CAPITULO 11

BUENOS AIRES. 1950

Era la hora de comer y el café del Hotel Richmond estaba atestado de porteños famélicos. Bajé al sótano, encontré una mesa vacía y coloqué las piezas en un tablero de ajedrez. Pretendía jugar una partida solitaria, sin ningún otro contrincante. Supuse que así tendría más oportunidades de ganar. Además, necesitaba despejarme la cabeza después de escuchar las batallitas y los crímenes de guerra de los viejos nazis, que empezaban a deprimirme.

Intenté no mirarla, pero era casi imposible. Era asombrosamente guapa. Los ojos la seguían como vacas trotando detrás de una lechera. Me costaba mucho no mirarla, sobre todo porque no me quitaba el ojo de encima. Pero no me hice ilusiones. Calculé que por mi edad podía ser su padre. Tenía que haber algún error. Era alta y delgada con una melena negra y rizada espectacular. Sus ojos tenían la forma y el color de las almendras recubiertas de chocolate. Vestía una chaqueta entallada de tweed, ceñida en la cintura, y una falda larga de tubo a juego. Su figura era perfecta para los que las prefieren con complexión de purasangres. Casualmente era mi caso.

Se acercó hasta mi mesa, perforando con los altos tacones la madera pulida del sótano del Richmond como el lento tictac de un reloj de pared. El perfume caro llegó hasta mis pituitarias. Fue un cambio agradable después del olor a café y cigarrillos y mi dispéptica mediana edad.

En cuanto empezó a hablar conmigo, supe que no me había confundido con otro. Hablaba castellano. Eso me gustó. Significaba que tenía que prestar especial atención a sus labios y a la pequeña lengua rosácea que se apoyaba en sus dientes de yeso.

– Perdone que le interrumpa la partida, señor -me dijo-. ¿Pero es usted Carlos Hausner, por casualidad?

– Sí.

– ¿Puedo sentarme y hablar con usted un momento?

Eché un vistazo a mi alrededor. A tres mesas de distancia, Melville, el escocés bajito, jugaba al ajedrez con un hombre cuyo rostro de cuero marrón parecía curtido a caballo. Dos porteños más jóvenes, con botas de tacón cubano y cinturones con hebilla de plata, estaban enzarzados en una partida de billar bastante vigorosa. Ponían tal vitalidad en las estruendosas tacadas como Furtwrangler al frente de la Kaim Orchestra. Las miradas se concentraban en sus respectivos juegos, pero los oídos y la atención, según las tradiciones firmemente masculinas del Richmond, se fijaban en nosotros.

– Mi adversario -dije, negando con la cabeza-, el Hombre Invisible, se irrita un poco cuando alguien se le sienta en las rodillas. Será mejor que subamos.

La dejé pasar delante. Era el gesto cortés pertinente, pero además me daba la oportunidad de examinar las costuras de sus medias. Eran rectas, como diseñadas con teodolito. Por suerte sus piernas no eran así. Tenían mejores curvas que la Mille Miglia y probablemente no menos difíciles de sortear. Cuando uno se toma un café con la mujer más guapa que se ha topado en varios meses, hay cosas mejores que hacer que beberse el café. Me cogió un cigarrillo y se lo encendí. Fue otra excusa para prestar atención a su gran boca sensual. A veces creo que por eso los hombres inventaron el acto de fumar.

– Me llamo Anna Yagubsky -me dijo-. Vivo con mis padres en Belgrano. Mi padre era músico en la orquesta del Teatro Colón. Mi madre vende cerámica inglesa en una tienda de Bartolomé Mitre. Los dos son inmigrantes rusos. Llegaron aquí antes de la Revolución, escapando del zar y sus pogromos.

– ¿Habla ruso, Anna?

– Sí, con soltura. ¿Por qué?

– Porque yo hablo mejor ruso que español.

Sonrió tímidamente y nos pasamos al ruso.

– Soy letrado -explicó-. Trabajo en una oficina junto a los juzgados de la calle Talcahuano. Una persona, un amigo mío de la policía, da igual cómo se llame, me habló de usted, señor Hausner. Me dijo que antes de la guerra usted era un famoso detective en Berlín.

– Es cierto. -No me pareció muy ventajoso llevarle la contraria. Nada ventajoso. Tenía interés en que me viese con buenos ojos, máxime cuando ni yo mismo me veía con buenos ojos cada vez que me miraba en el espejo. Y no me refiero sólo a mi aspecto físico. Todavía no había perdido el pelo. Y no era todo canas. Pero mi cara ya no era la de antes y mi barriga era mucho más grande que nunca. Cuando me despertaba por las mañanas estaba tieso, pero justo donde no debía ni por los motivos más deseables. Y tenía cáncer de tiroides. Aparte de eso, estaba hecho un dandi estupendo.

