, parecía que podía trepar por la fachada del edificio y acceder a la parte inferior de la ventana. Probé una vez, sólo el tiempo suficiente para comprobar que el baño estaba vacío, y bajé de nuevo a la acera desierta. Aguardé un instante. Ningún soldado de las tropas de asalto vino a apalearme. Menuda seguridad de pacotilla.
La segunda vez, trepé por la fachada y me deslicé rápidamente por la ventana abierta de1baño. Algo jadeante, me senté en el retrete y, mientras esperaba a ver si detectaban mi intrusión, examiné más a fondo la ventana y vi que el marco estaba roto en el alféizar donde enganchaba el pestillo. Aunque la ventana pareciese cerrada, habría sido relativamente sencillo abrirla desde fuera.
Era un cuarto de baño amplio, con un lavabo redondo y las paredes alicatadas con azulejos de color rosa. Había una generosa cantidad de polvos de talco en la alfombrilla. La bañera empotrada era tan honda como una puerta de coche, con una ducha de teléfono por si a Magda le apetecía lavarse la cabeza. Junto a la jabonera encajada en la pared, había una pequeña fotografía enmarcada de Hitler, como si el devoto de Joey tuviera presente a su querido líder hasta en su aseo diario. En sentido perpendicular al baño había un taburete con una pila de toallas suaves y esponjosas, y una mesa a juego con una esponja y una estatua de anticuario que representaba a una señora desnuda. Sobre la mesa había un armario grande con espejo, que, como es natural, abrí. La mayor parte de los estantes eran de Magda. Usaba perfume Joy, Kotex, Nívea, champú Wella, Wellapon, Kolestral y Blondor. En aquel momento la recordé, Recordé las fotos de boda en las revistas. Una boda de invierno. La risueña pareja feliz, cogida por el brazo, en la nieve, acompañada.de varios hombres de las SA -probablemente los mismos patanes negligentes que estaban allí fuera en el coche-y, por supuesto, el propio Hitler. Me pregunto qué habría dicho Hitler si hubiera sabido que la hermosa cabellera rubia, absolutamente aria, de Magda era teñida.
Joey sólo disponía de un estante en el armario. A fin de cuentas parecía que teníamos algo en común. Joey se afeitaba con maquinilla Schick y crema Mennen, y se lavaba los dientes con pasta Colgate. Un bote de crema Anzora para el cabello explicaba que Joey llevase siempre el pelo oscuro tan bien peinado. Al lado, entre una caja de pastillas laxantes Beechams y una colonia Acqua di Parma, había un frasco que contenía unas píldoras azules. Lo abrí y cogí una pastilla. Era la misma píldora que había visto en la consulta de Kassner esa misma mañana. Protonsil. Decidí que había llegado el momento de marchar, no sin antes utilizar el retrete de Joey sin tirar de la cadena. Fue mi modo de agradecerle lo que había escrito sobre mí en su periódico.
Salí por la ventana, volví al coche y me alejé. En Alemania había secretos que convenía guardar a toda costa. No dudé ni un instante que la sífilis de Joey era uno de ellos.
Había nueve cuerpos de inspectores en la jefatura de Alex. El cuerpo A se ocupaba de los asesinatos y el C investigaba los hurtos. Gunther Braschwitz era el jefe del C y estaba especializado en robos con allanamiento de morada. Tenía un hermano menor, Rudolf, que estaba en la policía política, pero no se lo tomábamos en cuenta. Braschwitz era un tipo muy elegante, gran bebedor de champagne. Usaba bombín, bastón con una espada incorporada, a la que a veces se veía obligado a recurrir y, en invierno al menos, llevaba polainas encima de las botas. Conocía a todos los mamparas-los ladrones profesionales de viviendas- y, según decían, al examinar cada caso de robo con allanamiento, era capaz de averiguar quién lo había cometido.
– Klein Carajudío -dije-. ¿Lo has visto últimamente?
– ¿Carajudío? Asegura que se ha vuelto honrado-dijo Braschwitz-. Ha conseguido un trabajo en Heilbronner, en Mohrenstrasse.
– ¿El anticuario?
– Exacto, Ese Carajudío siempre ha tenido buena vista. ¿Por qué me lo preguntas? ¿Ha vuelto a las andadas?
– No. Pero conoce a una persona que estoy buscando. Un amigo de la viuda que tenía como pareja. Eva Zimmer. -Era una media verdad, pero no quería que Braschwitz me hiciera demasiadas preguntas.
– Pobre Eva -dijo Braschwitz-. Era una buena viuda, la pobre.
Una viuda era alguien que ayudaba a un mampara a despachar sus bienes adquiridos de modo fraudulento. Algunas, como Eva Zimmer, eran actrices profesionales. Se vestían de negro y, con una historia triste muy bien ensayada, intentaban vender oro, plata o joyas robadas a los orfebres minoristas. Hasta el momento en que detuve a Carajudío, Eva y él tenían una de las mejores sociedades de Berlín. Sabía que Carajudío había salido de la cárcel de Tegel seis meses antes, pero no me constaba lo que hacía desde entonces.
Cuando Braschwitz me dijo lo que sabía sobre Carajudío, llaméal Adlon y pregunté a Frieda qué podía decirme sobre Josef Goebbels. Goebbels era cliente habitual del Adlon y Frieda podía proporcionarme información que me parecía útil como cebo para Klein.
