CAPITULO 12

BERLIN. 1932

Bajé del tren procedente de Berlín, caminé hasta el final del andén, entregué mi billete y busqué a Paul Herzefelde por la estación. No había ni rastro de él. De modo que compré unos cigarros y un periódico y me senté a esperar en un banco, cerca del andén. No me pasé mucho rato con el periódico. Faltaban sólo dos semanas para las elecciones y, como aquello era Munich, la prensa estaba plagada de comentarios sobre la inminente victoria de los nazis. Lo mismo sucedía en la estación. El rostro adusto y recriminatorio de Hitler estaba por todas partes. Al cabo de media hora, ya no lo soporté más. Tiré el periódico a la papelera y salí al aire libre.

La estación estaba en el extremo oeste del centro de Munich. La jefatura de policía se encontraba a diez minutó s a pie en dirección este, en Ettstrasse, entre la iglesia de San Miguel y la catedral de Nuestra Señora. Era un edificio bastante nuevo y elegante, situado en el solar de un antiguo monasterio. Junto a la entrada principal había varios leones de piedra. Dentro sólo encontré ratas.

El sargento recepcionista era tan grande como una bola de demolición, y no mucho más útiL Era calvo, con un bigote encerado semejante a un águila alemana. Cada vez que se movía, el cinturón de cuero crujía contra el vientre como un barco cuando tensa sus guindalezas. De vez en cuando se llevaba la mano a la boca y eructaba. Desde la puerta de la entrada se captaba el olor de su desayuno.

Me quité el sombrero con cortesía y le mostré mi placa de identificación.

– Buenos días -dije.

– Buenos días.

– Soy el comisario Gunther, de la jefatura de Alexanderplatz en Berlín. Quiero ver al comisario Herzefelde. Acabo de llegar a la estación. Pensé que vendría a recogerme.

– ¿Acaba de llegar? -dijo de un modo que me daban ganas de atizarle un puñetazo en la nariz. Es algo muy común en Munich.

– Sí -dije con paciencia-. Pero como no ha venido, supuse que se habría retrasado y que sería oportuno venir a buscarlo aquí.

– Habla como un detective de Berlín -dijo, sin ningún atisbo de sonrisa.

Asentí con paciencia y esperé que dijese algo amable. Pero no.

– Ahórreme esta agradable conversación y dígale que estoy aquí.

El sargento señaló con la cabeza un banco de madera pulida junto a la puerta principal.

– Siéntese -dijo fríamente-. Señor, en menos de un minuto estoy con usted.

Me senté en el banco.

– Cuando vea a su comisario, le mencionaré el trato exquisito que me ha brindado -le dije.

– Oh, sí, señor -dijo-. Lo estoy deseando.

Anotó algo en un papel, se frotó la nariz de codillo, se rascó el culo con el lápiz y luego utilizó el mismo utensilio para hurgarse la oreja. Se levantó, muy lentamente, y guardó algo en un archivador. Sonó el teléfono. Lo dejó sonar dos veces antes de cogerlo, escuchó unos instantes, anotó unos datos y depositó un papel en una bandeja. Cuando concluyó la llamada, miró el reloj situado encima de la puerta. Y bostezó.

– Si así es como tratan a la bofia en esta ciudad, no sé qué harán con los criminales. -Encendí un cigarrillo.

No le gustó. Señaló con el lápiz un cartel de «No Fumar». Apagué el cigarro. No quería pasarme toda la mañana esperando. Al cabo de un rato cogió el teléfono y susurró algo en voz baja. Me miró una o dos veces para que me percatase de que probablemente hablaba de mí. Así que, en cuanto colgó, encendí otro cigarrillo. Golpeó con el lápiz el mostrador que tenía delante de la barriga y, cuando captó mi atención, señaló de nuevo el cartel de «No Fumar». Esta vez no le hice caso. Eso tampoco le gustó.

– No se puede fumar -bramó.

– ¿No me diga?

– ¿Sabe lo malo de la bofia de Berlín?

– Si fuera capaz de señalar dónde está Berlín en un mapa, me interesaría lo que pudiera contarme al respecto, gordo.

– Les caen bien los judíos.

