CAPITULO 22

TUCUMÁN. 1950

Seguía ejercitándome entre los muslos de Anna cuando oí el crujido de una rama en el suelo del bosque, justo detrás de mí. Al volverme vi a unos hombres. Ninguno iba uniformado, pero dos llevaban rifles colgados del hombro. Estupendo, pensé. Al mismo tiempo eché mano de algo para tapar mi desnudez.

Eran tres y vestían ropa de montar: camisa azul, chaleco de piel, pantalones vaqueros, botas de montar y espuelas. El hombre sin fusil tenía un cinturón de plata tan grande como un peto, un historiado cinturón con pistolera y, atado en la muñeca, un látigo de cuero rígido. Tenía rasgos más españoles que sus compañeros, aparentemente mestizos. Estaba picado de viruela, pero sus seguros ademanes indicaban que las cicatrices le traían sin cuidado.

– Iba a preguntar qué hacen aquí -dijo sonriente-, pero ya veo.

– Eso no es asunto suyo -dije, vistiéndome rápido.

– Esto es una propiedad privada -replicó-. Por lo tanto sí es asunto mío. -No me miraba a mí. Miraba a Anna mientras se vestía, un espectáculo casi tan placentero como verla desnudarse.

– Lo siento -dije-. Nos perdimos. Paramos para mirar el mapa y una cosa llevó a la otra. Ya sabe, lo que suele pasar. -Miré alrededor-. Nos pareció un lugar muy agradable. Muy tranquilo.

– Pues se equivocaron.

De pronto, apareció entre los árboles un cuarto hombre a lomos de un caballo blanco, un tipo muy distinto de los otros tres.

Vestía una camisa blanca inmaculada de manga corta y una gorra negra de estilo militar, bombachos grises de montar y botas negras tan lustrosas como el reloj de oro de su fina muñeca. Su cabeza parecía un ave de presa gigante.

– Han cortado la alambrada -dijo el gaucho picado de viruela.

– Nosotros no hemos sido -dijo Anna.

– Dice que pararon aquí para echarse un polvo en un sitio tranquilo -dijo el gaucho jefe.

El hombre del caballo blanco nos rodeó en silencio mientras terminábamos de vestirnos. Mi pistolera y el arma seguían en el suelo, pero todavía no las había encontrado.

– ¿Quiénes son y qué hacen en esta parte del país? -preguntó el hombre.

Su castellano era mejor que el mío. Su boca tenía algún rasgo más adecuado para hablar español. El tamaño y la forma del mentón que regía la boca me indujeron a sospechar que quizá hubo algunos Habsburgo en su familia. Pero era alemán. De eso estaba seguro. Instintivamente deduje que debía de ser Hans Kammler.

– Trabajo en la SIDE -respondí-. Llevo la documentación en el bolsillo del abrigo.

Le entregué el abrigo al gaucho jefe, que enseguida encontró mi cartera y se la pasó a su superior.

– Me llamo Carlos Hausner. Soy alemán. Vine aquí para entrevistar a viejos camaradas con el fin de emitirles los certificados de buena conducta que necesitan para obtener un pasaporte argentino. El coronel Montalbán de la Casa Rosada responderá por mí. Y también Carlos Fuldner y Pedro Geller de construcciones Capri. Creo que nos perdimos. Como le decía a este caballero, paramos para echar un vistazo al mapa y una cosa llevó a la otra.

El alemán del caballo blanco inspeccionó mi cartera y me la devolvió lanzándomela por el aire antes de centrar su atención en Anna.

– ¿Y usted quién es?

– Su novia.

– ¿Y dice usted que es un viejo camarada? -preguntó el alemán, mirándome con una sonrisa en los labios.

– Fui oficial de las SS. Como usted, Herr general.

– Más claro agua, ¿no? -El alemán parecía decepcionado.

– A mí me lo parece, señor -dije, dando un taconazo con la esperanza de que la simulación de servilismo prusiano nos exculpase a Anna y a mí.

– Un trabajo en la SIDE, una novia. -Sonrió-. ¡Caramba! Pues sí que se ha asentado bien aquí, ¿no?-El caballo se movió y él giró para poder seguir clavándonos la mirada desde su montura-. Dígame, Hausner. ¿Siempre va con su novia cuando está de servicio?

– No, señor. Lo cierto es que mi escaso dominio del castellano me sirve para Buenos Aires, pero por estos lares no me desenvuelvo bien. Me cuesta entender el acento de por aquí.

– Casi todos los habitantes de esta parte del mundo son de origen guaraní -dijo, pasándose por fin al alemán-. Son una raza india inferior, pero en un rancho tienen su utilidad. Sirven para arriar, marcar al ganado, remendar alambradas.

– ¿La alambrada es suya, Herr general? -dije señalando con la cabeza la cerca de alambre.