Fui caminando a Heilbronner, pero el encargado me dijo que Klein no estaba. A
– Es su hora de comer -dijo-. Seguramente lo encontrará allí enfrente, en la librería Gsellius. Suele ir ahí a la hora del almuerzo.
Crucé la calle y eché un vistazo desde el escaparate de la librería. Carajudío estaba allí, en efecto. Lo reconocí al instante. Algo más viejo de lo que lo recordaba, pues un año en el trullo envejece como cinco en libertad. Debo decir que su cara no era especialmente judía. El apodo se debía a los anteojos de joyero que utilizaba: para tasar la mercancía robada. La nariz no era muy grande, pero tenía un olfato estupendo, sobre todo para los polis. Llevaba escasos segundos allí cuando alzó la vista del libro que tenía en las manos y me miró. Le hice señas para que saliese y, algo renuente, accedió. No éramos lo que se dice amigos, pero contaba con que no hubiera olvidado que fui yo quien encontró al macró que apuñaló a Eva Zimmer el año anterior. Un tipo llamado Horst Wessel. Lo malo era que Wessel, que también era miembro de las SA, había sido asesinado, antes de que pudiera detenerlo, por otro chulo llamado Ali Hohler tras un altercado que se desató a propósito de una puta. Como Hohler era comunista, Goebbels erigió estos escabrosos asuntos en melodrama político e inmortalizó a Horst Wessel en una canción que se oía en todo Berlín, cada vez que las SA organizaban una de esas marchas pendencieras por los barrios comunistas. Naturalmente, Goebbels omitió toda referencia a la relación de los protagonistas con los bajos fondos. Entretanto, Hohler fue detenido por uno de mis colegas y condenado a cadena perpetua. Carajudío se sentía muy ofendido porque Goebbels hubiera plasmado al sórdido asesino de Eva Zimmer en una cantinela nazi que exaltaba el pasado heroico de Horst Wessel.
Doblamos por Friedrichstrasse y nos dirigimos al Siechen, donde invité a un par de Nurembergs y lo observé más atentamente. Tenía el rostro demacrado y anguloso, como un garabato que hubiera dibujado Pitágoras en un pergamino antes de formular su teorema.
– ¿Qué puedo hacer por usted, Herr Gunther?
– Necesito pedirte un favor, Carajudío. Quiero que alguien entre en la consulta de un médico en el Hospital Estatal. Alguien inteligente, que sepa leer y escribir y no sea codicioso. No quiero que robe absolutamente nada.
– Me parece muy bien, porque yo ya me he retirado. Ya no robo.Y no voy por ahí allanando la propiedad privada. Desde que apuñalaron a Eva ya no me dedico a eso.
– Mira, lo único que quiero es que abras un dossier y copies unos datos. Podría hacerlo una secretaria con una llave, pero yo no tengo llave. Para un hombre con tu experiencia, no puede ser más sencillo. -Bebí un trago de cerveza y dejé que Carajudío se explayase conmigo como la espuma de su vaso intacto.
– ¿No me ha oído, comisario? Estoy retirado. La cárcel me reformó. Cuélguese usted la medalla.
– ¿Qué medalla? No puedo darte ninguna medalla, Carajudío, Pero si haces lo que te pido, si copias unos nombres de unos dossieres del hospital, te daré otra cosa.
– No quiero su dinero, guripa.
– Jamás te insultaría ofreciéndote pasta. No, esto es mucho mejor que el dinero. Hasta es algo patriótico; suponiendo que creas en la República, claro.
– Pues no, qué casualidad. Fue la República la que me mandó al trullo.
– Vale, pues llámalo venganza, si quieres. Venganza por Eva. -Bebí otro sorbo para hacerle esperar.
– Desembuche.
– ¿Te apetece joder a Joey Goebbels?
– Soy todo oídos.
– Joey el Cojo vive en el número tres de la Reichskanzlerplatz. En el apartamento de la esquina, planta baja, lado este. Hay una panda de matones de las SA justo delante, así que ándate con ojo. Pero no tienen visibilidad al otro lado "de la esquina, que es adonde da el baño de Joey, Uno de los soportes del marco de la ventana está roto. Te puedes colar en un abrir y cerrar de ojos. Será coser y cantar para un hombre como tú, Carajudío. Yo mismo me colé por allí hace un par de horas. Es un fanático. ¿Sabes que tiene una fotografía de Hitler en la bañera? De todos modos, el apartamento es propiedad de su esposa, Magda. Estuvo casada con un rico industrial llamado Gunther Quandt, que fue muy generoso en las condiciones de divorcio. Le dejó todas las joyas. De las que te gustan a ti. De esas que puedes vender en Margraf. Claro, con las elecciones a la vista, Goebbels sale mucho de casa. Da mítines y esas cosas. De hecho, casualmente sé que Joey va a dar un mitin mañana por la noche en la sede del Partido Nazi en Hedemannstrasse. Será un discurso importante. Todos son importantes de aquí a finales de julio, pero puede que éste sea el más importante de todos. Asistirá Hitler. Después, Magda ofrecerá una recepción en su honor en el Adlon Hotel. Así que hay tiempo de sobra. -Bebí otro sorbo de cerveza y pensé en pedir unas salchichas. La mañana había sido muy ajetreada-. Bueno, ¿qué me dices? ¿Hay trato? ¿Me copias esos nombres, como te pedí?
– Como ya le he dicho, Gunther, me he reformado. Intento llevar una vida honrada. -Carajudío sonrió y me dio la mano-. Pero es lo que tienen los nazis. Sacan lo peor de la gente.
