Lo primero que notamos fue un fuerte olor a quemado. Luego oímos los coches de bomberos y las ambulancias que venían de Artilleriestrasse. Frieda salió a la puerta del hotel para echar un vistazo y observó que una multitud de gente exaltada se dirigía hacia el noroeste por la Pariser Platz. Sobre los tejados de la embajada francesa, algo iluminaba el cielo nocturno como la puerta abierta de una caldera.
– Es el Reichstag -dijo Frieda-. Está ardiendo el Reichstag.
Entramos corriendo en el hotel con la intención de verlo mejor desde el tejado. Pero en el vestíbulo me encontré con Herr AdIon. Le dije que el Reichstag estaba ardiendo. Eran las diez y pico de la noche.
– Sí, lo sé. -Me llevó aparte, pensó mejor lo que iba a decirme, y luego me hizo pasar al despacho del gerente. Cerró la puerta-. Quiero pedirle algo. Y puede ser peligroso.
Me encogí de hombros.
– ¿Sabe dónde está la embajada china?
– Sí, en Kurfurstendamm. Junto al teatro Nelson.
– Quiero que vaya allí, a la embajada china, en la furgoneta de la lavandería del hotel -dijo Louis Adlon, entregándome las llaves-. Quiero que recoja a unos pasajeros y los traiga directamente aquí. Pero de ninguna manera deje que se apeen en la puerta principal del hotel. Entre con ellos por la puerta de servicio. Los estaré esperando allí.
– ¿Puedo preguntar quiénes son, señor?
– Sí. Es Bernhard Weiss con su familia. Alguien le sopló que los nazis pensaban ir a su casa esta noche para lincharlo. Por suerte Chiang Kai-shek es amigo de Izzy y dejó que se refugiase junto con su familia allí en la embajada. Me acaba de llamar hace unos minutos para pedirme que le ayude. Naturalmente, le dije que se alojase aquí. Y supuse que usted también querría ayudarle.
– Por supuesto. ¿Pero no estaría más seguro en la embajada?
– Es posible, pero estará más cómodo aquí, ¿no cree? Además, estamos acostumbrados a dar alojamiento en nuestras suites VIP en condiciones de estricta confidencialidad. No, lo cuidaremos muy bien aquí, y durante el tiempo que haga falta.
– Seguro que esto tiene que ver con el incendio del Reichstag -dije-. Los nazis deben de estar tramando un derrocamiento total de la República. Y la declaración de la ley marcial.
– Creo que tiene razón. ¿Va armado?
– No, señor, pero voy a buscar un arma.
– No queda tiempo. Llévese la mía. -Sacó un llavero y abrió la caja fuerte-. La última vez que saqué esta pistola de la caja fuerte fue durante la sublevación espartaquista de 1920. Pero está bien lubricada. -Me entregó una Mauser de mango de escoba y una caja de munición. Luego abrió en la mesa un maletín de piel y vació su contenido-. Meta aquí la Mauser. Y tenga cuidado, Bernie. No creo que ésta sea una de esas noches en que uno se siente orgulloso de ser alemán.
Louis Adlon tenía razón. Las calles de Berlín estaban tomadas por los soldados de las tropas de asalto, que entonaban canciones y ondeaban las banderas como si el incendio fuese motivo de celebración. Vi cómo rompían el escaparate de una tienda de propiedad judía cerca del zoo. Era fácil imaginar lo que habría ocurrido si se hubiesen encontrado con un viejo rabino o algún pobre infeliz con una visera a lo Lenin y una bandera roja en la solapa. Había furgonetas de policía y coches blindados por doquier, pero no supuse que tuviesen la menor intención de proteger a los comunistas y los judíos. Y al ver que los hombres de la Schupo no se esforzaban en poner fin a los disturbios de la ciudad, me alegré de no ser ya policía. Por otro lado, era una noche excelente para ser chino. Al llegar, observé que nadie prestaba atención a la embajada china ni a sus ocupantes.
