CAPITULO 15

BUENOS AIRES. 1950

Fue una convalecencia breve, pero no tanto como para no estar encamado sin hacer otra cosa que pensar. Al cabo de cierto tiempo logré ordenar mentalmente algunas piezas del puzzle. Por desgracia, era un puzzle cuyas piezas se estaban cortando todavía y, si no me andaba con cuidado, la estrecha hoja vertical de la sierra podía cortarme los dedos mientras intentaba enlazarlas. O algo peor. Me parecía difícil vivir el tiempo suficiente para recomponer la imagen completa. Sin embargo, tampoco podía dejarlo todo y largarme sin más. No me gusta mucho la palabra «jubilación», pero es lo que más deseaba. Estaba harto de hacer puzzles. Argentina era un país bonito. Quería ir a la playa de Mar del Plata, ver las regatas de Tigre o visitar los lagos de Nahuel Huapi. Lamentablemente, nadie estaba dispuesto a tolerar que hiciese lo que me venía en gana. Querían que hiciese lo que les venía en gana a ellos. Y aunque deseaba que las cosas fuesen diferentes, no veía manera de cambiarlas. Con todo, decidí atender los asuntos según mi propio orden de prioridades.

Al contrario de lo que le dije al coronel Montalbán, no me gustaban los cabos sueltos. Siempre me molestó no haber podido detener al asesino de Anita Schwartz. No sólo por mi orgullo profesional, sino también por el orgullo profesional de Paul Herzefelde. Así que lo primero que hice al salir del hospital fue dirigirme a casa de Helmut Gregor. Para entonces tenía una idea bastante clara de quién era, pero quería asegurarme antes de decírselo a la cara al coronel.

Helmut Gregor vivía en la zona más bonita de la Florida. La casa, situada en la calle Arenales 2460, era una soberbia mansión blanca de estilo colonial, propiedad de un rico empresario argentino llamado Gerard Malbranc. En la fachada principal había una galería con pilares, en cuya balaustrada estaba preso un perro de tamaño medio, empeñado en desdeñar la tentadora proximidad de un gato de pelo largo, que parecía el amo de aquellos domimos.

Vigilé la casa. Tenía un termo de café, coñac, un par de periódicos y varios libros en alemán de la librería Durer Haus. Hasta había pedido prestado un pequeño telescopio. Era una calle agradable y tranquila y, pese a mis mejores intenciones, dejé los libros y periódicos y me quedé dormido con un ojo medio abierto. En una ocasión me incorporé y vi a una elegante pareja a lomos de caballos no menos elegantes. Vestían ropa normal y montaban en sillas inglesas. Era lo más pintoresco que se podía encontrar en el barrio de la Florida. Un gaucho en la calle Arenales habría pasado tan desapercibido como un balón de fútbol en el altar de una catedral. En otra ocasión, al abrir los ojos vi unAa furgoneta de Gath & Chaves que entregaba una cama a una mujer vestida con una bata de seda rosa. Por su atuendo me pareció que tenía intención de dormir en ella en cuanto los dos simios la introdujesen en su casa y se largasen en la furgoneta. No me hubiera importado acostarme con ella.

A mediodía, cuando llevaba varias horas allí, apareció un coche de policía. Un poli con una chica de unos catorce años salieron del coche. El agente parecía lo bastante mayor para ser su abuelo. Podría ser su «caballero blanco», que es como llaman los porteños a los viejos ricos que se echan una amante joven y codiciosa, pero los policías uniformados no suelen ganar lo suficiente para gastarlo con nadie, aparte de la rolliza esposa y los hijos poco agraciados. Por supuesto, también podría haber sido un padre que traía a su hija, asombrosamente atractiva, por cierto, a una cita con el médico de familia, salvo por el pequeño detalle de que los padres no suelen esposar a sus hijas. A no ser que hayan sido muy malas. El perro se puso a ladrar mientras subían las escaleras de la puerta principal. El poli acarició la cabeza del perro. Dejó de ladrar.