– Que era un famoso detective y que ahora trabaja para la policía secreta.

– No sería buen policía secreto si reconociese que eso es cierto, ¿verdad?

– No, supongo que no -dijo la mujer-. De todos modos, trabaja allí, ¿verdad?

Desplegué mi sonrisa más enigmática, la que no mostraba mi dentadura.

– ¿Qué puedo hacer por usted, señorita Yagubsky?

– Por favor, Ilámeme Anna, Por si no lo ha adivinado todavía, soy judía. Es una parte importante de mi vida.

– Ya me lo figuré cuando mencionó los pogromos.

– Mis tíos se trasladaron de Rusia a Alemania. Lograron sobrevivir a la guerra y vinieron a Sudamérica en 1945. Pero los judíos no eran bienvenidos en Argentina, a pesar de que ya había muchos que residían aquí. Mire, éste es un país fascista y antisemítico. Y hasta hace muy poco existía una directiva secreta del gobierno llamada Directiva 11 que denegaba visados de entrada a todos los judíos, incluso a los que ya tenían familia aquí, como mis tíos. Pero, como muchos otros judíos que querían vivir aquí, lograron entrar en Paraguay. Y desde allí, al final, lograron pasar la frontera y entrar ilegalmente en el país. Durante un tiempo vivieron discretamente en una pequeña ciudad llamada Colón, en la provincia de Entre Ríos, al norte de Buenos Aires. De vez en cuando mi padre se acercaba por allí a verlos y les llevaba dinero, ropa, comida, todo lo que podía conseguir. Y ellos esperaban una oportunidad para trasladarse a Buenos Aires.

»Un día, hace tres años, desaparecieron. Mi padre fue a Colón y no estaban. Los vecinos ignoraban su paradero o, si lo sabían, se lo ocultaron. Y, como eran ilegales, mi padre no podía preguntar por ellos en la policía. Desde entonces no hemos vuelto a saber nada de mis tíos. Nada de nada. Por motivos evidentes, mis padres son reacios a investigar lo que ha pasado, para no meterse en líos. Aunque se haya suspendido la Directiva, este país sigue siendo una dictadura militar y a veces detienen y encarcelan a la gente, a la gente de la oposición, y no se la vuelve a ver nunca más. Así que no tenemos idea de si mis tíos están vivos o muertos. Lo que sabemos es que no son los únicos judíos ilegales que han desaparecido. Me han dicho que otras dos familias judías han perdido a sus parientes en Argentina, pero nadie sabe nada con seguridad. -Se encogió de hombros-. Luego me hablaron de usted. Me dijeron que investigó casos de desapariciones en Alemania antes de la guerra. Y bueno, me parecía más que probable que algunas de esas personas desaparecidas fuesen también judías. Y pensé que usted podría ayudarnos. No le pido mucho. En su posición puede enterarse de algo. Algo que arroje luz sobre lo que les ocurrió.

– ¿No pueden contratar a un detective privado? -sugerí-. O a un policía jubilado, quizá.

– Ya lo intentamos -dijo-. Los policías no son muy honrados, señor Hausner. Nos robaron todos nuestros ahorros y no nos dijeron nada.

– Me gustaría ayudarla, señorita. -Hice un gesto de contrariedad-. Pero no sé qué puedo hacer. La verdad es que no lo sé. No sabría por dónde empezar. No conozco mucho este país, todavía estoy aprendiendo la lengua. Estoy intentando asentarme e integrarme aquí. Sería un despilfarro de dinero para usted. De verdad.

– Tal vez no me he explicado bien. No le estoy ofreciendo ninguna remuneración, señor. El poco dinero que me sobra es para el sustento de mis padres. Mi padre ya no toca mucho. Antes daba clases de música pero no tiene la paciencia necesaria. Mi madre trabaja como dependienta en una tienda. No le pagan bien. Lo cierto es que esperaba que me ayudase por su buen corazón.

– Entiendo.

Nunca me había visto en una situación así. Me pedían que trabajase a cambio de nada. En una situación normal, la habría mandado a paseo. Pero ella no era una persona normal. Entre las muchas cosas que admiraba en ella, ahora tenía que añadir su desparpajo. Sin embargo, parecía que no había acabado de contarme lo que estaba dispuesta a ofrecerme en vez de dinero. Se sonrojó un poco cuando me dijo lo que era.

– Me imagino que le costará bastante asentarse y construir una nueva vida en este país-me dijo-. Lleva tiempo adaptarse. Hacer nuevos amigos. Como comprenderá, por ser hija de inmigrantes comprendo las dificultades que se le plantean. -Respiró profundamente-. De todos modos, estaba pensando que, como no puedo pagarle, tal vez… tal vez pueda ser su amiga.

