Se alegraron de verme en el Hotel San Martín. Por supuesto, en gran parte se debía a que la policía secreta había dejado patas arriba mi habitación, aunque no tanto como cabría imaginar. No había mucho que poner patas arriba. Los Lloyd me saludaron como si creyesen que no me volverían a ver en la vida.
– Se cuentan muchas cosas sobre la policía secreta y demás -me dijo el señor Lloyd con un vaso de whisky de bienvenida en el bar del hotel-. Pero nosotros nunca la habíamos visto.
– Hubo una confusión con mi cédula, eso es todo -dije-. No creo que vuelva a ocurrir.
De todos modos, pagué la factura del mes, por si acaso. Eso contribuyó a que los Lloyd se tranquilizasen, Una cosa era perder a un cliente, y otra muy distinta perder a un cliente que no ha pagado. Eran buena gente, pero vivían de su trabajo. ¿Y quién no?
Subí a mi habitación. Había una cama, una mesa con una silla, un sillón, una estufa eléctrica de tres resistencias, una radio, un teléfono y un baño. Naturalmente, yo había añadido unos cuantos toques personales: una botella, un par de copas, un juego de ajedrez, un diccionario de español, una edición de Weimar de Goethe que compré en una librería de segunda mano, una maleta y algo de ropa. Todas mis propiedades terrenales. Me hubiera gustado ver a Werther enfrentado a los pesares de Gunther. Me serví una copa, preparé el tablero de ajedrez, encendí la radio y me senté en el sillón. Había unos mensajes de teléfono en un sobre. Todos menos uno eran de Anna Yagubsky. El otro era de Isabel Pekerman. No conocía a nadie que se llamase Isabel Pekerman.
Agustín Magaldi salía por Radio El Mundo cantando Vagabundo, un gran éxito de los años treinta. Apagué la radio y preparé un baño. Pensé en salir a comer algo, pero luego preferí tomarme otra copa. Estaba pensando en irme a la cama cuando sonó el teléfono. Era la señora Lloyd.
– Ha llamado la señora Pekerman.
– ¿Quién?
– Ya ha llamado antes. Dice que usted la conoce.
– Gracias, señora Lloyd. Será mejor que me pase la llamada.
Oí un par de clics y la última sílaba de un gracias en la voz de otra mujer.
– ¿Señora Pekerman? Soy Carlos Hausner. Creo que no tengo el placer de conocerla.
– Oh, sí que me conoce.
– Entonces me lleva ventaja, señora Pekerman. Creo que no la recuerdo.
– ¿Está usted solo, señor Hausner?
Ojeé las cuatro paredes desnudas y silenciosas, la botella medio vacía y el malogrado juego de ajedrez. Estaba solo, sí. Al otro lado de la ventana la gente caminaba por la calle, pero en lo que a mí respecta era como si estuviesen en Saturno. A veces me asustaba el profundo silencio de la habitación, porque parecía un reflejo de mi silencio interior. Al otro lado de la calle, en la iglesia de Santa Catalina de Siena, empezó a tañer una campana.
– Sí, estoy solo, señora Pekerman. ¿Qué desea?
– Me dijeron que fuese mañana por la tarde, señor Hausner -dijo-, pero acaban de ofrecerme un papel en una obra en Corrientes. Es un papel pequeño, pero interesante. En una buena obra. Además, las cosas han cambiado desde la última vez que nos vimos.Anna me ha hablado de usted. Me ha dicho que la está ayudando a buscar a sus tíos.
Me estremecí, preguntándome a cuánta otra gente se lo habría contado.
– ¿Cuándo nos conocimos exactamente, señora Pekerman?
– En casa del señor Von Bader. Yo soy la mujer que fingía ser su esposa. -Hizo una pausa. Yo también. O, mejor dicho, la hizo mi corazón-. ¿Me recuerda ahora?
– Sí, la recuerdo. El perro no se quedó con usted. Se vino conmigo y con Von Bader.
– Bueno, es que el perro no es mío, señor Hausner -dijo, como si todavía no captase lo que me quería decir-. A decir verdad, no confiaba en que usted indagase nada sobre los tíos de Anna. Pero sí que lo hizo. Quiero decir, no es mucho, pero algo es algo. Una prueba de que al menos entraron en este país. Mire, estoy en el mismo barco que Anna. También soy judía. Y también tengo parientes que entraron ilegalmente en el país y luego desaparecieron.
