CAPITULO 13

BUENOS AIRES. 1950

Me quedé trabajando hasta tarde en mi despacho de la Casa Rosada. Era poco más que una mesa y un archivador y un perchero en un rincón de la oficina de la SIDE que daba a Irigoyen, justo enfrente del Ministerio de Finanzas. Mis presuntos colegas me hacían bastante el vacío, cosa que me recordaba a la mesa de Paul Herzefelde en la sala de detectives de la jefatura de Munich. No es que pensasen que yo era judío, pero sencillamente no confiaban en mí y, hasta cierto punto, era comprensible. No sé qué les habría dicho el coronel Montalbán sobre mí. Seguramente nada. Seguramente todo. Seguramente algo un tanto equívoco. Es lo que tiene ser espía. Resulta fácil sospechar que a uno también lo espían.

Encima de mi mesa tenía abiertos los expedientes del Kripo de Berlín. El archivador que los contenía era lo más parecido a una máquina del tiempo que me podía imaginar. Todo parecía tan antiguo… Y sin embargo es como si hubiera sido ayer. ¿Cómo era lo que decía Herr Adlon? La maldición confuciana. Ojalá vivas tiempos interesantes. Sí, qué duda cabe, aquéllos lo fueron. Al menos eso lo había hecho bien. Mi vida había sido más interesante que la mayoría.

Tenía ya un recuerdo claro de todo lo que había ocurrido durante los últimos meses de la República de Weimar, y me parecía evidente que el único motivo por el que no pude resolver entonces el crimen de Anita Schwartz era que, después de mi reunión con Kurt Melcher, no volví a trabajar en homicidios. Cuando regresé a la jefatura, después de una semana de permiso, ocupé mi nuevo puesto en el Departamento de Antecedentes Penales, con la vana esperanza de que, de alguna manera, el SPD cambiase el curso de las cosas y se restaurase una República en plenitud de facultades. No fue así.

En las elecciones del 31 de julio de 1932 los nazis obtuvieron más escaños en el Reichstag, pero no alcanzaron la mayoría absoluta con la que Hitler habría podido formar gobierno. Por increíble que parezca, los comunistas se aliaron con los nazis en el Parlamento para aprobar una moción de censura contra el desventurado gobierno de Papen. A partir de entonces, aborrecí a los comunistas aún más que a los nazis.

Se disolvió el Reichstag una vez más. Y una vez más se convocaron elecciones, en este caso para el 6 de noviembre. Y de nuevo la República se resistió a caer, porque los nazis no alcanzaron la mayoría absoluta. Schleicher intentó ser canciller de Alemania. Duró dos meses. Se preveía un nuevo golpe de estado. Y Hindenburg, desesperado porque alguien gobernase en Alemania con autoridad, expulsó al incompetente de Schleicher y pidió a Adolf Hitler, el único líder de partido que no había tenido ocasión de ser canciller, que formase gobierno.

En menos de treinta días, Hitler declaró que no habría más elecciones infructíferas. El 27 de febrero de 1933 quemó el Reichstag. Así comenzó la revolución nazi. Poco después dejé la policía y me fui a trabajar al Hotel Adlon. Me olvidé por completo de Anita Schwartz. y no volví a hablar con Ernst Gennat. Ni siquiera cuando, cinco años después, volví a Alex a petición del general Heydrich.

En el archivador estaba todo. Mis notas, mis informes, mi agenda de policía, mis memorandos, el informe forense de Illmann, mi lista inicial de sospechosos. Y más. Mucho más. Porque en aquel momento me percaté de que la caja no sólo contenía los papeles de Anita Schwartz, sino también las notas sobre el asesinato de Elizabeth Bremer. Cuando me expulsaron de homicidios, cedieron el caso Schwartz a mi sargento, Heinrich Grund, y él logró que le enviasen desde Munich las notas de Herzefelde. Para mi sorpresa, me encontraba ante el expediente que quise consultar en mi viaje a Munich aquel aciago julio de 1932.

Gran parte de la investigación de Herzefelde se centró en Walter Pieck, un tipo de Gunzburg de veintidós años. Pieck era el profesor de patinaje de Elizabeth Bremer en el Prinzregenten Stadium de Munich. En verano trabajaba como monitor de tenis en Ausstellungspark. También era miembro del derechista Stahlhelm y estaba afiliado al Partido Nazi desde 1930. Costaba comprender qué podía haber visto un muchacho de veinte años en una niña de quince. Parecía increíble. Al menos, hasta ver la foto de Elizabeth Bremer. Era igualita a Lana Turner y, al igual que Lana, llenaba hasta el último milímetro del suéter que vestía en la fotografía. Los momentos más felices de mi vida fueron los pocos que pasé en el seno familiar. Habrían sido aún más felices si mi familia hubiera tenido un seno como el de Elizabeth Bremer. Sólo había visto un busto mayor en los museos.

Al leer las notas de Herzefelde sobre el caso, recordé que Pieck declaró, en su momento, que Elizabeth lo había mandado a paseo la semana anterior a su asesinato, porque lo había sorprendido leyendo su diario. Para Elizabeth aquello fue un pecado imperdonable. La verdad es que su enfado me parecía comprensible: a lo largo de los años he leído unos cuantos diarios personales y no siempre para bien. Poco satisfecho con esta explicación, Grund cogió el diario y observó que Elizabeth tenía la costumbre de anotar su período menstrual con la letra griega omega. En las semanas anteriores al asesinato, una sigma reemplazó a la omega en el diario de Elizabeth Bremer, lo que indujo a Grund a suponer que tal vez estaba embarazada. Grund interrogó a Pieck y concluyó que el presunto embarazo era el verdadero motivo por el que adquirió la costumbre de leer el diario de su novia; y que Pieck había intentado procurarle a Elizabeth un aborto ilegal. Sin embargo, después de varios días de interrogatorio, Pieck lo negó rotundamente. Es más, Pieck tenía una sólida coartada en la forma de su padre, que casualmente era jefe de policía de Gunzburg, a cientos de kilómetros de Berlín.

Ni el médico ni ninguna compañera de Elizabeth estaban informados sobre el embarazo. Pero Grund observó que Elizabeth había heredado un dinero por el testamento de su abuelo y lo utilizó para abrir una cuenta de ahorros; la víspera de su muerte había retirado casi la mitad de este dinero, pero no apareció nada en su cuerpo. Y Grund coligió que, aunque Pieck no le hubiera procurado un aborto, Elizabeth -que al parecer era una chica de recursos y muy capaz- lo hizo por su cuenta. Y que Anita Schwartz probablemente hizo lo mismo. Y que estos abortos fueron una chapuza. Y que el abortista ilegal intentó ocultar sus huellas simulando que las muertes accidentales habían sido asesinatos.

No podía discrepar mucho de las conclusiones de Grund. Sin embargo, nunca detuvieron a nadie por los crímenes. Se agotaron las pistas y, con posterioridad a 1933, sólo se añadieron dos notas al expediente. Una era de 1934: Walter Pieck ingresó en las SS y pasó a ser guardia en el campo de concentración de Dachau. La otra guardaba relación con el padre de Anita Schwartz, Otto.