A la mañana siguiente recibí una lista manuscrita de nombres y direcciones de todo Berlín y alrededores. No era tan útil como una lista de sospechosos, pero se aproximaba. Lo único que tenía que hacer era investigarlos uno a uno.
El Registro de Residentes estaba en el ala de la jefatura que daba a la estación de ferrocarril, en la oficina 359. En este departamento del tercer piso cualquier residente en Berlín podía obtener, de forma bastante lícita, la dirección de cualquier otro vecino de la ciudad. Así lo decidieron las autoridades prusianas con buena intención, pensando que la accesibilidad a la información del Estado contribuiría a reforzar la fe en nuestra frágil democracia. Sin embargo, en la práctica sólo sirvió para que las tropas de asalto nazis y los comunistas averiguasen dónde vivían sus adversarios y tomasen las medidas belicosas oportunas. La democracia tiene también sus inconvenientes.
El Registro de Residentes tenía una parte no accesible para el público, aunque sí para la policía, que denominábamos el Directorio del Diablo, porque estaba organizada en sentido inverso. Sólo con buscar el nombre de una calle y un número, el Directorio proporcionaba el nombre de la persona que residía allí. De este modo, tardé sólo una mañana en anotar los verdaderos nombres de los pacientes junto a las direcciones y los nombres falsos que había copiado Klein Carajudío en la consulta del doctor Kassner. Era una tarea rutinaria que normalmente habría delegado en alguno de mis sargentos. Pero nunca he tenido muchas dotes de mando, ni tampoco de obediencia. Además, si hubiera encomendado esa labor a algún sargento, habría tenido que explicar dónde y cómo conseguí la lista. El Kripo era implacable con los guripas pringados en asuntos sucios. Aunque no se pringasen en beneficio propio, sino por cumplir con su trabajo.
Por el mismo motivo, otra tarea rutinaria de la que me tuve que encargar personalmente fue la verificación de los nombres de la lista. Curiosamente, uno de los nombres que encontré al consultar el Directorio del Diablo no tenía nada de rutinario. Era nada menos que el doctor Kassner. Y esperaba averiguar por qué figuraba su dirección particular en una lista de pacientes que participaban en las pruebas clínicas del Protonsil organizadas por Bayer.
Cuando volví a mi mesa de trabajo, Grund tecleaba en mi antigua Carmen muy despacio, dedo a dedo y con mucha fuerza, como si matase hormigas o tocase las notas introductorias de algún concierto ruso muy poco melodioso para piano.
– ¿Dónde demonios te habías metido? -preguntó.
– ¿Dónde demonios estabas tú? -repliqué.
– Ha llamado Illmann. La chica Schwartz dio negativo en la prueba de sífilis. Y Gennat quiere que vayamos a examinar a una chica que apareció muerta en la Feria de Ganado Municipal. Parece que la mataron de un disparo, pero tenemos que echar un vistazo de todos modos, por si acaso.
– Parece lógico, creo. -La Feria de Ganado estaba a pocos metros de donde encontramos a la chica Schwartz, en el parque de Priedrichschain.
Llegamos en pocos minutos. Los días de mercado eran los miércoles y sábados, así que el lugar estaba cerrado y desierto. Pero el restaurante estaba abierto y algunos de los clientes -sobre todo carniceros al por mayor procedentes de Pankow, Weissensee y Petershagen- declararon haber visto a tres hombres persiguiendo a la chica en los rediles. Un dato demasiado impreciso para anotarlo. El cadáver estaba en el matadero. Aparentaba unos veinte años. Le habían disparado en la cabeza a quemarropa. Había un cerco marrón alrededor del orificio de bala. Faltaba la ropa de cintura para abajo y, por el olor de la chica, lo más probable era que la hubieran violado. Pero nada más. No habían practicado ninguna operación quirúrgica en esta pobre criatura.
– Circunstancias que levantan sospechas -dijo Grund al cabo de un rato.
Me hubiera sorprendido que no lo hubiese dicho. -Qué chochito tan mono -comentó.
– Pues nada, adelante, échale un polvo, hale. Espera, que me doy la vuelta.
– Sólo era un decir -dijo-. Pero mira ese chochito. Está casi todo afeitado. No es algo muy común, que digamos. Así pelado. Igual que el de una niña.
Rebusqué en su bolso, que un agente de la Schupo había encontrado a poca distancia del cadáver, y encontré un carné del partido comunista. Se llamaba Sabine Farber, Trabajaba en la sede del KDP cerca de su lugar de residencia. Vivía en Pettenkofer Strasse, junto a Lichterfelde, unos cien metros al este de donde la asesinaron. Me formé una idea bastante clara de lo ocurrido.
– Esos putos nazis -dije con notorio desagrado.
– Ya me estoy hartando -dijo, frunciendo el ceño-. ¿Se puede saber de dónde sacas esa conclusión? ¿De dónde sacas que han sido los nazis? Ya has oído las descripciones que nos han dado los carniceros. Ninguno ha dicho que hubieran visto camisas marrones o esvásticas. Ni un bigote de cepillo de dientes. ¿Cómo sabes que son nazis?
– No es nada personal, Heinrich. -Le lancé el carné del partido de Sabine Farber-. Pero no creo que fuesen testigos de Jehová, intentando convertirla.
Miró el carné y se encogió de hombros, como si sólo concediese vagamente la posibilidad de que tuviera razón.