– Creo que no debería contar esto por teléfono, señora Pekerman. Podríamos quedar para hablar de este tema.
Por las noches, cuando no actuaba, Isabel Pekerman trabajaba en una milonga, que era una especie de club de tango, en Corrientes. Yo no sabía mucho sobre el tango, salvo que se originó en los burdeles argentinos. Y eso es exactamente lo que me pareció el Club Seguro. Para acceder al local, había que bajar unos escalones desde un pequeño letrero de neón y atravesar un patio iluminado por una única llama desnuda. Entre las sombras titilantes se acercó un hombre fornido. El vigilante de la puerta. Tenía un silbato en el cuello para llamar a la policía en caso de que se desatase una reyerta incontrolable.
– ¿Lleva navaja? -preguntó.
– No.
– De todos modos tengo que registrarle -dijo, aparentemente sorprendido por mi respuesta negativa.
– ¿Entonces por qué lo pregunta?
– Porque si me miente pensaré que viene a armar jaleo -dijo mientras me cacheaba-. Y tendré que vigilarle. -Cuando comprobó que no iba armado, me señaló la puerta por la que se filtraba una música de acordeón y violines.
En la entrada había una especie de gallinero donde residía la mujer de la casita, una negra bastante corpulenta que estaba sentada en una poltrona, tarareando una melodía totalmente distinta de la que tocaba la orquesta de tango. En el muslo tenía una servilleta de papel y un par de chuletas de cordero. Podría tratarse de su cena, pero también de los restos del último hombre que armó jaleo al fornido vigilante. Desplegó una enorme sonrisa irregular, tan blanca como una tira de campanillas de invierno, y me echó una mirada de arriba abajo.
– ¿Busca un Stepney?
Me encogí de hombros. Mi castellano había mejorado bastante, pero se me deshizo como un traje barato en cuanto tropezó con el argot local.
– Ya sabe. El café creme.
– Busco a Isabel Pekerman -dije.
– ¿De dónde eres, cariño?
– De Alemania.
– Veinte pesos, Adolf -dijo la mujer de la casita-. No sé qué se piensa, pero el cafinflero de la señora es Blue Vincent y Vincent prefiere que le dé el ramo antes de que hable con la gallina.
– Sólo quiero hablar con ella.
– Lo mismo da que sea cazador o no. Todos los criollos son del centro y si habla con el equipaje tendrá que darle un ramo. Normas del local.
– Lo tendré en cuenta. -Saqué un par de billetes y se los presioné en su mano curtida.
– Ajá. Se movió un instante y se embutió los billetes bajo una de sus nalgas sustanciales. Parecía un lugar tan seguro como una cámara acorazada-. Seguramente estará en la pista de baile.
Traspasé una cortina de abalorios y entré en una escena de Los cuatro jinetes del Apocalipsis. Las paredes de ladrillo estaban cubiertas de pintadas y carteles antiguos. Alrededor de una sucia tarima de baile había multitud de mesitas de mármol. Las luces bajas del techo apenas iluminaban la sórdida vida de abajo. Había mujeres con faldas abiertas hasta el ombligo y hombres con el sombrero gacho sobre los ojos vigilantes. La orquesta parecía tan empalagosa como la música que tocaba. Sólo faltaba que apareciese un Rodolfo Valentino con un poncho, un látigo en la mano y un mohín en los labios. Nadie prestó atención a mi llegada. Nadie salvo la más alta de las dos mujeres que bailaban el tango con ojos cómplices.
Apenas la reconocí. Parecía un caballo de circo. Tenía una melena larga y muy rubia, con alguna que otra cana. Los ojos eran grandes, pero no tanto como su hermoso trasero curvo, que la falda no se esforzaba en ocultar. También vestía una especie de leotardos con lentejuelas que casi escudaban su pudor. Creo que eran leotardos, pero no se sabía con seguridad, por el modo en que desaparecían entre las nalgas.
Le clavé una dura mirada sólo para que supiera que la había visto. Ella me miró también y señaló una mesa. Me senté. Apareció un camarero. Todo el mundo bebía cubano en grandes vasos redondos. Pedí lo mismo y encendí un cigarrillo.