– Ah, parece que ya vamos más al grano. -Exhalé humo hacia el tipo y sonreí-. No a todos los polis de Berlín nos caen bien los judíos. De hecho, algunos son bastante como usted, sargento. Ignorantes. Bigotudos. Una vergüenza para el cuerpo.

– Los judíos sí que son una vergüenza -dijo después de clavarme la mirada uno o dos minutos-. Ya es hora de que la poli de Berlín se vaya dando cuenta.

– Interesante sentimiento. ¿Lo ha pensado usted, o estaba escrito en la monda de plátano que se desayunó?

Llegó un detective. Supe que era detective porque no arrastraba los nudillos por el suelo. Lanzó una mirada al simio de recepción que me señalaba con la cabeza. El detective se acercó y se quedó plantado delante de mí, con un semblante un tanto avergonzado. Hubiera dado el pego si no me hubiese parecido también un tanto lobuno.

– ¿Comisario Gunther?

– Sí. ¿Qué sucede?

– Soy Christian Schramma, secretario criminal. -Nos dimos la mano-. Lamento decirle que tengo una mala noticia para usted. El comisario Herzefelde ha muerto. Lo asesinaron anoche. Le pegaron tres tiros en la espalda cuando salía de un bar en Sendling.

– ¿Saben quién lo mató?

– No. Como sabrá, había recibido varias amenazas de muerte.

– Porque era judío. Claro. -Miré hacia el sargento de recepción-. Hay odio y estupidez por todas partes. Hasta en el cuerpo de policía.

Schramma permaneció en silencio.

– Lo siento -dije-. No lo conocía desde hace mucho, pero Paul era buena persona.

Subimos las escaleras hasta la sala de detectives. Hacía calor y por las ventanas abiertas se oían voces de niños que jugaban en el patio del instituto cercano. Nunca me pareció tan animada la vida humana.

– Vi su nombre en su agenda -dijo Schramma-. Pero no se le ocurrió anotar su teléfono ni el lugar de donde era. Si no, le hubiera llamado.

– No importa. Iba a proporcionarme cierta información sobre un crimen en el que trabajó. ¿Elizabeth Bremer?

Schramma asintió.

– Tuvimos un caso similar en Berlín -le expliqué-. He venido para revisar los expedientes y averiguar qué similitudes existen entre los dos casos;

Se mordió el labio con incomodidad, lo cual contribuyó a reforzar mi primera impresión sobre él. Parecía un hombre lobo.

– Mire, lamento mucho que haya venido en balde desde Berlín, pero los expedientes de Paul han pasado al piso de arriba. Al despacho del consejero gubernamental. Cuando matan a un agente de policía, se sigue un procedimiento estándar y se presupone que su muerte podría guardar relación con alguno de los casos que investigaba el agente. Dudo mucho que pueda consultar esos expedientes hasta dentro de unos días. Un par de semanas o así.

– Entiendo. -Ahora era yo el que se mordía el labio-. Dígame, ¿trabajaba usted con Paul?

– Hace tiempo. No estoy al corriente de sus casos actuales. Últimamente trabajaba casi siempre solo. Lo prefería.

– ¿Lo prefería él o lo preferían los demás detectives?

– Creo que eso es un poco injusto, señor.

– ¿No me diga?

Schramma no contestó. Encendió un cigarro, arrojó la cerilla por la ventana y se sentó en la esquina de una mesa que supuse que sería suya. En el lado opuesto de la enorme sala, un detective con cara semejante a la de Schmeling interrogaba a un sospechoso. Cada vez que recibía una respuesta parecía afligido, como si Jack Sharkey le hubiera dado un puñetazo debajo del cinturón. Era una técnica interesante. Me pareció que el poli iba a ganar por una descalificación, al igual que hizo Schmeling. Otros detectives iban y venían. Unos tenían voces chillonas y trajes aún más chillones. Era muy común en Munich. En Berlín todos vestíamos brazaletes negros cuando mataban a un policía. Pero en Munich no. Más probable parecía encontrar otra clase de brazalete: uno rojo con una esvástica negra. Allí no parecía que a nadie le disgustase la muerte de Paul Herzefelde.

– ¿Puedo ver su mesa?