– Caramba, esto sí que es bueno -dije.

– No me malinterprete. No estoy sugiriendo otra cosa. No, pensaba que podríamos salir al teatro, por ejemplo. Podría enseñarle la ciudad, presentarle a algunas personas. De vez en cuando podría invitarle a cenar. La verdad es que soy muy buena compañía.

– No lo dudo.

– En cierto sentido, nos ayudaríamos mutuamente.

– Sí, ya veo por qué lo dice.

Si no hubiera sido tan guapa, es posible que no hubiera aceptado. También hay que tener en cuenta que era judía. No me había olvidado de la Ucrania de 1941. Y la culpa que sentía respecto del pueblo judío. No quería ayudar a Anna Yagubsky, pero de alguna manera sentía que era mi deber.

– De acuerdo, la ayudaré. -Tartamudeando un poco, añadí-: Es decir, haré lo que esté en mi mano. No le prometo nada, como comprenderá. Pero intentaré ayudarla. Me bastaría con alguna comida casera de vez en cuando.

– Amigos -dijo la chica, y nos dimos la mano.

– En realidad, es usted la primera amiga que hago desde que llegué a este país. Además, me gustaría hacer algo noble, por una vez.

– ¿Oh? ¿Por qué lo dice? Tengo curiosidad.

– Pues será mejor que no la tenga. No nos conviene a ninguno de los dos.

– Lo que dice me hace pensar que quiere hacer algo noble para expiar algo que hizo. Algo no tan noble, quizá.

– Mi trabajo es así. De todos modos, debo advertirle algo: no me pregunte nunca por ello. Es una de mis condiciones, Anna. No me pregunte nunca por ello. ¿De acuerdo?

Asintió.

– ¿Me lo promete? -insistí.

– Sí, se lo prometo.

– De acuerdo. Y dígame: ¿cómo me encontró?

– Ya se lo dije. Tengo un amigo en la policía. De hecho, es el mismo poli cabrito que nos robó todos nuestros ahorros, pero se siente culpable por ello y quiere ayudarme. Por desgracia se ha gastado todo el dinero. En el juego. Fue él quien me dijo que usted estaba en el país. No era muy difícil, creo. Está en su misma cédula. Sólo tuve que buscar. Fui a su hotel y lo seguí hasta aquí.

– Cuanto menos sepa ese poli sobre lo que hago, mejor, en lo que a mí respecta.

Asintió y bebió un sorbo de café.

– ¿Cómo se apellidan sus tíos? -pregunté.

– Yagubsky, igual que yo. -Rebuscó en su bolso, sacó la cartera y me entregó una tarjeta de visita-. Aquí tiene. Se escribe así. Se llaman Esther y Roman Yagubsky. Roman es hermano gemelo de mi padre.

– ¿Hace tres años que desaparecieron, dice? -pregunté mientras me guardaba la tarjeta.

Asintió.

Encendí un cigarrillo y suspiré con pesimismo.

– Tres años es mucho tiempo para un caso de desaparición. En tres meses se puede encontrar alguna pista. Pero al cabo de tres años… ¿No han sabido nada en absoluto? ¿No han recibido ni una postal?

– Nada. Fuimos a la embajada israelí a averiguar si habían emigrado a Israel, pero allí tampoco había ni rastro de ellos.

– ¿Quiere que le diga lo que pienso? ¿Con sinceridad?

– Si cree que lo más probable es que estén muertos, estoy de acuerdo con usted. No soy tonta, señor Hausner. Y me huelo lo peor. Pero mi padre es bastante mayor ya. Y es hermano gemelo de mi tío. Por si no lo sabe, los gemelos tienen percepciones extrañas. Mi padre dice que siente que Roman sigue en Argentina. Y quiere asegurarse, eso es todo. ¿Es mucho pedir?

– Quizá. Pero no hay nada seguro en este trabajo. Será mejor que lo asuma cuanto antes. No hay nada seguro.

– Excepto la muerte -replicó-. Es lo más seguro que existe, ¿verdad?