– Venga -le dije-. Tiene huellas por todas partes. Supongo que los tres hombres que vieron los carniceros eran soldados de tropas de asalto vestidos de paisano para no llamar la atención. Seguramente la esperaron a la salida de la sede del KPD en Bülow Platz. Hace buen día, así que probablemente decidió volver a casa a pie y no se dio cuenta de que la seguían. No se dio cuenta de que esperaban una buena ocasión para agredirla. Cuando los vio, entró aquí corriendo con la esperanza de escapar. Pero la acorralaron e hicieron lo que hacen las valientes tropas de asalto cuando se enfrentan a una terrible amenaza como el bolchevismo internacional. ¿Heinrich?
– Supongo que tienes razón en parte -dijo-. Más o menos.
– ¿Con qué parte no estás de acuerdo? -pregunté.
Grund no respondió. Volvió a guardar el carné de Sabine Farber en el bolso y miró a la chica.,
– ¿Qué dice Hitler? -pregunté-. La fuerza no está en la defensa sino en el ataque, ¿no? -Encendí un cigarro-. Siempre me he preguntado qué querrá decir eso. -Dejé que el humo me carbonizase los pulmones por un instante y luego añadí-: ¿Crees que éste es el tipo de ataque al que se refiere Hitler? ¿Tu gran líder?
– Claro que no -musitó Grund-. Sabes que no.
– ¿Entonces qué? Dímelo. Me gustaría saberlo.
– Déjalo ya, ¿quieres?
– ¿Que lo deje yo? -Me reí-. No soy yo quien tiene que dejarlo, Heinrich, sino la gente que hizo esto. Tus amigos. Los nacionalsocialistas.
– ¿Y tú qué sabes?
– No, en eso tienes razón, no lo sé. Para saberlo se necesita a un hombre como Adolf Hitler. Debería ser detective en este caso. Oye, no sería mala idea. Desde luego, prefiero que sea poli a que se convierta en el próximo canciller de Alemania. -Sonreí-.Y apuesto que tendría un índice de resolución muy superior al mío. ¿Quién mejor que él para resolver los crímenes de una ciudad, si es él quien instiga la mayoría?
– Dios, ojalá no te hubiera escuchado, Gunther. -Grund hablaba apretando los dientes. Debí actuar con más cautela al ver el color de su rostro en aquel instante. Al fin y al cabo era boxeador.
– Pues no me escuches -le dije-. Me vuelvo a Alex para decirles a los de Política que este caso es suyo. Tú quédate aquí a ver si encuentras mejores testigos que esos fabricantes de salchichas. No sé, quizá tengas suerte. A lo mejor ellos también son nazis. Desde luego, feos son un rato. ¿Quién sabe? Hasta puede que te den las descripciones de tres judíos ortodoxos.
Supongo que fue la mueca sarcástica lo que le hizo perder los estribos. Apenas alcancé a ver el puñetazo. Ni me di cuenta. Estaba sonriendo como Torquemada cuando, de repente, aparecí tumbado en el suelo de adoquines como una vaquilla, con la sensación de que me había partido un rayo. Con la vista algo nublada vislumbré a Grund, que estaba de pie sobre mí con los puños apretados, como Firpo mirando con desdén a Dempsey en el suelo, y me gritaba algo. Sus palabras sonaban tenues en mis oídos. Lo único que oía era un ruido agudo e intenso. Después Grund se largó, ahuyentado por un par de agentes, mientras su sargento se agachaba y me ayudaba a levantarme.
Se me despejó la cabeza y moví la mandíbula poco a poco. -El muy cabrón me ha zurrado -dije.
– Pues sí -dijo el poli, buscando mis ojos como un árbitro que duda si la pelea debe continuar-. Lo hemos visto todo, señor.
Por su tono supuse que daba por hecho que yo iba a tomar medidas disciplinarias contra Grund. Pegar a un agente superior era una infracción grave en el Kripo. Casi tan grave como pegar a un sospechoso.
– No, no han visto nada -dije, negando con la cabeza.
El poli era mayor que yo. Probablemente le faltaba poco para jubilarse. Tenía el pelo de color acero pulido y una cicatriz en el centro de la frente, una cicatriz como de bala.
– ¿Cómo dice, señor?
– Que no ha visto nada, sargento. Ninguno de ustedes ha visto nada. ¿Entendido?
– Si usted lo dice, señor -dijo el sargento después de reflexionar unos instantes.
Tenía sangre en la boca pero no había ningún corte. -No hay heridas -dije, y escupí en el suelo.
– ¿Qué pasó? -me preguntó.
– La política -dije-. La protagonista de todo lo que ocurre en Alemania últimamente. La dichosa política.
No volví directamente a Alex. Preferí pasarme antes por el apartamento de Kassner en Donhoff Platz, que no quedaba precisamente de camino, pues estaba en el extremo este de Leipziger Strasse. Paré en el lado norte de unos jardines ornamentales. Las estatuas de bronce de dos estadistas prusianos me miraban a través de un seto de ligustro. Un niño pequeño, de paseo con su madre, contemplaba las estatuas, acaso preguntándose quiénes eran. Yo me devanaba los sesos, pensando cómo habría llegado la dirección privada del doctor Kassner a la lista de nombres que me proporcionó Klein el Judío. Sabía que Kassner estaría aún en el hospital, así que no tenía idea de lo que pretendía averiguar. Pero soy así de optimista. No queda más remedio, para ser detective. Y a veces hay que hacer lo que dice el instinto.