Por el telescopio vi la puerta negra pulida. Abrió un hombre vestido con un traje de tweed de color claro. Tenía el pelo oscuro y bigote corto de estilo Errol Flynn. Parecía que el poli y él ya se conocían. El hombre de la casa sonrió y pude ver una enorme separación entre los dos incisivos superiores. Luego puso la mano en el hombro de la chica y se dirigió a ella con amabilidad. La chica, que hasta ese momento parecía nerviosa, se tranquilizó. El hombre señaló las esposas y el poli se las quitó. La chica se frotó las muñecas y se metió la uña del pulgar entre los dientes. Tenía una melena castaña y un cutis de color miel. Vestía un vestido rojo de pana y medias rojas y negras. Al hablar juntaba las rodillas y cuando sonreía era como si saliese el sol tras una nube. El hombre de la casa hizo pasar a la chica, miró al policía y señaló algo detrás de ella, como si lo invitase también a él a entrar. El poli negó con la cabeza. El hombre entró, la puerta se cerró y el poli volvió al coche, donde se fumó un cigarrillo, se bajó la gorra, cruzó los brazos y se echó a dormir.

Miré la hora. Eran las dos.

Al cabo de noventa minutos se abrió de nuevo la puerta. El hombre de la casa acompañó a la chica hasta la galería. Cogió el gato y se lo mostró con orgullo. La chica acarició la cabeza del gato y le metió una golosina en la boca. El hombre dejó el gato en el suelo y bajaron las escaleras. La chica caminaba más despacio que antes, bajando los escalones como si midiesen más de un metro. Volví a mirar por el telescopio. Le pendía la cabeza sobre los hombros, pero no tanto como los párpados. Daba la impresión de que la habían drogado. Varios pasos por delante de la chica, el hombre dio unos golpecitos en la ventanilla del coche de policía y el agente se irguió de forma repentina, como si un objeto punzante hubiera traspasado la parte inferior de su asiento. El hombre abrió la puerta trasera derecha del coche y se volvió para ver dónde estaba la chica y vio que había dejado de caminar, aunque a duras penas se sostenía de pie. Parecía un árbol a punto de desplomarse. Estaba pálida, tenía los ojos cerrados y respiraba profundamente por la nariz, intentando no desvanecerse. El hombre volvió hacia la chica y le pasó la mano por la cintura. A continuación la chica se inclinó hacia delante y vomitó en la alcantarilla. El hombre miró a su alrededor buscando al poli y dijo algo brusco. El poli se acercó, recogió a la chica en brazos y la tendió en el asiento trasero del coche. Cerró la puerta, se quitó la gorra, se secó la frente con un pañuelo y comunicó algo al hombre, que se inclinó hacia delante para decir adiós con la mano por la ventanilla a la chica postrada y luego se quedó allí esperando. Miró a su alrededor. Miró hacia mí. Me encontraba a unos treinta metros de distancia. No pensé que pudiera verme. No me vio. El coche de policía arrancó, el hombre volvió a decir adiós y subió a la casa.

Plegué el telescopio y lo guardé en la guantera. Bebí un trago de coñac de la petaca que llevaba en el bolsilló y salí del coche. Recogí una carpeta y un cuaderno que tenía en el asiento del copiloto, me ajusté la pistolera, me froté la cicatriz aún reciente en la clavícula y subí las escaleras. El perro se puso a ladrar otra vez. El gato, que tenía el tamaño y la forma de un plumero, estaba sentado en la balaustrada y me escudriñó con ojos verticales. Era un demonio menor, típico de su diabólico propietario.

Llamé al timbre, oí un carillón que sonó como el de un reloj de torre, y volví la vista atrás, hacia el otro lado de la calle. En ese momento se vestía la mujer de la bata rosa. Seguí esperando hasta que se abrió la puerta detrás de mí.