– Se podría pensar que sí. Sin embargo, lo que quería decir es que la verdad raras veces es verdad, y que las cosas que uno cree que son falsas a menudo resultan no ser falsas. Comprendo que esto resulta confuso y eso es lo que pretendo, porque mi trabajo es así. Aunque no es que me guste especialmente dedicarme a esto. Ya no me gusta. Pensé que me había librado del sucio proceso de hacer preguntas para las que no obtengo respuestas sinceras. Y que ya no tendría que jugarme el pellejo sólo porque alguien me pide que busque a su perro desaparecido, cuando en realidad han perdido al gato del vecino. Pensé que me había librado de eso, pero no. Y, cuando digo que no hay nada seguro en este trabajo, lo digo porque, en general, digo exactamente lo que quiero decir. Y tengo razón, porque sucederá que había algo que usted no me dijo y debería haberme dicho Y habría aclarado las cosas desde el principio. Así que nada es seguro, Anna. Nada es seguro cuando hay personas implicadas. Nada es seguro cuando me vienen con sus problemas y me piden ayuda. Sobre todo en esos casos. Lo he visto más de cien veces, cielo. Nada es seguro. No, ni siquiera la muerte, cuando resulta que el muerto está vivo y coleando en Buenos Aires. Créame, sé lo que me digo. Si los muertos que andan por esta ciudad murieran de repente, las funerarias no darían abasto con el aluvión de trabajo repentino.

Volvió a sonrojarse. Resopló. El isósceles de músculos comprendidos entre el mentón y la clavícula se tensó como algo metálico. Si hubiera tenido una varita a mano, habría podido utilizarla para tocar la parte del triángulo en el coro nupcial de Lohengrin.

– . ¿Cree que miento?-Empezó a recoger sus guantes y el bolso -con gran indignación-. ¿Quiere decir que soy una mentirosa?

– ¿Lo es?

– Y yo que pensaba que íbamos a ser amigos -me dijo, mientras sus muslos impulsaban hacia atrás la silla debajo del trasero.

Le agarré la muñeca.

– Qué susceptible es usted -dije-. Sólo le estaba soltando el sermón que le echo a mis clientes. El que suelto cuando no tengo ningún interés en el caso. Es algo más lento que un tirón de orejas o una promesa con la mano sobre la Biblia, pero, en definitiva, me ahorra mucho tiempo. De esa manera, si al final resulta que me ha mentido, no me lo echará en cara cuando le caliente los mofletes.

– ¿Siempre es así de cínico? ¿O sólo conmigo? -Su trasero permanecía por el momento en la silla.

– Nunca soy cínico, Anna, excepto cuando me cuestiono la sinceridad de las motivaciones humanas.

– Me pregunto qué le ha ocurrido, señor Hausner. En su historia personal debe de haber algo que le ha llevado a ser así.

– ¿Mi historia personal? -Sonreí-. Lo dice como si se hubiera acabado. Pues no. De hecho, ni siquiera es historia. Todavía no. Y ya le he dicho que no se le ocurra preguntarme por ello, cielo.

Como a fin de cuentas era una especie de espía, enseguida colegí que lo que más necesitaba era la ayuda de otro espía. Y sólo había una persona en la que pudiera confiar, o casi, en toda Argentina, y era Pedro Geller, el que viajó en el barco desde Génova con Eichmann y conmigo. Trabajaba en la constructora Capri en Tucumán y, dado que la mitad de los ex miembros de las SS residentes en el país también trabajaban en Capri, recabar su ayuda me parecía un modo de matar dos pájaros de un tiro. El único problema era que Tucumán estaba a más de mil kilómetros de Buenos Aires hacia el norte. De modo que, un par de días después de mi encuentro con Anna Yagubsky, cogí la Línea Mitre desde la estación ferroviaria de Retiro. El tren, que pasaba por Córdoba y terminaba en La Paz, en Bolivia, era bastante cómodo en primera. Pero el viaje duraba veintitrés horas, así que seguí el consejo del coronel Montalbán y me pertreché de libros y periódicos y abundante comida, bebida y tabaco. Dado que el tiempo en Tucumán probablemente sería más cálido que en Buenos Aires y gran parte del viaje discurriría por territorios de mayor altitud, el médico también me había recetado unos tranquilizantes por si la tiroides me dificultaba la respiración. Hasta el momento había tenido suerte. La única vez que tuve dificultades para respirar fue cuando Anna Yagubsky se acercó a hablar conmigo.

Se estropeó la calefacción del tren al salir de Retiro, de modo que pasé frío durante gran parte del viaje. Demasiado frío para conciliar el sueño. Al llegar a Tucumán, estaba agotado. Me registré en el Hotel Coventry y me fui directo a la cama. Dormí doce horas seguidas, cosa que no hacía desde antes de la guerra.

Tucumán era la ciudad más poblada del norte, con unos doscientos mil habitantes. Estaba situada en una llanura frente a los montes espectaculares de la Sierra de Aconquija. Tenía infinidad de edificios de estilo colonial, un par de parques bonitos, un palacio gubernamental, una catedral y una estatua de la libertad. Pero no era Nueva York. En el aire de Tucumán predominaba un olor a mierda de caballo. Tucumán no era un pueblucho de poca monta, pero apestaba a mierda de caballo. Hasta el jabón del baño del hotel olía a lo mismo.