– No -respondió-, pero mis hombres la vigilan. Mire, estamos en una zona de alta seguridad. Poca gente se aventura a llegar hasta aquí por el valle. Lo cual me plantea cierto dilema.

– ¿Ah, sí? ¿Qué dilema?

– Pensaba que estaba claro. Si ustedes no cortaron la alambrada, ¿quién la cortó? ¿Entiende mi problema?

– Sí, señor. -Negué torpemente con la cabeza-. Bueno, la verdad es que no hemos visto a nadie. Que conste que no llevamos mucho rato aquí.

– Es posible. Es posible.

El caballo levantó la cola e hizo lo que hacen los caballos. Parece que tampoco se tragó mi excusa.

El general señaló bruscamente con la cabeza al gaucho jefe.

– Será mejor que los traigáis. -Habló en castellano y parecía claro que ni el jefe ni los dos guaraníes hablaban alemán.

Volvimos al lugar donde habíamos dejado el Jeep. Tres caballos esperaban pacientemente a sus jinetes. Los dos guaraníes montaron y cogieron las riendas del tercer caballo mientras el gaucho jefe entraba en el asiento trasero del Jeep. Observé que llevaba la pistolera desabrochada y que el tipo tenía pinta de ser rápido desenfundando. Además, debajo del cinturón escondía un cuchillo tan largo como Chile.

– Tú sigue con la bola -le dije a Anna en alemán.

– Vale. Pero no creo que se la trague.

Anna subió al asiento del copiloto, encendió un cigarrillo con nerviosismo e intentó olvidar los ojos marrones que el gaucho le clavaba en la nuca.

– ¿Quién era ese nazi, por cierto?

– Me parece que es el que construyó el campo -dije-. y muchos otros parecidos. -Me acomodé en el asiento del conductor, le cogí el cigarrillo de la boca, di una breye calada y se lo devolví, pero no se adhería a sus labios. Le pendía de la mandíbula como la rampa de un camión. Así que me quedé con el pitillo.

– ¿Tú crees?

– Sí, eso es exactamente lo que creo. -Arranqué el Jeep-. Por eso es tan peligroso. Así que haz exactamente lo que yo te diga y puede que sobrevivamos para hacer algo más sensato que contarlo.

El gaucho jefe me dio unas palmaditas impacientes en el hombro.

– Conduzca -dijo en castellano. Señaló al frente, hacia los tres jinetes y las altas sierras del fondo.

Metí la marcha y conduje despacio por la carretera.

– Sólo es un hombre -dijo Anna-. ¿Por qué no lo arrojas del coche o algo así? Podríamos escapar fácilmente de tres hombres a caballo, ¿no?

– No. Primero porque este hombre que tengo detrás va armado hasta los dientes. Y segundo porque sus amigos también van armados y conocen este territorio mucho mejor que yo. Además, perdí la pistola entre los árboles.

– Eso es lo que tú crees -dijo-. La tengo debajo de la tira del sujetador, entre los omóplatos.

– Anna, escúchame bien. Prométeme que no vas a hacer ninguna tontería. No sabes a qué te enfrentas. Estos hombres son profesionales, empuñan armas todos los días. Así que déjamelo a mí. Estoy seguro de que podremos solucionar esto hablando.

– Ese hombre, el general -dijo-, si realmente hizo lo que dices que hizo, merece que lo maten.

– Claro que sí. Pero sólo lo puede matar alguien que sepa lo que se traen entre manos.

El gaucho jefe asomó la cabeza entre nosotros. Por el olor de su aliento supuse que no había visto en la vida un cepillo de dientes.

– Dejen de hablar alemán y conduzca -dijo con agresividad. Para realzar su mensaje sacó el cuchillo y presionó la punta de la hoja bajo mis costillas. Me sentía Como un caballo espoleado.

– Ya lo he entendido -dije, apretando el acelerador.

Más que un rancho parecía un fragmento de la antigua Heidelberg, un mosaico de hermosos chalés de madera cubiertos de hiedra, torretas y una capilla con campanario, al pie de una montaña con excelentes vistas del valle. Bajo el arco del edificio principal había un enorme tonel de madera que, a juzgar por las botellas dispuestas a su lado, contenía vino tinto. En el patio adoquinado del fondo había un jardín ornamental circular, con un cervato de bronce saltando por una cascada artificial, y pensé que de un momento a otro iba a aparecer el príncipe estudiante sumergiendo la cabeza después de una noche de cervezas. Mi estupefacción ante aquel pedazo de Baden- Wurtemberg en Argentina se disipó enseguida al contemplar un rostro familiar. Con la mano extendida caminaba hacia mí el sargento detective de mis viejos tiempos berlineses, Heinrich Grund. Me alivió comprobar que se alegraba de verme.

– ¡Bernie Gunther! -exclamó-. Sabía que eras tú. ¿Qué te trae por aquí?

– Él -respondí, señalando al gaucho jefe con el que había hablado Grund uno o dos minutos antes.

