Llamé a Anna y quedé para comer con ella hacia las dos en el Shorthorn Grill de Corrientes. Luego me dirigí en coche a la casa de Arenales donde me esperaban Von Bader y el coronel. Después de lo que me había contado Isabel Pekerman en el Club Seguro, sabía que probablemente sería una pérdida de tiempo, pero quería ver cómo se comportaban los dos hombres sin ella, y qué impresión me causaban a la luz de lo que ya sabía. No es que supiera nada con seguridad. Eso era mucho decir. Suponía que Von Bader preveía ir a Suiza y que Evita no estaba dispuesta a dejarlo marchar hasta que la auténtica baronesa liberase a Fabienne.
Si la verdadera baronesa había desaparecido con la hija de Evita, en el supuesto de que Fabienne fuese hija de Evita, podía deberse a diversos motivos. Tal vez guardaba relación con las cuentas del Reichsbank en Zurich, aunque no entendía exactamente cómo. En el fondo, yo había sido una marioneta del coronel Montalbán. Sabía por qué me había dejado reabrir una investigación de asesinato de veinte años antes. Pero la única explicación posible de que no me hubiese contado que Fabienne se había escondido con su madre era que el coronel sabía, con absoluta certeza, que se había escondido con uno de los viejos camaradas. En todo caso, algún motivo tenía para organizar la farsa de Isabel Pekerman. El coronel no hacía nunca nada sin un motivo importante.
– ¿Su esposa no está? -pregunté a Von Bader cuando entramos en el salón y cerró la puerta.
– Me temo que no -respondió con frialdad-. Está en nuestra segunda residencia, en Pilar. Ha estado sometida a una enorme tensión.
– Comprendo -dije-. De todos modos, así será más fácil, me imagino. -Al ver su cara de perplejidad, añadí-: Hablar sobre la verdadera madre de Fabienne sólo con usted. -Dejé que se muriese de vergüenza unos instantes y luego dije-: Me lo contó la esposa del presidente.
– Ah, ya. Sí, comprendo.
– Me contó que su hija los oyó discutir y luego se escapó de casa.
– Sí, lamento haberle inducido a error, Herr Gunther -dijo Van Bader. Lucía un traje distinto, pero la misma mirada de cómoda prosperidad. Se había cortado el pelo entrecano desde la última vez. También tenía las uñas más cortas, pero no de manicura, sino por habérselas mordido. Estaban en carne viva de tanto mordisco-. Pero estaba, y sigo estando, muy preocupado por lo que haya podido pasarle.
– ¿Cree usted que Fabienne está cerca de su madrastra?
– Sí. Mucho. Es decir, trata a mi mujer como a su verdadera madre. Y para todos nuestros conocidos siempre ha sido así. Evita ha tenido escasa relación con su hija hasta hace relativamente poco.
– ¿Qué le hizo pensar -dije, mirando al coronel Montalbán- que puede haberse escondido con una familia alemana? Y por si no se ha dado cuenta, coronel, es una pregunta directa de las que requieren una respuesta directa.
– Creo que yo puedo responder, Herr Gunther -dijo Van Bader-. Fabienne es una chica muy madura. Sabe mucho sobre la guerra y sobre lo que vino después y por qué muchos alemanes como usted han decidido vivir aquí en Argentina. Se podría decir que Fabienne es nacionalsocialista. Ella lo diría, desde luego. Mi esposa y yo a veces discutíamos por eso.
»El motivo por el que el coronel quería que usted investigase a nuestros viejos camaradas aquí en Argentina es bastante sencillo. La propia Fabienne insinuó que se escaparía y se iría a vivir a casa de alguno de ellos. Nos amenazó con eso varias veces después de descubrir que Evita era su verdadera madre. Fabienne podía ser así de cruel. Quién mejor para esconderse que alguien que también se escondía, nos decía. Sé que puede resultar un poco extraño que un padre diga esto de su hija, pero Fabienne es una chica muy carismática. Sus fotografías no le hacen justicia. Es la quintaesencia de la raza aria y, entre los que la han conocido, existe consenso general de que hasta el Führer se habría sentido cautivado por ella. Si ha visto a Leni Riefenstahl en La luz azul, Herr Gunther, sabrá a qué me refiero.
Había visto la película. Un filme alpino, lo llamaban. Los Alpes eran lo mejor de la película.
– En ese sentido se nota que es hija de Evita. Como la conoce, supongo que entiende lo que quiero decir.