– Oirán bien al cartero -dije en alemán-. Con un timbre así. Dura tanto como un coro celestial. -Le mostré mi identificación-. Me pregunto si puedo pasar y hacerle unas preguntas.

En el aire se percibía un fuerte olor a éter, que ponía de relieve la evidente inoportunidad de mi visita. Pero Helmut Gregor era alemán y un alemán sabía que no le convenía discutir con credenciales como las mías. Ya no existía la Gestapo, pero la idea y la influencia de la Gestapo pervivía en la mente de todos los alemanes con edad suficiente para distinguir entre un anillo de boda y una nudillera metálica. Sobre todo en Argentina.

– Será mejor que pase -me dijo, apartándose con cortesía-. ¿Herr…?

– Hausner. Carlos Hausner.

– Un alemán que trabaja para el servicio estatal de información. Qué raro, ¿no?

– Bueno, no sé. En otros tiempos no se nos daban nada mal estas cosas.

Insinuó una sonrisa y cerró la puerta.

Estábamos en un vestíbulo de techos altos con suelo de mármol. Alcancé a ver fugazmente algo que parecía una clínica, al fondo del vestíbulo, antes de que Gregor cerrase la puerta de cristal esmerilado de aquella sala.

Hizo una pausa, como si se sintiese inclinado a celebrar el interrogatorio en el vestíbulo, pero luego parece que cambió de opinión y me condujo hasta una elegante sala de estar. Bajo un historiado espejo de oro había una chimenea de piedra muy elegante, ante la cual había una mesa de té china de madera noble y un par de sillones de piel. Me indicó por señas que me sentase en uno de los sillones.

Me senté y eché un vistazo alrededor. En un aparador había una colección de mates de plata y, en la mesa que teníamos delante, un ejemplar del Free Press, que era el diario alemán de tendencia nazi. En otra mesa había una fotografía de un hombre con pantalones bombachos montando en bicicleta. En otra foto se veía a un hombre con corbata blanca y frac en el día de su boda. El hombre no tenía bigote en ninguna de las dos fotografías y este detalle me ayudó a identificarlo como el hombre que conocí en los escalones de la casa del doctor Kassner en Berlín, en el verano de 1932. El hombre que se llamaba Beppo. El hombre que ahora decía llamarse Helmut Gregor. Aparte del bigote no había cambiado gran cosa. No llegaba a los cuarenta y tenía todavía bastante pelo, sin una sola cana. No sonreía pero mantenía la boca entreabierta, con el labio retorcido como un perro que se prepara para ladrar, o para morder. Los ojos eran distintos a como los recordaba. Eran como los ojos de un gato: cautelosos, atentos y llenos de siete vidas de secretos oscuros.

– Lamento molestarle a la hora de comer. -Señalé un vaso de leche y un bocadillo a medio comer en una bandeja de plata en el suelo, junto a la pata de la silla. Al mismo tiempo me pregunté si la leche y el bocadillo habrían sido para su joven visita anterior.

– No importa. ¿Qué desea?

Recité la monserga habitual del pasaporte argentino yel certificado de buena conducta y le dije que era un mero trámite, porque yo había pertenecido a las SS y me conocía el percal. Al oír esto, me preguntó por mi servicio en la gu~rra y, después de suministrarle la versión editada de mis tiempos en la Oficina Alemana de Crímenes de Guerra, aparentemente se relajó un poco, como una tanza de pesca que se afloja al cabo de unos minutos en el agua.

– Yo también estuve en Rusia -dijo-. En el cuerpo médico de la División Viking. Y, en concreto, en la batalla de Rostov.

– Tengo entendido que las cosas eran bastante peliagudas allí -me atreví a decir.

– Eran peliagudas en todas partes.

– Sólo quisiera comprobar algunos datos básicos -dije después de abrir la carpeta que traía. El expediente de Helmut Gregor.

– Claro.

– ¿Nació el…?

– 16 de marzo de 1911.

– ¿En…?

– Gunzburg.