Schramma se levantó despacio y nos acercarnos a una mesa gris de acero situada en una esquina de la sala, rodeada por una pared de archivadores y estanterías, como un gueto individual. La mesa estaba despejada pero sus fotografías seguían en la pared. Me incliné para echar un vistazo más de cerca a las fotos. En una estaban la esposa y la familia de Herzefelde. En otra parecía él con uniforme militar y una condecoración. En la pared, junto a esta fotografía, quedaba el débil rastro de una pintada que habían borrado: la Estrella de David y las palabras «Judíos fuera». Recorrí el contorno con el dedo para que Schramma se diera cuenta de que lo había visto.

– Menuda forma de rendir homenaje a un hombre que recibió la Cruz de Caballero con hojas de roble -dije en voz alta, mientras ojeaba la sala de detectives-. Tres balas y un poco de arte rupestre.

Se hizo el silencio en la sala. Dejaron de mecanografiar. Las voces se acallaron. Hasta cesó por un instante la algarabía infantil. Todo el mundo me miraba como si fuera el fantasma de Walter Rathenau.

– ¿Quién lo hizo? ¿Quién mató a Paul Herzefelde? ¿Alguien lo sabe? -Hice una pausa-. ¿Alguien se lo imagina? Al fin y al cabo, se supone que son detectives. -Más silencio-. ¿A alguien le importa quién mató a Paul Herzefelde? -Caminé hasta el centro de la sala y, mirando con desdén al Kripo de Munich, esperé a que alguien dijese algo. Miré la hora-. Joder, llevo aquí menos de media hora y ya sé quién lo mató. Lo mataron los nazis. Los hijoputas de los nazis le dispararon por la espalda. Seguramente los mismos nazis que escribieron «Judíos fuera» en la pared, al lado de su mesa.

– Lárgate, cerdo prusiano -gritó uno.

– Sí, lárgate a Berlín, paleto de mierda.

Tenían razón, claro. Ya era hora de marchar. Al cabo de un rato con los neandertales de Munich, los hombres de Berlín parecían todo un avance de la evolución humana. Por lo que se decía, Munich era la ciudad predilecta de Hitler. Ya iba entendiendo por qué.

Salí de la jefatura por otras escaleras, que conducían al patio central, donde había aparcados varios coches y furgonetas de la policía. Mientras me abría camino bajo los soportales hacia la calle, me encontré con el fornido sargento recepcionista, que ahora estaba fuera de servicio. Lo supe porque no llevaba el cinturón de cuero ni las charreteras de su uniforme. Además, tenía un termo en las manos.

– Es una lástima -dijo, después de obstruirme el paso que un policía muera en pleno ejercicio. -Se rió-. Excepto si es judío, claro. Los colegas que mataron al cabrón de Herzefelde se merecen una medalla. -Escupió en el suelo delante de mí como medida de precaución-. Buen viaje de vuelta a Berlín, pendejo sionista.

– Una palabra más, gorila nazi de los cojones, y te arranco la lengua de esa cabeza bávara y la restriego con el tacón de mi zapato para quitarle la mierda.

El sargento dejó el termo en un alféizar y acercó hacia mis narices la espantosa taza.

– ¿Quién cojones te crees que eres para venir a mi ciudad y amenazarme? Tienes suerte de que no te eche a patadas por pura diversión. Si dices una sola palabra más, estúpido de mierda, mañana aparecerán tus huevos colgando del mástil de la bandera.

– Si te amenazo, te callas, y me escribes una carta de agradecimiento con tu mejor caligrafía.

– Este hombre que está hablando conmigo tiene la mandíbula rota -dijo el sargento mientras me atizaba un puñetazo en la cabeza.

Era alto y fuerte, con los hombros como el yugo de una vaca lechera y el puño como un cubo antiincendios. Pero su primer error fue fallar. Tenía todavía la guerrera abotonada y esto ralentizaba sus movimientos, de modo que pude esquivar el golpe con facilidad. Su segundo error fue volver a fallar. Y adelantar la barbilla. Para entonces yo ya estaba preparado para arrearle un sopapo como si se tratase del mismísimo asesino de Paul Herzefelde. Y le arreé fuerte, muy fuerte, justo debajo de la barbilla, que, como probablemente diría Von Clausewitz, es la mejor parte para entablar un contacto decisivo. Vi cómo le flaquearon las piernas en el mismo instante en que le golpeé. Pero le largué otro puñetazo, esta vez en el estómago, y cuando se dobló en dos, le golpeé ambos riñones con la ambición y la tenacidad de un aspirante a peso pesado. Cayó de espaldas contra la pared del soportal. Y todavía le estaba golpeando cuando tres hombres de la Schupo me trincaron y me inmovilizaron contra los portones de hierro forjado.