– El mismo viejo Bernie de siempre – dijo Grund entre risas-. Siempre en conflicto con el poder.

Después de dos décadas seguía teniendo pinta de boxeador. De boxeador retirado. Tenía el pelo más blanco de lo que lo recordaba, profundas arrugas en la cara, y una barriga bastante prominente. Pero conservaba el semblante como de máscara de soldadura, y un puño tan grande como una pera de boxeo.

– ¿Éste es el poder?

– ¿González? Ya lo creo, es el administrador de la finca. Es el que controla el cotarro. Tiene la sensación de que has estado espiando.

– ¿Espiando? ¿Espiando qué?

– No lo sé. -Los ojos de Grund lamieron a Anna de arriba abajo durante unos instantes-. ¿No vas a presentarme a tu amiguita?

– . ¿Anna? Te presento a Heinrich Grund. Trabajamos juntos en la policía de Berlín hace mil años.

– ¿Tanto tiempo?

Para mí era una eternidad. No veía a Grund desde el verano de 1938, cuando era todavía oficial de alto rango de la Gestapo, y ya entonces guardábamos las distancias. Lo último que sabía es que había sido mayor en un Grupo de Acción Especial en Crimea. Ignoraba lo que había hecho allí. No quería saberlo, pero no era dificil imaginarlo.

– Heinrich -dije, continuando la presentación formal-. Ésta es Anna Yagubsky. Dice que es mi novia.

– Yo que tú no le llevaría la contraria. -Grund le dio la mano y, con más desenvoltura de la que recordaba en él, hizo una reverencia de perfecto oficial alemán-. Mucho gusto.

– Quisiera poder decir lo mismo -dijo Anna-. No sé por qué nos han traído aquí. La verdad es que no lo sé.

– No está muy contenta conmigo -le dije a Grund-. Le prometí dar un bonito paseo desde. Tucumán y nos perdimos. El general y sus hombres nos encontraron en un lugar por el valle. No sé exactamente, pero creo que era un sitio donde no debíamos estar.

– Sí, González me ha dicho que os encontraron en Campo Dulce, en la Laguna Dulce. Ahora es un lugar muy secreto. Y, por cierto, no le llamamos el general. Le llamamos el doctor. Es el hombre que conoces. De todos modos, es íntimo amigo de Perón y se toma muy en serio todas las facetas de la seguridad local.

– Son los riesgos de la profesión, supongo -dije, encogiéndome de hombros-. Vamos, que todos debemos tomarnos muy en serio la seguridad.

– No tanto como aquí. _. Grund se volvió.y señaló las cumbres de las Sierras-. Al otro lado de las montañas está Chile. Existe un paso secreto que utilizaban los indios guaraníes y que sólo conocen el doctor y González. Si surge el menor problema, nos damos el piro otra vez. -Grund sonrió-. Este lugar es el escondrijo perfecto.

– ¿Dónde estamos? -preguntó Anna-. Parece una ciudad más que una casa, creo yo.

– Fue construida por un alemán, un tipo llamado Carlos Wiederhold, a finales del siglo pasado. Pero poco después de construirla encontró un sitio aún más bonito un poco más al sur. Un lugar llamado Bariloche. Así que se marchó allí y construyó una ciudad de estilo similar. Hay montones de viejos camaradas allí. Vete a verlo algún día.

– A lo mejor -dije-. Suponiendo que el doctor me dé el visto bueno.

– Naturalmente, veré lo que puedo hacer.

– Gracias, Heinrich.

– Pero todavía me cuesta creerlo -dijo Grund, negando con la cabeza-. Bernie Gunther está aquí en Argentina como los demás. Siempre pensé que eras un poco rojillo. ¿Qué demonios pasó?

– Es una larga historia.

– Como siempre.

– Pero ahora no, ¿vale? -Claro. -Grund se echó a reír.

– ¿De qué te ríes? -pregunté.

– Me hace gracia que seas un criminal de guerra fugitivo. Igual que yo. La guerra nos vuelve locos a todos, ¿verdad?

– Esa ha sido mi experiencia, sí.

Oí la trápala de unos caballos y, al volverme, vi a Kammler y sus hombres, que subían por la ladera hacia donde nos encontrábamos. El general de las SS levantó las botas de los estribos y bajó del caballo como un jockey. Grund se acercó a hablar con él. Anna observaba a Kammler. Yo observaba a Anna. Le palpé con cuidado la espalda. El arma no estaba ahí.

– ¿Dónde está? -murmuré.

– Debajo de mi cinturón -respondió-. Al alcance de la mano.

– Si lo matas…

– ¿Cómo vaya estropear tu reunión nazi? Por nada del mundo.

– Si lo matas, nos matarán a los dos -dije. No tenía sentido discutir lo otro en ese momento.

– Después de lo que he visto, ¿crees que me importa?

– Sí. Y si no, debería importante. Todavía eres joven. Algún día podrías tener hijos. Deberías pensarlo.