Después de ingresar en la policía de Berlín en 1933, como ayudante de Kurt Daluege, Otto Schwartz fue nombrado juez.

Me levanté de la mesa y me acerqué a la ventana. Había luces encendidas en el Ministerio de Finanzas. Probablemente intentaban solventar la rampante inflación argentina. a quizá se quedaban trabajando hasta tarde para decidir de dónde iban a sacar el dinero para las joyas de Evita. En la calle había mucho ajetreo. Por algún motivo, la gente hacía cola delante del Ministerio de Trabajo y había mucho tráfico. Siempre había tráfico en Buenos Aires: taxis, trolebuses, microbuses, coches americanos y furgonetas, como ideas inconexas en un cerebro de detective. Debajo de mi ventana todo el tráfico circulaba en la misma dirección. Al igual que mis pensamientos. Me dije que quizá empezaba a entenderlo todo, más o menos.

Anita Schwartz debió de quedarse embarazada y Herr y Frau Schwartz, temiendo el escándalo que se desataría si se descubría la prostitución ocasional de su hija discapacitada, pagaron al curandero de Munich para que le practicase un aborto. Probablemente por eso llevaba tanto dinero en el bolsillo. Pero el aborto salió mal y, ansioso por ocultar su crimen, el curandero intentó que la muerte pareciese un crimen lascivo. Al igual que había hecho en Munich. Al fin y al cabo, era mejor para él que la policía buscase a cierta clase de asesino sexual trastornado que a un médico incompetente. Muchas mujeres habían muerto a manos de los abortistas ilegales. Por algo llamaban «fabricantes de ángeles» a los abortistas clandestinos. Recordé el caso de un hombre en la década de 1920, un dentista de la ciudad bávara de Ulm, que estranguló a varias mujeres embarazadas para tener relaciones sexuales con ellas, cuando se suponía que debía practicarles un aborto.

Cuanto más lo pensaba, más me gustaba mi solución. El hombre que buscaba era médico, o cierto tipo de curandero, con toda probabilidad de Munich. Mi primera idea fue el médico de la sífilis, Kassner, hasta que recordé su coartada: el día de la muerte de Anita Schwartz estaba en un congreso de urología en Hanover. y luego me acordé del joven amigo de su ex mujer, aquel tipo de aire agitanado que se marchó en el Opel pequeño sin capota, con matrícula de Munich. Beppo. Así se llamaba. Nombre extraño para ser alemán. Kassner me dijo que era estudiante de la Universidad de Munich. Estudiante de medicina, seguramente. ¿Pero cuántos estudiantes podían permitirse un Opel nuevo? A no ser que tuviese ingresos adicionales con la práctica del aborto ilegal.

Acaso en el mismo apartamento de Kassner durante su ausencia. y si, como muchos estudiantes que viajaban a Berlín para conocer la famosa vida nocturna berlinesa, este Beppo hubiese contraído una enfermedad venérea, ¿quién mejor que Kassner para ayudarle con un tratamiento de Protonsil, la nueva Bala Mágica? Esto habría explicado por qué figuraba la propia dirección de Kassner en la lista de sospechosos que elaboré, utilizando el Directorio del Diablo del Kripo y la lista de pacientes copiada en la consulta de Kassner. Así pues, Beppo. El hombre que conocí en el portal de Kassner. ¿Por qué no? En tal caso, si se encontraba en Argentina, no me costaría mucho reconocerlo. Desde luego, si estaba en Argentina, significaba que había cometido algún acto criminal y huía de Alemania. Algo turbio en las SS, quizá. No parecía el tipo ideal de las SS. Al menos en 1932. Por aquel entonces les gustaban los tipos de raza aria, rubios y de ojos azules, como Heydrich. Como yo. Beppo no era así, desde luego.

Intenté recordar su imagen. Estatura media, apuesto, tez morena. Sí, como un gitano. Los nazis odiaban a los gitanos casi tanto como a los judíos. Por supuesto, no habría sido la primera persona que hubiera ingresado en las SS sin ser el tipo ario perfecto. Himmler era uno. Eichmann era otro. Pero si Beppo tenía titulación médica, y era capaz de demostrar que su familia no había tenido contacto con sangre no aria durante cuatro generaciones, fácilmente habría ingresado en el cuerpo médico de la unidad de las Waffen-SS. Decidí preguntar al doctor Vaernet si recordaba a aquel hombre.

– Veo que trabaja hasta tarde. -Era el coronel Montalbán.

– Sí. Pienso mejor por la noche. Cuando hay silencio.

– Yo, en cambio, soy más matinal.

– Me sorprende. Pensé que le gustaba detener a la gente en mitad de la noche.

– La verdad es que no -respondió con una sonrisa-. Prefiero detener a la gente a primera hora de la mañana.

– Lo tendré en cuenta.

Se acercó a la ventana y señaló la cola de personas que había delante del Ministerio de Trabajo.

– ¿Ve aquella gente? ¿En la acera de enfrente, en Irigoyen? Están ahí para ver a Evita.

– Ya me parecía que era un poco tarde para buscar empleo.

– Se pasa parte de la tarde y la mitad de la noche ahí -dijo-. Entregando dinero y haciendo favores a los pobres y enfermos y sin techo del país.

– Muy noble por su parte. Y, en un año electoral, muy pragmático también.

– No lo hace por eso. Usted es alemán. Ya me imaginaba que no lo comprendería. ¿Son los nazis los que le hicieron tan cínico?

– No, soy cínico desde marzo de 1915.

– ¿Qué ocurrió?

– La Segunda Batalla de Ypres.

– Ah, claro.

– A veces pienso que, si hubiéramos ganado entonces, habríamos ganado la guerra, lo cual habría sido mucho mejor a la larga. Los británicos y los alemanes habrían llegado a un acuerdo de paz, y Hitler habría permanecido en una merecida oscuridad.

– Luis Irigoyen, que era nuestro presidente, y después embajador en Alemania, y es el que da nombre a esta calle, estuvo con Hitler en muchas ocasiones y sentía por él una inmensa admiración. Una vez me dijo que Hitler era el hombre más fascinante que había conocido.

Esta mención de Hitler me recordó a Anna Yagubsky y sus familiares desaparecidos. Y, midiendo mis palabras, intenté abordar el tema de los judíos argentinos con Montalbán.

– ¿Por eso Argentina se opuso a la emigración de judíos?

– Eran tiempos muy difíciles -dijo, encogiéndose de hombros-. Eran demasiados los que querían venir. No era posible acogerlos a todos. No somos un país grande como Estados Unidos o Canadá.

Resistí la tentación de recordar al coronel que, según mi guía de viaje, Argentina era el octavo país más grande del mundo. -¿Y por eso se aprobó la Directiva 11?

– No es muy recomendable -dijo Montalbán entrecerrando los ojos- estar al corriente de la Directiva 11 en Argentina.

¿Quién le ha hablado de eso?

– Uno oye cosas.

– Sí, ¿pero en boca de quién?

– Éste es el Servicio de Informaciones de Estado -dije-. No Radio El Mundo. Sería extraño que no se oyesen secretos por aquí. Además, mi capacidad para hablar castellano va mejorando.