Pedro Geller trabajaba en el departamento técnico de Capri en Cadillal, un pueblo situado a unos treinta kilómetros de Tucumán, pero nos encontramos en la ciudad, en la oficina principal de la compañía, sita en río Potrero. Dada la naturaleza de mi misión, no permanecimos mucho tiempo allí. Le pedí que me dejase invitarle a comer en el mejor restaurante que conociese y fuimos al Hotel Plaza, cerca de la catedral. Tomé nota del sitio y decidí alojarme ahí, en lugar del Coventry, si alguna vez tenía la suerte de volver a Tucumán.

Geller, al que conocía más como Herbert Kuhlmann, había sido capitán de una división Panzer de las SS a los veintiséis años de edad. Durante la batalla por la conquista de Francia en 1947, su unidad ejecutó a treinta y seis canadienses capturados. El oficial al mando ahora cumplía pena de muerte en una cárcel canadiense, de modo que Geller, por miedo a una detención y una sentencia similar, tomó la sabia decisión de huir a Sudamérica. Tenía muy buena cara, estaba moreno, daba la sensación de que disfrutaba con su nueva vida.

– La verdad es que el trabajo es bastante interesante -me explicó, con una cerveza alemana delante-. El río Dulce tiene un curso de casi quinientos kilómetros por la provincia de Córdoba y estamos construyendo una presa allí. La presa de Los Quiroga. Cuando la acabemos será bastante espectacular, Bernie. Tiene trescientos metros de largo, cincuenta metros de alto y treinta y dos compuertas. Por supuesto, no todo el mundo se alegra de que la construyamos, como suele suceder. Muchas granjas y pueblos locales desaparecerán para siempre bajo millones de litros de agua, pero la presa va a abastecer de agua y energía hidroeléctrica a toda la provincia.

– ¿Qué tal está nuestro amigo más famoso?

– ¿Ricardo? Está harto de esto. Vive con una joven campesina en un pueblecito de montaña llamado La Cacha, a unos cien kilómetros de aquí, hacia el sur. Sólo viene a Tucumán si es imprescindible. No me extraña que le dé miedo airear su cara por ahí. Los dos trabajamos para un viejo camarada, claro. Los hay por todas partes en Tucumán. Es un profesor austríaco, se llama Pelkhofer, Armin Pelkhofer. Es ingeniero hidráulico. Ricardo y él se conocen desde la guerra, cuando se llamaba Armin Schoklitsch, pero no tengo idea de lo que hizo por aquel entonces o qué le trajo aquí.

– Nada bueno -dije-, si conocía a Ricardo.

– Seguro. Total, nosotros nos encargamos de hacer peritajes en la cuenca fluvial para el profesor. Análisis hidrológicos y ese tipo de cosas. No es nada del otro mundo, pero me permite estar al aire libre mucho rato, lo cual es agradable después de haber estado tantos meses metido en desvanes y sótanos. Echaré de menos esto. ¿Sabes? Dentro de seis meses me transfieren al departamento de personal de Capri en Buenos Aires.

Almorzamos. La carne estaba buena. Se comía bien en Argentina, siempre que fuera carne.

– ¿Y tú, Bernie? ¿Qué te trae por aquí, tan al norte?

– Trabajo en la policía. Supuestamente debo inspeccionar a los viejos camaradas. Y decidir si son o no dignos de obtener el certificado de buena conducta que se necesita para solicitar un pasaporte argentino. El tuyo ya está concedido.

– Gracias, muchas gracias.

– No hay de qué. A decir verdad, es una tapadera para poder interrogar a nuestros camaradas y hacerles preguntas un tanto incómodas. Como qué hizo usted en la guerra. A los argentinos les preocupa conceder un pasaporte a algún psicópata asesino en serie y que se enteren los americanos y armen un escándalo internacional.

– Entiendo. Es un asunto peliagudo.

– Pensé que podrías ayudarme, Herbert. Al fin y al cabo, huelga decir que Capri, la Compañía Argentina para Proyectos y Realizaciones Industriales, es la empresa que da empleo a más ex miembros de las SS en el país.

– Claro que puedo ayudarte -dijo Geller-. Eres mi único amigo en este país, Bernie. Bueno, tú y una chica que conocí en Buenos Aires.

– Qué suerte, muchacho. Aparte de Ricardo, ¿a quién más te has encontrado por aquí que sea lo peor de lo peor?

– Ya entiendo. Un capullo que dé mala fama a los demás capullos como nosotros, ¿eh?

