Como de costumbre, me levanté a las seis, me di un baño y desayuné. Los Lloyd servían algo llamado «desayuno frito»: dos huevos fritos, dos tiras de beicon, una salchicha, un tomate, champiñones y tostada. Al acabar estaba lleno. Cada vez que desayunaba eso, salía de allí pensando lo mismo: que costaba creer que alguien hubiera combatido en una guerra con un desayuno así.
Salí a comprar tabaco. No presté atención al coche que me adelantó hasta que se detuvo y se abrieron de pronto dos puertas. Era un Ford sedán de color negro, sin ningún distintivo policial, salvo los dos hombres con gafas oscuras y bigotes a juego, que salieron del vehículo y se encaminaron rápidamente hacia mí. Los había visto antes. En Berlín. En Munich. En Viena. En todo el mundo, siempre eran los mismos hombres fornidos con cerebros fornidos y nudillos aun más fornidos. Y todos tenían el mismo estilo práctico y dinámico, mirándome como si yo fuera un mueble incómodo que debía relegarse lo antes posible al asiento trasero de un coche negro. Ya me habían hecho eso antes. Muchas veces. Cuando era detective privado en Berlín era una especie de riesgo laboral. A la Gestapo nunca le gustaron los detectives privados, aunque Himmler contrató a una empresa de Munich para averiguar si su cuñado engañaba a su hermana.
Instintivamente giré para esquivarlos y tropecé con un fornido número tres. Me registraron y me metieron en el coche antes de que pudiera cobrar aliento. Nadie dijo nada. Excepto yo. Dejé de pensar en la carretera y en la velocidad a la que circulábamos.
– Bravo, muchachos, les felicito -dije-. Supongo que no hace falta que les diga que llevo mis credenciales de la SIDE en el bolsillo de la chaqueta, ¿verdad? Supongo que no.
Nos dirigíamos hacia el sur, en dirección a San Telmo. Hice algún otro comentario en castellano, pero no hicieron caso y al cabo de un rato me resigné a su fornido silencio. El coche giró hacia el oeste cerca del Ministerio de la Guerra. Era el edificio más robusto de Buenos aires, con dieciséis plantas y dos alas independientes, y dominaba el área circundante como una gran pirámide de Keops. Por su aspecto, no auguraba nada bueno a países vecinos como Chile y Uruguay. Al cabo de un rato llegamos a un parquecillo agradable y, detrás de éste, a una fortaleza almenada que parecía llevar ahí desde que Francisco Pizarro llegó a Sudamérica. Cuando atravesamos el portón de madera, casi daba por seguro que nos recibirían con piedras y aceite hirviendo vertido desde las almenas. Aparcamos y me sacaron del cochea empujones y me obligaron a bajar por unas escaleras hacia el patio. Al final de un largo pasillo húmedo, me condujeron a una húmeda celda, donde me registró un hombre casi tan grande como el robusto Ministerio de la Guerra, y luego me dejaron solo, con la única compañía de una silla, una litera de madera y un orinal. El orinal estaba medio lleno o medio vacío, según se mire.
Me senté en el suelo, que me parecía más cómodo que la silla o la litera, y esperé. En alguna torre lejana, infestada de ratas, se reía un hombre histérico. Más cerca de donde me tenían retenido, el agua goteaba ruidosamente en el suelo y, como no tenía mucha sed, apenas me preocupé del ruido. Sin embargo, al cabo de varias horas, cambió mi sensación al respecto.
Anochecía cuando volvieron a abrir la puerta. Entraron dos hombres en mi celda. Se remangaron como indicando que iban a ponerse manos a la obra. Uno era bajo y musculoso y el otro era alto y musculoso. El más bajo sostenía algo que parecía un bastón de metal, con un enchufe eléctrico de dos clavijas en un extremo. El más alto me sujetó. Me resistí, pero parece que no se quiso enterar. No le vi la cara. Estaba en algún lugar por encima de las nubes. El más bajo tenía diminutos ojos azules, como piedras semipreciosas.