– Ya veo.

– Hasta me he enterado de que Martin Bormann vive en Argentina.

– Eso es lo que creen los americanos, lo cual es el mejor motivo para saber que no está aquí. Tenga presente lo que le dije: en Argentina es mejor saberlo todo que saber demasiado.

– Dígame, coronel. ¿Ha habido más asesinatos?

– ¿Asesinatos?

– Ya sabe. Cuando una persona mata a otra deliberadamente. En este caso, una cría. Como la que me mostró en la sede de la policía. La que perdió el ajuar de boda.

Negó con la cabeza.

– ¿Y la chica desaparecida? ¿Pabienne van Bader?

– Sigue desaparecida. -Sonrió con tristeza-. Esperaba que la hubiera encontrado ya.

– No. Todavía no. Pero casi he descubierto la verdadera identidad del hombre que mató a Anita Schwartz.

Por un momento se mostró sorprendido.

– La chica que asesinaron en Berlín en 1932. ¿Se acuerda? El caso que leyó en los periódicos alemanes cuando yo era todavía su modelo de héroe.

– Ah, sí, claro. ¿Cree que el hombre está aquí en Argentina?

– Es pronto para saberlo. Sobre todo porque todavía estoy a la espera de la consulta con el médico del que me habló. El de Nueva York. El especialista.

– ¿El doctor Pack? Precisamente de eso venía a hablarle. Venía a decirle que está aquí en Buenos Aires. Ha llegado hoy. Podrá verle mañana, o quizá pasado, dependiendo de…

– De su otra paciente más importante. Ya, ya. Pero no demasiado. Sólo todo. No me olvido.

– Más le vale. Por su propio bien. -Asintió-. Es usted un hombre interesante, señor. No cabe duda.

– Sí, lo sé. He tenido una vida interesante.

Debería haber prestado más atención a la advertencia del coronel, pero siempre he sentido debilidad por las caras hermosas. En especial, por las caras tan hermosas como la de Anna Yagubsky.

Mi mesa estaba en la segunda planta. En la planta inferior se encontraba el archivo donde se almacenaban los expedientes de la SIDE. Decidí pasarme por allí al salir. Ya tenía la costumbre de entrar en aquel lugar. Cada vez que entrevistaba a un viejo camarada, añadía a su expediente un informe detallado, donde indicaba quién era y qué crímenes había cometido. Pensé que no me jugaría mucho si echaba un vistazo a otros expedientes que no guardaban relación con aquéllos. La única duda era cómo iba a conseguirlo.

En Berlín todos los enemigos conocidos y sospechosos del Tercer Reich estaban registrados en el Índice A, situado en la sede de la Gestapo en Prinz Albrechtstrasse. El Índice A, también llamado Índice Administrativo, era el sistema de archivo criminal más moderno del mundo. O eso me decía Heydrich. El Índice comprendía medio millón de fichas sobre personas que la Gestapo consideraba dignas de atención. Estaba situado en un enorme carro circular de fichas con un motor eléctrico. Había un agente capaz de localizar cualquiera de las fichas en menos de un minuto. Heydrich, firme creyente del viejo axioma: saber es poder, lo llamaba la rueda de la fortuna. Heydrích es el que contribuyó más que nadie a revolucionar la vieja policía política prusiana e hizo del SD uno de los lugares con más empleados de toda Alemania. En 1935 más de seiscientos agentes trabajaban sólo en la división berlinesa de antecedentes penales de la Gestapo.

No existía nada tan sofisticado ni tan amplio en Buenos Aires, aunque el sistema funcionaba bastante bien en la Casa Rosada. Una plantilla de veinte agentes trabajaban las veinticuatro horas del día en cinco turnos de cuatro horas. Había fichas de políticos de la oposición, agentes sindicales, comunistas, intelectuales de izquierdas, parlamentarios, oficiales del ejército rebelde, homosexuales y líderes religiosos. Estos expedientes se almacenaban en estanterías móviles, accionadas por un sistema de ruedas manuales de cierre y referenciadas por nombre y tema en los llamados «libros marrones», una serie de libros de registro encuadernados en piel. El acceso al archivo estaba controlado por un sencillo sistema de signaturas, salvo si el expediente se consideraba sensible, en cuyo caso la entrada en los libros marrones se escribía en rojo.

El oficial jefe de turno se denominaba OR, oficial de registro, y supuestamente se encargaba de supervisar y autorizar la adquisición y la consulta de todo el material escrito. Yo conocía bastante bien al menos a dos de los ORo Les había confesado mi trayectoria anterior de policía en Berlín y, para congraciarme con ellos, incluso les había proporcionado descripciones de la aparente omnisciencia del sistema de archivo de la Gestapo. Gran parte de lo que les dije, no obstante, se basaba en los pocos meses que pasé en la división de antecedentes penales del Kripo, después de que me expulsasen de homicidios, pero otra parte me la inventé. No es que los üR captasen la diferencia. Uno de ellos, al que sólo conocía como Marcello, quería basarse en el sistema de archivo de la Gestapo como modelo para actualizar el equivalente en la SIDE y prometí ayudarle a escribir un memorando detallado para entregárselo al director de la SIDE, Rodolfo Freude.

Sabía que Marcello estaba de servicio en el archivo y, nada más traspasar las puertas de vaivén, lo vi en su puesto de siempre, detrás de la mesa principal. Ésta era completamente circular y, con la bandera argentina y los oficiales del ejército armados, parecía más un baluarte defensivo que un archivo de antecedentes penales. Pero Marcello no tenía nada de militar, con aquel uniforme que sólo le quedaba bien en los puntos de sujeción. Cada vez que lo veía, me recordaba a los jóvenes soldados con cara de bebé que reclutaban para defender el búnker de Hitler contra el Ejército Rojo durante la caída de Berlín.

Devolví los expedientes actualizados de Carl Vaernet y Pedro Olmos y pedí la ficha de Helmut Gregor. Marcello recogió los expedientes devueltos, buscó a Helmut Gregor en los libros marronesy mandó a un subalterno que trajese su ficha de las estanterías. Observé cómo el subalterno movía la rueda para abrir una puerta cerrada, desplazando la estantería relevante por una guía invisible hasta que era posible el acceso.

– Hábleme más de su índice A -dijo Marcello, que era de origen ítalo-argentino,

– De acuerdo -le dije, con la esperanza de llevar el agua a mi molino-. Había tres clases de fichas. En el Grupo Uno, todas las fichas tenían una marca roja que indicaba que era un enemigo del Estado. En el Grupo Dos, una marca azul que indicaba que la persona debía ser detenida en tiempos de emergencia nacional. Y en el Grupo Tres, una marca verde que indicaba que la persona estaba sujeta a vigilancia en todo momento. Todas esas marcas estaban en el lado izquierdo de la ficha. En el lado derecho había una segunda marca de color que indicaba que era comunista, alguien sospechoso de estar en la resistencia, judío, testigo de Jehová, homosexual, masón, etcétera. Todo el índice se actualizaba dos veces al año. Al principio y al final del verano, que era el momento de más ajetreo. Eran órdenes de Himmler.