– Exacto, ésa es la idea.

– Veamos. Está Erwin Fleiss. Buena pieza. De Innsbruck. Soltó un chiste de muy mal gusto sobre un pogromo judío que se organizó aquí en 1938. Tenemos un par de gauleiters, uno de Brunswick y el otro de Estiria. Un general de la Luftwaffellamado Kramer, y otro colega que formaba parte de la escolta de Hitler. Desde luego hay muchos más en la sede central de Buenos Aires. Probablemente pueda averiguar muchas cosas sobre ellos cuando trabaje allí, pero, como te digo, todavía falta un tiempo. -Frunció el ceño-. ¿Y quién más? Pues está también Wolf Probst. Sí, es un tipo despiadado, creo. A ése convendría echarle un ojo.

– En concreto busco a un hombre que pueda haber vuelto a asesinar después de su llegada a Argentina.

– Entiendo. Nada mejor que un ladrón para atrapar a otro ladrón, ¿no?

– Algo así -dije-. El tipo de hombre que busco es alguien que probablemente disfruta con la crueldad y se divierte matando.

– No me viene ninguno a la mente -dijo Geller-. Lo siento. O sea, Ricardo es un cabrón, pero no un psicópata. No sé si me entiendes. Mira, ¿por qué no le preguntas a él? Habrá estado en campos de exterminio y habrá visto cosas horribles. Habrá conocido a gente horrible. Probablemente los mismos tipos que buscas.

– No sé -dije.

– ¿No sabes qué?

– Si colaborará.

– Un pasaporte es un pasaporte. Los dos sabemos lo que vale después de haber estado mordiéndonos las uñas en un sótano de Génova. Ricardo también.

– Ese pueblo donde vive…

– La Cocha.

– ¿Cuánto tiempo tardaría en llegar allí?

– Por lo menos dos horas, dependiendo del río. Últimamente ha llovido mucho por estos lares. Puedo llevarte en coche si quieres. Si salimos ahora podemos volver antes de que anochezca. -Geller se rió.

– ¿Por qué te ríes?

– Será divertido ver la cara de Ricardo cuando le digas que trabajas en la policía. Se va a llevar una alegría.

– ¿Nos compensará las dos horas de viaje?

– Yo no me lo perdería por nada del mundo.

El coche de Geller era un Jeep de color albaricoque: sólo cuatro ruedas muy resistentes, una columna de dirección alta, dos asientos incómodos y una puerta trasera. No habíamos recorrido mucho trayecto cuando comprendí por qué conducía en un vehículo. así. Al sur de Tucumán las carreteras eran poco más que pistas de tierra que atravesaban inmensas extensiones de caña de azúcar, donde sólo los ingenios, los molinos industriales de las grandes compañías azucareras, nos recordaban que no estábamos en el fin del mundo. Cuando llegamos a La Cocha era imposible imaginar un lugar más alejado de Alemania y del largo brazo de la justicia militar aliada.

Si Tucumán era una ciudad con olor a mierda de caballo, La Cocha era su prima menor, con olor a mierda de cerdo. Infinidad de cerdos deambulaban por las calles enlodadas cuando nuestro Jeep entró a trompicones en el lugar, dispersando a las gallinas como una bomba de mortero de c1oqueos y plumas, y llamando la atención de numerosos perros cuyas prominentes cajas torácicas no entorpecían su propensión al ladrido. De una alta chimenea emanaba una nube de humo negro y, en su base, había un horno abierto. Supuse que Eichmann se sentiría a sus anchas en un lugar así. Un hombre metía el pan en el horno y lo retiraba con una pala de madera de mango largo. En su excelente castellano, Geller preguntó al panadero dónde estaba la casa de Ricardo Klement.

– ¿Se refiere al nazi? -preguntó el panadero.

– El mismo -dijo Geller, mirándome con un gesto burlón.

Con un dedo que era todo nudillo y uña sucia, como si perteneciese a un orangután aprendiz de brujo, el panadero señaló un blocao de dos plantas, sin ventanas visibles, no muy lejos de allí, después de un pequeño taller de reparación de automóviles.

– Vive en la villa -dijo el panadero.

Recorrimos en coche una corta distancia por la pista de tierra y paramos entre una cuerda de la ropa y un excusado exterior, de donde emergió Eichmann, presuroso, con un periódico en la mano y abrochándose los pantalones. Le seguía un fuerte olor a cloaca. Era evidente que le había alarmado el ruido del Jeep. El alivio que sintió, al ver que no éramos militares argentinos que veníamos a detenerlo y entregarlo a un tribunal de crímenes de guerra, rápidamente dio paso a la irritación.