Un hombre recio se acercó a mi mesa. Iba a ataviado con botas, pantalones negros, una chaqueta gris que le venía algo pequeña y un pañuelo blanco. Llevaba escrita la palabra chulo por todo el cuerpo, como los números de una baraja. La mujer le hizo una seña y él me miró, dilatando la boca en una sonrisa de aprobación y lástima. Lo comprendí. Aprobaba mi elección de mujer, pero lamentaba que yo fuese de esos gilipollas que se rebajaban a hacer ese tipo de transacción degradante. Sus facciones marcadas no indicaban miedo. Tenía la cara curtida, como un objeto que se podría utilizar para sacudir una alfombra. Cuando hablaba, su aliento me agudizaba la sed de un licor fuerte. Mantuve la nariz dentro del vaso hasta que acabó de soltarme la perorata.
En silencio, solté unos billetes en la mesa. No estaba de humor para nada salvo información, pero a veces la información cuesta lo mismo que otras relaciones más íntimas. Apretó el dinero en el puño y se largó. Entonces ella se acercó y se sentó.
– Lo siento -dijo-. Le pediré el dinero al final de la noche y se lo devolveré en otro momento, pero ha hecho bien en pagarle. Vincent no es un hombre insensato, pero es mi criollo, y a los criollos les gusta que las cosas parezcan lo tienen que parecer. Por si se lo pregunta, no es mi chulo.
– Si usted lo dice…
– Un criollo sólo vigila a una mujer. Es una especie de guardaespaldas. Algunos hombres con los que bailo a veces se ponen un poco pesados.
– No importa lo del dinero. Quédeselo.
– ¿Eso es lo que quiere?
– Sí, quédeselo. Lo que busco es información, nada más. No se ofenda, pero he tenido un día tremendo.
– ¿Quiere hablar de ello?
– No. Charlemos. -Bebí un sorbo de cubano-. Está distinta de la última vez que nos vimos.
Un camarero le sirvió una copa, pero ella prescindió de la copa y del hombre.
– ¿Quién se lo pidió?
– El poli. El que lo trajo a usted. Vino a mi apartamento y me dijo que me había visto en un espectáculo y que tenía un trabajo especial para mí. Si hacía lo que me decía, me pagaría e incluiría en el trato algo de ropa bonita. Sólo tenía que aparentar que era una madre rica y preocupada. -Se encogió de hombros-. Era muy fácil. Yo también tuve una madre rica y preocupada. -Encendió un cigarro-. Así que conocí a Von Bader y charlamos.
– ¿Cuánto tiempo estuvo allí?
– Casi todo el día. No sabíamos exactamente a qué hora iban a llegar.
– ¿Y montaron todo eso sólo porque iba yo?
– Aparentemente sí. Pero el coronel Montalbán también quería que le informase sobre Von Bader.
– Sí, eso ya me encaja un poco más. Dos trabajos por el precio de uno. -Asentí-. ¿Y qué le pareció Von Bader?
– Nervioso. Pero agradable. Le oí hablar por teléfono. Creo que preveía marcharse al extranjero. Llamó a Suiza y recibió varias llamadas de allí mientras yo estaba en su casa. Lo sé porque en una ocasión me pidió que atendiese el teléfono mientras él estaba en el baño. Yo hablo alemán, como sabe. También hablo polaco y español. Soy germano-polaca de nacimiento. De Danzig. -Dio una calada al cigarro, pero no le resultó agradable y lo apagó a medio fumar-. Lo siento, pero todo esto me pone un poco nerviosa. Al coronel no le hizo ninguna gracia cuando le dije que no puedo repetir la interpretación mañana por la mañana. No lo encajó bien.
– ¿Y por qué lo hizo?
– Cuando Von Bader me dijo que usted era un famoso detective alemán y que había investigado muchos casos de desapariciones en Berlín antes de la guerra, creo que perdí interés por el plan. O quién sabe. Mire, fui yo quien le habló a Anna Yagubsky de usted. Y quien le sugirió que hablase con usted para pedirle ayuda. Pensé que si ayudaba a Anna a encontrar a sus tíos también me ayudaría a mí a encontrar a mis hermanas. Y, dado que usted me estaba ayudando, aunque a través de una representante, yo decidí ayudarle a usted. Decidí ponerle al corriente, en la medida de lo posible, de lo que están tramando el coronel y Von Bader. Mire, la chica, Fabienne, ha desaparecido con su madre y nadie sabe dónde está. Eso es todo lo que sé. Von Bader quiere abandonar el país, pero hasta que sepa que están. a salvo no puede marcharse. Algo así, vaya. En todo caso, corro un gran peligro al contarle esto.