– Fascinante -dijo Marceno.

– Los informantes tenían expedientes especiales. Al igual que los agentes. Pero todos estos expedientes eran absolutamente independientes de los del Abwehr, el Servicio Alemán de Intelígencia Militar.

– ¿Quiere decir que no compartían información?

– En absoluto. Se detestaban mutuamente.

Ahora que ya había mareado un poco la perdiz, supuse que era el momento de ir al grano.

– ¿Tiene algún expediente sobre una pareja judía, los Yagubsky? -pregunté inocentemente.

Marceno cogió el pesado libro marrón de la estantería curva que tenía detrás y lo consultó con un dedo índice muy lamido. Debía de lamerlo unas mil veces diarias y me sorprendía que no se le hubiera gastado como una barra de sal. Al cabo de un minuto hizo un gesto negativo con la cabeza.

– No hay nada, lo siento.

Le conté algo más. Me inventé que Heydrich preveía construir una gran máquina electrónica para sacar la misma información de la rueda de la fortuna por una cinta de papel de teletipo, y diez veces más rápido. Dejé que Marceno se deshiciera en «oohs» y «aahs» durante un rato por lo que le acababa de contar, antes de preguntarle si podría consultar los expedientes relativos a la Directiva 11.

Marceno no consultó los libros marrones antes de responder; y se estremeció un poco, como si le molestase no poder atender mi petición.

– No, de eso tampoco hay nada -me explicó-. Esos expedientes no se guardan aquí. Ya no. El Ministerio de Relaciones Exteriores retiró de aquí todos los expedientes relativos al servicio de inmigración argentino hace un año, más o menos. Y creo que los mandaron al depósito.

– ¿Ah, sí? ¿Y dónde es?

– En el antiguo Hotel de Inmigrantes. Está en el muelle norte, al otro lado de la avenida Eduardo Madero. Se construyó a principios de siglo para acoger a los numerosos inmigrantes que llegaban a Argentina. Algo parecido a la isla de Ellis, en Nueva York. El lugar está bastante abandonado. No hay ni ratas. Creo que redujeron mucho la plantilla. No he estado nunca, pero uno de los OR ayudó a trasladar unos archivadores allí y me dijo que todo era un poco primitivo. Si quiere buscar algo allí, probablemente sería mejor que lo hiciese a través del Ministerio de Relaciones Exteriores.

– No es tan importante -dije, negando con la cabeza.

Me desplacé en coche hasta la estación Presidente Perón, aparqué y encontré un teléfono. Llamé al número que me había dado Anna Yagubsky. Respondió un anciano muy suspicaz. Supuse que sería su padre. Cuando le dije mi nombre, empezó a hacerme un sinfín de preguntas que no habría podido responder aunque hubiese querido.

– Oiga, señor Yagubsky, me encantaría charlar con usted, pero en este momento tengo un poco de prisa. ¿Le importaría posponer sus preguntas y pedirle a su hija que se ponga?

– No hace falta decirlo en un tono tan grosero -replicó.

– La verdad es que intentaba no ser grosero.

– Me sorprende que tenga usted clientes, señor Hausner, si los trata de esta manera.

– ¿Clientes? Oiga, ¿qué le ha contado exactamente su hija, señor Yagubsky?

– Que usted es detective privado. Y que lo contrató para que encuentre a mi hermano.

– ¿Ya su cuñada? -pregunté, sonriendo.

– A decir verdad, de mi cuñada puedo prescindir. Nunca entendí por qué Roman se casó con ella, y nunca nos hemos llevado muy bien. ¿Está usted casado, señor?

– Lo estuve. Pero ya no.

– Bueno, al menos así sabe lo que se pierde.

Metí otra moneda en el teléfono.

– En este momento corro peligro si no hablo con su hija. Acabo de meter los últimos cinco centavos.

– Vale, vale. Es lo malo de los alemanes. Por algún motivo siempre tienen prisa. -Colgó el auricular de un golpetazo y, al cabo de un minuto, se puso Anna.

– ¿Qué le ha dicho a mi padre?

– No tengo tiempo de explicárselo. Quiero verla en la estación Presidente Perón dentro de media hora. -¿No puede ser mañana por la noche?

– Mañana no puedo. Tengo una cita en el hospital. Quizá pasado mañana también. -Encendí rápidamente un cigarrillo-. Mire, venga lo antes posible. La espero junto al andén de Belgrano.

– ¿No me puede adelantar nada?

– Póngase ropa vieja. Y traiga una linterna. Mejor dos, si tiene y un frasco de café. Es probable que nos lleve un rato.

– ¿Pero adónde vamos?

– A hacer unas excavaciones.

– Me asusta. ¿Debo llevar también un pico y una pala?

– No, cielo, con unas manos tan bonitas como las suyas, sería una lástima. No se preocupe, no vamos a exhumar a nadie. Sólo vamos a hurgar en unos viejos archivos de inmigración y es probable que haya bastante polvo, eso es todo.

– Qué alivio. Por un momento pensé… bueno, soy un poco aprensiva con las exhumaciones de cadáveres. Sobre todo por la noche.

– Creo que normalmente es la mejor hora para hacer esas cosas. Ni siquiera los muertos prestan mucha atención.

– Esto es Buenos Aires, señor Hausner. Los muertos siempre prestan atención en Buenos Aires. Por eso construimos La Recoleta. Para tenerlo siempre presente. La muerte es un modo de vida para nosotros.

– Está hablando con un alemán, cielo. Cuando inventamos las SS éramos la máxima autoridad en el culto a la muerte, créame. -El teléfono empezó a reclamar más dinero-. Acabo de echar mis últimos cinco centavos, así que tráigase su hermoso trasero, como le dije. La espero.

– Sí, señor.

Colgué el auricular. Lamenté haber implicado a Anna. Lo que pensaba hacer entrañaba cierto riesgo. Pero no se me ocurría ninguna otra persona que me pudiera ayudarme a descifrar los documentos almacenados en el Hotel de Inmigrantes. Además, ella ya estaba implicada. Buscábamos a sus tíos. No me pagaba lo suficiente para asumir solo todos los riesgos. Y dado que no me pagaba nada en absoluto, bien podía tomarse la molestia de venir conmigo de paseo y demás. Estaba indeciso sobre cómo interpretar que me hubiese llamado «señor». Me hacía sentir como alguien digno de respeto en virtud de mi edad. Que era algo a lo que tendría que ir acostumbrándome, me decía para mis adentros. Estaba bien. Había que seguir con vida para envejecer.

Compré tabaco, un ejemplar del Prensa, otro del Argentisches Tageblatt, el único diario en lengua alemana que se podía leer, en el sentido de que no lo marcaba a uno como nazi. Pero el principal motivo por el que entré en la estación era la cuchillería. La mayor parte de los modelos eran para los turistas: cuchillería con mango de hueso para inspectores colegiados y contadores públicos con veleidades de gauchos, o de bailarines de tango pendencieros. Algunos de los cuchillos menos espectaculares parecían adecuados para lo que tenía en mente. Compré dos: un estilete largo y fino, para meterlo por el ojo de la cerradura y accionar el resbalón dentro de la caja; y otro algo mayor para apalancar la ventana. Me metí el grande debajo del cinturón, en la zona baja de la espalda, al estilo gaucho, y me guardé el estilete en el bolsillo superior de la chaqueta.