– ¿Qué demonios hace usted aquí? -dijo, torciendo el labio de un modo que me resultó bastante peculiar. Era extraño, pensé, que una parte de su cara tuviese una apariencia bastante normal, o plácida, incluso, y en cambio la otra fuese retorcida y malévola. Era como estar con Doctor Iekyll y Mister Hyde al mismo tiempo.

– Como estaba en Tucumán, decidí acercarme a ver cómo le iba -dije con afabilidad. Abrí mi cartera y saqué un cartón de Senior Service-. Le he traído unos cigarrillos. Son ingleses, pensé que no le importaría.

Eichmann me dio las gracias con un gruñido y cogió el cartón.

– Será mejor que entren en la villa -dijo a regañadientes. Abrió un alto portón de madera, necesitado de varias manos de pintura verde, y entramos. Desde el exterior las cosas no auguraban nada bueno. Llamar villa a aquel blocao era como confundir un castillo de arena infantil con e! Schloss Neuschwanstein. Dentro, en cambio, la cosa mejoraba. Los ladrillos de las paredes tenían un revestimiento de yeso y el suelo era llano, enlosado, cubierto con alfombras indias baratas. No obstante, un par de ventanas con barrotes daban al lugar un aspecto adecuadamente penal. Aunque Eichmann hubiera eludido la justicia aliada, no llevaba lo que se dice una vida de lujo. Una mujer medio desnuda se asomó por una puerta. Irritado, Eichmann le lanzó una mirada fulminante y la mujer desapareció.

Me acerqué a una de las ventanas y, al asomarme, vi un jar-. dincillo bien cultivado. Había conejeras con varios conejos que probablemente criaban para comer, y algo más lejos, un viejo De Soto negro con tres ruedas. Parece que Eichmann no se planteaba la posibilidad de una rápida huida.

Cogió una enorme tetera que había en una cocina económica de hierro fundido y vertió agua caliente en un par de mates huecos.

– ¿Un mate? -nos preguntó.

– Sí, por favor -respondí. Desde mi llegada a Argentina no había probado esa cosa, pero todo el mundo la bebía.

Metió un par de pajitas metálicas en los mates y nos los pasó.

Tenía azúcar, pero sabía un poco amargo, como té verde con espuma. Era como beber agua con un cigarrillo dentro, pensé, pero a Geller le gustaba. Y a Eichmann también. En cuanto Geller se acabó el mate, se lo entregó a nuestro huésped, que añadió algo más de agua y, sin cambiar la pajita, bebió también.

– ¿Y qué le trae por aquí? -me preguntó-. No será una mera visita de cortesía.

– Trabajo para la SIDE -dije-. El Servicio de Información peronista.

Le tembló e! párpado como una bombilla a punto de fundirse. Intentó que no se le notase, pero sabíamos lo que pensaba. Adolf Eichmann, el coronel de las SS y estrecho confidente de Reinhard Heydrich, estaba condenado a realizar peritajes hidrológicos en el culo del mundo, mientras yo disfrutaba de cierto poder e influencia en un ámbito laboral que Eichmann consideraba suyo. Gunther, el renuente hombre de las SS, adversario político, ocupaba el puesto que le correspondía a él, a Eichmann. No dijo nada. Hasta insinuó una sonrisa. Era como si algo se le hubiera atascado en el puente de la nariz.

– Supuestamente me encargo de decidir quiénes de nuestros camaradas merecen un certificado de buena conducta -dije-. Se necesita para solicitar un pasaporte en este país.

– Cabría esperar que, por lealtad a su sangre y en virtud de su compromiso con las SS, tratase esa documentación como un mero trámite. -Se le notaba tenso. Después, suavizando un poco la voz, añadió-: Al fin y al cabo, todos estamos pringados en lo mismo, ¿no? -Se acabó el mate estentóreamente, como un niño que succiona hasta la última gota de un refresco gaseoso.

– Aparentemente, sí-respondí-. Sin embargo, el gobierno peronista recibe una considerable presión de los americanos…

– Será de los judíos.

– … para que limpie su patio trasero. Aunque nadie se plantea expulsarnos a ninguno de nosotros, a algunos miembros del gobierno les preocupa que hayamos cometido crímenes más graves de lo que sospechaban. -Me encogí de hombros y miré a Geller-. Quiero decir, una cosa es matar hombres en el fragor de la batalla. Y otra muy distinta disfrutar asesinando a niños y mujeres inocentes. ¿No le parece?