– ¿Pero por qué lo hace?
– Porque Anna dice que usted es el hombre que va a resolver el enigma. Y no me refiero al paradero de Fabienne y su madre, sino al de nuestros familiares. Los tíos de Anna y mis hermanas. -Continúe -dije con un suspiro-. Hábleme de ellas. Hábleme de usted. -Me encogí de hombros-. ¿Por qué no? Al fin y al cabo, he pagado por su tiempo.
– Mi madre me sacó de Polonia justo antes de la guerra. Yo tenía veinticinco años. Me dio unas joyas y logré llegar a Argentina. Mis dos hermanas eran demasiado pequeñas para venir conmigo. Una tenía diez años y la otra ocho. El plan era que yo mandase a alguien a buscarlas cuando pudiera. Escribí a mi madre para contarle que estaba bien y recibí una carta de un vecino que me dijo que mi madre y mis hermanas estaban escondidas en Francia. Después, en 1945, supe que mis dos hermanas viajaban como falso peso en un buque de carga desde Bilbao.
– ¿Falso peso?
– Sí, es como llaman a los inmigrantes ilegales en un barco. Sin embargo, cuando el barco atracó aquí en Buenos Aires, no había ni rastro de ellas. Mi marido de entonces hizo algunas indagaciones. Era ex policía. Averiguó que las había vendido el capitán a una casita. Como franchuchas.
Hice un gesto negativo.
– Una franchucha es como llaman los porteños a una prostituta francesa. Una gallina es como llaman a una rusa. Vinieran de donde vinieran, tenían casi siempre una cosa en común: eran judías. Hubo una época en que la mitad de las prostitutas de esta ciudad eran judías. No por elección. La mayoría eran vendidas como esclavas y obligadas a prostituirse. Después mi marido se largó con todo el dinero que me quedaba y casi todo el de Anna.
Cuando volvió, se había gastado hasta el último céntimo y tuve que ganarme la vida como fuese. Así que aquí estoy, como ve. Actúo, bailo, un poco de todo. A veces algo más, si el hombre me gusta. De todos modos, mi nueva vida tenía una gran ventaja. Me permitía buscar a mis hermanas, y hace un par de años descubrí que las habían detenido el año anterior, en una redada policial en una casita. Se las llevaron a la cárcel de San Miguel. Pero en lugar de comparecer ante los magistrados, se esfumaron de la cárcel. Desde entonces no sé nada de ellas. Nadie sabe nada. Es como si no hubieran existido.
» Fue mi ex marido, Pablo, el que me presentó al coronel. Y la verdad es que acepté el trabajo del señor Von Bader con la esperanza de tener una oportunidad de preguntar al coronel por mis dos hermanas.
– ¿Y lo hizo?
– No. Por la sencilla razón de que él y Von Bader hicieron ciertos comentarios sobre los judíos. Comentarios antisemíticos. ¿Se acuerda?
– Sí, me acuerdo.
– Por lo tanto, no me pareció probable que se mostrase muy comprensivo con mi situación. Entonces m~ di cuenta de que a usted tampoco le gustaron los comentarios. Vi la amabilidad de sus ojos. Y decidí renunciar a mi plan de hablar con el coronel para hablar con usted. O al menos convencí a Anna para que hablase con usted sobre nuestra situación. El resto ya lo sabe. Ella no tiene dinero, claro, pero es muy guapa. Yo no esperaba que nos ayudase a cambio de nada. Le aseguro que en este país nadie hace nada a cambio de nada.
– No cuente con que suceda muy a menudo. Yo pago con la misma facilidad que cualquiera. A veces pierdo la aureola y me entra apetito de los vicios comunes y hasta de los menos comunes. -Lo tendré en cuenta -dijo-. Me dará algo en que pensar la próxima vez que no pueda dormir.
– ¿Qué edad tenían sus hermanas cuando llegaron aquí?