– Me gusta estar bien armado cuando viene mi hermana a cenar -le dije al dependiente, con una sonrisa benévola, cuando me fulminó con la mirada.

Se habría sorprendido más si hubiera visto mi pistolera.

Pasó media hora. Cuarenta y cinco minutos se convirtieron en una hora. Empezaba a maldecir a Anna cuando apareció por fin, ataviada con un conjunto de ropa antigua suministrado por Edith Head. Una bonita camisa de cuadros escoceses, unos vaqueros ceñidos, una chaqueta de tweed bien cortada, zapatos bajos y un bolso grande de piel. Y, aunque demasiado tarde, me percaté de mi error. Decirle a una mujer como Anna que viniera vestida con ropa vieja era como decirle a Berenson que enmarcase un magnífico cuadro con leña cochambrosa. Supuse que probablemente se habría cambiado de modelito varias veces para asegurarse de que la ropa vieja que llevaba era la mejor que podía elegir. No es que importase mucho lo que llevase puesto. Anna Yagubsky estaba guapísima aunque vistiese medio disfraz de caballo.

– ¿Vamos a coger un tren? -preguntó, mirando el tren de Belgrano con incertidumbre.

– Se me ha pasado la idea por la cabeza. Pero éste no. Me han dicho que es más cómodo el tren del paraíso. No, quedé aquí con usted para que no me pasase desapercibida en la calle oscura. Pero ahora que vuelvo a verla, creo que no me pasaría desapercibida ni en un éxodo.

Se sonrojó un poco. La saqué de la estación. Al salir de aquella inmensa catedral retumbante, nos encaminamos hacia el este, a través de una doble fila de trolebuses aparcados, y llegamos a una plaza grande y abierta dominada por una torre de ladrillo rojo con un reloj que acababa de dar la hora. Bajo las acacias, la gente tocaba instrumentos musicales y los amantes se citaban en los bancos. Anna me cogió del brazo. Habría parecido una escena romántica si no nos dispusiésemos a entrar ilegalmente en un edificio público.

– ¿Qué sabe sobre el Hotel de Inmigrantes? -le pregunté mientras cruzábamos Eduardo Manero.

– ¿Es allí adonde vamos? Me lo barruntaba. -Se encogió de hombros-. Fue un Hotel de Inmigrantes desde mediados del siglo pasado. Mis padres le podrían contar algo más. Se alojaron allí al principio, cuando llegaron a Argentina. Antiguamente, cualquier inmigrante pobre que llegaba al país podía alojarse en el hotel de forma gratuita durante cinco días. Después, en la década de 1930, sólo acogían a los inmigrantes que no fueran judíos. No sé cuándo lo cerraron exactamente. Lo leí en la prensa el año pasado, creo.

Nos acercamos a un edificio de cuatro plantas, de color miel, casi tan grande como la estación de ferrocarriL Como estaba rodeado por una valla, parecía más una prisión Hue un hotel, y pensé que aquello probablemente se acercaba más a su auténtico fin, La valla no medía más de un metro ochenta pero estaba coronada por un alambre de espino. Seguimos andando hasta encontrar una verja. Había un letrero que decía «Prohibida la entrada» y, debajo de él, un enorme candado Eagle que debía de llevar allí desde que se construyó el hoteL

Al ver el enorme cuchillo de gaucho en mi mano, Anna abrió los ojos como platos.

– Esto es lo que pasa por hacer preguntas a quien no quiere responder -dije-. Cierran con llave las respuestas. -Abrí el candado.

– ¡Uy! -exclamó Anna, estremeciéndose.

– Por suerte para mí, usan candados malos que puede abrir hasta una rata con un mondadientes. -Empujé la puerta y entramos en un patio de recepción cubierto de hierba y jacarandás. Una ráfaga de viento trajo hasta mis pies una hoja de periódico. La recogí. Era una página de El laborista, un periodicucho pro peronista, con fecha de dos meses antes. Esperaba que aquélla fuese la última vez que alguien hubiera pisado aquel lugar. Eso parecía, desde luego. No había luces en ninguna de las más de cien ventanas, y sólo el tráfico lejano que circulaba por Eduardo Manero y un tren que entraba en las cocheras perturbaban la quietud del hotel abandonado.

– Esto no me gusta nada -reconoció Anna.

– Pues lo siento -dije-, pero mi castellano no llega para el lenguaje jurídico y burocrático que suelen usar en los documentos oficiales. Si encontramos algo, necesitaremos esos preciosos ojos que tienes para leerlo.

– Y yo que pensaba que sólo quería compañía. -Echó un vistazo alrededor con nerviosismo-. Sólo espero que no haya ratas. Ya me llega con las que hay en el trabajo.

– Tranquilícese, haga el favor. Por el aspecto de este lugar, hace tiempo que no viene nadie por aquí.

La puerta principal olía intensamente a pis de gato. Las ventanas de cristal esmerilado estaban cubiertas de telarañas y sal del estuario. Una araña bastante grande se escabulló cuando mis zapatos perturbaron su vaporoso descanso. Forcé otro candado con el cuchillo grande y empecé a descerrajar la cerradura cilíndrica de la puerta con el estilete.

– ¿Siempre lleva una cubertería completa en los bolsillos? -preguntó.

– O eso o un juego de llaves -le dije, mientras hurgaba el mecanismo de la cerradura.

– ¿Qué hacía durante los ensayos del coro? Parece que tiene bastante práctica.

– Antes era policía, ¿se acuerda? Hacemos todo lo que hacen los criminales, pero por mucho menos dinero. Y en este caso, por ningún dinero en absoluto.

– El dinero es muy importante para usted, por lo que veo.

– Seguramente porque no tengo mucho.

– Bueno, pues en eso ya tenemos algo en común.

– Tal vez pueda mostrarme su gratitud cuando todo esto acabe.

– Claro. Le escribiré una bonita carta en mi mejor cuaderno. ¿Qué le parece?

– Si ocurre este milagro y encuentra a sus tíos, puede escribir al arzobispo local para aportarle pruebas de mi heroica virtud. Es posible que me canonicen dentro de cien años. San Bernardo. Si lo hicieron una vez, pueden volver a hacerlo. Joder, hasta lo hicieron con un perro pulgoso. Por cierto, ése es mi verdadero nombre. Bernhard Gunther.

– Supongo que usted tiene virtudes muy perrunas -dijo Anna,

Acabé de descerrajar la cerradura.

– Claro. Me encantan los niños y soy leal a mi familia, cuando la tengo. Pero no me cuelgue un barrilillo.de coñac en el cuello, a no ser que quiera que me lo beba.

Intentaba soltar bravuconerías para que no se asustase. A decir verdad, yo estaba tan nervioso como ella. O puede que más. Cuando uno ha visto tantas personas asesinadas, sabe lo fácil que es morir asesinado.

– ¿Ha traído las linternas?