– Claro -asentí-, ya entiendo. Es la adoración de todos. Geli Raubel, Leni Riefenstahl, Eva Braun y Eva Perón, y así hasta llegar a una preciosa sirena. ¿Por qué no me informó antes?
– No teníamos libertad para hacerlo -dijo el coronel-. Evita no quería que se conociese su secreto. Sus enemigos podrían utilizar esa información para acabar con ella. Sin embargo, al final la convencí de que se lo contase y ahora ya lo sabe usted todo.
– Ummm.
– ¿Qué significa eso? -preguntó el coronel.
– Significa que puede que sí y puede que no, y puede que me esté acostumbrando a no distinguir entre lo uno y lo otro. Y además, la chica es hija de Von Bader, y qué interés tendría él en mentirme, si no es porque la gente miente en cualquier tema y en todo momento, salvo los meses con X. -Encendí un cigarro-. ¿Y tienen nombre los viejos camaradas que conocía la chica?
– Hace un año -dijo Von Bader-, mi esposa y yo dimos una fiesta de bienvenida a muchos de los viejos camaradas que llegaron a Argentina.
– Muy hospitalario por su parte, desde luego.
– Uno de mis antiguos colegas se ocupó de elaborar la lista de invitados. El doctor Heinrich Dorge. Antes era ayudante del doctor Schacht. El ministro de Finanzas de Hitler, ¿sabe?
Asentí.
– Fabienne fue la estrella de la fiesta -dijo su padre-. Parecía tan lozana, tan cautivadora, que muchos hombres olvidaron por qué estaban aquí. Recuerdo que cantó canciones alemanas antiguas, acompañada por mi esposa al piano. Fabienne los conmovió. Estuvo extraordinaria. -Hizo una pausa-. El doctor Dorge ha muerto. Sufrió un accidente. Lo cual significa que no nos acordamos de todos los que vinieron a la fiesta. Debía de haber unos ciento cincuenta viejos camaradas. Posiblemente más.
– Y cree que está escondida con alguno, ¿no es así?
– Creo que es sumamente probable.
– Y vale la pena investigarlo -añadió el coronel-. Por ello quisiera que continuase su investigación anterior. Todavía hay muchos nombres con los que no ha hablado.
– Es cierto -dije-. Pero sospecho que si no la han encontrado es porque ya no está en Buenos Aires. Seguramente estará en otra zona del país. El Tucumán, quizás. Allí viven muchos viejos camaradas que trabajan para Capri en la construcción de la presa de La Quiroga. No estaría demás que me diese una vuelta por allí arriba.
– Ya lo hicimos -dijo el coronel-. Pero quién sabe. A lo mejor se nos pasó algo. ¿Cuándo puede ir?
– Cogeré el tren de esta noche.
Había sólo dos platos en el menú del Shorthorn Grill: carne con verduras o carne sola. Había mucha carne de ternera expuesta en brochetas en el escaparate y en las paredes pintadas de color rosbif había dibujos de diversos cortes de vacuno, cocinado y sin cocinar. Una cabeza de buey vigilaba el restaurante y a sus clientes con vidriosa perplejidad. En cuanto la carne se cocinaba y servía en las mesas, era devorada con un cordial silencio, como si la carne fuese algo demasiado serio para interrumpirla con la conversación. Era uno de esos sitios donde hasta la piel de los zapatos se pone un poco nerviosa.
Anna estaba sentada en una esquina ante una mesa cubierta con un mantel de cuadros rojos. En la pared, sobre su cabeza, había una litografía que representaba a un gaucho enlazando a un buey. Anna tenía los ojos tristes, pero no pensé que fuese porque era vegetariana. En cuanto me senté, llegó un camarero y nos sirvió en los platos unas salchichas de vacuno con pimientos rojos. La mayor parte de los restantes camareros eran cejijuntos; en cambio, las cejas del nuestro ya habían copulado. Pedí una botella de vino tinto, el que sabía que le gustaba a Anna, hecho de uvas y alcohol. Cuando se marchó puse la mano sobre la suya.
– ¿Qué te pasa? ¿No te gusta la carne?
– No debería haber venido -dijo en silencio-. Acabo de recibir una mala noticia. Sobre una amiga mía.
– Cuánto lo siento -dije-. ¿Quieres contármelo?