– No creo que quiera traer hijos a un país como éste.

– Entonces elige otro país. Como hice yo.

– Sí, ya veo que te sientes muy a gusto aquí -dijo con amargura-. Como pez en el agua.

– Anna, por favor, calla. Calla y déjame pensar.

Cuando Kammler terminó de hablar con Grund, se nos acercó con un amago de sonrisa en su rostro enjuto. Se quitó la gorra y nos tendió la mano con aparente hospitalidad. Ahora que había descabalgado pude verlo mejor. Medía bastante más de uno ochenta. Tenía el pelo invisiblemente corto y grisáceo por los lados, pero más largo y oscuro en la coronilla, de modo que parecía una kipá. El cráneo que se alzaba sobre el cuello rígido seguramente lo habían traído de la Isla de Pascua. Los ojos estaban incrustados en cuencas cavernosas tan profundas y sombrías que parecían casi huecas, como si el ave de presa que las empollaba las hubiera picoteado. Su físico cenceño pero fuerte semejaba una bobina de alambre Glasgow de Melville desenrollada. Por un instante no localicé bien su acento. Después concluí que era prusiano, uno de esos prusianos de la costa báltica que desayunan arenques y crían grifos por deporte.

– He estado hablando con su viejo amigo Grund -dijo-, y he decidido no matarles.

– Qué alivio -dijo Anna, sonriéndome con dulzura-. ¿Verdad, querido?

– Sí -dijo Kammler mirando a Anna con inseguridad-, Grund responde por ustedes. Y también el coronel Montalbán.

– ¿Ha llamado a Montalbán? -pregunté.

– ¿Le sorprende?

– Es que no veo líneas telefónicas por aquí.

– Tiene razón. No hay. No, llamé desde un teléfono que hay allá abajo. -Se volvió para señalar el valle-. Una vieja cabina de los tiempos en que estuvieron aquí los empleados de la hidroeléctrica Capri.

– Qué buenas vistas tiene desde aquí, doctor -dijo Anna.

– Sí. Claro, gran parte del paisaje quedará anegado por varias brazas de agua.

– ¿No será un pequeño inconveniente? -preguntó Anna-. ¿Qué será del teléfono? ¿Y de la carretera?

– Construiremos otra carretera, por supuesto -dijo pacientemente, sin desdibujar la sonrisa-. Abunda la mano de obra barata en esta parte del mundo.

– Sí -dijo Anna, con una leve sonrisa-. Ya me imagino.

– Además -añadió Kammler-. Un lago será más bonito. Creo que será como Suiza.

Subimos a la casa principal, que era de ladrillo y madera de color pálido. Conté unas veinticinco ventanas en el frente de tres plantas. La parte central de la casa era una torreta de tejado rojo, en cuya cima estaba apostado un hombre con prismáticos y rifle. En las ventanas más bajas había postigos de estilo tirolés y jardineras llenas de flores. Al acercarnos a la puerta principal, pensé que íbamos a encontrarnos con la Asociación Aria de Esquí. Desde luego, el aire era más alpino allí que en el valle.

Dentro de la casa nos recibieron los criados de habla alemana, entre los cuales había un mayordomo vestido con una chaqueta blanca de algodón. En la chimenea ardía un enorme leño. Había jarrones altos con flores, cuadros y bronces de caballos por todas partes.

– Qué casa tan bonita -dijo Anna-e-, Es todo muy germánico.

– Se quedarán a Cenar con nosotros, por supuesto – dijo Kammler-. Mi chef cocinaba para Herman Goering.

– A él sí que le aprovechaba la comida -dijo Anna.

Kammler sonrió a Anna, sin saber cómo interpretar su temperamento. Yo entendía bien la sensación de Kammler. Y quería ingeniármelas para que cerrase la boca sin utilizar el dorso de la mano.

– Querida -dijo-. Después de tantos esfuerzos, seguramente querrá ir a arreglarse un poco. -A una criada corpulenta que pululaba al fondo, le dijo-: Acomódala en una habitación de arriba.

Vi cómo Anna subía una escalinata tan ancha como una carretera pequeña y confié en que tuviese el sentido común de no volver con el arma en la mano. Ahora que Kammler estaba siendo simpático y hospitalario, mi mayor miedo era que Anna se convirtiese en un ángel vengador.

Pasamos a una enorme sala. Heinrich Grund nos seguía a una distancia respetuosa, como un fiel edecán. Vestía una camisa azul con corbata y un traje de color gris bien cortado, aunque no tanto como para disimular la pistolera. Allí nadie corría ningún riesgo en materia de seguridad. La sala de estar era como una galería de arte con sofás, decorada con grandes maestros de la pintura clásica y alguno más moderno. Era evidente que Kammler había huido de las ruinas de Europa con más bienes que la propia vida. En una jaula alta de estilo oriental, un canario batía las alas y gorjeaba como una diminuta hada amarilla. Por un par de ventanas francesas se veía un extenso césped inmaculado como el fieltro verde de algunas mesas de billar. Lejos quedaba Auschwitz- Birkenau. Pero, por si no fuera suficiente la distancia, había un avión aparcado en el césped.

