CAPITULO 21

TUCUMÁN. 1950

Llegamos a Tucumán la noche siguiente. El tren llevaba retraso y era casi medianoche cuando entró traqueteando en la estación local. El lugar tenía mejor pinta de noche. La residencia del gobernador estaba iluminada como un árbol de Navidad. Bajo las palmeras de la plaza de la Independencia, las parejas bailaban el tango. Los argentinos no necesitaban excusas para marcarse un tango. Que yo supiera, los bailarines de la plaza no estaban esperando el autobús. La estación estaba llena de niños. A ninguno le interesaba la locomotora con forma de submarino que se enfriaba después del viaje. Querían dinero. En eso los niños eran como todos los demás. Les repartí un puñado de monedas y cogimos un taxi. Le dije al taxista que nos llevase al Plaza.

– ¿Por qué quiere ir allí? -preguntó.

– Porque la última vez que vine, el Plaza era un hotel.

– Debería ir al Coventry. Puedo conseguirle un buen precio allí.

– Usted y su hermano, ¿verdad?

– Exacto -dijo el taxista entre risas, mirando hacia atrás-. Mi hermano le gustará, ya verá.

– Ya lo creo. Supongo que no me gustará menos de lo que me gustó el Coventry la última vez. De hecho, creo que les gusté menos yo que ellos a mí, porque cuando salí del hotel estaba plagado de picaduras. No me importa compartir cama con alguien siempre que tenga sólo dos piernas. Cuando la Luftwaffe bombardeó el Coventry de Inglaterra, supongo que tenían en mente este hotel de Tucumán.

Nos llevó al Plaza.

Como casi todos los hoteles argentinos, aquél pretendía aparentar que se encontraba en otro lugar. En Madrid, quizá. O en Londres. Tenía el típico revestimiento de madera de roble en las paredes y mármol en los suelos. Apoyé un brazo en el mostrador de recepción como si fuese a decir algo muy en serio y miré al recepcionista, que vestía un traje oscuro a juego con el bigote. Tenía la cara y el pelo abrillantados con la misma sustancia con que engrasaban la maquinaria de la jaula del pequeño ascensor, dispuesto en sentido perpendicular a la recepción. Me hizo una reverencia con la cabeza y me enseñó una dentadura muy manchada de tabaco.

– Queremos una habitación grande -le dije. Me pareció mejor pedir una habitación grande que una cama grande, pero eso es lo que queríamos en realidad-. Con baño. Y con buenas vistas, dentro de lo que cabe en esta ciudad.

– Y que no sea ruidosa -añadió Anna-. No nos gusta el ruido, a no ser que lo hagamos nosotros.

– Tenemos la suite nupcial -dijo, lanzando una mirada hambrienta sobre Anna.

A mí también me estaba entrando hambre. El recepcionista se ofreció a enseñarnos la habitación. Anna dijo que prefería saber primero el precio. Y luego le ofreció pagar la mitad de lo que pedía, en efectivo. Esto nunca habría sido posible en Alemania, pero en Tucumán era normal. En Tucumán regateaban con el cura cuando les imponía una penitencia. Al cabo de diez minutos ya estábamos en la habitación.

La suite nupcial era correcta. Había un par de ventanas francesas que daban a un balcón con vistas a las altas sierras y un fuerte olor a azahar, que era un cambio agradable después del hedor equino. Había un cuarto de baño grande con vistas al resto de la suite y un fuerte olor a jabón, que era un cambio agradable después de la peste a alcantarilla. Y lo más importante es que había una cama. La cama era del tamaño del Matto Grosso. En breve disfrutaría de las vistas del cuerpo desnudo de Anna y el intenso olor de su perfume, que era un cambio agradable respecto de mi olor de soltero. Aprovechamos bien la noche. Cada vez que me despertaba me volvía hacia ella. Cada vez que se despertaba se volvía hacia mí. Lo cierto es que casi no pegamos ojo. La cama era muy dura para conciliar el sueño, pero no me importó. Nunca supuse que disfrutaría tanto en Tucumán.

Por fin llegó la mañana y me di un baño frío que me ayudó a despertarme. Luego pedimos el desayuno. Seguíamos desayunando cuando llamó Pedro Geller y dijo que me esperaba abajo en el vestíbulo del hotel. Me reuní con él a solas. Cuanta menos gente estuviese al corriente de la implicación de Anna mejor, me dije. Geller y yo salimos a la calle hasta el lugar donde había dejado el Jeep.