– Era actriz -dijo Anna-. Bueno, eso decía. Francamente, yo tenía mis dudas, pero era buena persona. Llevaba una vida muy dura, creo yo. Mucho más dura de lo que quería reconocer. Y ahora ha muerto. No tendría más de treinta y seis años. -Anna sonrió compungida-. Supongo que su vida ya no empeorará, ¿verdad?
– Isabel Pekerman -dije.
– Sí -dijo Anna sorprendida-. ¿Cómo lo sabías?
– Eso no importa. Cuéntame lo que pasó.
– Después de que me llamases esta mañana, recibí una llamada de Hannah, una amiga común. Hannah vive en el apartamento que está justo encima del de Isabel. Es en el Once, el barrio que oficialmente se llama Balvanera. Históricamente es allí donde vivían los judíos de la ciudad, y algunos todavía siguen allí. Bueno, el caso es que Isabel apareció muerta esta mañana. Hannah la encontró. Estaba en el baño con las muñecas rajadas, como si se hubiese suicidado.
– ¿Como si?
– Isabel era una superviviente. No es de esas personas que se suicidan. En absoluto, y menos después de lo que ha tenido que soportar. Y desde luego no se quitaría la vida mientras hubiera esperanzas de encontrar a sus hermanas con vida. Mira…
– Lo sé. Ella me contó lo de sus hermanas. De hecho me lo contó anoche. Y no me pareció que estuviese a punto de suicidarse, desde luego.
– ¿Estuviste con ella?
– Me llamó al hotel y quedamos en un lugar llamado el Club Seguro. Me lo contó todo. Creo que tus dudas sobre su profesión son bastante acertadas, pero era buena persona. Me cayó bien. Me cayó tan bien que podría haberme acostado con ella. Y ojalá lo hubiera hecho. A lo mejor seguiría viva.
– ¿Por qué no? ¿Por qué no te acostaste con ella?
– Por muchos motivos. Ayer tuve un día tremendo.
– Te llamé dos veces, pero no estabas.
– Me detuvieron. Durante un rato.
– ¿Por qué?
– Es una larga historia. Como la de Isabel. Sobre todo no me acosté con ella por ti, Anna. O al menos eso es lo que pensé esta mañana. Me sentía bastante orgulloso de mí mismo por haber resistido la tentación. Hasta que me dijiste que había muerto.
– ¿Entonces crees que tengo razón? ¿Puede que la hayan asesinado?
– Sí.
– ¿Por qué querría alguien matar a Isabel?
– Siendo el tipo de actriz que era, corría ciertos riesgos -dije-. Pero eso no explica que la matasen. Supongo que su muerte tiene algo que ver conmigo. A lo mejor le pincharon el teléfono; o a lo mejor me lo pincharon a mí. A lo mejor la siguieron. A lo mejor me siguen a mí. No sé.
– ¿Sabes quién pudo ser?
– Me imagino quién dio las órdenes, pero es mejor que no sepas nada más. Ya bastante peligrosa está la cosa.
– Entonces deberíamos ir a la policía.
– No me parece muy buena idea. -Sonreí. Me hizo gracia su ingenuidad-. No, cielo, desde luego que no vamos a ir a la policía.
– ¿Insinúas que la policía tiene algo que ver con su muerte?
– No insinúo nada. Mira, Anna, he venido a decirte que quizá he averiguado algo. Algo importante sobre la Directiva 11. Un lugar en un mapa. Se me ocurrió la estúpida idea romántica de que cogiéramos tú y yo el tren nocturno de Tucumán para echar un vistazo por allí. Pero eso era antes de saber lo de Isabel Pekermano Ahora creo que es mejor que no diga nada más. Sobre nada.
– ¿Y no crees que es una estúpida idea romántica intentar protegerme como si fuera una cría ingenua? -preguntó.
– Créeme. Es más seguro que no diga nada más.
– Bueno -dijo con un suspiro-, qué comida tan interesante. Si no piensas decir nada.
Lon Chaney volvió con el vino. Abrió la botella y empezamos con la pantomima de la cata hasta que lo sirvió. Tan absurdo como una ceremonia japonesa de té. En cuanto le llenó la copa, Anna se lo bebió de un trago. El camarero sonrió azorado y rellenó la copa. Anna le quitó la botella, se sirvió y se bebió la segunda tan rápido como la primera.
– Bueno, ¿y ahora de qué hablamos? -preguntó.
– Cálmate -dije.