Oí un estallido y al volverme vi que Kammler abría una botella.

– Suelo tomarme una copa de champán a esta hora. ¿Le apetece?

Dije que sí.

– Es el mejor que tengo -dijo mientras me servía una copa. Casi me parto de risa al ver la caja de puros Partagás en el aparador, la licorera y las copas Lalique, el cuenco de plata con rosas en la mesa de café.

– Deutz -dijo-. Fue bastante difícil traerlo hasta aquí. -y luego, levantando la copa en un brindis, añadió-: Por Alemania.

– Por Alemania -repetí. Y caté el delicioso champán. Ojeando por la ventana la avioneta plateada que había en el césped del tamaño de una pista de aterrizaje, pregunté-: ¿Qué es? ¿UnBFW?

– Sí. Un Taifun 109. ¿Sabe volar, Herr Gunther?

– No, señor. Acabé la guerra trabajando en el Alto Mando de la Wehrmacht. La inteligencia militar, en el frente ruso. Avistar los aviones con precisión era cuestión de vida o muerte.

– Yo estaba en la Luftwaffe cuando empezó la guerra -dijo Kammler-. Trabajaba como arquitecto del Ministerio del Aire. Después de 1940 un arquitecto ya no tenía muchas posibilidades de seguir allí, así que entré en las SS. Era jefe del Departamento C, que construía fábricas de jabón y nuevas plantas armamentísticas.

– ¿Fábricas de jabón?

– Sí -dijo Kammler entre risas-. Ya sabe. Los jabones.

– Ah, ya. Los campos. Claro. -Bebí un poco de champán.

– ¿Qué le parece el champán?

– Excelente. -Pero lo cierto es que no me gustaba. Dejó de gustarme. El regusto amargo en las papilas era inequívoco.

– Heinrich y yo salimos pronto del país, en mayo de 1945 -dijo Kammler-. Heinrich era mi responsable de seguridad en Jonastal, ¿verdad, Heinrich?

– Sí, Herr Doctor. -Grund levantó la copa hacia su superior-. Nos metimos en un coche oficial y nos marchamos al oeste.

– En Jonastal estábamos construyendo la bomba alemana, así que los americanos nos acogieron con los brazos abiertos. Nos trasladamos a Nuevo México a trabajar en su nuevo programa de bombas. Estuvimos allí casi un año. Para entonces ya habían caído en la cuenta de que, al final de la guerra, yo era efectivamente el número tres en la jerarquía de las SS, lo que ponía en entredicho mi continuidad en Estados Unidos. Así que me vine a Argentina. Y Heinrich tuvo la bondad de acompañarme.

– Fue un honor, señor.

– Poco a poco conseguí que me enviasen casi todas las cosas que tenía almacenadas en Alemania. Y aquí me tiene. Es un sitio un poco remoto, pero no falta nada de lo necesario. Mi esposa y mi hija están conmigo; cenarán también con nosotros. ¿Dónde están exactamente, Heinrich?

– Están viendo unas terneras nuevas, señor.

– ¿Cuánto ganado tienen? -pregunté.

– Unas treinta mil reses de vacuno y quince mil ovejas. En muchos aspectos el trabajo no difiere mucho del que hice durante la guerra. Criamos animales, los transportamos a Tucumán y luego los mandamos por tren a Buenos Aires para la matanza.

No se avergonzó ni un ápice al hacer esta confesión.

– Ésta no es la estancia más grande de estas tierras. Pero no nos aventajan mucho. Nosotros gestionamos el negocio con una eficiencia inusual en Argentina.

– Eficiencia alemana, señor -añadió Grund.

– Exacto -afirmó Kammler. Se volvió para contemplar un pequeño santuario del Führer, en el que no me había fijado hasta ese momento. Había varias fotografías de Hitler, un busto de bronce con su efigie característica, unas cuantas condecoraciones militares, un brazalete nazi y un par de candelabros de estilo Sabbath que quizá servían para mantener encendida la llama del liderazgo en los días sagrados nazis: 30 de noviembre, 20 de abril, 30 de abril y 8 de noviembre. Kammler miró el santuario con un gesto reverencial-. Sí, en efecto. Eficiencia alemana. Superioridad alemana. Tenemos que darle las gracias por recordarnos siempre eso.

Yo no lo veía de la misma manera, claro, pero por el momento me reservé mis opiniones. Distábamos mucho de la seguridad de Buenos Aires.

Cuando me acabé el champán, Kammler sugirió que subiera a asearme. La criada me condujo a una habitación donde encontré a Anna tumbada en una cama de madera tallada. Anna esperó a que la criada se hubiera ido y luego dio un brinco.