Abrió el bolso y sacó un faro de bicicleta y una pequeña dinamo manual que había que presionar para que diera luz. Cogí el faro.

– No lo encienda hasta que estemos dentro -le dije. Abrí la puerta y asomé la boca hacia el interior del hotel. No la boca de mi cara, sino la de mi pistola.

Entramos. Nuestras pisadas resonaban en el suelo de mármol barato, como dos fantasmas que no saben por qué parte del edificio prefieren rondar. Había un fuerte olor a moho y humedad. Encendí el faro, que iluminó un vestíbulo de doble altura. No había nadie. Guardé la pistola.

– ¿Qué busca? -susurró.

– Cajas. Cajas de embalaje. Archivadores. Cualquier cosa que contenga expedientes de inmigración. El Ministerio de Relaciones Exteriores decidió depositarlos aquí cuando cerró este lugar.

Ofrecí mi mano a Anna, pero la rechazó y se rió.

– Dejé de tener miedo a la oscuridad cuando tenía siete años -dijo-. Ahora hasta consigo meterme sola en la cama.

– Tal vez no debería -le dije.

– Es una rareza mía, lo sé, pero así me siento más segura.

Recorrimos el edificio y encontramos cuatro dormitorios colectivos en la planta baja. Uno de ellos todavía conservaba las camas y conté doscientas cincuenta, lo que significa que en tiempos llegaron a alojarse allí hasta cinco mil personas.

– Mis pobres padres -dijo Anna-. No sabía que esto fuera así.

– No está tan mal. Créame, el concepto alemán del reasentamiento era mucho peor que esto.

En los baños colectivos situados entre los dormitorios había dieciséis lavabos cuadrados, cada uno tan grande como la puerta de un coche. Y después del último baño había una puerta cerrada con llave. El candado, que era nuevo, me dijo que probablemente estábamos en el sitio que buscábamos. Alguien se había sentido en la obligación de asegurar lo que había al otro lado de la puerta con un candado superior a los de la verja y la puerta principal. Pero, aunque fuera nuevo, aquel candado cedía con idéntica facilidad al introducir mi cuchillo de gaucho. Empujé la puerta con la suela del zapato e iluminé el interior.

– Creo que hemos encontrado lo que buscamos -le dije, aunque era evidente que el verdadero trabajo acababa de empezar. Había docenas de archivadores, hasta un centenar, en cinco hileras, una delante de otra, como prietas filas de soldados, de modo que era imposible abrir uno sin mover el que había delante.

– Vamos a tardar unas cuantas horas -dijo Anna.

– Parece que vamos a pasar la noche juntos, al fin y al cabo.

– Entonces vamos a sacarle el máximo provecho -Anna colocó un faro en el suelo, se dirigió al archivador que encabezaba la primera fila, y señaló al archivador que encabezaba la segunda-. Busque usted en aquél y yo buscaré en éste.

Soplé para quitar el polvo. Un error. Había demasiado polvo. El aire se llenó de polvo y nos hizo toser. Abrí la gaveta superior del archivador y empecé a hojear nombres que empezaban con la Z.

– Zhabotinsky, Zhukov, Zinoviev. Esto es la Z. No caerá esa breva, pero ¿y si el que está justo detrás de éste fuese el archivador de la Y? Como Y de Irigoyen, Youngblood y Yagubsky?

Cerré la gaveta y sacamos ese archivador para acceder al que estaba detrás. Ya antes de que lo hubiera movido del todo, Anna abrió la gaveta superior del siguiente archivador, Tenía más fuerza en el brazo de lo que creía. O quizá se entusiasmó tanto que no supo medir sus fuerzas. En cualquier caso, logró sacar completamente el cajón del archivador y lo descargó con un ruido sordo en el suelo de mármol, muy cerca de sus pies y los míos, como una puerta que se cierra en algún pozo profundo del infierno.

– ¿Quiere intentarlo otra vez? -pregunté-. No creo que lo hayan oído en la Casa Rosada.

– Lo siento -susurró.

– Esperemos que no.

Anna ya estaba arrodillada delante del cajón caído y, con la luz de la pequeña dinamo manual que sostenía, examinó el contenido.

– Tenía razón -gritó emocionada-. Es la Y.

Recogí del suelo el faro de bicicleta e iluminé sus manos.

– No me lo puedo creer -dijo después, mientras extraía una fina carpeta-. Yagubsky. -Hasta en la penumbra pude ver las lágrimas en sus ojos. Su voz sonaba también ahogada-. Parece que sí es capaz de hacer milagros. San Bernardo.

Luego abrió la carpeta. Estaba vacía.

Anna se quedó mirando fijamente la carpeta vacía durante unos instantes. Luego la arrojó a un lado irritada y, agachándose de nuevo, exhaló un enorme suspiro.

– Menudo milagro -dijo.

– Lo siento.

– No es culpa suya.

– No pretendía ser ningún santo, de todos modos.

Al cabo de un rato encontré la carpeta vacía. La recogí y la miré más atentamente. Era cierto que estaba vacía. Pero no carecía de información. En la cubierta de papel Manila había una fecha.

– ¿Cuándo dijo que desaparecieron?

– En enero de 1947.

– Esta carpeta tiene fecha de marzo de 1947. Y mire. Debajo de los nombres están escritas las palabras «judío» y «judía». Y luego está el sello de goma de tinta roja.

– D12 -dijo Anna, mirándolo de cerca-. ¿Qué es D12?

– Hay otra fecha y una firma dentro del sello. La firma es ilegible. Pero la fecha está bastante clara. Abril de 1947. -Sí, ¿pero qué es D12?

– Ni idea.

Volví al archivador y extraje otra carpeta. Esta pertenecía a Iohn Yorath. De Gales. Y estaba llena de información. Datos sobre visados de entrada, datos de la historia médica de Iohn Yorath, registro de su estancia en el Hotel de Inmigrantes, una copia de una cédula, todo. Pero no decía que fuera judío. Y no había ningún sello del D12 en la cubierta.

– Estuvieron aquí -dijo Anna, emocionada-. Esto prueba que estuvieron aquí.

– Creo que también prueba que ya no están aquí.

– ¿Qué quiere decir?

– No sé -dije, encogiéndome de hombros-. Sin embargo, parece claro que los detuvieron. Quizá los deportaron.

– Se lo dije. No volvimos a saber más de ellos. Desde enero de 1947.

– Luego quizá los encarcelaron. -Entusiasmándome con mi tema, añadí-: Usted es abogado, Anna. Hábleme de las prisiones de este país.

– Veamos. Está la prisión de Parque Ameghino, aquí en la ciudad. Y la Villa Devoto, claro, donde Perón encarcela a sus enemigos políticos. Luego está la de San Miguel, donde mandan a los delincuentes comunes. ¿Qué más? Sí, hay una cárcel militar en la isla de Marín García, en el Río de la Plata. Es donde encarcelaron a Perón cuando fue depuesto inicialmente, en octubre de 1945. Sí, sí, se puede encarcelar a mucha gente en Marín García. -Pensó unos instantes-… Pero espere un minuto. No hay ningún lugar más remoto que la cárcel de Neuquén, en las estribaciones andinas. Se hablamucho de Neuquén, pero no se sabe casi nadasobre ella, excepto que la gente que mandan allí nunca vuelve. ¿Cree que es posible? ¿Cree que pueden estar en la cárcel? ¿Después de tanto tiempo?