Dejé el motor encendido y las puertas abiertas, salí de la furgoneta y llamé al timbre de la embajada. Un chino respondió a la puerta y me preguntó quién era. Le dije que me mandaba Louis Adlon y, al instante, se abrieron las dobles puertas que daban a una antesala de la planta baja. Allí estaban Izzy y su familia esperando con el equipaje. Me miraron con inquietud. Izzy me dio la mano y asintió en silencio. No nos dijimos gran cosa. No había tiempo. Recogí las maletas, las introduje en la furgoneta y, cuando me pareció que no había peligro, hice señas a los pasajeros para que saliesen de la embajada y cerré las puertas de la furgoneta en cuanto entraron.
Al llegar al Adlon conduje el vehículo hasta la entrada de servicio, tal como me habían ordenado, y allí estaba Louis Adlon esperando. Max, el portero, cargó las pertenencias de la familia Weiss en un carrito de equipaje y desapareció por el ascensor de servicio. Ni siquiera esperó la propina. Todo era extraño aquella noche. Entretanto, metimos corriendo a los refugiados en otro ascensor de servicio y los condujimos a la mejor suite del hotel. Era algo típico de Louis Adlon, y yo sabía que su significación no pasaría desapercibida para Izzy.
En el interior de la suntuosa suite, los cortinajes de seda cubrían las ventanas y estaba encendida la chimenea. La esposa de Izzy se ocultó en el baño con los hijos, y Adlon sirvió copas para todos. Apareció Max, que empezó a guardar el equipaje. Aunque no se veía nada de lo que ocurría en el exterior, el bullicio sí se oía. Unos soldados de tropas de asalto se acercaron por Wilhelmstrasse entonando «Muerte a los marxistas». Los ojos de Izzy estaban envueltos en lágrimas, pero intentaba sonreír.
– Parece que ya han encontrado a un chivo expiatorio para el incendio -dijo.
– Nadie lo creerá -dije.
– La gente creerá lo que quiera -dijo Izzy-. Y ahora mismo no quieren creer en los comunistas, es evidente.
Tomó el vaso que le ofreció Louis y brindamos los tres. -Por que vengan tiempos mejores -dijo Louis.
– Sí -dijo Izzy-. Pero me temo que esto acaba de empezar. Sólo ha sido un incendio. ¡Ya verán! Esto va a ser la pira funeraria de la democracia alemana. -Me puso la mano en el hombro con un gesto amistoso y paternal-. Ándese con cuidado, mi joven amIgo.
– ¿Yo? -Sonreí-. Bueno, yo no he tenido que esconderme en la embajada china.
– Oh, para mí hace tiempo que la cosa se acabó. Estábamos preparados para algo así. Hace varias semanas que hicimos las maletas.
– ¿Adónde van, señor?
– A Holanda. Allí estaremos a salvo.
Era evidente que estaba cansado. Agotado. Nos dimos la mano y me marché. No volví a verlo.
Subí al tejado y encontré a Frieda, que contemplaba el incendio con algunos clientes y empleados del hotel. Uno de los camareros de la coctelería del hotel había traído una botella de aguardiente para contrarrestar el aire frío nocturno, pero nadie bebía mucho. Todo el mundo sabía lo que significaba el fuego. Parecía una almenara del infierno.
– Me alegra que hayas vuelto -dijo-. Tengo miedo.
– ¿Por qué? -le pregunté mientras la rodeaba con el brazo-. No hay nada que temer. Aquí estás a salvo.
– No me refería a eso. Bernie, soy judía, ¿recuerdas?
– Lo había olvidado. Lo siento. -La acerqué más a mí y le besé la frente. Su pelo y su abrigo olían mucho a humo, casi como si le hubieran prendido fuego. Tosí un poco y dije-: Para que luego digan del famoso aire de Berlín.
– Estaba preocupada por ti. ¿Adónde has ido?
Una fuerte ráfaga de viento frío y amargo nos llenó la cara de humo. ¿Dónde había estado? No lo sabía. Me sentía torpe, confuso, con la mente en blanco. Tragué saliva con cierta dificultad e intenté responder. El humo me molestaba mucho. Era tan denso que ya no veía el fuego. Ni el tejado del Adlon. Ni a Frieda. Al cabo de un minuto respiré profundamente y me dolió la garganta.
– ¿Dónde estás? -pregunté.