– Qué mona la casa, ¿verdad? Es su Berghof privado. Igual que el Führer. ¿Quién sabe? A lo mejor se nos aparece también él como comensal. Eso sí que sería interesante. ¿Y si viene Martin Bormann? Siempre he querido conocerlo. Pero debo decirte que me preocupa un poco la cena. No me sé la letra de la canción de Horst Wessel. Y no nos andemos con rodeos. Soy judía. Los judíos y los nazis no se mezclan.

– No me importa que la emprendas conmigo, Anna, pero, por favor, evita el sarcasmo delante del general. Ya empieza a sospechar algo raro. Y ni una confesión sobre quién eres. Lo pagaríamos caro. -Eché un vistazo por la habitación-. ¿Dónde está el arma?

– Escondida.

– ¿Escondida dónde?

Negó con la cabeza.

– ¿Sigues pensando en matarlo?

– Sí, pero prefiero que sufra más. Si le disparo, morirá demasiado rápido. Es mejor el gas. Es posible que deje encendido el horno de la cocina antes de irme a la cama hoy.

– Anna, por favor. Escúchame. Son gente muy peligrosa. Hasta Heinrich va armado. Y es un profesional. Antes de que amartilles la Smith, te volará los sesos.

– ¿Qué significa amartillar?

– ¿Ves lo que quiero decir? Si ni siquiera sabes disparar.

– Podrías enseñarme.

– Mira, Anna, cualquiera podría haber muerto en aquel campo.

– Sí, podría haber muerto cualquiera, pero no murió cualquiera. Los dos sabemos quiénes y qué eran los que murieron allí.

Tú mismo lo dijiste. Era un campo creado por orden del Ministerio de Relaciones Exteriores. ¿Para qué iban a querer un campo así, sino para encarcelar a los refugiados extranjeros? Y tu amigo. El escocés Melville. Fue él quien mencionó la Directiva 12. Un pedido de alambrada para entregar a un general alemán de las SS llamado Kammler. La Directiva 12, Bernie. Es algo más serio que la Directiva 11, ¿no crees? -Inspiró profundamente-. Además, antes de salir de Tucumán esta mañana, me dijiste que fue Kammler quien construyó los grandes campos de exterminio. Auschwitz. Birkenau. Treblinka. Estarás de acuerdo en que ya sólo por eso merece que lo maten.

– Es posible. Sí, claro. Pero te aseguro que matar a Kammler aquí, hoy, no es la solución. Tiene que haber otra manera.

– No creo que podamos detenerlo. Desde luego en Argentina no. ¿Tú crees que es posible?

Negué con la cabeza.

– Entonces es mejor matarlo.

– ¿Ves lo que quiero decir? -pregunté con una sonrisa-. No hay asesinos. Sólo hay fontaneros o tenderos o abogados que matan. Gente corriente. Gente como tú, Anna.

– Esto no es un asesinato. Esto será una ejecución.

– ¿No crees que eso es lo que pensaban también los hombres de las SS cuando empezaban a disparar en las fosas llenas de judíos?

– Lo único que sé es que no se puede salir con la suya. No podemos permitirlo.

– Anna, te prometo que pensaré algo. Pero no te precipites. ¿De acuerdo?

Permaneció en silencio. La cogí de la mano pero se soltó furiosa.

– ¿De acuerdo?

– De acuerdo-dijo al fin, con un largo suspiro.

Al cabo de un rato, la criada nos trajo ropa de vestir. Un traje negro bordado con cuentas que a Anna le quedaba impresionante; un esmoquin con camisa de etiqueta y una pajarita que de alguna manera logré ajustarme.

– Caramba, ¿sabes qué te digo? Casi parecemos civilizados -dijo Anna, estirándome de la pajarita. Había perfume en el tocador. Se puso un poco-. Huele como a flores muertas -observó.

– Pues a mí me gusta -dije.

– Ya me imagino. Cualquier cosa muerta le huele bien a un nazi.

– Por favor, ya basta de burla nazi.

– Pensaba que se trataba de eso, Gunther. Fingir que eres como ellos para salvar el pellejo. -Se levantó e hizo una pausa delante del espejo de pedestal-. Bueno, estoy lista para cualquier cosa. Incluso para matar a uno o dos.

Bajamos a cenar. Además de Kammler, Grund, Anna y yo, había otros tres comensales.

– Mi esposa, Pilar, y mi hija, Mercedes -dijo Kammler.

– Bienvenidos a Wiederhold -dijo Frau Kammler.

