Tardé tres horas en encontrar a Anna. Su padre no me sirvió de nada. Más valdría que le hubiera preguntado dónde se escondía Martin Bormann. Al final recordé que la persona que vivía en el piso de arriba de Isabel Pekerman, la que había informado de su «suicidio», era también amiga de Anna. Sólo sabía que se llamaba Hanna y que vivía en Once.
Once, dividido en dos por la calle Corrientes y el barrio judío, era un barrio feo con una fea estación de tren, una fea plaza delante de la estación y, en el centro de esa fea plaza, un monumento bastante feo. En una fea comisaría popularmente llamada Miserere, mostré mi identificación de la SIDE a un sargento recepcionista malencarado y pregunté por el caso Pekerman. Me dio la dirección y me dirigí a un feo edificio de la calle Paso. Estaba lleno de feos olores y música fea. No tenía vuelta de hoja: Argentina había perdido parte de su encanto para mí.
Una mujer de color con toscas facciones abrió la puerta del apartamento situado encima del de Isabel Pekerman. Tenía el pelo como la cola de una yegua Noriker, en gran parte concentrado en las mejillas, y una tez como la cara interior de una cafetera.
– ¿Está Anna? -pregunté.
La mujer se frotó el mentón de cromañón con dedos vagamente homínidos e insinuó una sonrisa incierta que puso al descubierto varias oquedades en la dentadura, que era tan grande como las tedas de una máquina de escribir. Parecía la prueba viviente no sólo de alguna teoria paleontológica improbable, sino de algo más importante, la primera ley de Durkheim de la solidaridad femenina, que dice que toda mujer hermosa tiene una amigamuyfea.
– ¿Quién pregunta?
– Tranquila, Hannah -dijo una voz.
Sin soltar la puerta, la amiga dio un paso atrás y pude ver a Anna unos metros más al fondo del apartamento. Llevaba un vestido de gabardina de pata de gallo azul entallado. Tenia los brazos cruzados en actitud defensiva, como hacen las mujeres cuando se mueren por pegar a alguien con un rodillo.
– ¿Cómo me has encontrado? -preguntó mientras la amiga volvia a su cubiculo.
– Soy detective, ¿recuerdas? A eso me dedico. A encontrar a la gente. A veces hasta encuentro a gente que no quiere aparecer.
– En eso último tienes razón, Gunther.
Cerré la puerta y eché un vistazo por el feo vestibulo. Habia un colgador de sombreros, un felpudo, un cesto de perro vacio que habia conocido tiempos mejores, una ubicua fotografia de Martel, el cantante de tangos, y la maleta que llevó Anna a Tucumán.
– Bueno, ¿le has contado a tus amigos dé la policia secreta lo de tus amigos de las SS?
– Bonita manera de describirlo. Pues si, se lo he contado.
– ¿Y?
– Imagino que van camino de allí. Como te intenté explicar en el tren, la esposa y la hija de Kammler en realidad son la esposa y la hija de otra persona. Y si han tenido algo de felicidad doméstica durante este tiempo, se les ha acabado.
– ¿Y crees que eso es castigo suficiente?
– A veces el castigo es como la belleza -dije, encogiéndome de hombros-. Subjetivo. Pero es un castigo auténtico y duradero, a fin de cuentas.
– Prefiero los castigos que todo el mundo entiende.
– Ah, ¿te refieres a una ejecución pública, por ejemplo?
– ¿No es eso lo que de verdad se merece?
– Seguramente, pero los dos sabemos que eso no va a suceder. A la larga sospecho que recibirá su merecido. A todos nos llega tarde o temprano.
– Ojalá te creyera.
– Hazle caso a alguien que sabe lo que dice.
– Ummm. Tengo mis dudas.
– Eres dura, Anna,
– El mundo es duro.
– Sí, ¿verdad? Por eso he venido. Ahora que la policía sabe lo que sé, me han dicho que me marche del país. Y para asegurarse de que captaba el mensaje, me llevaron a dar un paseo en avión con la puerta abierta y me mostraron el río de la Plata desde cinco mil pies de altura. En resumen, una de dos, o me marcho esta noche en barco a Montevideo o acabaré en el fondo del río.
– ¿Te amenazaron de verdad?
– Lo dices como si fuera mucho más agradable de lo que fue, Anna -dije entre risas-. Tenía los ojos vendados, estaba sonado por un puñetazo, con las manos atadas, y me permitieron fumar el último cigarrillo. Por si acaso, arrojaron a seis personas desde el avión delante de mí. Por un instante, pensé que una de ellas eras tú. Luego me tocaba a mí. Si no hubiera conseguido canjear la información sobre la esposa y la hija de Kammler, mañana sería un excremento de tiburón. -Suspiré-. Mira, ¿nos podemos sentar? Todavía se me nubla la mente sólo de pensarlo.