Caminé hasta el portal negro lacado para echar un vistazo más de cerca. Había tres timbres. En uno ponía claramente Kassner. Junto a la puerta había dos macetas de hierro fundido con geranios. Toda la zona irradiaba respetabilidad. Llamé al timbre y esperé. Al cabo de unos instantes, oí una llave que giraba en la cerradura. De pronto se abrió el portal y apareció un joven veinteañero. Me quité el sobrero, inocentemente.
– ¿Doctor Kassner?
– No -respondió el joven-. No está.
– Me llamo Hoffmann -dije, alzando de nuevo el sombrero-. De Seguros de Vida Isar.
El joven asintió educadamente, pero no dijo nada.
Eché un vistazo rápido a los otros dos apellidos que figuraban junto a los timbres.
– ¿Herr Kortig?
– No.
– Herr Peters, ¿verdad?
– No. Soy amigo del doctor Kassner. Y, como le dije, no está en casa en este momento.
– ¿Cuándo cree que volverá el doctor, Herr…?
– Probablemente lo encontrará en el Hospital Estatal. En la Clínica Urológica.-El hombre sonrió como si esperase escandalizarme con este último dato-. Lo siento, tengo que irme. Llego tarde a una cita. ¿Me disculpa?
– Claro.
Me aparté y lo vi bajar los escalones del portal hacia la plaza. Era de estatura media, apuesto y moreno, con aire agitanado, pero pulcro y elegante. Vestía un traje liviano de color claro y camisa blanca sin corbata. Al pie de las escaleras entró en un Opel pequeño sin capota de color blanco con rayas azules. No había reparado en ese coche hasta ese momento. Tal vez estaba todavía un poco aturdido, pero, en cuanto arrancó el motor y se marchó, me di cuenta de que debía apuntar la matrícula. Sólo conseguí ver la M antes de que el coche doblase por la Jerusalemstrasse. Al menos sabía que el joven esquivo era de Munich.
Al cabo de una hora volví a mi mesa de trabajo. Vi a Heinrich Grund al otro lado de la sala de detectives. Me disponía a decirle que no le guardaba ningún rencor cuando Ernst, el Rollizo, se me acercó como un autobús que llega a la terminal. Llevaba un traje con chaleco de raya diplomática azul, de talla extragrande, y un puro humeante en la comisura de los labios. Retiró el cigarro y se oyó un ruido como de fuelles de un órgano eclesiástico. Un coro invisible de humo y café dulce, y acaso también algo más fuerte, descendió sobre mí como del Monte Sinaí y una voz de enfermedad pulmonar requirió mi atención.
– ¿Alguna novedad en ese crimen de la Feria de Ganado? -preguntó.
– Parece un asesinato político con agravantes -dije.
– ¿Con agravantes?
– Además la violaron.
Gennat hizo una mueca de desagrado.
– El subdirector quiere vernos. -Gennat nunca se refería a él con el nombre de Weiss Izzy. Ni siquiera lo llamaba Bernhard. Lo llamaba Weiss o el subdirector-. Ahora mismo.
– ¿De qué quiere hablar? -inquirí, preguntándome si Grund habría cometido la estupidez de confesar que había agredido a un agente de rango superior.
– Del caso Schwartz -dijo.
– ¿Algo en concreto?
Pero Gennat ya se había marchado arrastrando los pies como un pato, con la intención de que lo siguiera. Mientras caminaba detrás de él, pensé que Gennat tenía los pies más planos que había visto en un policía, lo cual no era de extrañar en vista de la masa que arrastraba. Debía de pesar al menos ciento cuarenta kilos. Caminaba con los brazos detrás, lo cual tampoco era raro, teniendo en cuenta que gran parte de su cuerpo iba por delante.
Subimos las escaleras y recorrimos un pasillo más silencioso, decorado con retratos de anteriores directores y subdirectores de la policía prusiana. Gennat llamó a la puerta de Izzy y la abrió sin esperar la respuesta. Entramos. La luz del sol entraba a raudales por los mugrientos ventanales de doble altura. Como de costumbre, Izzy estaba escribiendo. En el asiento empotrado bajo la ventana, como un gato bien calentito y con un leve olor a colonia, estaba Arthur Nebe.
– ¿Qué hace ése aquí? -mascullé, mientras me sentaba en una de las sillas de madera dura. Gennat se sentó en la silla de al lado, deseando que la suerte nos acompañase.
– Vamos, vamos, Bernie -dijo Izzy-. Arthur ha venido a ayudarnos.
– Acabo de llegar de la Feria de Ganado; Ha aparecido muerta una chica en uno de los rediles. Asesinada por los nazis, lo más probable, porque tenía carné de roja. Que aplique él sus formidables cualidades a este caso, si quiere. Pero no hay nada político en el asesinato de Anita Schwartz.
– Pensé que había quedado claro que sí es un crimen político -dijo Izzy, después de dejar la pluma y reclinarse en el respaldo.
– El que mató a Anita Schwartz era un chiflado, no un nazi -dije-. Aunque reconozco que no es nada raro que estas dos características sean concomitantes.
– Creo que el comisario Gunther ha expuesto mi tesis -dijo Nebe-. Con gran elocuencia, como de costumbre.
– ¿Qué tesis es ésa, comisario Nebe?
– Mire, Bernie -dijo Izzy-. Hay agentes en el General…
– Yo no soy del General-dije-. Soy del Oficial.