Un hombre me miraba a través del humo. Llevaba una bata blanca y un reloj de oro. Se fijó en mi clavícula y luego la palpó con los dedos, como si buscase algo bajo mi nuez de Adán.
Volví la cabeza sobre la almohada y bostecé.
– ¿Cómo se encuentra? -preguntó el hombre de la bata blanca.
– Me duele un poco al tragar -me oí decir-. Por lo demás, todo bien.
Era moreno y atlético, con una sonrisa tan pulcra y ordenada como las púas de un peine. Su castellano no era gran cosa. Parecía inglés, o quizá americano. Tenía un aliento fresco y perfumado, como sus dedos.
– ¿Dónde estoy?
– En el Hospital Británico de Buenos Aires, señor Hausner. Le hemos operado de tiroides. ¿Recuerda? Soy médico. El doctor Pack.
Fruncí el ceño, intentando recordar quién era Hausner.
– Es usted un hombre afortunado. Verá, la tiroides está situada a ambos lados de la nuez de Adán, como dos ciruelas. Una de ellas era cancerígena. Hemos extirpado esa parte de la tiroides. Pero la otra parte estaba bien. Así que la dejamos en su sitio. Eso significa que no tendrá que pasarse el resto de su vida tomando píldoras de tiroxina. Sólo un poco de calcio, hasta que sus análisis de sangre sean satisfactorios. Dentro de unos días le daremos de alta y volverá a trabajar.
Tenía algo adherido al cuello. Intenté tocarlo, para sentir lo que era, pero el médico me lo impidió.
– Son clips para unir la piel en la zona de la herida -me explicó-. No vamos a coserle hasta que estemos seguros de que todo está en orden.
– ¿Y si no lo está? -pregunté con un graznido.
– Noventa y nueve veces de cada cien sale todo bien. Si el cáncer no se ha extendido desde uno de los lados de la tiroides al otro, probablemente ya no lo hará. No, el motivo por el que no le cosemos todavía es que queremos echar un vistazo a la tráquea. A veces, después de extraer la tiroides o una parte de la tiroides, hay un pequeño riesgo de asfixia. -Blandió un par de pinzas quirúrgicas-. Si eso sucede, desabrochamos los clips con las pinzas y volvemos a abrirle. Pero le aseguro, señor, que es algo sumamente improbable.
Cerré los ojos. No quería ser grosero, pero estaba tan drogado que ni me preocupé de la cortesía. Y me costaba recordar hasta mi verdadero nombre. No me llamaba Hausner, de eso estaba seguro.
– Espero que no se haya equivocado de paciente, doctor -me oí susurrar-. Soy otro, ¿sabe? Otro que fui hace mucho tiempo.
La siguiente vez que me desperté ella estaba junto a mí, apartándome el pelo de la frente. Había olvidado su nombre pero no lo hermosa que era. Llevaba un traje ceñido de color marrón habano y manga corta. Daba la impresión de que la habían liado en el muslo de una cubana. Si hubiese tenido fuerzas, me la habría metido en la boca y le habría dado una calada por los dedos de los pies.
– Toma -dijo, mientras me ponía un collar-. Es un collar le-chaim. Por la vida. Para que te recuperes.
– Gracias, cielo. Por cierto, ¿cómo te has enterado de que estaba aquí?
– Me lo dijeron en tu hotel. -Ojeó mi habitación-. Bonita habitación. Te las has arreglado muy bien solo.
Tenía una habitación individual en el Hospital Británico porque no había habitaciones individuales en el Hospital Americano y porque el coronel Montalbán no quería que vieran al doctor George Pack, del Memorial Sloan – Kettering Cancer Center de Nueva York, cerca del Hospital del Presidente Juan Perón, y sobre todo cerca del Hospital de Evita Perón. Pero no podía contárselo a Anna. Era una habitación muy británica. Había en la pared un bonito retrato del rey.
– ¿Pero por qué aquí y no en el Hospital Alemán? -preguntó Anna-. Supongo que te da miedo que te reconozcan, ¿es eso?
– Es porque mi médico es americano y no habla alemán -respondí-. Y porque no habla muy bien español.