– De inocentes, nada -dijo Eichmann encogiéndose de hombros-. Estábamos exterminando al enemigo. Por lo que a mí respecta, no detestaba tanto a los judíos, pero no me arrepiento de nada de lo que hice. Nunca cometí ningún crimen. No maté a nadie. Ni siquiera en el fragor de la batalla, como dice. Yo era un mero funcionario público. Un burócrata que obedecía órdenes. Ése era el código por el que nos regíamos en las SS. La obediencia. La disciplina. La sangre y el honor. Si algo lamento es no haber tenido tiempo de acabar el trabajo. No haber podido matar a todos los judíos de Europa.

No era la primera vez que oía hablar a Eichmann sobre el exterminio judío. Y como quería saber más, intenté tirarle de la lengua.

– Me alegra que mencione la sangre y el honor -le dije-. Porque creo que algunos mandaron a la mierda la reputación de las SS.

– Sí -dijo Geller.

– Algunos se excedieron en sus atribuciones. Mataron por deporte y placer. Llevaron a cabo experimentos médicos inhumanos.

– Muchas de esas cosas son exageraciones de los rusos -insistió Eichmann-. Patrañas que han contado los comunistas para justificar sus propios crímenes en Alemania. Para que el resto del mundo no sintiese lástima por Alemania. Para dar a los soviéticos carta blanca para hacer lo que quisieran con el pueblo alemán.

– No todo era mentira -dije-. Me temo que gran parte era verdad, Ricardo. Y aunque no lo crea, la posibilidad de que haya algo de verdad en todo ello es lo que preocupa al gobierno. Por eso me han encargado esta investigación. Mire, Ricardo, no pretendo perseguirle a usted. Pero creo que no puedo considerar camaradas a algunos hombres de las SS.

– Estábamos en guerra -dijo Eichmann-. Matábamos a un enemigo que quería acabar con nosotros. La guerra puede llegar a ser bastante cruel. Llegados a cierto punto, los costes humanos son inmateriales. Lo más importante era garantizar que se llevase a cabo el trabajo. Que las deportaciones se hicieran sin contratiempos. Esa era mi especialidad y, créame, intenté que las cosas fuesen lo más humanas posible. Se consideraba que el gas era la alternativa humana a los fusilamientos masivos. Sí, es posible que algunos se extralimitasen, pero, mire, no todo el mundo es trigo limpio. Siempre hay alguien que no lo es. En cualquier organización. Sobre todo en una como ésta, que logró lo que logró. Y durante la guerra también. Cinco millones. ¿Se imagina la magnitud? No, no creo que puedan imaginarlo. Cinco millones de judíos. Liquidados en menos de dos años. Y usted le pone peros a la moralidad de unas pocas manzanas podridas.

– Yo no -dije-. El gobierno argentino.

– ¿Qué? ¿Quiere un nombre, no? A cambio de mi certificado de buena conducta. Quiere que haga de Judas con usted, ¿verdad?

– Algo así, sí.

– Nunca me ha caído bien, Gunther -dijo Eichmann, arrugando la nariz con un gesto de desagrado. Abrió el cartón de cigarrillos y encendió uno con fruición, como si no hubiera fumado un tabaco decente en mucho tiempo. Luego se sentó junto a una mesa de madera lisa y examinó el humo como si intentase adivinar el consejo de los dioses sobre lo que debía decir a continuación-. Puede que exista un hombre como el que describe -dijo midiendo sus palabras-. Pero quiero que me dé su palabra de que nunca le dirá que fui yo quien le informó sobre él.

– Le doy mi palabra.

– Este hombre y yo nos encontramos por casualidad en un café del centro de Buenos Aires. Poco después de nuestra llegada a Argentina. El café ABC. Me dijo que le iba muy bien en este país. Muy bien de verdad. -Eichmann sonrió finamente-. Me ofreció dinero. A mí. Un capitán de mierda ofreciendo dinero a un coronel de las SS. ¿Se imagina? El muy capullo condescendiente. Él, con todos sus contactos y dinero familiar, viviendo a todo trapo. y yo muerto de asco aquí, en este antro dejado de la mano de Dios. -Eichmann dio una calada casi mortal al cigarrillo, se tragó el humo y luego hizo un gesto de contrariedad-. Era un hombre cruel. Lo sigue siendo. No sé cómo puede conciliar el sueño. Yo en su caso no podría. Vi lo que hizo. En una ocasión. Hace mucho tiempo. Hace tanto tiempo que es como si fuera un crío cuando ocurrió. En cierto sentido lo era. Pero nunca lo olvidé, nadie podría olvidarlo jamás. Ningún humano. Lo conocí en 1942 en Berlín. Cuánto echo de menos Berlín. Y volví a verlo en 1943 en Oswiecim. -Sonrió con amargura-. No echo nada de menos aquel lugar.

– ¿Y cómo se llama ese capitán?

– Se llama Gregor. Helmut Gregor.

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