– … que cuestionan su imparcialidad -continuó-. Creen que su abierta hostilidad al Partido Nacionalsocialista y sus adeptos podría obstaculizar la resolución de este caso.
– ¿Quién ha dicho que soy hostil al nazismo?
– Vamos, Bernie -dijo Nebe-. ¿Después de la conferencia de prensa? Todo el mundo sabe que eres del Frente de Hierro.
– De la conferencia de prensa mejor ni hablar -dijo Gennat-. Menudo desastre.
– De acuerdo -dije-. Mejor ni hablar. Al fin y al cabo, ¿qué tiene que ver eso con mi capacidad para encontrar al asesino?
– Los padres de la chica muerta, Herr y Frau Schwartz, han declarado que usted los trató con agresividad y poca comprensión sólo por su orientación política -dijo Izzy-. Y alegan que usted se fía de ciertos rumores maliciosos referentes al carácter moral de la chica.
– ¿Quién ha dicho eso? Heinrich Grund, supongo.
– En realidad, hablaron conmigo -dijo Nebe.
– Era prostituta -le dije a Izzy-. Ocasional, es cierto, pero prostituta en cualquier caso. Llámenme anticuado, pero eso puede guardar relación con el móvil del asesinato. Como bien saben. Al fin y al cabo, han muerto asesinadas muchas prostitutas en esta ciudad. Y la mutilación genital es algo que nos hemos encontrado en varios casos de crímenes lascivos. Hasta Arthur lo reconocería, seguro. -Encendí un cigarrillo sin pedir permiso. No estaba de humor-. Pero si hablamos de política, les recuerdo, sobre todo a ti, Arthur, que no contraviene el código policial ser miembro del Frente de Hierro. Contraviene el código policial ser miembro del Partido Nazi o del KPD.
– Yo no soy del Partido Nazi -dijo Nebe-. Si Bernie se refiere a mi pertenencia a la Asociación Nacionalsocialista de Funcionarios, no tiene nada que ver. No hay que ser miembro de una cosa para serlo de la otra.
– Creo que nos estamos saliendo un poco del tema -dijo Izzy-. De lo que quería hablar con usted es de la posición de Herr Schwartz como miembro de la familia de Kurt Daluege. Se habla de Daluege como el posible futuro director de la policía. Por ese motivo queremos evitar que se incomode por este caso.
– Pensé que tenían que pasar unas elecciones para que eso fuese siquiera una posibilidad, señor -dije-. De hecho, contaba con ello. Y creo que mucha otra gente también. Usted incluido, si no me equivoco. Pero puede que en esto también sea muy anticuado. Tenía la impresión de que nuestro trabajo consistía en salvaguardar la República, no la reputación de matones como Daluege y Schwartz,
– No eres anticuado, Bernie -dijo Gennat-, pero quizá un poco ingenuo. Pase lo que pase en las elecciones de julio, este país tendrá que buscar algún tipo de acomodo con los nacionalsocialistas. Si no, no veo cómo se puede evitar la anarquía y el caos en Alemania.
– Sólo queremos lo mejor para la policía de Berlín -añadió Izzy-. Creo que todos contribuimos a ello. Y por el bien de la policía de Berlín este asunto debe tratarse con gran delicadeza. -Izzy hizo un gesto negativo con la cabeza-. Pero usted, Bernie, es muy poco delicado. No es nada diplomático. No se anda con pies de plomo.
– ¿Quiere apartarme del caso, verdad? -pregunté.
– Nadie quiere apartarte del caso, Bernie -dijo Gennat-. Eres uno de los mejores detectives que tenemos. Bien lo sé yo, que al fin y al cabo te formé.
– Pero creemos que será útil incluir a Arthur en el equipo -dijo Izzy-, para que se ocupe de los aspectos más finos de las relaciones públicas.
– ¿Quiere decir que se ocupará de hablar con cabrones como Otto Schwartz y su esposa? -dije.
– Exacto -dijo Izzy-. No podría haberlo dicho mejor.
– Bueno, agradecería cualquier ayuda en ese aspecto -dije, sonriendo a Nebe-. Supongo que tendré que esforzarme para ocultar mis prejuicios cuando hable contigo, Arthur.
– Como los dos estamos del mismo bando… -dijo Nebe con su astuta sonrisa. Parecía imposible provocarle.
– Sí, claro -murmuré.
– Si no te importa, podrías contarnos lo que has descubierto hasta ahora.
No les conté todo, pero casi. Les conté lo de la autopsia y la pastilla de Protonsil y los quinientos marcos y que Anita Schwartz hacía la calle y que empezaba a sospechar que su asesino más probable era un putero que tenía sífilis y quería ajustar cuentas con una puta y probablemente escogió a Anita Schwartz porque su discapacidad la convertía en víctima fácil, y que, en cuanto hablase con el doctor Kassner en la Clínica Urológica del Hospital Estatal, podría obtener una lista de posibles sospechosos. No mencioné que ya la tenía. Y desde luego no mencioné lo que había descubierto sobre Joey el Cojo.
– No conseguirás sonsacarle nada a un médico -dijo Gennat-, ni siquiera con una orden judicial. Se escudará en ese gordo privilegio de la confidencialidad entre médico y paciente y te dirá que te vayas a tomar por culo. -Esto sonó muy bien en boca de un hombre cuyo grueso trasero habría sido la envidia de un acorazado de bolsillo-. Y estará en su derecho. Como sin duda sabrás.