Lentamente el sargento se levantó de los adoquines. Tardó un rato en enderezarse, pero al final lo consiguió. Debo decir una cosa a su favor: sabía encajar un puñetazo. Se limpió la boca y, jadeante, se me acercó con una mirada que me indicaba que no iba a invitarme a pasar con él la Oktoberfest.

– Sujetadlo -dijo a los demás polis, tomándose su tiempo. Y luego me golpeó. Un gancho corto de derecha en el estómago. Luego otro, y otro, hasta que sus nudillos me hacían cosquillas en la columna vertebral. Sólo que no tenía ninguna gracia. Y yo no me reía. Me soltaron cuando empezaba a vomitar. Pero no habían terminado. De hecho, sólo acababan de empezar.

Me llevaron a rastras al edificio y me bajaron a los calabozos, donde siguieron atizándome: esta vez eran puñetazos expertos de polis que sabían lo que hacían y sin duda disfrutaban con su trabajo. Al cabo de un rato oí una voz lejana que les recordaba que yo era poli, y fue entonces cuando me dejaron en paz. Me pareció que era Schramma el que les dijo que me soltasen, pero nunca lo supe con certeza. Me quedé tendido en el suelo de la celda durante un rato. Siempre que no me pegasen patadas, me parecía el lugar más cómodo del mundo. Lo único que quería hacer era permanecer allí y dormir veinte años. Luego el suelo se deslizó hacia un lado y caí en un lugar profundo y oscuro donde unos enanos jugaban a los bolos. Durante unos instantes jugué con ellos, pero luego uno de los enanos me dio una bebida mágica y dormí el sueño de Jacob. Algo muy judío, en todo caso.

Las celdas del calabozo, situadas en los sótanos de la jefatura de policía de Munich, habían estado ocupadas por monjes agustinos. Debían de ser bastante resistentes aquellos monjes. Mi celda tenía una litera rígida y un camastro de paja tan grueso como una manta. La manta era de aire fino. Job o san Jerónimo se habrían sentido muy cómodos allí. Había un retrete abierto sin asiento. La pared de ladrillo liso de porcelana carecía de ventanas. La celda estaba caliente y hedionda, al igual que yo. «Odia el pecado, ama al pecador», dijo san Agustín. Para él era muy fácil decirlo. Nunca se había pasado la noche en los calabozos de la jefatura de policía de Munich.

Dejaban las luces encendidas todo el tiempo por si nos daba miedo la oscuridad. Al cabo de un rato, perdí la noción del tiempo y ya no sabía si era de día o de noche. Después de varios días así, uno puede acabar haciendo casi cualquier cosa que le pidan, con tal de volver a ver el cielo. Ésa es la teoría, al menos. Y al cabo de un tiempo que me pareció una semana, pero probablemente sólo fueron dos o tres días, me visitó un médico. Era un tipo estilo Schweitzer, con un bigote tan grande como un pulpo y más pelo blanco que la abuela de Liszt. Examinó los cardenales de mis costillas y me preguntó cómo me los había hecho. Le dije que me había caído de la litera mientras dormía.

– ¿Le duele?

– Sólo cuando me río, que no es mucho desde que estoy aquí metido, por extraño que le parezca.

– Debe de tener un par de costillas rotas -me dijo-… Necesita que le vean por rayos equis.

– Gracias, pero lo que de verdad necesito es un cigarro.

Se marchó. Todavía estaba fumándome el cigarro cuando apareció un pelo corto rubio claro y me pidió que le diese mi ropa.

– No creo que le sirva -le dije, pero me la quitaré de todos modos. Sólo me quería ir a casa.

– Vamos a lavar todo esto-dijo mientras entregaba mi ropa al celador-. Y a usted también. Hay una ducha al final del pasillo. Jabón y una cuchilla de afeitar.

– Un poco tarde para dar muestras de hospitalidad, ¿no? -De todos modos me di la ducha y me afeité.