– He averiguado dónde reside Skorzeny -me dijo-. En un rancho grande en un lugar llamado Wiederhold. Es propiedad de un rico productor de azúcar llamado Luis Freiburg. Y cuando digo rico, quiero decir rico. Se hizo de oro gracias a una indemnización, cuando el gobierno le compró ochocientas mil hectáreas para el proyecto hidroeléctrico. Esas tierras van a quedar anegadas cuando se acabe la presa de La Quiroga. -Geller se rió-. Y ahora viene lo más interesante. Resulta que Freiburg es nada menos que el general de las SS del que me hablaste.

– ¿Hans Kammler?

– Exacto. Según Ricardo, Kammler es un ingeniero que supervisó todos los grandes proyectos de construcción de las SS durante la guerra. Como la planta de Mittelwerk, todos los campos de exterminio como Auschwitz y Treblinka. Ganó una fortuna con todo aquello. Sí, menudo era Kammler. Ricardo me dijo que Himmler consideraba a Kammler uno de sus hombres más capaces y con mayor talento.

– ¿Todo eso te lo contó Ricardo?

– Se pone bastante parlanchín cuando se toma unas copas -dijo Geller-. Ayer por la noche, salíamos de la oficina de la división técnica de Capri en Cadillal cuando vimos un gran coche blanco americano, conducido por Skorzeny. Ricardo reconoció a Kammler de inmediato.

– ¿Y qué pinta tenía Kammler?

– Delgado, huesudo, con nariz aguileña. De unos cincuenta. Muy aguileño todo él, podríamos decir. Su mujer y su hija iban con él. Son de Alemania, creo. Es uno de los motivos por los que Ricardo odia a Kammler. Porque tiene aquí a su mujer y su hija. Aunque más bien creo que Ricardo tiene celos de cualquiera que salga de Alemania con gran cantidad de dinero en los bolsillos del pantalón. Y de cualquiera al que le haya ido mejor que a él en Argentina. Incluido tú.

– ¿Y Ricardo te contó por qué está Skorzeny con Kammler?

– Sí.

Por un instante, Geller se intranquilizó. Le ofrecí un cigarrillo. Cogió uno, se lo encendí y permaneció en silencio.

– Vamos, Herbert -le dije, empleando por una vez su verdadero nombre, mientras encendía un pitillo para mí.

– Es algo muy secreto, Bernie -dijo con un suspiro-. Hasta Ricardo parecía un poco desconfiado cuando me lo contó. -Ricardo siempre es desconfiado -dije.

– Bueno, naturalmente, le preocupa que le persiga el pasado.

A todos nos preocupa. Incluso a ti, seguramente. Pero esto no es pasado. Es presente. ¿Te suena el proyecto Álamo?

– ¿Álamo? ¿Como el árbol?

– Al parecer -dijo Geller-, Perón quiere construir una bomba atómica. En Capri corren rumores de que Kammler es el director del programa de armamento nuclear de Perón, al igual que lo fue en Alemania en Riesengebirge y Ebensee. Y que Skorzeny es su jefe de seguridad.

– Se necesita mucho dinero para algo así. -Al decir esto, recordé que, según mis informaciones, Perón ya tenía acceso a cientos de millones de dólares de dinero nazi; y, si Evita se salía con la suya, posiblemente a miles de millones más en Suiza-. También se necesitan muchos científicos -añadí-. ¿Has visto muchos científicos por aquí?

– No sé. No creo que anden por ahí vestidos con batas blancas y con reglas de cálculo en la mano.

– En eso tienes razón.

Había un mapa en el asiento del Jeep y una caja de herramientas en la parte trasera.

– Enséñame dónde está el rancho de Kammler -le dije a Geller.

– ¿Wiederhold? -Geller cogió el mapa y movió el dedo hacia el suroeste de Tucumán-e-. Está aquí. Unos kilómetros al norte del río Dulce. Unos kilómetros más al sur y un poco más al este, las ranas hacen imposible el cultivo de caña de azúcar. La caña sería imposible también en Tucumán, salvo en la Sierra de Aconquija. -Dio una calada al pitillo-. ¿No estarás pensando en ir ahí, verdad?