– Está a orillas del Danubio. Es lo único que sé de esa localidad. Yo soy de Berlín. No. Aguarde un minuto. Conocí a una persona de Gunzburg. Un tipo llamado Pieck. Walter Pieck. Estaba también en las SS. En el campo de concentración de Dachau, creo. A lo mejor lo conoce.

– Sí. Su padre era el jefe de la policía municipal. Antes de la guerra apenas nos conocíamos. Pero yo nunca estuve en Dachau. Nunca estuve en ningún campo de concentración. Como le dije, estuve en la División Viking de las Waffen-SS.

– ¿Ya qué se dedicaba su padre en Gunzburg?

– Vendía maquinaria agrícola. Todavía se dedica al mismo negocio. Trilladoras y cosas así. Algo muy corriente, pero creo que sigue siendo la empresa más grande de la ciudad.

– Lo siento -dije, después de dejar la pluma-. Me he saltado una pregunta. Nombre del padre y la madre, por favor.

– ¿Es necesario?

– Es normal en la solicitud de pasaporte.

– Karl y Walburga Mengele.

– Walburga. Es un nombre poco común.

– Sí, ¿verdad? Walburga era una santa inglesa que vivió y murió en Alemania. Supongo que le sonará la noche de Walpurgis. El 1 de mayo. Es cuando se trasladaron sus reliquias a no sé qué iglesia.

– Pensaba que era una especie de sabbath de las brujas.

– Creo que también es algo así -dijo.

– Y usted es Josef ¿Tiene hermanos?

– Dos hermanos. Alois y Karl.

– No quiero entretenerlo más, doctor Mengele. -Sonreí.

– Prefiero que me llame doctor Gregor.

– Sí, claro. Disculpe. Dígame, ¿dónde estudió?

– ¿Y eso es relevante?

– Continúa ejerciendo la medicina, ¿no? Yo diría que es bastante relevante.

– Sí. Sí, claro. Perdone, es que no estoy acostumbrado a responder con sinceridad tantas preguntas seguidas. Llevo cinco años fingiendo una nueva personalidad. Seguro que sabe lo que es.

– Desde luego. Por eso el gobierno argentino me ha encomendado esta tarea. Porque soy alemán y de las SS, igual que usted. Así podrán dejarlo tranquilo, como al resto de camaradas, cuando concluya todo el proceso. Lo entiende, ¿verdad?

– Sí. Bien pensado, parece lógico.

– De todos modos -dije, encogiéndome de hombros-, si no quiere solicitar un pasaporte argentino, podemos interrumpir todo esto aquí. -Negué con la cabeza-. Y tan amigos, como se suele decir.

– Por favor, continúe.

Fruncí el ceño como si pensase en otra cosa.

– Insisto -añadió.

– No, es que tengo la sensación de que nos hemos visto antes.

– No creo. Me acordaría.

– ¿Fue en Berlín, no? En el verano de 1932.

– En el verano de 1932 estaba en Munich.

– Sí, seguro que se acuerda. Fue en casa de otro médico. El doctor Richard Kassner. En Donhoff Platz, ¿se acuerda?

– No recuerdo haber conocido al doctor Kassner.

Me desabroché el abrigo para que vislumbrase el arma que llevaba. Por si acaso se le pasaba por la cabeza algún experimento quirúrgico conmigo. Como trepanarme con una pistola. Porque yo ya no dudaba que él iba armado. En uno de los bolsíllos del abrigo escondía algo más pesado que una cajetílla de tabaco. No sabía exactamente lo que había hecho Mengele durante la guerra.

Lo único que sabía era lo que me había contado Eichmann. Que Mengele hizo algo bestial en Auschwitz. Y que, por ese motivo, era uno de los hombres más buscados de Europa.

– Venga. Seguro que lo recuerda. ¿Cómo dijo que se llamaba? Biffo, ¿no? No, un momento. Era Beppo. ¿Qué ha sido de Kassner?

