CAPITULO 5

BUENOS AIRES. 1950

El coronel Montalbán se quitó las gafas y empezó a limpiar las lentes tintadas con el extremo de su corbata de lana. Procuraba no sonreír para no herir mis sentimientos, pero me di cuenta de que en realidad le daba lo mismo. Era como si intentase no descubrir de golpe todo el pastel.

Me imaginé lo que era.

– Pero usted ya lo sabía, ¿no?

El coronel se encogió de hombros y continuó con la limpieza.

– ¿Qué clase de país es éste? No hay secreto bancario. No hay ética médica… Supongo que el doctor Espejo es amigo suyo.

– Pues no. Más bien todo lo contrario. Espejo es lo que aquí llamamos un resentido. Un tipo que detesta profundamente a Perón.

– Ya me extrañó que fuera la única persona en esta ciudad que no tiene una fotografía del presidente en la pared. -Hice un gesto negativo con la cabeza-. ¿Y Perón me recomendó un médico que lo detesta? No entiendo.

– Antes mencionó usted a los oyentes.

– Y usted tiene un micrófono instalado en su consulta -dije con una sonrisa.

– Varios.

– Supongo que así se puede comprobar si el diagnóstico es honesto.

– ¿Acaso piensa usted que el suyo no lo es?

– Desde luego, no me pareció que Espejo me ocultase nada.

El tipo tiene un buen gancho de izquierda. Hacía tiempo que no me atizaban uno así en la barbilla. -Hice una pausa-. No me dirá que se anduvo con miramientos.

– En absoluto -dijo el coronel-. Espejo es un buen médico. Pero los hay mejores. Si yo fuera usted, Herr Gunther, consultaría con alguien más experto que Espejo en estos asuntos. Un especialista.

– Eso es muy caro. Demasiado caro para mis mil dólares.

– Razón de más para que trabaje conmigo. Aquí en Argentina tenemos un dicho: «No confiaré en vos hasta que te cuente un secreto». Y eso es lo que voy a hacer. Voy a confiarle uno de los grandes secretos del país. Luego tendrá que ayudarme y yo tendré que ayudarle a usted. Será un signo de buena fe entre nosotros.

– ¿Y si prefiero no saber lo que usted sabe?

– No puedo contarle B si no le cuento también A. Le contaré primero B y luego puede que usted adivine A. El doctor George Pack es uno de los mejores oncólogos del mundo. Trabaja como especialista en el Memorial Sloan-Kettering Cancer Center de Nueva York. Allí atiende a pacientes como los Rockefeller y los Astor. Pero viene con frecuencia a Buenos Aires.

– A tratar a alguien no menos importante, sin duda -dije-. ¿El general?

El coronel negó con la cabeza.

– ¿La esposa del general?

– . Pero no lo sabe ni ella -dijo el coronel, mientras asentía con la cabeza.

– ¿Es posible?

– Lo es si el general así lo desea. Evita cree que tiene un problema femenino. Pero es otra cosa. Ya he hablado con el doctor Pack. Y, como favor al general, ha aceptado tratarlo a usted la próxima vez que venga al país. Nosotros correremos con los gastos, por supuesto. -El coronel levantó las manos-. Así que ya ve, no tiene elección, ni excusas para rechazar la oferta. No hay ninguna objeción en la que no haya pensado yo antes.

– De acuerdo -dije-. Sé reconocer las derrotas. Parece confiar mucho en mis capacidades, coronel.

– ¿Tan difícil es aceptar mi admiración por sus capacidades forenses, Herr Gunther? Lo mismo cabría decir de usted y Ernst Gennat, ¿no? O del otro gran detective de Berlín, Bernard Weiss. Eran sus mentores. Sus propios héroes.

– Durante un tiempo, sí lo fueron -dije-. De todos modos, parece que se ha tornado muchas molestias para que yo investigue un crimen y la desaparición de una chica.

– Aunque le parezca mentira, Herr Gunther, no me he tornado ninguna molestia. Conseguirnos que nos enviasen unos viejos documentos desde Berlín. Ahora le ofrecemos un trabajo. Le pagarnos algo de dinero. Contratamos a un médico para que trate su enfermedad. Son cosas fáciles de arreglar cuando se es un hombre de mi posición. ¿Hay algo más sencillo?

– Visto así…

– Da la casualidad -añadió- de que la desaparecida no es una chica cualquiera. Fabienne Van Bader es muy paquete, como decirnos aquí. Gente elegante. Su padre, Kurt Van Bader, es un buen amigo de los Perón, además de ser el director del Banco Germánico de Buenos Aires. Por supuesto, la policía pone todos los medios para encontrarla. Usted será sólo una parte de esos medios. Puede que ya esté muerta. Puede, como ha sugerido usted, que sólo se haya escapado de casa. Aunque, francamente, es un poco joven para tener novio; sólo tiene catorce años. De Grete Wohlauf se encargará la policía regular, pero Fabienne es un caso diferente. Y es el caso en que debería concentrarse usted. Si no me equivoco, las desapariciones eran una de sus especialidades cuando dejó la policía de Berlín en 1933, cuando era detective privado.