– Catorce y dieciséis.
– ¿Hay mucha trata de blancas aquí en Buenos Aires?
– Mire, de eso hay en todas partes. Las chicas llegan a un lugar que está muy lejos de su país natal. Están sin dinero, sin papeles, y no tienen forma de volver. Comprenden que tienen que trabajar para pagar los gastos ocultos de su pasaje. Tengo suerte de que no me sucediese lo mismo a mí. Todo lo que hago, lo hago por elección. Más o menos.
– ¿Quién se encarga de la compra y de la venta?
– ¿Quiere decir del equipaje? ¿Las chicas?
Asentí.
– Para empezar, esto ya no sucede con mucha frecuencia. Ha disminuido el suministro de chicas nuevas. Normalmente los vendedores eran los mismos que organizaban el pasaje de las chicas. Capitanes de barco, primeros oficiales, en puertos como Marsella, Bilbao, Vigo, Oporto, Tenerife e incluso Dakar. Las chicas más jóvenes, como mis hermanas, eran de «peso escaso». Otras eran de «sobrepeso», Si eran muy jóvenes, las llamaban «frágiles», demasiado jóvenes para ver la luz del día durante el viaje. La mercancía era controlada por un polaco de Montevideo llamado Mihanovich. Montevideo era donde atracaban todos los barcos antes de venir a Buenos Aires. Algunos se quedaban en Uruguay, pero normalmente enviaban a las chicas aquí, donde se podía ganar dinero con su venta. Mihanovich llegaba a un acuerdo con los hombres del Centro, que es como se llama el crimen organizado en esta ciudad. Se llama el Centro porque tiene su sede en la zona comprendida entre Corrientes, Belgrano, el puerto y San Nicolás. En gran parte está controlado por familias francesas, una de Marsella y las otras de París. Así que los hombres del Centro compraban chicas a Mihanovich, les metían el miedo en el cuerpo cuando llegaban aquí, y las ponían a trabajar en las casitas de Buenos Aires. El sitio ideal para los marineros salidos y con unos días de permiso. Hay más casitas en esta zona de Buenos Aires que en el resto de Argentina. Hasta los polis se pasan mucho por aquí. Así que ya se imagina cómo me sentí al saber que mis dos hermanas adolescentes entraron a trabajar en ese negocio. -Negó con la cabeza, amargamente-. Esta ciudad es como una escena del Juicio Final.
Encendí otro cigarro y dejé que las volutas de humo me envolviesen los ojos. Quería castigarlos por mirarle el escote justo cuando necesitaba que cumpliesen con su trabajo y la mirasen fijamente a la cara, con el fin de dilucidar si me decía la verdad. Pero supongo que para eso se inventaron los escotes. Me moví en la silla y eché un vistazo al local. Isabel Pekerman hacía que Buenos Aires se pareciese mucho a Berlín durante los últimos años de la República de Weimar. No obstante, para mis cínicos ojos, lo que había visto en Buenos Aires no era comparable con la antigua capital alemana. Las chicas que bailaban llevaban algo de ropa encima y sus parejas al menos eran hombres, en su mayoría, no una cosa intermedia. Los músicos tocaban una melodía sin pretensiones. No ponía en duda lo que había dicho Isabel Pekerman. Pero, a diferencia de Berlín, que alardeaba del vicio y la corrupción, Buenos Aires atendía su ansia de depravación como un viejo sacerdote que echa un trago a una botella de coñac escondida en el bolsillo de la sotana.
Me cogió la mano, abrió la palma y la observó atentamente.
– Según su mano, vamos a pasar la noche juntos, después de todo -dijo mientras recorría con el índice las diversas arrugas y montículos.
– Como le dije, he tenido un día tremendo.
– Me mirarían mal si no lo hiciera -dijo, contradiciendo gran parte de lo que había dicho antes-. Al fin y al cabo, ya ha pagado por ello. Blue Vincent pensará que he perdido facultades.
– No pensará eso. Si tiene ojos en la cara.
– ¿Ah, no? -dijo, abrazándome-. Venga. Lo pasaremos bien. Hace años que no me acuesto con un hombre que me guste de verdad.
– Qué coincidencia -dije, y me levanté para marcharme. Y más valdría que me hubiera quedado.