El camarero se alejó. Acaso percibía un inminente jaleo.
– Podemos hablar de fútbol, supongo -dijo-. O de política. O de lo que ponen en el cine. Pero empieza tú. Se te da mejor que a mí evitar ciertos temas. Al fin y al cabo, supongo que tienes mucha más práctica. -Se sirvió más vino-. No, hablemos de la guerra. O mejor dicho de tu guerra. ¿Dónde estabas? ¿En la Gestapo? ¿En las SS? ¿Trabajabas en un campo de concentración? ¿Mataste a algún judío? ¿Mataste a un montón de judíos? ¿Estás aquí porque eres un criminal de guerra nazi y porque han puesto precio a tu cabeza? ¿Te ahorcarán si te echan el guante? -Encendió un cigarrillo con nerviosismo-. ¿Qué tal voy? ¿Se me da bien no hablar de lo que hemos venido a hablar? A propósito, ¿por qué me cogiste como diente, Bernie? ¿Por sentimiento de culpa? ¿Quieres resarcirte de todo aquello ayudándome ahora? ¿Es eso? Ahora entiendo por dónde van los tiros.
Entrecerró los ojos y se mordió el labio como si se implicase con todo el cuerpo en cada latigazo verbal.
– El hombre de las SS con conciencia. Buen argumento para una novela, bien pensado. Un poco sensiblero, pero así son las novelas, ¿no crees? La judía y el oficial alemán. Deberían componer una ópera sobre ese tema. Una ópera vanguardista con canciones deprimentes, tonalidades menores y notas de mierda. Pero el barítono que haga tu papel es mejor que no sepa cantar. O, mejor aún, que no cante nada. Ése es su leitmotiv. ¿Y el de ella? Algo impotente, repetitivo y desesperado.
Anna cogió la copa, pero esta vez se levantó en cuanto la acabó.
– Gracias por el almuerzo.
– Siéntate -dije-. Te estás comportando como una cría.
– A lo mejor es porque me tratas como a una cría.
– A lo mejor, pero prefiero eso que ver tu cuerpo en la morgue de la policía. Ése es mi único motif, Anna.
– Ahora pareces mi padre. No, espera, creo que eres más viejo que él.
Y se marchó.
Me acabé lo que quedaba en la botella y me dirigí a la Casa Rosada para revisar toda la información que me había dado Montalbán sobre los viejos camaradas residentes en Argentina. No había ni rastro de Hans Kammler. Pero tampoco de Otto Skorzeny. Daba la sensación de que algunos camaradas estaban bajo sospecha. Más tarde llamé a Geller para decirle que volvía a Tucumán y pedirle prestado su Jeep.
– ¿Quieres visitar otra vez a Ricardo? -preguntó-. Lo digo porque todavía no me ha perdonado que te dijera dónde vive. -Geller se rió-. Creo que no le caes muy bien.
– Estoy seguro.
– Por cierto, el otro d.ía me preguntaste por los capullos que nos dan mala fama a los capullos. No te imaginas quién apareció por aquí el otro día Otto Skorzeny.
– ¿Trabaja también en Capri?
– Eso es lo bueno. No. Al menos que yo sepa.
– A ver si puedes averiguar qué hace ahí -dije-. Y de paso a ver si averiguas algo sobre un tipo llamado Hans Kammler?
– ¿Kammler? No me suena de nada.
– Era general en las SS, Pedro.
Geller refunfuñó.
– ¿Qué pasa?
– ¿Desde cuándo me llamas Pedro? -dijo-.. Cada vez que oigo ese nombre me estremezco. Es nombre de campesino. Me hace pensar que huelo a mierda de caballo.
– Tranquilo, Pedro, no lo notarás. En Tucumán, no. En Tucumán todo huele a mierda de caballo.
Por la noche fui en coche a la estación de ferrocarril. Como de costumbre, la estación estaba repleta de gente, muchos indios de Paraguay y Bolivia, fácilmente identificables por las mantas de colores y el bombín. Al principio no la vi. Estaba de pie, en la cabecera del andén de la Línea de Mitre. Llevaba un atuendo sensato: traje de dos piezas de lana, guantes y bufanda. Tenía una maleta pequeña junto a la pierna bien torneada y un billete en la mano. Parecía que me esperaba.
– Ya pensaba que no venías -dijo.
– ¿Qué demonios haces aquí?
– Te diría que éste es un país libre, pero como no lo es… -respondió.