– De todos modos, estoy enfadada contigo. No me dijiste que estabas enfermo.
– No estoy enfermo, cielo. Ya no. En cuanto salga de aquí te lo demostraré.
– De todos modos, si yo tuviese cáncer te lo contaría -dijo-. Pensaba que éramos amigos. Y los amigos están para eso.
– Pensé que creerías que es contagioso.
– No soy tonta, Gunther. Sé que el cáncer no se contagia.
– A lo mejor es que no quería correr ese riesgo.
Me di cuenta de que el rey estaba de acuerdo conmigo. Él tampoco tenía muy buena cara. Vestía un uniforme naval con galones dorados suficientes para abastecer a un barco de oficiales ambiciosos. Se apreciaba el dolor en sus ojos y en los tendones de sus finas manos, pero parecía de esas personas que lo aguantan en silencio. Me di cuenta de que teníamos mucho en común.
– Y hablando de riesgos -dije bruscamente-. Lo que te dije iba en serio, cielo. No puedes contar nada de lo que ocurrió. Ni hacer preguntas sobre lo que averiguamos de la Directiva 11.
– No creo que hayamos averiguado gran cosa -dijo-. No estoy tan segura de que seas el gran detective del que me habló mi amigo.
– Pues ya somos dos. En cualquier caso, éste es un tema en el que la gente de este país no quiere que se hurgue, Anna. Llevo mucho tiempo en este negocio y sé reconocer un gran secreto a la legua. No te lo dije antes, pero, cuando mencioné la Directiva 11 a una persona de la SIDE, empezó a retorcerse como una vara de adivinación. Prométeme que no se lo dirás a nadie. Ni siquiera a tus padres ni a tu confesor rabino.
– De acuerdo -dijo malhumorada-. Te lo prometo. No diré nada. Ni siquiera en mis oraciones.
– En cuanto salga de aquí me pondré de nuevo en marcha. A ver qué averiguamos. Mientras, respóndeme a esta pregunta. ¿Qué eres? ¿Católica judía? ¿O judía católica? No sé muy bien cuál es la diferencia. A no ser que te arroje al estanque del pueblo.
– Mis padres se convirtieron al salir de Rusia -dijo-. Porque querían integrarse bien al llegar aquí. Mi padre dijo que ser judío llamaba la atención, que era mejor pasar desapercibido como cualquier otra persona. -Hizo una mueca de contrariedad-. ¿Por qué? ¿Tienes algo contra los católicos judíos?
– Todo lo contrario. Si te remontas en el tiempo, descubrirás que todos los católicos son judíos. Ésa es la grandeza de la historia. Si uno se remonta lo suficiente en el tiempo, hasta Hitler es judío.
– Supongo que eso lo explica todo -dijo, y me besó tiernamente.
– ¿Y eso a qué viene?
– Eso era en lugar de las uvas. Para que te ayude a recuperarte pronto.
– Me ayudará, sin duda.
– Y esto también. Me he enamorado de ti. No me preguntes cómo, porque eres demasiado mayor para mí, pero así es.
Recibí otras visitas, pero ninguna tan maravillosa como Anna Yagubsky, y ninguna me hizo sentir tan bien. Vino a verme el coronel. También Pedro Geller. Y Melville del Richmond Café, que tuvo la amabilidad de ganarme al ajedrez. Era todo muy civilizado y corriente, como si formase parte de una comunidad en lugar de ser un exiliado. Hubo sólo una excepción muy alta y con una cicatriz en la cara.
Medía uno noventa y pesaba unos ciento veinte kilos. Tenía el pelo espeso y oscuro, peinado hacia atrás desde una frente ancha y rugosa, como una boina francesa. Sus orejas eran enormes, como las de un elefante indio, y tenía la mejilla izquierda cubierta de schmisses, cicatrices muy del gusto de los estudiantes alemanes, para quienes un sable de duelo era un entretenimiento mucho más atractivo que un librito de poesía. Vestía una americana de color marrón claro, unos pantalones de franela muy holgados, camisa blanca y una corbata de seda verde. Sus zapatos eran robustos, muy lustrosos, y probablemente contenían una grabación magnetofónica de una plaza de armas. En la mano izquierda tenía un cigarrillo. Supuse que rondaría los cuarenta y pocos. Cuando empezó a hablar en alemán, observé que tenía un fuerte acento vienés.