– No. Adonde voy es aquí. -Señalé una de las lagunas del río Dulce-. Justo al norte de Andalgala. A un lúgar llamado Dulce.

– No me suena -dijo Geller-. Está el río Dulce pero no conozco ningún pueblo que se llame así.

El mapa de Geller era más detallado que el que compré en Buenos Aires. Pero tenía razón: no había ningún lugar llamado Dulce. Sólo un par de lagunas anónimas. De todos modos no pensaba que Melville se hubiese atrevido a engañarme, con todas las amenazas que proferí contra su vida miserable.

– ¿Este mapa es preciso? -pregunté.

– Sí, mucho. Se basa en un mapa de los antiguos arrieros. Hasta principios de siglo, las mulas eran el único modo de transporte por toda esa zona. Se vendían hasta sesenta mil mulas al año en Santa, al norte de aquí. Nadie conocía esos caminos mejor que los arrieros.

– ¿Me lo prestas?

– Claro. No me digas que has encontrado al capullo número uno -dijo-. El asesino que buscabas.

– Algo así. Es mejor que no te cuente nada más, Herbert. Por ahora.

– No me quita el sueño no saber -dijo Geller, encogiéndose de hombros-. Mientras te llevas mi Jeep me voy a ver a una chica bastante atractiva que trabaja en el instituto de Antropología, aquí en Tucumán. Pretendo que me estudie detalladamente.

Intenté convencer a Anna de que se quedase en el hotel, pero no quiso.

– Te lo dije, Gunther. No soy de las que se quedan en casa zurciendo calcetines. No habría llegado a ser abogada sin burlar a algún que otro poli gilipollas.

– Para ser abogada no parece que tengas mucha cautela.

– Nunca he dicho que fuera buena abogada. Pero te lo voy a decir alto y claro. Me metí en este asunto y pretendo seguir hasta el final.

– ¿Sabes una cosa? Para ser abogada, eres bastante guapa. No quiero que te pase nada.

– ¿Todos los alemanes tratáis a las mujeres como si fueran de porcelana? No me extraña que perdieseis la guerra. Venga, vamos al coche.

Anna y yo cogimos el Jeep y nos dirigimos hacia el suroeste de la ciudad. Enseguida llegamos a una estrecha carretera llena de baches bordeada a ambos lados por las olas de un Mar Rojo de caña de azúcar. Era verde por arriba y un matorral leñoso impenetrable por debajo. Había kilómetros de terreno con esta planta, como si el creador de la tierra hubiera estado falto de imaginación.

– Caña de azúcar. Sólo es un montón de hierba gigante -dijo Anna,

– Sí, pero no me gustaría ver las máquinas cortacéspedes.

De vez en cuando me veía obligado a ralentizar la marcha para sortear pequeños matorrales de caña ambulantes que, vistos más de cerca, resultaron ser cargas a lomos de mulas que suscitaron gritos compasivos de Anna. Cada pocos kilómetros nos encontrábamos una población chabolista de casas construidas con bloques de cemento y tejados de chapa de zinc. Niños semidesnudos, que mascaban tallos de caña de azúcar como perros royendo huesos, contemplaban con entusiasmo y grandes aspavientos nuestro paso por las villas de la miseria. Desde el confort metropolitano de Buenos Aires, Argentina parecía un país próspero; pero allí, en las plantaciones de la Pampa Húmeda, el octavo país mayor del mundo parecía uno de los más pobres.

Varios kilómetros más adelante, la caña de azúcar desapareció de la vista y llegamos a unos campos de maíz que conducían al río Dulce y a un puente de madera que no era mucho más que una continuación de la carretera de tierra. Al otro lado del río paré para echar otro vistazo al mapa. Tenía la Sierra al fondo, el río a la derecha, campos de maíz a la izquierda, y la carretera que continuaba por una larga pendiente justo delante de nosotros.

– Aquí no hay nada -dijo Anna-. Sólo un montón de azúcar y mucho más cielo. -Hizo una pausa-. ¿Cómo es exactamente ese lugar?

– No lo sé con seguridad -dije-. Pero cuando lo vea lo sabré. -Arrojé el mapa sobre su regazo y proseguimos la marcha.

Al cabo de unos minutos llegamos a las ruinas de un pueblo, un pueblo que no figuraba en el mapa. A ambos lados de la carretera había cabañas blancas sin tejado y una iglesia abandonada, que era el hogar de numerosos perros vagabundos, pero no parecía que nadie viviese allí.