– No lo sé, Anna.-Señalé el regimiento de archivadores alineados delante de nosotros-. Pero es posible que encontremos las respuestas en alguno de estos expedientes.

– Se ve que sabe entretener a una chica, Gunther. -Se levantó y fue al siguiente archivador y lo abrió.

Más o menos una hora antes del amanecer, agotados, mugrientos de polvo, y sin haber encontrado nada más de interés, decidimos retirarnos a descansar.

Llevábamos demasiado tiempo allí. Lo supe porque, en cuanto volvimos al vestíbulo principal, alguien encendió las luces eléctricas. Anna exhaló un breve grito ahogado. A mí no me hizo ninguna gracia el giro de los acontecimientos. Sobre todo al ver que la persona que había encendido las luces nos apuntaba con un arma. No es que fuera exactamente una persona. Ya entendía por qué me había dicho Marcello que habían reducido al personal. Aquel hombre estaba esquelético. Había visto gente de aspecto más saludable metida en ataúdes. Medía un metro setenta y tenía el pelo graso, lacio y entrecano, cejas que semejaban dos mitades de un bigote separadas por su propio bien, y facciones cobardes de rata. Vestía un traje barato, un chaleco que parecía un trapo en las manos grasientas de un mecánico, y no llevabas calcetines ni zapatos. En el bolsillo del abrigo traía una botella que probablemente era su desayuno y, en la comisura de la boca, un cilindro de ceniza lánguida que había sido un cigarrillo. Cuando abrió la boca, la ceniza se cayó al suelo.

– ¿Qué hacen aquí? -dijo con una voz poco inteligible por la tIerna y el alcohol y la falta de dentadura. Sólo le quedaba una pieza dental en la prominente mandíbula superior: un incisivo que parecía el último bolo de pie en la bolera.

– Soy policía -le dije-. Necesitaba consultar con urgencia un viejo archivo. Me temo que no había tiempo para seguir los procedimientos adecuados.

– ¿Es eso cierto? -Hizo señas a Anna-. ¿Y ella qué pinta aquí?

– No es asunto suyo -dije-. Mire, ¿quiere ver mi placa de identificación? Es lo que le dije.

– Usted no es poli. Con ese acento…

– Soy de la secreta. De la SIDE. Trabajo para el coronel Montalbán.

– No sé quién es.

– Los dos dependemos de Rodolfo Freude. A ése sí lo conocerá, ¿no?

– Claro. Fue él quien me dio las órdenes. Ordenes explícitas. Dijo: «Nadie». Y quiero decir: «Nadie». Nadie entra en este lugar sin la autoridad expresa, por escrito, del presidente. -Sonrió-. ¿Tiene alguna carta del presidente? -Reptó hacia mí y me cacheó, dándole la vuelta a mis bolsillos rápidamente con los dedos. Sonrió y dijo-: Parece que no.

Al verlo más de cerca no me sentí inclinado a cambiar impresiones con él. Parecía inferior y mediocre. Pero no había nada mediocre en la pistola que empuñaba. Eso sí que era especial. Una Police Special de calibre treinta y ocho, con cañón de cinco centímetros y bonito pavón azul brillante. Era lo único que tenía en perfecto estado de funcionamiento. Se me pasó por la cabeza enfrentarme a él mientras registraba mis bolsillos. Pero la Special me hizo cambiar de idea. Encontró mi arma y la arrojó al suelo. Hasta encontró el estilete en mi bolsillo de la chaqueta. Pero no encontró el cuchillo de gaucho escondido bajo mi cinturón en la parte inferior de la espalda.

Se alejó y cacheó a Anna, manoseando sobre todo sus pechos, cosa que le dio alguna idea.

– Qué linda, nena -le dijo-. Quítate la chaqueta y la camisa.

Ella le clavó la mirada con insolencia muda y, al ver que no ocurría nada, él echó mano del arma y la presionó contra el cuello de Anna, justo debajo de la barbilla.

– Será mejor que lo hagas, linda, o te vuelo la cabeza.

– Haga lo que le dice, Anna. No bromea.

El hombre sonrió mostrando su boca de un solo diente y dio un paso atrás para disfrutar de las vistas mientras ella se desnudaba.

– El sostén también. Quítatelo. A ver esas tetitas.

Anna me miró desesperada. Le indiqué por señas que lo hiciese. Se desabrochó el sostén y lo dejó caer al suelo.

El hombre se relamía los labios al contemplar los pechos desnudos.

– Qué lindas -dijo-. Qué tetitas tan lindas. Las tetas más lindas que he visto en mucho tiempo.

Presioné la columna vertebral contra el cinturón y sentí la presencia de la funda del cuchillo. Me preguntaba si sería capaz de lanzar un cuchillo, sobre todo uno como aquél, como de tabla de carnicero.

El hombre con un solo diente se acercó más a Anna e intentó pellizcarle uno de los pezones entre el índice y el pulgar; pero ella se encogió hacia atrás, protegiéndose con los antebrazos.

– Estate quieta -dijo, retorciéndose con nerviosismo-. Quédate quieta o te pego un tiro, linda.

Anna cerró los ojos y dejó que le agarrase el pezón. Al principio sólo lo sobaba con los dedos como quien lía un cigarro. Pero luego empezó a estrujarlo con fuerza. Lo vi en la cara de Anna. Y en la del tipo, que sonreía con placer sádico, disfrutando del dolor que le infligía. Anna lo soportó en silencio durante un rato, pero eso a él sólo le inducía a apretar más, hasta que al fin, gimoteando, Anna le rogó que parase. Y él lo hizo. Pero sólo para estrujarle el otro pezón.

Para entonces yo ya tenía el cuchillo en la mano. Me lo escondí en la manga. Había demasiada distancia entre el hombre y yo para atacarle cuchillo en mano. Lo más probable es que me pegase un tiro, y luego a ella la violase y la matase. Era mucha pistola para correr ese riesgo. Pero tirar el cuchillo era arriesgado también.

Dejé que el cuchillo se deslizase por la palma de mi mano y agarré la hoja como un martillo.

Anna cayó de rodillas, gimoteando de dolor, pero él la agarraba con fuerza, contorsionando la cara con placer horrendo, disfrutando cada segundo de la agonía que estaba escrita en la cara de Anna.

– Cerdo -dijo ella.

Ésa era mi oportunidad y, avanzando un paso hacia delante y apuntando con los dos brazos directamente a mi objetivo, arrojé el cuchillo, impulsándome con toda la cadera y el ímpetu del brazo. Apunté a su costado, justo debajo de la mano estirada que seguía retorciendo el pezón.