– Normalmente estaría de acuerdo con usted, señor -dije, mientras me levantaba y me inclinaba con una leve reverencia-. Pero creo que olvida una cosa.
– ¿Ah, sí? ¿Y qué es?
– Creo que olvida que Arthur no es el único policía de Alex que puede hacerse pasar por un puñetero príncipe azul. Yo también. Al menos, si la causa lo merece.
Llamé a la Clínica Urológica para averiguar a qué hora cerraban y me dijeron que a las cinco de la tarde. A las cuatro y media llené un termo y me desplacé en coche a la casa de Kassner en Donhoff Platz. Al llegar, apagué el motor, me serví un café y me puse a leer la prensa que había comprado en Reichskanzlerplatz. Eran del día anterior, pero no importaba gran cosa. En Berlín las noticias eran siempre iguales. Investidura de cancilleres alemanes. Derrocamiento de cancilleres alemanes. Y, entretanto, seguían engrosándose las filas del paro. Y Hitler recorría el país en su Mercedes-Benz diciéndole a la gente que él era la solución de todos los problemas. Comprendo a las personas que creyeron en él. La mayor parte de los alemanes sólo querían forjarse una esperanza de futuro. Conseguir un empleo. Tener un banco solvente. Un gobierno eficaz. Buenas escuelas. Calles seguras. Buenos hospitales. Unos cuantos polis honestos.
A las seis y media apareció el doctor Kassner en un flamante Horch negro. Salí del coche y lo seguí hasta el portal. Al reconocer mi cara sonrió, pero la alegría desapareció de su cara al ver mi traje barato y mi placa del Kripo en la mano.
– Comisario Gunther -dije-. De la jefatura de Alex.
– ¿Así que no es el doctor Duisberg del Sindicato de la Industria Colorante?
– No, señor. Soy detective de homicidios. Estoy investigando el asesinato de Anita Schwartz.
– Me pareció muy joven para estar en el consejo de administración de una compañía tan importante. Bueno, será mejor que entre, supongo.
Subimos a su apartamento. Era un lugar moderno. Mucho nogal blanqueado, piel de color crema y bronces de señoras desnudas de puntillas. Abrió un mueble bar tan grande como un sarcófago y se sirvió una copa. No me ofreció ninguna. Los dos sabíamos que no me la merecía. Se sentó y dejó la copa en un posavasos de madera festoneado, en una mesita de café festoneada. Cruzó las piernas y, sin mediar palabra, me invitó a que tomase asiento.
– Bonita casa -dije, mintiendo-. ¿Vive solo?
– Sí. ¿A qué viene todo esto, comisario?
– Hace unos días apareció muerta una chica en el parque de Friedrichschain. La asesinaron.
– Sí, leí la noticia en el Tempo. Fue algo espantoso. Pero no veo…
– Encontré una de sus píldoras de Protonsil cerca del cadáver.
– Ah, entiendo. Y cree que alguno de mis pacientes podría ser el presunto asesino.
– Es una posibilidad que quisiera explorar, señor.
– Podría ser una mera coincidencia. Se le podría haber caído la pastilla a alguno de mis pacientes que hubiera salido a pie de la clínica varias horas antes de que apareciese el cadáver.
– Eso no cuela. La pastilla no llevaba mucho tiempo allí. Había llovido por la tarde. Las pastilla apareció en perfectas condiciones. y aparte está la chica. Era una prostituta juvenil.
– Señor, qué escándalo.
– Una teoría que estoy investigando es que el asesino podría haber contraído una enfermedad venérea a través de una prostituta.
– Lo cual le dio motivos para matar a alguna. ¿Es eso?
– Es una posibilidad que quisiera explorar.
– ¿Ya qué viene la estúpida pantomima de.la clínica? -preguntó Kassner pensativo, después de beber un sorbo.
– Quería ver la lista de los pacientes que trata con Protonsil.
– ¿No podía habérmelo pedido legítimamente?
– Sí, pero entonces no me la hubiera enseñado.
– Así es, en efecto. Habría sido poco ético. -Sonrió-. ¿Y usted qué es, un memorión o qué? ¿Esperaba recordar todos los nombres de la lista?
– Algo así. -Me encogí de hombros.
– Pero había bastantes más nombres de los que podía retener. Por eso ha venido aquí. Ya mi casa, en lugar de la clínica, porque esperaba que así fuera más fácil que yo olvidase mi deber de confidencialidad entre médico y paciente.
– Sí, algo así.
– Mi principal deber, comisario, es para con mis pacientes.
Algunos están gravemente enfermos. Suponga por un instante que le revelo sus identidades. Y suponga que después interroga a alguno. O a todos. Pensarían que hemos traicionado su confianza. No volverían a la clínica para completar el tratamiento. En cuyo caso seguirían infectando a la gente por ahí. Etcétera, etcétera. -Se encogió de hombros-. ¿Entiende lo que quiero decir? Lamento que haya habido un asesinato. Pero debo tener en cuenta el panorama general.
– Éste es mi panorama general, doctor Kassner. La persona que mató a Anita Schwartz es un psicópata. La mutiló de una forma espantosa. Las personas que matan así suelen reincidir. Quiero encontrar a este maníaco antes de que eso ocurra. ¿Está preparado para que recaiga sobre sus hombros el cargo de conciencia de otro crimen?
– Lo que dice es muy sensato, comisario. Es un dilema, ¿no le parece? Lo mejor sería llevar el caso al Comité Prusiano de Ética Médica y que ellos decidan.