– Veo que está despierto -dijo.
– ¿Quién es usted? -pregunté, mientras me incorporaba en la cama.
Cogió con sus manazas las pinzas quirúrgicas, las mismas pinzas que abrirían los clips del cuello en caso de que sufriese algún percance en la tráquea, y se puso a jugar al cangrejo con ellas.
– Otto Skorzeny -respondió. Su voz sonaba casi tan ronca como la mía, como si se gargarizase con un electrolito.
– Qué alivio -dije-. Hasta ahora casi todas las enfermeras eran bastante guapas.
– Ya me he dado cuenta -dijo entre risas-. A lo mejor yo también debería ingresar aquí. Todavía me molesta una vieja herida de guerra que sufrí en el cuarenta y uno. Me bombardearon con un cohete Katiuska y me enterraron vivo durante un rato.
– Tengo entendido que es la mejor manera, a la larga.
Volvió a reírse. Sonaba como un sumidero que se vacía.
– ¿Qué puedo hacer por usted, Otto? -Le llamé Otto porque llevaba abrochados los tres botones de la chaqueta y tenía algo prominente debajo de la axila derecha. Y no pensé que fuera la tiroides.
– Me han dicho que anda por ahí haciendo preguntas sobre mí. -Sonrió, pero era más un modo de estirarse la cara que nada agradable.
– ¿Ah, sí?
– En la Casa Rosada.
– Una o dos, quizá.
– No es muy recomendable, amigo. Sobre todo para un hombre de su posición. -Apretó las pinzas c~n un gesto muy significativo-. ¿Para qué es esto?
– Son pinzas quirúrgicas -respondí, pensando que sería mejor no contárselo en detalle.
– ¿Para extraer uñas de los pies que crecen hacia dentro y cosas así?
– Supongo.
– En una ocasión vi cómo la Gestapo le arrancaba a un hombre las uñas de los pies. Fue en Rusia.
– Me han dicho que es un país fascinante.
– Los cabrones de los rusos aguantan el dolor como nadie -dijo con verdadera admiración-. En una ocasión vi cómo un soldado ruso, al que le habían amputado los dos brazos a la altura del codo una o dos horas antes, se levantó del colchón para ir solo a la letrina.
– Más que pinzas, debían de ser unos buenos alicates.
– Bueno, aquí me tiene. ¿Qué es lo que quiere saber? Y no me venga con ese rollo del pasaporte. O certificado de buena conducta, o lo que sea. ¿Qué quiere saber exactamente?
– Estoy buscando a un asesino.
– ¿Sólo eso? -Skorzeny se encogió de hombros-. Todos lo somos, supongo. -Dejó el cigarro en el cenicero que había en la mesa de noche-. Si no, no estaríamos aquí en Argentina.
– Sí, pero el hombre que busco asesinó a niñas. Chicas jóvenes, al menos. Las destripó como a cerdos. Al principio pensé que alguno de nuestros viejos camaradas había desarrollado un gusto por el crimen psicopático. Ahora sé que es algo totalmente distinto. También hay un caso de desaparición de una chica que puede guardar relación con eso o no. Puede que haya muerto. O que la hayan secuestrado.
– ¿Y pensó que yo podría tener algo que ver con eso?
– El secuestro era uno de sus fuertes, que le llevó a la fama, creo recordar.
– ¿Se refiere a Mussolini? -Skorzeny sonrió-. Eso fue una misión de rescate. Hay mucha diferencia entre sacar del fuego los huevos del Duce y secuestrar a una colegial.
– Ya lo sé. De todos modos me sentí obligado a mirar debajo de todas las piedras. Tenía orden de hacerlo, en cualquier caso.
– ¿Quién le dio la orden?
– No puedo decírselo.
– Me cae bien, Hausner. Tiene cojones. A diferencia de casi todos nuestros camaradas. Yo aquí, intimidándolo discretamente…
– ¿Eso pretende?