– ¿Adónde habrá ido toda la gente?

– Supongo que la trasladó el gobierno. Toda esta zona quedará anegada cuando represen el río.

– Ya se echa de menos ahora -dijo Anna.

Al final de la calle había un estrecho callejón hacia la derecha y, en un muro, vimos el tenue perfil de una flecha con las palabras Laguna Dulce. Continuamos por el callejón, una pista de tierra que se adentraba en un angosto valle. Una espesa bóveda de árboles cubría la pista y encendí las luces hasta que volvimos a ver la luz del sol.

– No me gustaría que nos quedásemos sin gasolina aquí -observó Anna, mientras avanzábamos a trompicones entre los baches-. Estar en medio de la nada tiene sus momentos depresivos.

– Cuando quieras volver no tienes más que decirlo.

– ¿Y perderme lo que haya la vuelta de la esquina? Ni pensarlo.

Al fin llegamos a un claro y a una especie de cruce.

– ¿Y ahora por dónde? -preguntó.

Continué un poco más por el mismo camino antes de regresar al cruce y elegir otra dirección. Al cabo de unos instantes, lo vi.

– Es por aquí -dije.

– ¿Cómo lo sabes?

Ralenticé la marcha. Entre los arbustos que había al borde de la pista había una bobina de alambre con la etiqueta de Glasgow Wire. La señalé.

– Aquí es adonde trajo su alambre el escocés.

– ¿Crees que era para un campo de refugiados?

– Sí.

Eso es lo que le dije. Pero yo ya empezaba a comprender que, si alguna vez hubiera existido allí un campo de refugiados, ya había desaparecido. Todo el valle estaba desierto. Cualquier campo de refugiados habría necesitado suministros. Los suministros requieren transporte. No había ni rastro de que nadie hubiera recorrido aquella carretera de arcilla roja en mucho tiempo. Las marcas de nuestros neumáticos eran las únicas visibles.

Continuamos un par de kilómetros hasta que encontré lo que buscábamos. Una tupida hilera de árboles y una verja de alambre de espino ante un sendero de tierra anónimo que continuaba por el valle. Detrás de la hilera de árboles había otra cerca de alambre de espino de la misma altura. En la puerta había un letrero en español que decía así:


PROPIEDAD PRIVADA DE LA COMPAÑíA HIDROELÉCTRICA Y CONSTRUCTORA CAPRI. EL ACCESO SIN AUTORIZACIÓN ESTÁ ESTRICTAMENTE PROHIBIDO POR ORDEN DEL GOBIERNO FEDERAL. PROHIBIDO EL PASO. PELIGRO.


Había tres cadenas con candados alrededor de la verja y, con sus tres metros de altura, no me pareció que pudiésemos saltarla. Además, los candados no eran de los que se fuerzan con facilidad. Aparté el Jeep de la carretera y lo escondí en un pequeño hueco en la hilera de árboles. Luego apagué el motor.

– Creo que es aquí -dije.

– ¿Y ahora qué? -preguntó Anna mientras examinaba la cerca.

Abrí, esperanzado, la caja de herramientas que había en la parte trasera del Jeep. Parecía que Geller iba equipado para casi cualquier eventualidad. Encontré unas buenas tenazas de cortar alambre. Teníamos trabajo.

– Y ahora a caminar -dije.

Caminamos entre los árboles y en paralelo a la alambrada. No había nadie por allí. Hasta los pájaros guardaban silencio. Supuse que era mejor cortar el alambre a unos treinta o cuarenta metros del Jeep, por si alguien lo veía y paraba para ver por qué estaba ahí. Provisto de las tenazas, empecé a abrir una entrada.

– Sólo vamos a entrar para echar un vistazo y para ver lo que haya que ver -dije.

– ¿No crees que sería mejor volver y hacer esto por la noche? ¿Por si alguien nos ve?

– Apártate. -Al cortar otro trozo del alambre de Melville, saltó disparado entre los árboles con un sonido como de cuerda de piano rota.

Anna miraba alrededor con nerviosismo. -Eres muy tenaz, ¿verdad? -dijo.

Me guardé en el bolsillo las tenazas. Algo me picó y me pegué un manotazo en el cuello. Casi deseaba que hubiera sido ella.