– ¿Pretendes venir a Tucumán?
– Es lo que dice mi billete.
– Te lo dije. Es peligroso.
– Tengo el corazón en un puño. -Se encogió de hombros-. Todo es peligroso si se lee la letra pequeña, Gunther. A veces es mejor no llevar las gafas. Además, se trata de mis parientes, no de los tuyos. Suponiendo que tengas algo parecido a parientes.
– ¿No te lo he dicho? Me encontraron debajo de una piedra.
– Se nota. Tienes muchas cualidades pétreas.
– Supongo que no puedo impedir que vengas, cielo.
– Sería gracioso que lo intentases.
– De acuerdo. -Exhalé un suspiro-. Sé reconocer una derrota.
– Eso lo dudo.
– ¿Has estado alguna vez en Tucumán?
– Nunca me ha parecido interesante pasar veintitrés horas en un tren para acabar en un estercolero cochambroso. Es lo que dice todo el mundo, al menos. Que hay un par de iglesias y una especie de universidad.
– Eso, y ochocientas mil hectáreas de caña de azúcar.
– Lo dices como si me hubiera perdido algo.
– Tú no, pero yo sí. -La estreché entre mis brazos y la besé-. Espero que seas golosa. Ochocientas mil hectáreas son un montón de azúcar.
– Después de lo que te dije en la comida, ya puedo endulzarlo un poco, ¿no crees?
– Tienes veintitrés horas para resarcirme.
– Entonces es una suerte que haya traído una baraja.
– Será mejor que subamos al tren. -Le cogí la maleta y recorrimos el andén, pasando por delante de varios carritos que vendían comida y bebida para llevar a bordo. Compramos todo lo que pudimos y encontramos un compartimento libre. Al cabo de unos minutos, el tren salió de la estación, pero media hora después no íbamos más rápido que una anciana en bicicleta.
– No me extraña que tarde veintitrés horas, a esta velocidad -protesté.
– El ferrocarril lo construyeron los británicos -explicó Anna-. Y hasta la llegada de Perón, fueron también sus propietarios.
– Eso no explica que vaya tan despacio.
– No construyeron el ferrocarril para la gente -dijo-, sino para el transporte de ganado.
– Y yo que pensaba que sólo los alemanes dominaban el arte de transportar a personas como ganado.
– Umm. ¿Siempre has sido tan cínico?
– No. Antes sólo era un proyecto en la mente de mi padre.
– Buena pieza debe de ser tu padre.
– Lo intentó.
– Tan despiadado como cínico. Igual que todos los de las SS.
– ¿Cómo lo sabes? Apuesto que soy el primero de las SS que conoces.
– Desde luego, nunca me imaginé que me gustaría besar a ninguno.
– Tampoco yo me imaginé que acabaría siéndolo, te lo aseguro. ¿Quieres que te hable de ello? Tenemos tiempo de sobra.
– ¿Y nuestro trato de no hacer preguntas?
– No, creo que ha llegado el momento de que sepas algo sobre mí. Por si me matan.
– Lo dices para asustarme. No te molestes. Últimamente duermo con la luz encendida.
– ¿Quieres que te lo cuente o no?
– Supongo que no podré salir por la puerta si al final decido que no me gustas. Ni siquiera a esta velocidad. Venga, adelante. Siempre puedo hacer solitarios si me aburro de escucharte.
– Mi estilo de confesión a tumba abierta es fuerte. Hay que acompañarlo con un refresco. Como un ginger ale o un tónica. -Saqué una botella de whisky de la bolsa y serví una dosis en el único vasito que llevaba-. O con un poco de esto.
– Un poco fuerte para ser un refresco -dijo Anna, probándolo como si fuera nitroglicerina.
Encendí dos cigarros y le puse uno en la boca.
– Es una historia un poco dura. Vamos. Bebe un poco. Sólo te la puedo contar cuando veas doble y te nuble la vista con humo. Así no te darás cuenta de que me crecerán losdientes y me saldrá una mata de pelo en la cara.