– … y usted se niega a que lo intimide, maldita sea.
– Por ahora.
– Podría empezar a quitarle esos clips con las pinzas -dijo-. Apuesto que son para eso. Pero prefiero tener de mi parte a un hombre como usted. En este país no abundan los aliados, los hombres en los que se pueda confiar.
Asintió, como si se diese la razón. Por su cara, y la reputación que tenía, probablemente era lo más sensato que podía hacer. -Sí, me vendría bien tener de mi parte a una buena persona como usted en Argentina.
– Cualquiera diría que me está ofreciendo un trabajo, Otto.
– A lo mejor es que sí.
– Últimamente todo el mundo me ofrece trabajos. A este paso me van a nombrar empleado del año.
– Si permanece con vida, claro.
– ¿Cómo dice?
– No quiero que se vaya de la lengua en nuestro negocio -dijo-. Si se le va la lengua, a mí se me irá la mano.
Lo dijo de un modo que me resultó gracioso. Pero era indudable que lo decía en serio. Por lo que sabía de Otto Skorzeny -coronel de las Waffen-SS, Cruz de Caballero, héroe del Frente Oriental, el hombre que rescató a Mussolini de la custodia británica- habría sido un grave error no tomarlo en serio. Un error garrafal.
– Sé mantener el pico cerrado -dije.
– Todo el mundo sabe cerrar el pico -replicó Skorzeny-. La gracia es hacerlo y permanecer con vida al mismo tiempo.
Eso también tenía gracia. Las cicatrices, la Cruz de Caballero, la fama de despiadado, todo empezaba a cobrar sentido. El hombre que le descoyuntó la nariz a Otto Skorzeny no pensaba pedirle su colección de flores silvestres prensadas. Skorzeny era un asesino. Quizá no de esos asesinos que disfrutan matando por matar, pero sí de los que matan sin siquiera plantearse que alguien pierda el sueño por un acto semejante;
– De acuerdo. Le ayudaré si está en mi mano, Otto. Ahora mismo no estoy muy ocupado, así que adelante. Imagine que soy su sacerdote o su médico. Cuénteme algo confidencial.
– Busco algo de dinero.
– Qué coincidencia -dije, ahogando un bostezo.
– No esa clase de dinero -gruñó.
– ¿Hay otra clase que no conozca?
– Sí. La clase que no se puede contar porque es demasiado grande, cojones. Dinero de verdad.
– ¡Ah, esa clase de dinero!
– Aquí, en Argentina, unos doscientos millones de dólares estadounidenses.
– Bueno, ya entiendo por qué busca esa clase de dinero, Otto.
– O quizá el doble. No lo sé con seguridad.
Esta vez me quedé callado. Cuatrocientos millones de dólares es una cifra que requiere un silencio respetuoso.
– Durante la guerra, dos o tres o cuatro submarinos alemanes llegaron a Argentina cargados de oro, diamantes y dinero extranjero. Dinero judío, sobre todo. De los campos. Cinco banqueros alemanes residentes en Argentina se hicieron cargo del botín. Eran germano-argentinos que supuestamente debían financiar la campaña bélica desde este lado del Atlántico. -Se encogió de hombros-. No hace falta que le cuente lo bien que lo hicieron. La mayor parte del dinero no se gastó. Permaneció bien guardado en las cámaras acorazadas del Banco Germánico y el Banco Tornquist.
– Bonito legado -comenté.
– Veo que lo va pillando -dijo Skorzeny-. Después de la guerra, los Perón pensaron lo mismo que usted. El seboso general y la puta de la rubia empezaron a presionar a los cinco banqueros, sugiriéndoles que hiciesen una generosa aportación a la campaña, como gesto de agradecimiento por toda la hospitalidad que Argentina había brindado a nuestros viejos camaradas. Así que los banqueros pusieron el dinero que les pedían y confiaron en que ahí acabase la cosa. Por supuesto, no acabó ahí. Ser dictador es muy caro, sobre todo si no se dispone de una línea de crédito judío como la que disfrutaba Hitler. Así que los Perón, y sus benditos descamisados, exigieron una nueva donación. Y esta vez los banqueros pusieron más reparos. Como suelen hacer los banqueros. Gran error. El presidente empezó a presionarles. A uno de los banqueros, el mayor, Ludwig Freude, lo nombraron responsable del espionaje y el fraude. Freude hizo un trato con Perón. A cambio de entregar el control de buena parte de la pasta, su hijo, Rodolfo Freude, fue nombrado jefe de la policía de seguridad.