Lanzó un grito. El cuchillo aparentemente se le clavó en las costillas, pero al instante lo tenía en la mano. Lo soltó y el cuchillo cayó al suelo. Al mismo tiempo me disparó y falló. Sentí que la bala me rozaba la cabeza. Rodé rápidamente hacia delante esperando encontrarme frente al cañón de cinco centímetros o algo peor. En cambio, me encontré delante de un hombre que ahora estaba a cuatro patas, tosiendo sangre en el suelo entre las manos, y luego se ovilló como una bola con la mano en el costado. Eché un vistazo al cuchillo y, al ver la sangre en el filo, supuse que le había perforado el costado varios centímetros antes de que se lo extrajera del torso.

Parecía que mi proximidad le hacía olvidar el dolor y la angustia de la herida. Retorciendo todo su cuerpo hacia un lado, intentó volver a disparar, pero esta vez sin levantar el antebrazo de la puñalada del costado.

– ¡Cuidado! -gritó Anna.

Pero yo ya estaba encima de él, forcejeando para arrancarle el arma de la mano sangrienta mientras disparaba tiros inofensivos hacia el techo. Anna gritó. Le pegué un fuerte puñetazo en la sien, pero el hombre ya no estaba para peleas. Me alejé de puntillas, intentando evitar el charco de sangre que se extendía por el suelo como un globo rojo que se expande. Todavía no estaba muerto, pero yo sabía que no tenía salvación. La hoja le había seccionado una arteria importante. Como una bayoneta. Por la cantidad de sangre que había en el suelo era evidente que moriría en cuestión de minutos.

– ¿Se encuentra bien? -Recogí el sujetador de Anna y se lo di.

– Sí -susurró. Se tapaba los pechos con las manos y tenía los ojos llenos de lágrimas. Miraba al hombre, casi como si le diese lástima.

– Vístase -dije-. Tenemos que irnos ya. Alguien puede haber oído los disparos.

Me guardé el arma del tipo debajo del cinturón, enfundé la mía, guardé los faros en el bolso de Anna y recogí los dos cuchillos. Luego eché un vistazo alrededor en busca de cualquiera de esos objetos en los que podrían hincar el diente un poli. Un botón. Un mechón de pelo. Un pendiente. Las pequeñas manchas de color en un lienzo, como Georges Seurat, que tanto le gustaba a Ernst Gennat. Pero no había nada. Sólo estaba él, exhalando los últimos suspiros. Un cadáver que aún no lo sabía.

– ¿Y él? -, preguntó Anna, abotonándose la camisa-. No lo podemos dejar aquí.

– Está acabado -dije-. Cuando llegue la ambulancia ya estará muerto. -La cogí por el brazo y la impulsé elegantemente hacia la puerta y luego apagué laluz-. Con un poco de suerte, cuando alguien lo encuentre, las ratas habrán borrado las pruebas.

Anna separó mi mano de su brazo y encendió de nuevo la luz.

– Se lo dije. No me gustan las ratas.

– ¿Y si manda de paso un mensaje en Morse? -le dije-. Para que se enteren de que hay alguien aquí dentro. -Pero dejé la luz encendida.

– Es un ser humano -dijo Anna, volviendo al cuerpo en el suelo. Intentando apartar los zapatos de la sangre, se agachó y, con un gesto de impotencia, me miró como rogándome alguna pista sobre lo que íbamos a hacer después.

El hombre se retorció varias veces y luego se quedó inmóvil.

– No tengo la misma impresión -le dije.

Agachándome a su lado, presioné con fuerza el lóbulo de la oreja del tipo, e hice una pausa para dar mayor verosimilitud a la escena.

– ¿Y bien?

– Está muerto-le dije.

– ¿Está seguro?

– ¿Qué quiere que haga, que le expida un certificado de defunción?

– Pobre hombre -susurró. Luego hizo algo que me pareció muy raro, tratándose de una judía: se santiguó.

– Pues yo me alegro de que haya muerto el pobre hombre. El pobre iba a violarla y matarla. Pero no antes de que me matase a mí, con toda probabilidad, el pobre hombre. El pobre se lo tenía bien merecido, si quiere que le diga lo que pienso. Pero vaya, si usted se quiere quedar aquí velando al pobre hombre, yo prefiero largarme antes de que los polis, o cualquiera de los amigos del pobre hombre, aparezcan por aquí y se pregunten si el arma del crimen que llevo encima me convierte en sospechoso. Por si lo ha olvidado, hay pena de muerte por asesinato en Argentina.

Anna miró el cuchillo de gaucho y asintió.

Fui a la puerta y apagué la luz. Anna me siguió hasta la calle. En la puerta, junto al a valla, le dije que esperase un minuto. Corrí a la orilla del Muelle Norte y arrojé el cuchillo lo más lejos que pude al Río de la Plata. En cuanto oí que la prueba tocaba el agua me sentí mejor. Ya he visto lo que saben hacer los abogados con una prueba.

Volvimos juntos adonde había dejado el coche, delante de la estación. Ya amanecía. Empezaba un nuevo día para todos, excepto para el hombre de un solo diente que yacía muerto en el suelo del Hotel de Inmigrantes. Me sentía muy cansado. En todos los sentidos había sido una noche muy larga.

– Oiga -me dijo Anna-, ¿le ocurren a menudo este tipo de cosas, Herr…? ¿Cómo me dijo que se llamaba de verdad?

– Gunther, Bernhard Gunther. Y lo dice como si usted no hubiera estado presente, Anna.

– Le aseguro que no voy a olvidar esta noche en mucho tiempo. -Dejó de caminar por un instante y luego vomitó.

Le di mi pañuelo. Se limpió la boca y respiró profundamente.

– ¿Se encuentra bien? -pregunté.

Asintió. Llegamos al coche y entramos.

– Ha estado bien la cita -dijo-. Pero la próxima vez quedamos sólo para ir al teatro.

– La llevo a casa -dije.

– No, no puedo ir a casa -dijo Anna mientras bajaba la ventanilla-. Todavía no. No me siento con fuerzas de irme ahora. Y después de lo que ha pasado, tampoco quiero estar sola. Quédese aquí un momento. Sólo necesito estar tranquila un rato.

Serví un poco del café que había traído Anna, Se lo bebió y me miró mientras me fumaba un cigarro.

– ¿Qué pasa?

– No le tiemblan las manos. Sus labios no están trémulos. No da caladas ansiosas al cigarrillo. Fuma como si no hubiera pasado nada. Pero qué despiadado es usted, Herr Gunther.

– Sigo aquí, Anna. Supongo que eso ya lo dice todo.

Me incliné hacia su asiento y la besé. Tuve la sensación de que le había gustado.

– Cielo, dime tu dirección y te llevo a casa -le dije, tomándome la libertad de tutearla-. Llevas toda la noche fuera. Tu padre estará preocupado.

– A lo mejor no eres tan despiadado como pensaba.

– Yo que tú no apostaría.

Arranqué el coche.

– Entonces -me dijo-, ¿me vas a llevar a casa en serio? Por algo se empieza. No, si a lo mejor es cierto que quieres ser santo.

Tenía razón, por supuesto. Lo cierto es que quería demostrarle cuán brillante y lustrosa era mi armadura. Conduje rápido. Quería llegar a su casa antes de que algo me hiciese cambiar de opinión. La nobleza sólo corre por mis venas mientras no se golpea la cabeza con algo duro e inflexible. Sobre todo en lo referido a Anna.

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