– ¿Cuánto tiempo llevaría ese proceso?
– Una o dos semanas -respondió Kassner con la mirada imprecisa-. Quizá un mes.
– ¿Y qué cree que decidirían?
– No me gusta anticiparme a las resoluciones del comité -dijo Kassner con un suspiro-. Seguro que ocurre lo mismo en la policía. Hay que observar el debido procedimiento. Aunque no parece que usted lo haya respetado mucho. Me pregunto qué pensarían sus superiores si supieran cómo me ha tratado. No obstante, supongamos que el comité rechaza su solicitud. Es una posibilidad realista, creo yo. ¿Qué haría entonces? Supongo que intentaría interrogar a todas las personas que entrasen en la clínica. Debe tener en cuenta que las que se someten a las pruebas clínicas sólo son un pequeño porcentaje. La gran mayoría de mis pacientes, y me refiero a la gran mayoría, comisario, sigue tratándose con Neosalvarsan. ¿Y qué ocurriría entonces? Espantaría a la gente, claro, y tendríamos una epidemia de enfermedades venéreas en Berlín. Tal como están las cosas ahora, apenas logramos controlar la enfermedad. Hay decenas de miles de personas que padecen sífilis en esta ciudad. No, comisario, lo que le sugeriría es que siguiese otra línea de investigación. Sí, señor, creo que sería lo mejor para todos los implicados.
– No le falta razón, doctor -le dije.
– Me alegra que lo piense.
– Sin embargo, cuando estuve en su despacho, reparé en que una de las direcciones de su lista de pacientes tratados con Protonsil era precisamente su domicilio. Tal vez quiera hacer algún comentario al respecto.
– Ya, muy agudo, comisario. Supongo que cree que eso me convierte en sospechoso.
– Es una posibilidad que no puedo pasar por alto, señor.
– No, claro. -Kassner se acabó la copa y se levantó para servirse otra, pero yo no figuraba todavía en la lista de personas a las que quería invitar-. Bueno, pues le diré lo siguiente. No es extraño que los médicos se infecten deliberadamente de una enfermedad que intentan curar. -Volvió a sentarse, eructó discretamente detrás de la copa y luego brindó conmigo en silencio.
– ¿Es ése su caso, doctor? ¿Se infectó deliberadamente de una enfermedad venérea para probar el Protonsil en su cuerpo?
– Eso es exactamente lo que digo. A veces no basta con probar los efectos secundarios de un fármaco en otras personas. Los demás son menos capaces de describir todos los efectos de un fármaco en el cuerpo humano. Como creo que le dije cuando nos conocimos, es bastante difícil hacer un seguimiento de los pacientes en estos casos. A veces el único paciente en quien se puede confiar es uno mismo. Lamento que me considere sospechoso, pero le aseguro que no he asesinado a nadie. Da la casualidad de que creo que tengo una coartada el día y la noche de la muerte de la chica.
– Me encantaría oírla.
– Asistí a un congreso de urología en Hanover.
– ¿Le importa? -pregunté después de sacar mis cigarrillos.
Negó con la cabeza y dio un sorbo a la copa. El alcohol le recorría las tripas cantarinas.
– Quisiera sugerirle algo, doctor. Algo que podría ayudarnos en esta investigación. Algo que podría hacer voluntariamente sin vulnerar su sentido de la ética.
– Si está en mi mano…
Encendí el cigarrillo y me incliné hacia delante para estar al alcance del cenicero festoneado.
– ¿Tiene formación psiquiátrica, señor?
– Algo sí. De hecho, estudié medicina en Viena y asistí a varias clases de psiquiatría. Incluso pensé en dedicarme al campo de la psicoterapia.
– Si no tiene inconveniente, me gustaría que revisase los apuntes de sus pacientes. Para ver si alguno coincide con el perfil de un posible asesino.
– ¿Y en el supuesto de que alguno coincida? ¿Entonces, qué?
– Podríamos comentar el asunto. Y a lo mejor descubrimos alguna vía aceptable para los dos.
– Muy bien. Le aseguro que no deseo que este hombre vuelva a matar. Yo también tengo una hija.
Eché un vistazo por el apartamento.
– Vive con su madre, en Baviera. Estamos divorciados.
– Lo siento.
– No pasa nada.
– ¿Y el hombre que estaba aquí cuando vine por la mañana?
– Ah, se refiere a Beppo. Es amigo de mi esposa y vino a llevarse algunas cosas de ella en el coche. Es estudiante en Munich -Kassner bostezó-. Lo siento, comisario, pero ha sido un día muy largo. ¿Hay algo más? Me gustaría darme un baño. No se imagina las ganas que tengo de darme un baño después de un día en la clínica. Bueno, puede que sí se lo imagine.
– Sí, señor, me lo figuro.
Nos despedimos, de forma más o menos cordial, pero me preguntaba cuán cordial habría sido Kassner si yo hubiera mencionado a Joey Goebbels. No había nada en el apartamento que indicase la afinidad nazi de Kassner. Sin embargo, no me imaginaba que Goebbels corriese el riesgo de tratarse con alguien que no fuese un miembro de confianza del partido nazi. Joey no era de esas personas que confían en la ética y la deontología profesional.
Lamentablemente, nada sugería tampoco que el líder del partido nazi en Berlín fuese un asesino psicópata. Una cosa era la sífilis y otra muy distinta el asesinato y la mutilación de una niña de quince años.