– Bienvenido a Caseros -dijo con cortesía burlona-. Ahí fuera hay un monumento a las víctimas del brote de fiebre amarilla de 1871. ¿Entiende?
– Creo que sí.
– Ha estado haciendo preguntas sobre la Directiva 11.
– ¿Yo?
– Quiero saber por qué. Y qué cree saber al respecto.
– No sé casi nada. Posiblemente precede a la Directiva 12. Y no me extrañaría que alguien descubra algún día que venía después de la Directiva 10. ¿Qué tal voy?
– No muy bien. ¿Es alemán, verdad?
Asentí.
– El país de Beethoven y Goethe. La imprenta y los rayos equis. La aspirina y el motor cohete.
– No se olvide de Hindenburg-dije.
– Supongo que se sentirá orgulloso. En Argentina sólo hemos aportado un invento al mundo moderno. -Levantó el bastón metálico-. La picana eléctrica. Habla por sí sola, ¿no le parece? Este mecanismo emite una fuerte descarga eléctrica, suficiente para mover una vaca adonde uno quiera. Una vaca tiene un peso medio de mil kilos. Diez veces más que usted, más o menos. Aun así es un medio sumamente efectivo para someter al animal. Así que ya se imagina el efecto que tendrá en un ser humano. Al menos espero que se lo imagine mientras le hago la siguiente pregunta.
– Haré todo lo posible -dije.
Se remangó y mostró un brazo cubierto de una asombrosa capa de pelo. Algún espectáculo de fenómenos de feria se estaba perdiendo al eslabón perdido. El puño raído de la manga fue subiendo por el brazo hasta la media luna de sudor, bajo la axila. Seguramente no quería mancharse la camisa. Al menos parecía que se tomaba el trabajo en serio.
– Me gustaría saber el nombre de la persona que le habló de la Directiva 11.
– Fue alguien de la Casa Rosada. Uno de mis colegas, supongo. No recuerdo quién exactamente. Mire, se oyen muchas cosas en un lugar así.
El hombre bajo y peludo me rasgó la camisa y dejó al aire la cicatriz de mi clavícula. La palpó con su uña más mugrienta.
– ¡Caramba, si se ha operado! Discúlpeme, no lo sabía. ¿Qué tenía?
– Me extirparon media tiroides.
– ¿Por qué?
– Era cancerosa.
– Se está curando muy bien -dijo casi con simpatía. Entonces tocó la cicatriz con el extremo de la picana. Por suerte para mí no estaba enchufada todavía-. Normalmente nos concentramos en los genitales. Pero en su caso creo que podemos hacer una excepción. -Hizo señas con la cabeza al hombre alto que me sujetaba. En un periquete me ató a la silla de la celda.
– Dígame el nombre de la persona que le habló de la Directiva 11, por favor -repitió.
Intenté esconder el nombre de Anna Yagubsky en el rincón más lejano de mi mente. No tenía intención de revelar que ella era la persona que me había hablado de la Directiva 11, pero en otras ocasiones había visto cómo arrancaba las palabras el dolor. No quería ni pensar lo que podían hacer un par de matones como aquéllos a una mujer como Anna. De modo que empecé a convencerme de que la persona que me había hablado de la Directiva 11 era Marcello, el oficial de registro del archivo de la Casa Rosada. En el supuesto de que tuviese que decir algo.
– Miren -dije, negando con la cabeza-. La verdad es que no lo recuerdo. Fue hace varias semanas. Estábamos charlando varios colegas en el departamento del archivo. Pudo haber sido cualquiera.
– Oiga usted -dijo, sin escucharme-. Déjeme que le refresque la memoria. -Me tocó la rodilla con la picana, esta vez encendida. Incluso a través de la tela de los pantalones el dolor me desplazó varios metros por el suelo, junto con la silla, y me provocó calambres en la pierna durante varios minutos.