– ¿Tenaz? -Sonreí-. Estamos buscando respuestas a tus enigmas. No a los míos.

– Creo que he perdido el apetito de respuestas -dijo-. Es un efecto del miedo. No se me ha olvidado lo que pasó la última vez que entramos en un lugar prohibido.

– Tienes razón -dije, desenfundando la pistola. Abrí y cerré la recámara, comprobé que todo estaba en orden, y quité el seguro. Luego me colé por el agujero que había abierto en la alambrada.

– Supongo que matar es más fácil cuanto más lo practicas. Eso dicen, ¿no? -dijo Anna, que me siguió, algo renuente.

– La gente habla por hablar -dije, pisando con cuidado entre los árboles-. La primera vez que maté a un hombre fue en las trincheras. Era él o yo. No puedo decir que haya matado a nadie que no pretendiese matarme.

– ¿Y la conciencia?

– A lo mejor te sientes mejor si guardo esto -dije, colocando la pistola sobre la palma. -No -dijo enseguida.

– Entonces no importa que mate, siempre que tú tengas la conciencia tranquila, ¿no?

– Si fuera tan fuerte como tú, puede que yo también pudiera matar. Pero no lo soy.

– Cielo, si hay algo que se demostró en la última guerra es que cualquiera puede matar. Sólo hace falta un motivo. Y un arma.

– Eso no me lo creo.

– No hay asesinos -dije-. Sólo hay fontaneros y tenderos y abogados que matan. Todo el mundo es bastante normal hasta que aprieta el gatillo. En eso consiste la guerra. En un montón de gente corriente que mata a un montón de gente corriente. No puede ser más sencillo.

– ¿Y por eso te parece bien?

– No, pero es la pura realidad.

No dijo nada y durante un rato caminamos así, como si el silencio prodigioso del bosque nos afectase de alguna manera. Sólo una leve brisa en las copas de los árboles y el crujido de las ramitas bajo los pies nos recordaban dónde estábamos. Luego, al salir de entre los árboles,nos encontramos con una segunda alambrada. Medía unos doscientos metros de largo y al otro lado se alzaban numerosos edificios de madera provisionales. A ambos extremos de la cerca había torres de vigilancia, aunque, por suerte para nosotros, no estaban vigiladas. El campo, en el supuesto de que aquello fuese un campo, parecía desierto. Saqué las tenazas.

– Melville decía que este lugar se llamába Dulce -comenté mientras cortaba los alambres galvanizados del escocés.

– Alguien se debía de creer muy gracioso -dijo Anna-. Esto no tiene nada de dulce.

– Sospecho que aquí es donde concentraban a los inmigrantes judíos ilegales como tus tíos y las hermanas de Isabel Pekermano Es mi hipótesis de trabajo, al menos.

Traspasamos la alambrada y entramos en el campo.

Conté cinco torres de vigilancia, una en cada esquina de la cerca perimétrica y una quinta en el centro del campo, desde donde dominaba una especie de trinchera que conectaba varios barracones alargados entre sí. Cerca de la entrada había un pequeño cuartel. Desde la puerta de la entrada se accedía por un sendero al campo de concentración y a algo que parecía una plaza de armas. En el centro de la plaza de armas había un mástil sin bandera. Cerca del lugar por donde habíamos entrado al campo, había un enorme rancho. Nos asomamos por las ventanas polvorientas. Vimos muebles: mesas, sillas, una radio antigua, una foto de Juan Perón, una habitación con una docena de camas con los colchones enrollados. En una cocina del tamaño de una cantina había ollas y sartenes colgadas en orden sobre una repisa encastrada en la pared. Probé a abrir la puerta y observé que no estaba cerrada con llave.

Entramos, respirando un aire con olor a moho. En una mesa encontramos un viejo ejemplar de La Prensa. En la primera página aparecía una fotografía de Perón vestido con uniforme militar, gorra blanca de oficial, guantes blancos, una banda con los colores de la bandera argentina, yuna generosa sonrisa, El artículo hablaba de que Perón anunciaba su primer plan quinquenal para impulsar las industrias recién nacionalizadas del país. Se lo mostré a Anna, señalando la fecha.

– 1947-dije-. Supongo que fue la última vez que alguien vino por aquí.

– Eso espero -dijo.,

Entré en otra habitación y recogí un viejo casco. Las demás habitaciones no eran más esclarecedoras.