– Sí, claro. Pasa, por favor.
Entramos en una especie de sala de estar con pretensiones artísticas. Todo estaba pintado con filigrana italiana: las paredes, los muebles, las puertas, el ventilador eléctrico, un piano, hasta una máquina de escribir. Había una paleta de artista y unos pinceles en una mesa de filigrana.
– Hannah es artista -explicó Anna.
Asentí, y me dije que seguramente teníamos diez minutos antes de que Hannah entrase a pintarme un dibujo en la frente. A lo mejor no me vendría mal. Uno se harta de ver la misma cara en el espejo todos los días. Por eso se casa la gente.
– ¿Entonces qué vas a hacer? -preguntó mientras se sentaba.
– No soy buen nadador -le dije-, sobre todo si tengo las manos atadas a la espalda. Me han dejado muy clarito que me puedo pasar el resto de la vida muerto si no me piro. Así que me voy. A Montevideo. Esta noche.
– Cuánto lo siento -dijo, y me besó la mano-. Lo siento mucho. -Luego exhaló un suspiro-. No sé por qué me sorprende. Casi todos los hombres que se portan bien conmigo, y tú te has portado bien conmigo, Bernie, no creas que no te agradezco lo que has hecho, casi todos se acaban marchando. Mi padre dice que es porque no sé agarrarme a los hombres.
– Con el debido respeto a tu padre, es muy sencillo, cielo. Sobre todo en este caso. No tienes que decir nada. No tienes que hacer nada. Nada en absoluto. Bueno, sólo abrazarme y venirte conmigo.
– ¿A Montevideo?
– ¿Por qué no? Allí es adonde voy.
– No puedo marcharme, Bernie. Ahora éste es mi país. Mis padres viven aquí.
– Se marcharon de Rusia a causa de la persecución, ¿no?
– Sí, pero aquello fue diferente.
– No creo que tus tíos estuvieran muy de acuerdo.
– Dijiste que no estabas seguro de eso. Dijiste que no sabíamos quiénes eran. Que podría haber sido cualquiera.
– Los dos sabemos que sólo te lo dije para que no nos matasen.
– Sí. Pero ojalá te hubiera hecho caso al principio. Tenías razón. A veces es mejor no saber. Pensé que la muerte era la muerte y que era lo peor que podía pasar. Pero ahora sé que no es así, aunque a lo mejor prefiero olvidarlo.
– No te pido que te vayas de aquí por mí -le dije-, sino por ti. La policía secreta me ha dicho que, dado que sabes demasiado, sería aconsejable que te marchases también del país. Lamento tener que decirte esto, Anna, pero me preocupa lo que te pueda pasar si te quedas. Podrías ser tú la próxima que arrojasen al río de la Plata desde un avión.
– ¿Es otra mentira? ¿Para que vaya contigo? -Se apartó de los ojos la larga maraña de pelo y negó con la cabeza-. No me puedo marchar. Y no me iré.
La estreché entre mis brazos y la acuné suavemente.
– Escúchame, Anna, me gustaría que vinieras conmigo. Pero si no quieres, lo entiendo. De todos modos, conmigo o sin mí, tienes que marcharte esta noche. No tiene por qué ser a Uruguay. Si quieres, te compro un billete de avión adonde quieras. Hay una oficina dePluna en la esquina. Vamos ahora mismo y te compro un billete a Asunción. A La Paz. Adonde quieras. Te daré dinero para que te establezcas en otro lugar. Diez mil dólares americanos. Veinte. Pero tienes que salir del país.
– No puedo abandonar a mis padres -dijo-. Son mayores.
– Pues les pago el billete también a ellos. Podemos mandarles un billete para que vengan cuando lleguemos a Montevideo. No está tan lejos. Compraré una casa grande donde podamos vivir todos. Te lo prometo. Será estupendo, nos las arreglaremos. Pero tienes que creerme. La policía sabe quién eres. Saben tu nombre. Casi con toda seguridad saben dónde vives y dónde trabajas. Esto es serio, Anna. Una mañana, de pronto, camino del trabajo, te saldrán al paso y te llevarán a Caseros. Te desnudarán y abusarán de ti. Te torturarán. Y cuando hayan acabado de torturarte te meterán en un avión y te arrojarán por la puerta. Si no te vas de aquí, cielo, no te queda nada más que rezar. Ayer oí una oración en el avión, repetida una y otra vez. ¿Y sabes qué? No funcionó. Lo arrojaron de todos modos. Esa gente es inmune a las plegarias. Oyen tus plegarias y se ríen y luego te arrojan al vacío.