– ¿Da gustito, verdad? -dijo-. Pues le parecerán sólo cosquillas cuando se lo ponga en la carne desnuda.
– Ya me estoy riendo.
– Pues el chiste es sobre usted, me temo. -Volvió a acercarse a mí con la picana, apuntando directamente a la cicatriz de la clavícula. Durante una décima de segundo tuve una visión de los restos de mi tiroides crepitando dentro de mi garganta como un trozo de hígado frito. Luego reconocí una voz que exclamó:
– ¡Ya basta! -Era el coronel Montalbán-. Desátenlo.
No hubo palabras de protesta. Desde luego, ninguna por mi parte. Mis dos torturadores potenciales obedecieron al instante, casi como si supieran que iban a parar. El propio Montalbán encendió un cigarro y me lo metió en la boca trémula y agradecida.
– Me alegro de verle -dije.
– Vamos -dijo tranquilamente-. Salgamos de aquí.
Resistiendo la tentación de decirle algo al hombre de la picana, salí con el coronel al patio de la fortaleza donde estaba aparcado un bonito Jaguar blanco. Respiré hondo con una mezcla de alivio y euforia. Abrió el maletero y sacó una camisa bien doblada y una corbata que me sonaba.
– Tome -dijo-. Le he traído esta ropa de su habitación del hotel.
– Qué detalle por su parte, coronel -dije, desabotonándome los harapos de la camisa.
– No hay de qué -dijo mientras entraba en el asiento del conductor.
– Siempre va en coches bonitos, coronel-comenté al entrar a su lado.
– Este coche perteneció a un almirante que tramó un golpe de estado -dijo-. ¿Se imagina un almirante con un coche así? -Encendió un cigarrillo y salimos por el portón.
– ¿Y dónde está ahora? ¿El almirante?
– Desapareció. Quizá en Paraguay. Quizá en Chile. Pero quizá en ninguna parte en concreto. Pero a veces es mejor no hacer esas preguntas. ¿Entiende?
– Creo que sí. Pero ¿a quién le importa la marina?
– En realidad, las únicas preguntas seguras en Argentina son las que uno se hace a sí mismo. Por eso hay tantos psicoanalistas en este país.
Nos dirigimos al este, hacia el Río de la Plata. -¿Ah, sí? ¿Hay muchos psicoanalistas en este país?
– Oh, sí. Una barbaridad. En Buenos Aires se hace más psicoanálisis que en casi cualquier otro lugar del mundo. En Argentina nadie se cree tan perfecto que no pueda mejorar. Usted, por ejemplo. Un poco de psicoanálisis le ayudaría a no meterse en líos. O eso me pareció. Por eso le organicé una cita con los dos mejores hombres de la ciudad. Para que se entienda a sí mismo y defina mejor su relación con la sociedad. Y para que tenga en cuenta lo que le dije antes: que en Argentina es mejor saberlo todo que saber demasiado. Por supuesto, mis hombres son más aptos que la mayoría para conseguir que un hombre se entienda a sí mismo. No hacen falta tantas sesiones. A veces basta con una. Y, desde luego, son mucho más baratos que los analistas freudianos que visita la mayoría de la gente. Pero los resultados, como ha podido comprobar, son mucho más espectaculares. Es raro que alguien salga de una sesión en Caseros sin un profundo sentido de lo que hace falta para sobrevivir en una ciudad como ésta. Sí. Sí, ya lo creo. Esta ciudad mata salvo si uno se prepara psicológicamente para lidiar con ella. Espero no estar siendo demasiado críptico en esto.
– En absoluto, coronel. Le entiendo perfectamente.
– Hay una petaca en la guantera -dijo-. A veces la terapia da sed de algo más que conocimiento de uno mismo.
En la petaca había coñac. Estaba muy bueno. Me ayudó a respirar mejor, como si hubieran abierto una ventana. Le pasé la petaca. Negó con la cabeza y sonrió.