– Creo que me confunde con otra persona. Perdone que le diga, pero eso fue hace dieciocho años.

– No, ahora lo recuerdo todo, mire, Herr doctor Mengele. Beppo. Yo era policía en 1932. Trabajaba en la división de homicidios del Kripo de Berlín. Era el detective que investigaba el asesinato de Anita Schwartz. ¿La recuerda, quizá?

– No -respondió, cruzando las piernas con frialdad-. Mire, todo esto es muyconfuso. Necesito un cigarrillo.

Se llevó la mano al bolsillo. Pero yo fui más rápido.

– ¡Ajá! -exclamé, y, empuñando la Smith & Wesson a escasos centímetros de su vientre, le metí en la manó enbolsillo de la bata y saqué una PPK con empuñadura de nogal. La observé un instante. Era una treinta y ocho con un águila nazi en la empuñadura-. No es muy inteligente por su parte. Conservar algo así.

– Usted es el que no es muy inteligente -dijo.

– ¿Ah, sí? -dije mientras me guardaba la pistola y volvía a sentarme-. ¿Por qué?

– Porque soy amigo del presidente.

– ¿No me diga?

– Le aconsejo que guarde el arma y salga de mi casa.

– No antes de charlar un poco más, Mengele. De los viejos tiempos. -Amartillé con el pulgar-. Y si no me gustan las respuestas, tendré que soplárselas. En el pie. Y luego en la pierna. Estoy seguro de que sabe cómo funciona, doctor. Un diálogo socrático, vaya.

– ¿Socrático?

– Sí. Le invito a que reflexione y piense, y a que juntos…-Le apunté con el arma-… Juntos busquemos la verdad de algunas preguntas importantes. No hace falta formación filosófica, pero, si tengo la sensación de que no intenta alcanzar un consenso, pues bien, ¿recuerda lo que le pasó a Sócrates? Sus compatriotas atenienses lo obligaron a meterse una pistola en la cabeza y volarse los sesos. O algo parecido.

– ¿Qué diablos importa lo que le pasó a Anita Schwartz? -preguntó Mengele muy irritado-. Si fue hace casi veinte años.

– No sólo Anita Schwartz. También Elizabeth Bremer. La chica de Munich, ¿se acuerda?

– No es lo que piensa -declaró.

– ¿No? ¿Entonces qué fue? ¿Dadaísmo? Creo recordar que era un movimiento bastante popular antes de los nazis. Veamos. Usted evisceró a las dos chicas porque era un artista que pretendía encontrar el significado a través del caos. Utilizó sus entrañas para un collage. O quizá para una fotografía. Estaban usted y Max Ernst y Kurt Schwitters. ¿No? ¿Y qué le parece esto? Usted era estudiante de medicina y decidió sacarse un dinero extra practicando abortos ilegales a chicas menores de edad. Lo que no tengo tan claro son los pormenores. El cuándo y el cómo.

– Si se lo cuento, ¿me dejará en paz?

– Si no me lo cuenta le dispararé. -Le apunté al pie-. Y luego lo dejaré en paz. Desangrándose.

– Vale, vale.

– Empecemos por Munich. Con Elizabeth Bremer.

Mengele negó con la cabeza hasta que, al ver que le apuntaba de nuevo al pie, ondeó las manos.

– No, no, sólo estoy intentando hacer memoria. Pero me cuesta. Han pasado muchas cosas desde entonces. No tiene ni idea de lo irrelevante que es todo esto para un hombre como yo. Me habla de dos muertes accidentales que ocurrieron hace casi veinte años. -Se rió con amargura-. Yo estuve en Auschwitz, ¿sabe? Y lo que ocurrió allí fue, por supuesto, bastante extraordinario. Tal vez lo más extraordinario que ha ocurrido jamás. Hubo tres millones de muertos en Auschwitz. Tres millones. Y usted sólo quiere hablar de dos muchachitas.

– No estoy aquí para juzgarle. Estoy aquí para hacer una investigación.