– Aquí es donde debían de relajarse los soldados -dije.

Salimos del rancho y cruzamos la plaza de armas hasta un grupo de cuatro barracones largos. Entramos en uno. Era como un establo, salvo porque, en lugar de compartimentos, tenía anchos estantes de madera, algunos de los cuales estaban cubiertos de puñados de paja. Tardé casi un minuto en comprender que eran camastros. Seguramente habrían acomodado a dos o tres personas en cada estante.

Anna me miró con ojos tristes y supe que había llegado a la misma conclusión. Ninguno de los dos dijo nada. Permaneció a mi lado y al final me cogió la mano izquierda. Con la derecha seguía empuñando la pistola. Entramos en el segundo barracón, que se parecía mucho al primero. Al igual que el tercero. Me recordaba al campo de prisioneros de guerra donde me retuvieron los rusos. Aparte de las condiciones climáticas, este lugar parecía tan lúgubre como aquél.

El cuarto barracón sólo era un cobertizo alargado y vacío. Al fondo del cobertizo se accedía a una especie de trinchera cubierta con un techo de alambrada de espino. La trinchera medía unos treinta metros de largo y dos de ancho. Al adentrarnos allí, descubrimos un barracón que no se veía antes de entrar en la trinchera. Este barracón estaba dividido en tres cámaras por dos paredes de madera. Estas paredes medían unos tres metros de alto y unos nueve de ancho y, por la cara interior, estaban recubiertas de planchas de zinc. En el techo había brazos de ducha. Las puertas de las cámaras eran gruesas y se podían cerrar desde fuera con una tranca de hierro. Estas puertas estaban selladas con juntas de goma en los bordes. En cada una de las tres cámaras había una cañería de cobre que traspasaba la pared a escasos centímetros del suelo de baldosa. Todas las cañerías estaban conectadas a una gran estufa central, situada en el pasillo exterior a las cámaras. Aquel lugar me daba muy mala espina.

– ¿Y de dónde venía el agua? -preguntó Anna, mirando las tuberías del techo y echando un vistazo alrededor-. No he visto ningún depósito de agua en el tejado.

– Quizá se lo llevaron -dije.

– ¿Por qué? No se han llevado nada más. -Miró el suelo-. ¿Y que es esto? ¿Raíles para vagonetas? ¿Cómo? Siguió los raíles hasta el fondo de los barracones y unas puertas dobles, junto a una gran campana extractora encastrada en el muro. Abrió las puertas y salió.

– Creo que deberíamos marcharnos -le grité, caminando detrás de ella. Enfundé el arma e intenté coger a Anna de la mano, pero se zafó y siguió adelante.

– Hasta que entienda qué es este lugar, no nos vamos -dijo.

– Vamos, Anna. Vamos -dije, intentando aparentar cierta calma en mi voz-. Me preguntaba qué sabía Anna de lo ocurrido en los campos de Polonia-. Ya hemos visto bastante, ¿no crees? Aquí no están. A lo mejor nunca estuvieron aquí.

Los raíles bordeaban la ladera de cinco montículos cubiertos de hierba de unos seis metros de ancho y doce de largo. Junto a los montículos había numerosas vagonetas industriales de plataforma plana como las que se utilizan en las cocheras. Las vagonetas estaban oxidadas, pero su finalidad era evidente: cada una podía levantarse para volcar la carga en las fosas. Yo empezaba a sospechar lo que probablemente yacía bajo los montículos cubiertos de hierba.

– Son terraplenes-comenté.

– ¿Terraplenes? No, no creo.

– Sí -le dije-. Seguramente pensaron que iban a construir más barracones y luego cambiaron de opinión.

Sonaba patético. Sabía perfectamente lo que eran. Y ella también.

Anna se agachó despacio para observar algo que le había llamado la atención en el montículo cubierto de hierba. Se arrodilló, echó un vistazo alrededor y encontró un trozo de madera que usó para raspar el terreno circundante de una planta casi descolorida que crecía en la fosa.

– ¿Qué es? -pregunté, acercándome-. ¿Has visto algo?

Se puso en cuclillas y entonces vi que la planta no era una planta, sino la mano de un niño, una mano humana descompuesta, parcialmente esquelética. Anna negó con la cabeza, susurró algo y luego se tapó la boca con la mano, intentando ahogar la emoción que ascendía por su garganta. Luego se persignó.