– Usted es buena persona, Gunther. No quiero que le suceda nada malo. Ya le he dicho que usted era mi héroe. Todo hombre necesita un héroe en la vida, ¿no cree?
– Es muy amable, coronel.
– Rodolfo, me refiero a Rodolfo Freude, el jefe de la SIDE, cree que mi fe en sus capacidades es irracional, y es posible que lo sea. Pero él no es un poli de verdad como nosotros, Gunther. No entiende lo que hace falta para ser un gran detective.
– No estoy seguro de haber entendido eso, coronel.
– Pues se lo explicaré. Para ser un gran detective hay que ser protagonista. Una especie de personaje dinámico que, con su mera existencia, hace que sucedan cosas. Creo que usted es de esa clase de personas, Gunther.
– En el ajedrez lo llamaríamos gambito. Normalmente supone el sacrificio de un peón o un caballo.
– Sí. También es bastante posible.
– Es usted un hombre interesante, coronel -dije entre risas-. Un tanto excéntrico, pero interesante. Y no crea que no valoro su confianza en mí, porque la valoro mucho. Y se lo agradezco. Casi tanto como este trago y los cigarrillos que me ha dado. -Le cogí la cajetilla y saqué otro cigarro.
– Bien. Porque no me gustaría nada pensar que necesita una segunda sesión de terapia en Caseros.
Era de noche. Las tiendas cerraban y los clubes abrían. Todos los ciudadanos se deprimían por estar tan lejos del resto del mundo civilizado. Conocía esa sensación. A un lado estaba el océano y al otro el vasto yermo de las pampas. Estábamos rodeados por la nada, sin ningún otro lugar adonde ir. Tal vez la mayoría de la gente se resignaba a eso, como sucedía en la Alemania nazi. En cambio, yo era diferente. Decir una cosa y pensar otra era algo que hacía con total naturalidad.
– Ya me voy haciendo una idea, coronel -le dije-. Habría dado un taconazo y saludado si no estuviese dentro del coche. -Bebí otro trago de coñac-. A partir de ahora, este caballo lleva anteojeras y bozal. -Señalé a través del parabrisas-. Sólo veré la carretera que hay delante y nada más. -Emití una risita sardónica como si hubiese aprendido la lección.
– Parece que lo va entendiendo -dijo el coronel, aparentemente complacido por mi declaración-. Lamento que le haya costado una camisa averiguarlo.
– Puedo comprarme otra camisa, coronel -dije, aún fingiendo una aquiescencia cobarde-. Una nueva piel es más difícil de encontrar. No tendrá que advertírmelo de nuevo. No tengo el menor interés en acabar en su morgue. A propósito, la chica, Gtete Wohlauf, ¿qué es de ella? No estoy seguro de haber encontrado a su asesino, pero desde luego sí he encontrado al hombre que asesinó a las dos chicas en Alemania. Y tenía usted razón. Vive aquí, en Buenos Aires. Como le dije, no estoy seguro de que tenga algo que ver con la muerte de Grete Wohlauf. O que sepa nada sobre Fabienne Von Bader. Pero no me extrañaría, dado que sigue dedicándose al mismo negocio de los abortos ilegales. Se llama Josef Mengele, pero se hace llamar Helmut Gregor. Supongo que ya lo conocerá. En cualquier caso, puede leerlo todo en una declaración escrita que le obligué a escribir. La tengo escondida en la habitación del hotel.
El coronel Montalbán se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó el sobre que contenía la confesión manuscrita de Mengele.
– ¿Se refiere a esta declaración?
– Eso parece, sí.
– Naturalmente, cuando lo detuvieron registramos su habitación en el Hotel San Martín.
– Claro. Y supongo que ahora va a destruir todo eso.
– Por el contrario. Voy a conservarla en un lugar muy seguro. Puede llegar a ser muy útil en algún momento.
– ¿Para librarse de Mengele, quiere decir?