– No. -Había lágrimas en sus ojos, pero se aferraba a la incredulidad-. Es otra mentira de conveniencia. Como cuando me contaste que los enterrados en las fosas de Dulce no eran judíos. Me estás diciendo todo esto porque no soportas la idea de marcharte solo. No me parece mal que quieras que vaya. Si estuviera en tu lugar, seguramente haría lo mismo. Me gustas mucho, Bernie, pero ya se me pasará. A los dos se nos pasará. Pero ojalá dejases de asustarme. Es una bajeza por tu parte.
– No me puedo creer que pienses que me estoy inventando todo esto.
– ¿Por qué no? Bernie, todo tú eres pura invención. La verdad es que no sé nada sobre ti.
– Si te lo conté todo en el tren.
– ¿Cómo puedo saberlo? Lo único que sé con seguridad es que estás aquí con un pasaporte falso. Ni siquiera es tuyo el nombre verdadero que supuestamente les diste a tus viejos camaradas, los que te trajeron aquí. Aquel hombre que estaba en el rancho. Heinrich Grund. Me dijiste que era un asesino, pero tú lo conocías. Te saludó como un viejo amigo.
– Lo fue, en tiempos. Antes de la guerra. Antes de Hitler. Tenía muchos amigos antes de Hitler.
– Por lo que sé, tú también eres nazi. ¿Cómo voy a confiar en ti? ¿Cómo voy a creerme una palabra de lo que me digas? Soy judía, y tú eres un ex oficial de las SS. ¿Qué clase de confianza puede haber entre nosotros?
– Acudiste a mí en busca de ayuda -le recordé-. Te ayudé todo lo que pude. Estoy intentando ayudarte ahora. No te pedí nada a cambio. Lo que me diste me lo diste porque quisiste. Te salvé la vida una vez y ahora intento salvártela de nuevo. Arriesgué mi propia vida por ti. Tengo que salir de este país por ti. A lo mejor eso no significa gran cosa para ti. Pero aun así me alegro de lo que hice. Habría hecho cualquier cosa por ti. Supongo que lo que intento decir es que te amo, Anna. Bueno, ¿y qué? Es la pura verdad. Si alguna parte de ti siente lo mismo que yo, entonces olvida todo lo demás. Olvida lo que te diga la cabeza y escucha al corazón, porque eso es lo único que importa entre dos personas. Sé que no soy muy buen partido para una chica como tú. Podrías conseguir algo mucho mejor, lo sé, y si no estuvieras en la puerta de un avión probablemente te diría que siguieras con tu vida y que te fuera la mar de bien. Pero es donde estás, Anna. Veo los cardenales en tu cara y el viento en tu pelo, cielo.
La abracé y la besé tan fuerte como si intentase inocularle cierta sensatez. Me rodeó con los brazos y me besó tanto que, durante un minuto o dos, casi pensé que surtía efecto.
– Supongo que te amo -dijo después-, pero no saldré del país por ti. No puedo. Cada vez que te veo me acuerdo. Me acuerdo de lo que les pasó a mis tíos.
Quería abofetearle las dos mejillas, como se supone que se hace cuando uno ha estado en las SS. Podría haber sido una medida eficaz. Con cualquiera menos con Anna. Pegarle habría sido como soltarle el saludo de Hitler. Sólo habría confirmado lo que ella ya sospechaba. Que yo era nazi.
– Escucha, cielo -dije mientras se zafaba de mí-. Probablemente no servirá de nada, pero lo intentaré una vez más y luego te dejaré en paz. Cuando dos personas se aman se supone que se cuidan.
– El amor no importa -dijo-. No es una razón suficiente.
– Déjame acabar. Cuando seas vieja, o quizá muy vieja, sabrás que es lo único que importa.
Mientras lo decía, sabía que no iba a suceder, Anna nunca envejecería. Nunca envejecería si el coronel Montalbán cumplía su perversa palabra.
– El amor es la única razón necesaria, cielo. Es la única razón que existe en el mundo para que confíes en mí. Tal vez no sea la clase de razón que satisfaría a un griego con toga. No sé si podrías utilizar esa clase de razón como fundamento de una verdad que existe fuera de nosotros. Lo único que sé es que hay que darle una oportunidad para saber si una persona es lo que queremos o lo que creemos que queremos. Se necesita un poco de tiempo. Hagamos lo siguiente. Vente conmigo sólo unos días. Como si volviésemos en tren a Tucumán. Y luego, si no funciona, puedes decir a la mierda, Gunther, me voy a Buenos Aires, porque prefiero morir a estar con un hombre como tú. Así que no digas nada más ahora. Piensa despacio lo que te he dicho. Habla con tu padre. Yo hablé con él. Te dará un buen consejo. Los padres siempre aconsejan bien. Te compraré un billete para el barco de esta noche. Podemos llegar a Montevideo en menos de lo que se tarda en decir «te esperaré en la oficina de la Compañía de Navegación Fluvial Argentina».
Y me marché.