El tren dejaba atrás los barrios periféricos de Buenos Aires. Ojalá pudiera dejar atrás mi pasado con la misma facilidad. Entró por la ventana un fuerte olor a agua marina. Las gaviotas planeaban en el cielo azul cerca de la costa. Las ruedas traqueteaban bajo el suelo del vagón como una marcha de seis por ocho y, durante un instante, recordé las bandas que desfilaban bajo las ventanas del Hotel Adlon la noche del lunes 30 de enero de 1933. Fue el día en que el mundo cambió para siempre. El día en que Hitler fue nombrado canciller del Reich. Recordaba que, cuando las bandas se acercaban a la Pariser Platz, donde estaban situados el Adlon y la embajada francesa, interrumpieron la música y se pusieron a tocar la vieja canción de guerra prusiana «Queremos derrotar a los franceses». En ese momento comprendí que era inevitable otra guerra europea.
– Todos los alemanes llevan en su seno una imagen de Adolf Hitler -dije-, hasta los que odiábamos a Hitler y todo lo que representaba. Su cara, con el pelo alborotado y el bigote de sello de correos, nos persigue a todos de por vida y, como una llama misteriosa que nunca se apaga, arde en nuestras almas. Los nazis hablaban de un imperio milenario. Pero a veces pienso que, a causa de lo que hicimos, el nombre de Alemania y los alemanes vivirá en la infamia durante más de un milenio. El resto del mundo tardará un milenio en olvidar. Desde luego, si llego a vivir mil años, nunca olvidaré algunas cosas que vi. Y algunas cosas que hice.
Se lo conté todo. Todo lo que hice durante la guerra y en los años posteriores hasta el día en que zarpé con rumbo a Argentina. Era la primera vez que, hablaba de ello con sinceridad, sin omitir nada y sin justificar mis actos. Pero al final le dije quién era el verdadero culpable de todo aquello.
– Para mí la culpa la tienen los comunistas por convocar en noviembre de 1932 una huelga general que forzó las elecciones. La tiene Von Hindenburg por ser demasiado viejo para cantarle las cuarenta a Hitler. La tienen los seis millones de desempleados; un tercio de la población activa, por querer un empleo a toda costa, incluso a costa de Hitler. La tiene el ejército por no poner fin a la violencia callejera durante la República de Weimar y por respaldar a Hitler en 1933. La tienen los franceses. La tienen Von Papen y Rathenau y Evert y Scheidemann y Leibknecht y Rosa Luxemburgo. La tienen los espartaquistas y los Freikorps. La tiene la Gran Guerra por arrebatarnos el valor de la vida humana. La tienen la inflación y la Bauhaus y el dadaísmo y Max Reinhardt. La tienen Himmler y Goering y Hitler y las SS y Weimar y las putas y los chulos. Pero sobre todo la tengo yo. Por no hacer nada. Que era menos de lo que debería haber hecho. Que era lo que se requería para que triunfase el nazismo. Tengo parte de culpa. Antepuse mi supervivencia a cualquier otra consideración. Eso no tiene vuelta de hoja. Si fuese verdaderamente inocente, estaría muerto, Anna, Y no lo estoy.
»Llevo cinco años intentado salir del atolladero. Tuve que venir a Argentina y verme reflejado en los ojos de otros ex miembros de las SS para comprenderlo. Yo formaba parte de todo aquello. Intenté que no fuera así, pero fracasé. Estuve allí. Llevé el uniforme. Comparto la responsabilidad.
– ¡Dios! -exclamó Anna Yagubsky arqueando las cejas y apartando la mirada-. Sí que has tenido una vida interesante.
Sonreí, pensando en Louis Adlon y la maldición china.
– Bueno, yo no te juzgo -dijo Anna-. No creo que tengas tanta culpa. Aunque tampoco eres totalmente inocente. De todos modos, me parece que ya has pagado caro lo que hiciste. Fuiste prisionero de los rusos. Debió de ser horrible. Y ahora me estás ayudando. Tengo la impresión de que si fueses como el resto de tus viejos camaradas no me ayudarías. No depende de mí el perdonarte. Depende de Dios, suponiendo que creas en Dios, pero rezaré para que te perdone. Y podrías rezar tú también.
No podía arriesgarme a sufrir otra vez su desaprobación, contándole que no creía en Dios más de lo que creía en Adolf Hitler, No era muy probable que una judía conversa se tomase a la ligera la cuestión de mi ateísmo. Después de lo que le había contado, necesitaba ganarme de nuevo su favor, así que asentí y le dije:
– Sí, puede que lo haga.
Y si había Dios, supuse que me entendería. Al fin y al cabo, no es extraño dejar de creer en Dios cuando se deja de creer en todo lo demás. Cuando se deja de creer en uno mismo.