Cuando ya estaba limpio, el hombre me entregó una manta y me llevó a una sala de interrogatorios mientras esperaba la devolución de mi ropa. Nos sentamos en extremos opuestos de una mesa. Abrió una pitillera de cuero y puso un cigarro delante de mí. Alguien me sirvió un café dulce y caliente. Me supo a ambrosía.

– Soy el comisario Wowereit -dijo-. Me han ordenado que le informe de que no hay cargos contra usted y ya se puede marchar.

– Bueno, qué generosidad -dije, mientras cogía un cigarro. Me lo encendió con una cerilla y se sentó en la silla. Tenía manos finas y delicadas. No parecía que le hubieran dado en la vida ni un tomatazo, y mucho menos un puñetazo. No entendía cómo encajaba en el resto de la poli de Munich con unas manos así-. Qué generosidad -repetí-, teniendo en cuenta que el agredido fui yo.

– Se ha enviado ya un informe del incidente a su nuevo director de policía y a su subdirector.

– ¿Cómo que mi nuevo director de policía y su subdirector? ¿De qué cojones me habla, Wowereit?

– Ah, claro. Lo siento. ¿Cómo iba a saberlo?

– ¿Cómo iba a saber qué?

– ¿Ha oído hablar de Altona?

– Sí. Es un vertedero a las afueras de Hamburgo que teóricamente forma parte de Prusia.

– Algo mucho más importante que eso, es una ciudad comunista. El día en que usted llegó a Munich, un grupo de nazis uniformados organizó un desfile allí. Se desencadenó una reyerta. En realidad fue más bien un motín. Murieron diecisiete personas y varios centenares resultaron heridas.

– Hamburgo está muy lejos de Berlín -dije-. No entiendo qué…

– El nuevo canciller, Von Papen, con el apoyo del general Von Schleicher y Adolf Hitler, han redactado un decreto presidencial, firmado por Von Hindenburg, para tomar el control del gobierno prusiano.

– Un golpe de estado.

– En efecto.

– Supongo que el ejército no hizo nada por impedirlo.

– Supone usted bien. El general Rundstedt ha impuesto la ley marcial en el Gran Berlín y la provincia de Brandemburgo, y ha tomado el control del cuerpo de policía de la ciudad. Grezinski ha sido destituido. Weiss y Heimannsberg están detenidos. El doctor Kurt Melcher es el nuevo director de la policía de Berlín.

– ¿Kurt Melcher? No me suena.

– Creo que antes era director de la policía de Essen.

– ¿Y de dónde es el subdirector? ¿De Munich?

– Creo que el nuevo subdirector es un tal doctor Mosle.

– Mosle -exclamé-. ¿Y ése qué sabe de investigaciones policiales? Es el jefe de los guardias de tráfico de Berlín.

– El coronel Poten es el nuevo jefe de la policía uniformada de Berlín. Creo que era director de la academia de policía de Eichen. Todas las fuerzas de seguridad prusianas ahora están directamente subordinadas al ejército. -Wowereit se permitió un leve atisbo de sonrisa-. Supongo que eso le incumbe también a usted. Por el momento.

– La policía de Berlín no lo soportará -dije-. Weiss no era muy popular, es cierto. Pero Magnus Heimannsberg es otra historia. Es muy popular entre la tropa.

– ¿Y qué remedio les queda? Creer que el ejército no empleará la fuerza para acallar la resistencia es de ilusos. -Se encogió de hombros-. Pero todo esto no nos preocupa demasiado aquí en Munich, en este momento, y tiene poca relevancia en el caso que tenemos entre manos. A saber, el suyo. El informe que enviamos a sus superiores describe en detalle lo que creemos que sucedió. Sin duda prestará declaración ante sus superiores al llegar a Berlín y les contará su propia versión.

– Puede estar seguro.

– Una tormenta en un vaso de agua, ¿no cree? En comparación con lo que ha ocurrido. Políticamente hablando.

– Eso es fácil de decir para usted. A usted no le han pegado una paliza ni lo han arrojado a una mazmorra durante días. Y tal vez ha olvidado el motivo de la pelea. Un agente de policía asesinado fue difamado por uno de sus colegas. Me pregunto si eso consta en su maldito informe.