– Qué va, él es poca cosa. No, me refiero a librarme de Perón. Éste es un país muy católico, Herr Gunther. Ni siquiera un electorado comprado votaría a un presidente que ha utilizado a un criminal de guerra nazi para practicar abortos ilegales a las jovencitas con las que se acuesta. Por supuesto, no hace falta decirlo, esta declaración, bien guardada, se convierte en una póliza de seguros muy útil. Para un hombre como yo, en una profesión tan insegura como ésta, es lo mejor para tener seguridad laboral. Me maliciaba que ocurría algo así, pero no podía relacionarlo con Perón. Hasta que apareció usted.
– ¿Pero cómo podía saber usted que Mengele era el hombre que yo buscaba en 1932? -pregunté-. Si yo acabo de resolverlo.
– Hace un mes o dos, cuando Mengele ya residía en Argentina, llegó de Alemania una caja de documentos dirigida a Helmut Gregor, aquí en Buenos Aires. Eran los archiyos de las investigaciones que desarrolló Mengele en la Oficina de la Raza y la Repoblación de Berlín y en Auschwitz. Parece que el médico no quería separarse del trabajo de toda una vida, y, creyendo que aquí estaba a salvo, pidió a alguien que le enviase todos los papeles desde Gunzburg, su ciudad natal. No sólo sus archivos de investigación. Estaba también su expediente de las SS y una ficha de la Gestapo. Por algún motivo su ficha de la Gestapo contenía los documentos que usted dejó en el Kripo. Los que yo le di cuando empezó a trabajar para mí. Parece que alguien intentó reabrir el caso Schwartz durante la guerra. Pero no lo logró, porque alguien con mayor poder en las SS protegía a Mengele. Un coronel de las SS llamado Kassner, que también había trabajado en el I.G. Farben. De todos modos, Mengele nunca recibió ninguno de los documentos. Cree que se perdieron cuando se hundió de forma accidental un cargamento del barco que los traía de Alemania. En realidad los documentos fueron interceptados por mis hombres.
»Antes de que llegasen a mis manos, tenía mis sospechas sobre la verdadera identidad de Helmut Gregor, e intuía que practicaba abortos ilegales aquí en Buenos Aires. Supuse que Perón le enviaba chicas jóvenes que dejaba embarazadas, pero no pude demostrar nada. No me atreví. Ni siquiera cuando apareció muerta una «fruta inmadura» de Perón, que es como llama a sus jóvenes amiguitas. Se llamaba Grete Wohlauf. y había muerto por una infección contraída durante un aborto. Cuando aparecieron los papeles de Mengele, me di cuenta de que era el hombre que usted buscaba. Y decidí despertar su interés por el caso de un modo que me beneficiase. Así que le pedí al patólogo que la mutilase para despertar su curiosidad.
– Pero ¿por qué no fue sincero conmigo?
– Porque no me convenía. Mengele está protegido por Perón. Usted logró eludir esa protección. Yo no podía hacerlo si quería seguir siendo un hombre de confianza de Perón. Como bien dice, usted era mi gambito, Herr Gunther. Cuando supe que los hombres de Perón lo habían detenido y lo habían llevado a Caseros, ejercí cierta influencia en otra parte y conseguí que lo liberasen. Pero no sin antes darle una lección. Como le he dicho antes, preguntar por la Directiva 11 no es muy aconsejable.
– Eso ya lo aprendí. ¿Y Fabienne Von Bader? ¿Ha desaparecido de verdad?
– Oh, sí. ¿Ha encontrado algún rastro de ella?
– No, pero empiezo a entender por qué desapareció. Su padre tiene el control parcial de las cuentas bancarias suizas del Reichsbank, y los Perón quieren echar mano de ese dinero. Sospecho que los Von Bader la han escondido para protegerla, para que los Perón no puedan utilizar a la chica como moneda de cambio con el fin de que el padre haga lo que le piden. O algo así.
– Como siempre -dijo el coronel con una sonrisa-, es un poco más complicado.
– ¿Ah, sí? ¿Mucho más complicado?
– Creo que está a punto de averiguarlo.