No dije nada. Qué podía decir. La finalidad del campo estaba clara para los dos. Los montículos eran túmulos de fosas comunes.

– ¿Cuántos crees que habrá? -dijo al fin-. ¿En cada uno?

Entonces fui yo quien se puso nervioso. Miré alrededor por si alguien nos observaba. Un campo de exterminio era mucho peor de lo que me imaginaba. Mucho más.

– No sé. Puede que mil. Mira, tenemos que marcharnos ya.

– Sí, tienes razón. -Encontró un pañuelo y se enjugó un ojo-. Sólo dame un minuto, ¿vale? Mis tíos seguramente están enterrados en una de esas fosas.

– No lo sabes.

– Sinceramente, ¿se te ocurre alguna explicación mejor?

– Mira -dlije-. No sabes si son judíos los que están ahí enterrados. Podrían ser argentinos. Adversarios políticos de Perón. No hay motivo para suponer…

– Allí hay una cámara de gas -dijo, mirando a los barracones de donde acabábamos de salir- ¿No? Venga, Gunther. Tú estuviste en las SS. Deberías identificar una cosa así.

No dije nada.

– Que yo sepa, nunca han gaseado a los adversarios políticos de Perón -añadió-. Los han fusilado. Y los han arrojado desde un avión. Sí. Pero nunca los han gaseado. No, sólo gasean a los judíos. Este lugar, este campo, es un lugar de muerte. Por eso los trajeron aquí. Para gasearlos. Se percibe por todas partes. Se percibe en las falsas duchas de esos barracones. Se percibe sobre todo aquí.

– Tenemos que marcharnos -dije.

– ¿Qué?

– Tenemos que marcharnos ya. Si nos descubren aquí, nos matarán -le dije. La cogí del brazo para levantarla del suelo-. No me esperaba esto, cielo. La verdad es que no. No te habría traído aquí si hubiera sospechado que sería así. Pensaba que era un campo de concentración. Pero no un campo de exterminio. Eso no. Es mucho más duro de lo que podría imaginar.

La llevé de la mano hasta el agujero de la alambrada.

– ¡Dios! -exclamó-, no me extraña que esto sea un secreto de estado. ¿Te imaginas lo que pasaría si la gente de fuera de Argentina descubriese esto?

– Anna. Escúchame. Tienes que prometerme que nunca se lo contarás a nadie. Al menos mientras permanezcas en este país. Nos matarán a los dos, dalo por seguro. Cuanto antes salgamos de aquí, mejor.

Al adentrarme de nuevo entre los árboles, empecé a correr. y ella también. Al menos ahora, pensé, Anna había captado la verdadera gravedad de nuestra situación. Arrojé las tenazas. Encontramos el agujero que habíamos hecho en la primera alambrada, la exterior. Empezamos a correr hacia donde habíamos dejado el Jeep.

Primero capté su olor. O, mejor dicho, el olor de sus cigarrillos. Dejé de correr y me volví hacia Anna.

– Escucha -le dije, cogiéndola por los hombros-. Haz exactamente lo que te diga. Unos hombres nos están buscando por esta carretera.

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque huelo el tabaco.

Anna olfateó el aire y se mordió el labio.

– Quítate la ropa.

– ¿Pero qué dices? ¿Estás loco?

– A lo mejor no encontraron el agujero que hicimos en la alambrada. -Yo ya me estaba desnudando-. Lo mejor que nos puede pasar es que piensen que paramos aquí para hacer el amor. Eso es lo que les vamos a contar. Si se creen que eso es lo único que estábamos haciendo, nos dejarán marchar. Vamos, cielo, desnúdate.

Vaciló unos instantes.

– Nadie que acabe de ver lo que acabamos de ver se desnudaría para follar entre los árboles, ¿verdad?

– Te dije que era mejor volver a ver esto de noche -dijo, y empezó a desvestirse.

Cuando los dos estábamos desnudos, me abrí camino entre sus piernas y dije:

– Y ahora finge que estás disfrutando. Lo más fuerte que puedas.

Anna gimió fuerte. Y volvió a gemir.

Empecé a impulsar la pelvis contra su cuerpo como si de aquella farsa no sólo dependiesen su satisfacción sexual y la mía, sino también nuestras vidas.

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