– Ahora Alemania es para los alemanes -dijo Wowereit-. No para un puñado de inmigrantes que sólo están aquí para apañar lo que puedan. Y ese estúpido golpe de estado de Berlín no resolverá nada. Es el último acto desesperado de una República que intenta impedir lo inevitable: la elección de un gobierno nacionalsocialista el 31 de julio. Von Papen espera demostrar que es lo suficientemente fuerte para impedir que Alemania se hunda en el desastre que han montado los judíos y los comunistas. Pero todo el mundo sabe que sólo hay un hombre capaz de afrontar tan histórica tarea.

Le dije que esperaba que se equivocase. Lo dije en voz baja y de forma educada. San Agustín probablemente lo habría aprobado. Habría mucho que decir sobre lo de poner la otra mejilla cuando uno ya ha recibido una dura paliza. Y permanece con vida. Y consigue regresar a Berlín. Yo sólo esperaba reconocer la ciudad al llegar allí.

Encontré al Tercer Ejército por todo Berlín. Coches blindados frente a todos los edificios públicos y secciones de soldados disfrutando del sol de julio en los parques más importantes. Era como si el reloj hubiera retrocedido a 1920. Pero parecía poco probable que los obreros de Berlín organizasen esta vez una huelga general para derrotar este peculiar golpe de estado. Sólo dentro de Alex se percibía algún afán de resistencia. El mayor de policía Walter Encke, que vivía en el mismo edificio de apartamentos que el comandante Heimannsberg y era buen amigo suyo, constituía el núcleo del contragolpe. No obstante, Alex estaba plagada de espías nazis, y el plan de Encke de utilizar brigadas antidisturbios de la Schupo, para detener a todos los nazis de la policía de Berlín, se quedó en agua de borrajas cuando empezó a circular el rumor de que él y Heimannsberg eran amantes. Posteriormente se demostró que el rumor era infundado, pero para entonces ya era tarde. Temiendo la pérdida de su reputación como policía y como hombre, Encke escribió e hizo circular una carta en la que condenaba toda idea de contragolpe con brigadas antidisturbios y aseguraba al ejército su lealtad «como ex agente del ejército imperial». Entretanto, no menos de dieciséis agentes del Kripo, entre los cuales se contaban cuatro comisarios, denunciaron a Bernhard Weiss por presuntas faltas en el ejercicio de su cargo. Y lo emplazaron a presentarse en el despacho del nuevo director de la policía de Berlín, el doctor Kurt Melcher.

Melcher era un estrecho colaborador del doctor Franz Bracht, el ex alcalde de Essen y ahora subcomisario del Reich del gobierno prusiano. Melcher era un abogado de Dortmund, autor de una conocida pero ampulosa historia de la policía prusiana, circunstancia que hizo tanto más asombroso lo que vino después. Ernst Gennat estuvo presente en mi reunión con el nuevo director de la policía, al igual que el subdirector, Johann Mosle. Pero fue Melcher, de cincuenta y cuatro años, el que habló casi todo el tiempo. Aquel hombre, a todas luces irascible, no se anduvo con rodeos y fue directo al grano, con la ayuda de un dedo índice acusador, manchado de nicotina.

– No quiero que los agentes del cuerpo de policía de Berlín se peleen con otros policías. ¿Está claro?

– Sí, señor.

– Seguro que tiene una buena explicación, pero no quiero oírla. Las diferencias políticas que existían entre varios agentes se han acabado. Deben suspenderse todos los procedimientos disciplinarios contra los agentes con afiliaciones nazis, y debe levantarse de inmediato la prohibición de pertenencia al partido nazi impuesta a los agentes al servicio del estado prusiano. Si no le parecen bien estos cambios, entonces no hay lugar para usted en este cuerpo, Gunther.

Estaba a punto de decir que había vivido y colaborado con hombres que eran abiertamente nazis durante cierto tiempo. Pero entonces vi el gesto de Gennat, que cerró los ojos y, casi imperceptiblemente, negó con la cabeza como si me aconsejase silencio.

– Sí, señor.

– Hay un enemigo mucho mayor que el nazismo en este país. Y sobre todo en esta ciudad. El bolchevismo y la inmoralidad. Vamos a perseguir a los comunistas. Y vamos a tomar medidas enérgicas contra toda clase de vicio. Se van a clausurar los espectáculos carnales. Y las putas serán expulsadas de nuestras calles.