– Parece que lo sabe todo sobre mí, coronel-dije-. Demasiado.

– Demasiado, no. Sólo sé todo lo importante. Para los fines de su investigación debe presuponer que nuestro asesino potencial es alemán y limitarse a la comunidad de inmigrantes recientes, así como los de origen germano-argentino. Buscamos a un psicópata, sí, pero también necesitamos pistas sobre el paradero de la joven Fabienne Von Bader.

– No será fácil interrogar a mis viejos camaradas.

– Por ello debe elegir bien las preguntas. Debe intentar que parezcan preguntas inocentes.

– Usted no los conoce -dije-. Para ellos no existen las preguntas inocentes.

– La Cruz Roja es una institución admirable -dijo el coronel-. Pero para ir a cualquier otro lugar fuera de este país, a Alemania por ejemplo, se necesita pasaporte argentino. Para conseguir este pasaporte hay que demostrar buena conducta como residente en Argentina. Después se emite un certificado de buena conducta. Con un certificado de buena conducta se puede solicitar un pasaporte en un juzgado de primera instancia. He pensado que una buena tapadera para su investigación sería decir que se encarga de comprobar historiales para el Servicio de Informaciones de Estado (la SIDE) con el fin de evaluar la idoneidad de los candidatos para la obtención del certificado de buena conducta. De ese modo puede entrometerse en el pasado de sus viejos camaradas con total impunidad. Me atrevo a decir que la mayoría estará dispuesta a responder todas sus preguntas, Herr Gunther, por muy impertinentes que sean. ¿Cómo no van a querer sus camaradas un pasaporte con un nuevo nombre?

– Puede funcionar- dije.

– Por supuesto que sí. Como he dicho, se le proporcionará un despacho en la Casa Rosada, que es donde está la sede de la SIDE, y tendrá un vehículo a su disposición. Se le pagarán dietas. Tendrá un salario. Y plena identificación de la SIDE. Estará directamente bajo mis órdenes. Me tendrá al corriente de todo. Absolutamente todo. Por muy insignificante que sea. El doctor Pack vendrá dentro de un par de semanas. Entonces se consultará con él. Por razones obvias, sin embargo, me gustaría que iniciase las investigaciones de inmediato. Se le entregará una lista de nombres y direcciones de sus viejos camaradas en la Casa Rosada. Como es lógico, Fuldner y la DAIE nos han informado sobre quiénes eran esas personas en Alemania. Qué hicieron y cuándo. Pero me gustaría saber mucho más sobre ellos, con el fin de evaluar el riesgo diplomático y de seguridad que podrían suponer para nosotros en el futuro. Puede actualizar los expedientes a medida que desarrolle su investigación. ¿Está claro?

– Creo que sí.

– Supongo que una de sus prioridades será conocer a los padres de la chica desaparecida.

– Si fuera posible.

El coronel asintió. Abrió un cajón pequeño de la mesa y sacó un portafolios de cuero. De uno de los bolsillos del portafolios extrajo una pistola, antes de vaciar el resto de los contenidos en la mesa.

– Una pistola semiautomática Smith & Wesson. Una caja de munición. Una pistolera. Un carné de conducir a nombre de Carlos Hausner. Un carné de identidad de la SIDE a nombre de Carlos Hausner. Un certificado de seguridad para la Casa Rosada a nombre de Carlos Hausner. Un manual de la SIDE, que debe leer atentamente. Cien mil pesos en efectivo. Recibirá más cuando los necesite. Naturalmente, se requieren recibos en la medida de lo posible. El manual le dirá exactamente cómo debe rellenar el formulario de gastos. Encontrará todo lo demás en su archivador de la Casa Rosada: los expedientes de la DAlE sobre los inmigrantes alemanes, los expedientes del Kripo y la Gestapo de Alexanderplatz.

Asentí en silencio. No era necesario decir que todo esto estaba preparado antes de que entrase en la jefatura de policía. Tan seguro estaba el coronel de que yo iba a aceptar su ofrecimiento, que me dieron ganas de mandarlo a la mierda. Me horrorizaba que diese por sentada mi colaboración. Pero me horrorizaba aún más estar enfermo. ¿Cómo podía negarme? Los dos sabíamos que no tenía elección, si quería recibir el mejor tratamiento médico.

Sacó del bolsillo una llave de coche y me la entregó.

– Es el que está fuera. El Chevrolet de color lima en el que hemos venido.

– Mi sabor favorito -le dije.

– ¿Sabe conducir, verdad? -me preguntó después de levantarse de la mesa.

– Sí.

– Bien. Entonces vamos a Retiro. -Miró la hora-. Nos están esperando, así que más vale que nos pongamos en camino.

– Antes de irnos me gustaría echar otro vistazo al cadáver.

– Si quiere -dijo el coronel, encogiéndose de hombros-. ¿Ha observado algo?

– Nada aparte de lo evidente. -Negué con la cabeza-. Es que antes no presté mucha atención.

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