Era alta, delgada y elegante con perfectas cejas semicirculares que parecían dibujadas por Giotto y, a ambos lados de la cara, una gruesa mata de pelo rubio ondulado que la asemejaba a un perro de aguas. Era digna de estar en el recinto de ganadores del Trofeo de Colonia en el hipódromo de Weidenpesch. Pero yo no la hubiera corrido con ella; la habría reservado para cruzarla por un millón de dólares cada vez. La hija de Frau Kammler no era menos guapa ni menos encantadora. Tendría unos dieciséis años, pero quizá era menor. El cabello era más ticiano que pelirrojo, porque, nada más verla, uno pensaba que era digna de ocupar un sofá de terciopelo en el estudio de un gran pintor amante de la belleza. Al verla lamenté no ser pintor. Sus ojos tenían un tono verde peculiar, como una esmeralda con trazas de lapislázuli, pero eran también discretamente arteros, como si estuviese a punto de dar jaque al rey y el lerdo de su contrincante no se hubiese enterado.

Todos nos esforzamos por ser corteses y civilizados. Hasta Anna, que respondió al guante de tanta belleza inesperada buscando un poco de belleza adicional en su interior y encendiéndolo como una luz eléctrica. Pero era difícil mantener la cordialidad cuando el último comensal era Otto Skorzeny. Sobre todo teniendo en cuenta que había estado bebiendo.

– ¿Qué hace usted aquí? -preguntó al verme.

– Cenar, espero.

Skorzeny me rodeó con el brazo, que me pareció tan pesado como una barra de hierro.

– Es buen tipo, Hans -le dijo a Kammler-. Es mi confidente. Me va a ayudar a que las bolas de sebo-no toquen el dinero del Reichsbank.

Anna me fulminó con la mirada.

– ¿Qué tal tiene la mano, Otto? -le pregunté, ansioso por cambiar de tema.

Skorzeny se inspeccionó la manaza forrada de cicatrices lívidas, las cicatrices que se hizo cuando atizó el puñetazo a la foto del rey Jorge. Era evidente que no recordaba cómo se las había hecho-. ¿La mano? Sí, ya me acuerdo.¿ Y qué talla uña del pie que le crecía hacia dentro, o lo que fuera?

– Está muy bien-dijo Anna, cogiéndome del brazo.

– ¿Quién es usted? -preguntó Skorzeny.

– Su enfermera. Aunque a veces se las arregla muy bien sin mí. No sé por qué he venido.

– ¿Hace mucho que se conocen? -preguntó Frau Kammler.

– Se van a casar -dijo Heinrich Grund.

– ¿De verdad? -dijo Frau Kammler.

– Es por su bien -dijo Anna.

– ¿No tendrá alguna amiga tan guapa como usted? -le preguntó Skorzeny.

– No, pero parece que usted ya tiene amigos de sobra.

– Tiene razón -dijo Skorzeny después de mirarnos a mí, a Kammler y a Grund, por ese orden-. Mis viejos camaradas.

Anna me lanzó otra mirada cortante. Yo esperaba que no llevase el arma encima. Tal como iban las cosas, pensaba que era capaz de matarnos a todos, incluido yo.

– Pero necesito una buena mujer -dijo en tono quejoso.

– ¿Y Evita? -pregunté-. ¿Qué talle va con ella?

– Ni hablar del peluquín. Menuda puta -dijo Skorzeny con mala cara.

– Otto, por favor -dijo Frau Kammler-. Hay una niña en la mesa.

Skorzeny miró a Mercedes y sonrió con evidente admiración. Ella también le sonrió.

– ¿Mercedes? Ya no es ninguna niña.

– Gracias, Otto -dijo Mercedes-. Al menos hay alguien dispuesto a tratarme como una adulta. De todos modos, tiene razón, papá. Eva Perón es una puta.

– Ya basta, Mercedes. -Su madre encendió un cigarro con una boquilla tan larga como una cerbatana. Reprendiendo a Skorzeny con delicadeza, se fue con él al sofá más, cómodo y se sentó a su lado. Evidentemente tenía experiencia en lidiar con él, porque al cabo de un minuto el héroe del Gran Sasso se quedó dormido. Roncaba sonoramente.

Cenamos sin él.

Tal como nos habían anunciado, la cena preparada por el chef de Goering era excelente. Y muy alemana. Comí cosas que no probaba desde la guerra. Hasta Anna se quedó impresionada.

– Dígale al chef que estoy enamorada de él -dijo, ya en un tono encantador.

– Y yo estoy enamorado de mi mujer -dijo Kammler, besando la estilizada mano de su esposa.

Ella le sonrió y, acercándose a la boca la mano de su marido, la acarició tiernamente con los labios, como si fuese su mascota favorita.

– Dígame, Anna -dijo Kammler-. ¿Ha visto alguna vez a dos personas tan enamoradas como nosotros?

– No, creo que no. -Anna sonrió educadamente y me miró-. Espero ser tan afortunada como usted.

– No se imagina lo feliz que me hace esta mujer -dijo Kammler-. Creo que moriría si me abandonase. Sí, sin ella moriría.

– Anna -dijo Grund-, ¿cuándo pensáis casaros Bernie y tú?

– Todo depende -respondió Anna, dedicándome una de sus sonrisas más almibaradas. -¿De qué? -preguntó Grund.