– Sí, señor.

– Y eso no es todo. El Kripo va a funcionar más como un equipo. No habrá más detectives estrella dando conferencias de prensa y aireando sus nombres en los periódicos.

– ¿Y los agentes de policía que escriban libros, señor? -pregunté-. ¿Lo van a permitir? Siempre he querido escribir un libro.

Melcher sonrió de oreja a oreja como un sapo y se inclinó hacia delante como si quisiera ver más de cerca cierta clase de crío repugnante.

– Ya se ve cómo se hizo esos cardenales en la cara, Gunther. Tiene mucha labia. No me gustan los detectives que se pasan de listos.

– Desde luego no tiene sentido emplear a detectives estúpidos, señor.

– Hay listos y listos, Gunther. Y luego están los inteligentes. El poli inteligente sabe distinguir. Sabe cuándo tiene que cerrar el pico y escuchar. Sabe dejar de lado la política personal y centrarse en el trabajo que tiene entre manos. No estoy muy seguro de que usted sepa hacer eso, Gunther. Si no, no sé cómo acabó pasándose tres días y tres noches en un calabozo de la policía de Munich. ¿Qué cojones estaba haciendo allí?

– Fui allí por invitación de un agente de policía hermano. Para consultar los expedientes de un crimen que guardaba relación con el caso que estoy investigando. El caso de Anita Schwartz. Hay algunas similitudes sorprendentes entre este crimen y otro que habían investigado allí en Munich. Tenía la esperanza de encontrar alguna pista nueva. Pero al llegar a Munich descubrí que este agente de policía, el comisario Herzefelde, judío, había sido asesinado.

Empleé la palabra «hermano» con énfasis, intentando provocar en Melcher alguna clase de reacción antisemítica. No había olvidado a Izzy Weiss ni las mentiras que se decían ahora sobre mi antiguo jefe y amigo.

– De acuerdo. ¿Y qué averiguó?

– Nada. Las notas del comisario Herzefelde sobre el caso habían quedado bajo el control de-los detectives que ahora investigaban su asesinato. Por lo tanto, no pude hacer lo que pretendía, señor.

– Y por tanto, pagó su frustración con un agente colega.

– No fue así en absoluto, señor. El sargento en cuestión…

Melcher hizo un gesto negativo con la cabeza.

– Le he dicho que no quiero oír su explicación, Gunther. No hay excusa que valga para quien pega a otro agente. -Miró a Mosle un instante.

– No hay excusa que valga -repitió el subdirector.

– Bueno, ¿y hasta dónde ha llegado en este caso?

– Señor, creo que nuestro asesino puede ser de Munich. Algo lo trajo a Berlín. Un tratamiento médico, quizá. Creo que se estaba tratando una enfermedad venérea. Un nuevo tratamiento que se está investigando en la ciudad. De todos modos, cuando llegó aquí, conoció a Anita Schwartz. Posiblemente fue cliente suyo. Parece que la chica era prostituta ocasional.

– Qué disparate -dijo Melcher-. Un hombre con una enfermedad venérea no suele mantener relaciones sexuales con una prostituta. ¿En qué cabeza cabe?

– Con el debido respeto, señor, precisamente así se propaga la enfermedad venérea.

– Y eso de que Anita Schwartz era puta es otro sinsentido. Se lo digo con sinceridad, Gunther, lo que yo creo, y lo que creen varios detectives importantes de Alex, es que usted se ha inventado toda esa línea de investigación para avergonzar a la familia Schwartz. Por motivos políticos.

– Eso no es cierto, señor.

– ¿Acaso niega que eludió la supervisión del agente político que se asignó a este caso?

– ¿Arthur Nebe? No, no lo niego. No pensé que fuera necesario. En mi mente tenía la satisfacción de no haber actuado ni remotamente de forma tendenciosa contra la familia Schwartz. Lo único que quería hacer es atrapar al lunático que mató a su hija.

– Bien, pues yo no estoy satisfecho. Y usted no va a atrapar a su asesino. Lo aparto del caso, Gunther.

– Si me lo permite, señor, está cometiendo un grave error. Sólo yo puedo atrapar a ese hombre. Si me autorizase a ver los expedientes de Herzefelde, señor, estoy seguro de que podría resolver este caso en menos de una semana.