– Bonito cambalache.
– ¿Verdad? Heinrich Dorge, que era asesor de Hjalmar Schacht, no se mostró tan dispuesto a colaborar. No tenía un hijo como Rodolfo. Y lo pagó caro. Los Perón ordenaron su asesinato. Para que se fuesen animando los otros tres banqueros, Von Leute, Von Bader y Staudt. y vaya si se animaron. Entregaron el botín. Desde entonces permanecen en la práctica bajo arresto domiciliario.
– ¿Por qué? Si los Perón tienen el botín, ¿a qué viene ese arresto?
– Porque hay mucho más que el dinero que bajó por la rampa de un par de submarinos. Mucho más dinero. Mire, los Perón tienen una fundación. Eva lleva cinco años regalando dinero del Reichsbank a todo argentino de mierda que ie cuenta una milonga. Han estado comprando la lealtad del pueblo. El problema es que, al ritmo al que gastan el dinero del submarino, lo van a agotar. Así que, para permanecer en el poder otros diez o veinte años, quisieran echar mano del premio gordo. El filón principal.
– Se refiere a sus cuatrocientos millones de dólares, ¿no?
– No perdimos la guerra por falta de dinero, amigo. Al final de la guerra había tanto dinero guardado en las cuentas suizas del Reichsbank que, en comparación, lo que había en los bancos alemanes de aquí era calderilla. Hay miles de millones de dólares nazis en Zurich y todo, hasta el último céntimo, está bajo el control de los tres banqueros que quedan aquí en Buenos Aires. Al menos, así será mientras permanezcan con vida.
– Entiendo.
– Para los Perón, la cuestión es la siguiente: cómo echarle el guante al botín. Para ejercer el control de las cuentas de Zurich se requiere la presencia en Suiza de al menos uno de los banqueros, provisto de las cartas firmadas de los otros dos. Pero ¿en cuál se puede confiar? ¿En cuál pueden confiar los Perón? ¿En cuál pueden confiar los demás banqueros? Naturalmente no hay garantía de que el que vaya a Zurich venga de vuelta algún día. Tampoco hay garantía de que haga lo que le piden los Perón cuando esté allí. Lo que le piden, por supuesto, es que les ceda el control del dinero. Así que los tres banqueros están en un buen aprieto. Y ahí es adonde quiero llegar.
– ¿Ah? ¿Ahora es banquero, Otto?
Intenté aparentar que todo aquello era nuevo para mí. Pero después de conocer a los Von Bader y la desaparición de su hija, Fabienne, no tenía ninguna duda de que el dinero y su desaparición estaban relacionados.
– Más bien regulador bancario, diría yo -dijo Skorzeny-.
Mire, estoy aquí para asegurarme de que los Perón nunca vean ni un pfennig de ese dinero. Para ello he logrado mantener una estrecha relación con Eva. En gran medida gracias a que frustré un atentado contra su vida. Bueno, fue bastante fácil, la verdad. -Se rió-. Al fin y al cabo, fui yo quien lo organizó. De todos modos, ha llegado a confiar bastante en mí.
– Otto -dije sonriente-. ¿No querrá decir…?
– No somos lo que se dice amantes -reconoció-. Pero, como le digo, ha llegado a confiar bastante en mí. ¿Y quién sabe lo que puede pasar? Sobre todo dado que el presidente anda siempre por ahí follándose a jovencitas.
– ¿Ah, sí? ¿De qué edades?
– Trece. Catorce. A veces menos, según Eva.
– Y esa confianza en usted, ¿cómo cree que se va a manifestar en lo que respecta al dinero de Suiza? -pregunté con curiosidad.
– Procurando que yo me encuentre en una posición donde pueda saber si consigue enviar a alguno de los banqueros a Zurich. Porque entonces yo tendría que intervenir para impedir que tal cosa ocurriera.