– Antes debe cumplir un deseo que le pedí.

– Es todo un caballero -dijo Mercedes-. Qué romántico. Como Parsifal.

– Más bien como Don Quijote-dijo Anna, achuchándome la mano lúdicamente-. Mi caballero es un poco mayor que la mayoría de los caballeros errantes. ¿Verdad, cariño?

– Me gusta tu chica, Bernie -dijo Grund entre risas-. Me gusta mucho. Pero es demasiado inteligente para ti.

– Espero que no, Heinrich.

– ¿Y qué deseo es ése? -preguntó Mercedes.

– Quiero que mate a un dragón -dijo Anna, abriendo bien los ojos-. Por así decirlo.

Al final de la cena, volvimos al salón y descubrimos con alivio que Skorzeny había desaparecido. Un poco después, Mercedes se fue a la cama, seguida de su madre y de Anna, que malévolamente me lanzó un beso por el aire mientras subía. Suspiré aliviado porque hubiese aguantado toda la velada sin disparar a nadie. Dije que necesitaba tomar un poco de aire fresco y, después de coger uno de los puros que me ofreció mi anfitrión, salí a la terraza.

No hay nada como contemplar un cielo estrellado para sentirse lejos de casa. Sobre todo si el cielo está en Sudamérica y la casa en Alemania. El firmamento de las Sierras era mayor que ningún otro que hubiera visto, lo que me hacía sentir más pequeño que el menor punto de luz argéntea en la gran bóveda celeste. Quizá por eso estaba ahí. Para hacernos sentir pequeños. Para que no nos creyésemos tan importantes como una raza superior o una tontería por el estilo.

De pronto oí el frotamiento de una cerilla encendiéndose y, al darme la vuelta, vi a Heinrich Grund encendiendo un cigarro.

– Eres un tío afortunado, Bernie -dijo, contemplando el firmamento, después de dar una profunda calada al cigarro-. Es maravillosa. Y de armas tomar, me imagino.

– Pues sí.

– ¿Te acuerdas de aquella chica de Berlín? ¿La tullida que apareció asesinada en el 32? Anita Schwartz, se llamaba, ¿no?

– Sí, me acuerdo.

– ¿Y te acuerdas de las discusiones que tuvimos por ella? Yo decía que era preferible que la gente como ella muriera y tú decías que la eutanasia no estaba bien. -Se encogió de hombros-. O algo parecido, vaya. La verdad, Bernie, es que yo no sabía de qué hablaba. No tenía ni idea. Decirlo parecía fácil, pero del dicho al hecho… -Guardó silencio un rato y luego preguntó-: ¿Tú crees que hay Dios, Bernie?

– No. ¿Cómo va a haber Dios? Si lo hubiera, tú no estarías aquí. Ni yo tampoco.

– Me alegré de que perdiéramos la guerra -dijo Grund-. Supongo que te sorprenderá, pero me alegré de que se acabase todo aquello. Las masacres. Cuando llegamos aquí, pensé que íbamos a empezar una nueva vida. -Movió la cabeza con pesadumbre, como si cargase con un peso monumental-. Pero no fue así.

– ¿Quieres hablar de ello, Heinrich? -pregunté, después de un minuto de silencio.

Exhaló un suspiro trémulo e inseguro y negó con la cabeza.

– Las palabras no sirven de nada. Sólo empeoran las cosas. Para mí, al menos. No tengo la fortaleza de Kammler. Su sentido de la certeza absoluta.

– Espero que eso le ayude a mantener a su familia por aquí -dije, intentando cambiar de tema-. ¿Cuánto hace que llegaron?

– No sé. Unos meses, supongo. -Grund se dio una palmada en el pecho-. Para él, Hitler sigue vivo aquí dentro. Y siempre seguirá. Para él y para muchos otros alemanes. Pero para mí no. Ya no.

No podía decir nada. No quería decir nada. Los dos habíamos tomado nuestras respectivas decisiones y vivíamos con las consecuencias, para bien o para mal. Yo no estaba seguro de haber salido mejor parado que Grund, pero al menos, gracias a Anna, acariciaba todavía alguna esperanza de futuro. En cambio, parecía que a Grund no le quedaba ninguna.

Lo dejé en la terraza, con sus pesares y sus miedos y cualquier otra cosa que un hombre como él se lleve a la cama, espetada en los añicos de su conciencia.

Anna se incorporó en la cama cuando entré en la habitación. Estaba encendida la luz de la mesa de noche. Me senté al borde del colchón y empecé a desatarme los zapatos. Quería decirle algo tierno, pero me rondaba otra idea en la mente.

– ¿Qué tal? -dijo-. ¿Se te ha ocurrido algo? ¿Algún tipo de castigo para el hijoputa de Kammler?

– Sí -respondí-. Sí, sí.

– ¿Algo terrible?

– Sí, creo que sí. Para él, sí.

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