CAPITULO 26

BUENOS AIRES. 1950

Aquella noche llovió mucho. El río estaba calmo, la marea alta y la luna llena. En algún lugar, al otro lado de la Plata, esperaba Uruguay. Me encontraba en la oficina de la CNFA, contemplando por la ventana el muelle, el barco y las olas que lamían el espigón. Tenía un ojo pendiente del reloj. Con cada movimiento espeluznante del segundero sentía que se desvanecían mis esperanzas. No era el primer hombre al que dejaba plantado una mujer. Tampoco sería el último. Así es como se llega a escribir poesía.

¿Qué se debe hacer cuando uno sabe, a ciencia cierta, que lo van a asesinar si se queda con la mujer que ama? ¿Esperar la muerte juntos como en una película sensiblera? No, las cosas no son así. Uno no se sale de la película, con la chica de la mano, al son de un coro invisible que celebra la llegada conjunta al paraíso. La muerte, cuando llega, suele ser desagradable, cruel y repentina. Algo sabía al respecto. Lo había visto a menudo a lo largo de la vida.

Una voz anunció por megafonía la última llamada a los pasajeros de las nueve con destino a Montevideo.

Y ella no venía.

Al recorrer el muelle sentía que el suelo se movía bajo mis pies, como si caminase sobre el pecho de un cíclope. La lluvia me irrigaba la cara. Era una lluvia melancólica, como las lágrimas del viento nocturno que me alborotaba el pelo. Salí de Argentina y embarqué. Había otros pasajeros pero no les presté atención. Prefería quedarme en la cubierta, aguardando el milagro que no iba a ocurrir. Hasta me aferré a la esperanza de que apareciera el coronel para despedirse, y así pudiera rogarle que no segase la vida de Anna. Pero él tampoco vino.

Arrancaron los motores. Soltaron amarras. El agua se removía en una vorágine debajo del barco y a bandazos nos alejamos del muelle. De Buenos Aires. De ella. Nos retiramos a la oscuridad como un objeto pagano, abandonado, arrojado a la deriva del mundo de los hombres. Abrumado por la autocompasión, el desconcierto, la lucha y la huida, a punto estuve de tirarme por la borda, con la esperanza de nadar hasta la extensa línea de la costa. En cambio, decidí bajar.

En la cocina, un camarero encendió un quemador de gas para hervir el agua del café. La llama azul circundante cosquilleaba la olla en silencio. E imaginé la otra llama: la pequeña llama misteriosa que ardía en mi interior, sin alegría, sin paz, sin esperanza, sin el consuelo del dolor solitario. No por Adolf Hitler. Sino por ella. Ardía por ella.

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