– Ha tenido ya su tiempo para resolverlo, Gunther. Lo siento, pero así es. Queda apartado del caso. Además, voy a reasignarlo. Voy a expulsarlo del cuerpo de inspectores A.

– ¿Me expulsa de homicidios? ¿Por qué? Se me da bien este trabajo, señor. -Miré a Gennat-. Dígaselo, Ernst. No se quede ahí mirando como un pastel de carne. Usted sabe que se me da bien. Usted me formó.

Gennat movió incómodamente en la silla su enorme culo. Parecía afligido, como si le diesen guerra las hemorroides.

– No está en mi mano, Bernie -dijo-. Lo siento. De verdad que lo siento. La decisión está tomada.

– Claro, ya entiendo. Quiere llevar una vida tranquila, Ernst. Sin problemas. Sin política. Por cierto, ¿es verdad que fue usted uno de los detectives que se presentaron en el despacho de Izzy con una botella de vino para brindar con el doctor Mosle? ¿Cuando se quedó con el trabajo de Izzy?

– No fue así, Bernie -insistió Gennat-. Conozco a Mosle desde hace más tiempo que tú. Es buena persona.

– También lo era Izzy.

– Eso está por ver, creo yo -dijo Melcher-. Su opinión no nos importa aquí. Lo transfiero del cuerpo de inspectores A al J. Con efectos inmediatos.

– ¿Al J? Es el departamento de antecedentes penales. Ni siquiera es propiamente un cuerpo de inspectores, maldita sea. Es un cuerpo auxiliar.

– Es un traslado temporal-dijo Melcher-. Mientras decido en cuál de los demás cuerpos de inspectores puede encajar un hombre con su experiencia de investigación. Hasta entonces, quiero que dedique su experiencia a sugerir mejoras en el departamento de antecedentes penales. Al parecer, el problema de los archivos de ese departamento es que no tienen muy en cuenta cómo funciona una investigación. Usted se encargará de enmendar eso, Gunther. ¿Está claro?

Normalmente habría discutido más. Hasta puede que hubiera presentado mi dimisión. Pero estaba cansado después del viaje en tren desde Munich y muy dolorido por la paliza que me habían dado. Lo que quería era irme a casa, darme un baño, tomarme una copa y dormir en una cama de verdad. Además, todavía quedaba el «pequeño escollo» de las elecciones generales, previstas para pocos días después, el 31 de julio. Todavía albergaba esperanzas de que el pueblo alemán entrase en razón y escogiese a los socialdemócratas como el partido con mayor representación en el Reichstag. Después de lo cual el ejército no tendría otra opción que restaurar el gobierno prusiano y expulsar a tipos como Papen y Bracht y Mosle de sus cargos ocupados de forma ilegal.

– Sí, señor -dije.

– Eso es todo, Gunther.

– Si fuera posible, me gustaría tomarme una semana de permiso, señor.

– Concedido.

Salí caminando muy despacio, mientras Ernst Gennat levantaba el culo. Mosle se quedó en lo que fue, durante un tiempo, el despacho de Melcher.

– Lo siento, Bernie -dijo Gennat-, pero no podía hacer nada.

– Pero podía hablar, a fin de cuentas.

– Llevo en el cuerpo más de treinta años, Bernie -dijo con una sonrisa algo cansina-. Me nombraron comisario en 1906. Si he aprendido algo en todo este tiempo es a distinguir entre las batallas por las que vale la pena luchar y las que están perdidas de antemano. No tiene sentido discutir con estos cabrones, como tampoco tiene sentido enfrentarse al ejército. Sólo nos queda esperar y rezar para que el resultado electoral nos sea favorable. Tras lo cual podrás volver a ser detective de homicidios. Puede que Izzy y los demás también. Aunque, después de lo que ocurrió con tu amigo Herzefelde en Munich, me temo que no tiene muchas opciones. Sospecho que la ley marcial se levantará dentro de unos días. No se atreverán a celebrar las elecciones con el ejército en las calles. Y los cargos contra Weiss y Heimannsberg se retirarán por falta de pruebas. Grezinski ya está preparando una serie de mítines por la ciudad para defender su política de la no violencia. Así que vete a casa. Recupérate. Confía en la democracia alemana. Y reza para que Hindenburg permanezca con vida.

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