– ¿Quiere decir que tendría que matar a alguien? A uno de los banqueros. Quizá a los tres.
– Probablemente. Como dije, el fondo no estará para siempre bajo el control de los banqueros. Al final el dinero se dispersará entre varias organizaciones por toda Alemania. Mire, nuestro plan es utilizar el dinero para reconstruir la causa del fascismo europeo.
– ¿Nuestro plan? Quiere decir el plan de los viejos camaradas, ¿verdad Otto? El plan nazi.
– Claro.
– ¿Y traicionar a los Perón? Parece peligroso, Otto.
– Lo es. -Sonrió-. Por eso necesito a alguien en la policía secreta que me cubra las espaldas. Alguien como usted.
– Pero yo soy un tipo nervioso. Ya lo m~jor no quiero implicarme.
– Sería una lástima. Primero, significaría que nadie le cubriría a usted las espaldas. Además, Eva confía en mí. Y a usted casi no lo conoce. Si me denuncia, será usted el que desaparezca, no yo. Piénselo.
– ¿Cuánto tiempo tengo?
– El tiempo se ha acabado.
– No puedo decir que no, ¿verdad?
– Eso me parece. Usted y yo. Somos tal para cual. Mire, fue Eva la que me habló de usted. Me contó el discursito que les soltó a ella y a la bola de sebo. Cuando les contó que era poli y todo eso. Hacía falta cojones. Perón lo valoró. Y yo también. Los dos somos inconformistas, usted y yo. Somos solitarios. Somos forasteros. Nos podemos ayudar mutuamente. Una llamada por aquí, otra llamada por allá. Y nunca olvidamos a nuestros amigos. -Sacó una tarjeta y la dejó con cuidado en mi mesita de noche-. Por otro lado…
– ¿Por otro lado?
Observó el retrato del rey británico colgado en la pared junto a mi cama. Por un momento lo contempló con semblante algo malévolo y, de pronto, le atizó un fuerte puñetazo. Lo suficiente para romper el cristal y descolgar el retrato de la pared. La foto cayo al suelo. Añicos de cristal llovieron sobre mi pecho y mis piernas. Pero a Skorzeny le dio igual; prefirió concentrarse en un hilillo de sangre que manaba de sus nudillos lacerados y goteaba sobre mi cabeza. Sonrió, pero el significado era poco amigable.
– Por otro lado, la próxima vez que nos veamos ésta podría ser su sangre, no la mía.
– Qué corte tan feo, Otto. Vaya a que se lo curen. Creo que hay una buena clínica veterinaria en Viamonte. Seguramente le pondrán una inyección contra la rabia mientras le arreglan la zarpa.
– ¿Esto? -Skorzeny levantó la mano y dejó que la sangre gotease sobre mi cara. Por un momento se fascinó con aquella visión. A mucha gente de las SS le fascinaba el derramamiento de sangre y la mayoría residía ahora en Argentina-. Sólo es un rasguño.
– Mire, sería buena idea que se marchase ahora, Otto. Después de lo que le ha hecho al rey. Esto es un hospital británico, al fin y al cabo.
– Siempre he odiado a ese hijoputa -dijo Otto, después de escupir en el retrato caído.
– No hace falta que me explique. Ninguna falta. -Ahora le seguía la corriente, ansioso por que se marchase-. Un hombre como usted, que conoció a Adolf Hitler.
– Estuve con él en más de una ocasión -dijo en voz baja.
– ¿De veras? -dije, fingiendo interés-. La próxima vez que nos veamos me lo cuenta. Estoy deseándolo. -Entonces somos socios.
– Claro, Otto, claro.
Extendió la mano. Se la estreché y sentí la fuerza de su antebrazo. Con la mayor proximidad, vi el hielo sucio de sus ojos azules y percibí el olor fétido de su dentadura putrefacta. Llevaba una estrellita de oro en la solapa. No sabía lo que era, pero se me pasó por la cabeza que tal vez podría quedarse inmóvil si se la quitase, como la criatura criminal del libro El Golem de Gustav Meyrink.
Ojalá la vida fuera tan sencilla.