– Pero mire cómo habla. Si parece uno de esos vaqueros canadienses de tres al cuarto. ¿Cómo los llaman? ¿La Policía Montada? Esos siempre encuentran al hombre que buscan. ¿Es por eso? ¿Por orgullo profesional? ¿O es otra cosa que me pierdo?

– Aquí pregunto yo, doctor. Pero da la casualidad de que conservo algo de orgullo profesional, sí, señor. Estoy seguro de que sabe a qué me refiero, siendo usted también un profesional. Me apartaron de este caso por motivos políticos. Porque no era nazi. Ni me gustó entonces ni me gusta ahora. Así que empecemos por Walter Pieck. Lo conocía bastante bien,.¿verdad? De Gunzburgo

– Claro. En Gunzburg todo el mundo se conoce. Es una ciudad pequeña muy católica. Walter y yo fuimos juntos al colegio. Al menús hasta que suspendió el Abitur. Siempre le interesó más el deporte, sobre todo los deportes de invierno. Era un esquiador y un patinador increíble. Se lo digo yo, que también esquío bastante bien. Total, discutió con su padre y se fue a trabajar a Munich. Yo aprobé el Abitur y fui a estudiar a Munich. Llevábamos vidas independientes pero de vez en cuando quedábamos para tomar una cerveza. Hasta le presté algo de dinero en alguna ocasión.

»Mi familia era bastante rica para la media de Gunzburg. Todavía hoy, Gunzburg es la familia Mengele. Pero mi padre, Karl, era un personaje frío y de alguna manera estaba celoso de mi. Quizá por ese motivo, no me daba mucho dinero durante mis estudios de medicina y decidí sacarme unos ingresos extra. Sucedió también que otra vieja amiga estaba embarazada y, como había leído algo sobre obstetricia y ginecología como estudiante, le ofrecí ayudarle a deshacerse del embarazo. En realidad, es un procedimiento bastante sencillo. En poco tiempo practiqué varios abortos. Gané bastante dinero. Hasta me compré un coche pequeño con lo recaudado.

»Luego la novia de Walther se quedó embarazada. Elizabeth era una chica preciosa. Demasiado buena para Walther. De todos modos, estaba decidida a no tener el hijo. Quería ir a la universidad para estudiar medicina. -Mengele frunció el ceño con un gesto de contrariedad-. Yo pretendía ayudarla, pero hubo complicaciones. Una hemorragia. Habría muerto hasta en una camilla de hospital, ¿entiende?, pero ocurrió en mi apartamento de Munich. Y no tenía modo alguno de salvarla. Se desangró en la mesa de mi cocina. -Hizo una pausa y en aquel momento casi parecía atormentado por el recuerdo-. Como recordará, yo era todavía joven, con todo el futuro por delante. Quería ayudar a la gente. Como médico, claro. De todos modos, me entró pánico. Tenía un cadáver en mis manos, y cualquier patólogo habría visto que se había practicado un aborto. Estaba desesperado por ocultar mis huellas.

»En realidad fue idea de Walther lo de extirpar todos los órganos sexuales. Se habían publicado detalles escabrosos de un crimen lascivo en una revista que había leído y me dijo que, si aparentaba que la muerte de Elizabeth era un caso similar, al menos me aseguraría de que la policía no viniese en busca de un abortista ilegal. Acepté. Así que la abrí, como en una clase de anatomía, y Walther se deshizo del cadáver. En Gunzburg, su padre le aportó una coartada. Dijo que estaba en casa cuando ocurrió la muerte de Elizabeth. Solía hacer esas cosas por Walther. Pero después de aquello Walther tuvo que acatar la disciplina, hacer lo que le decía su padre. Por eso acabó en las SS. Para que su padre no le diese la vara. -Mengele se rió-. Qué irónico, bien pensado. Los americanos le dispararon en Dachau. -Negó con la cabeza-. Pero yo no quería matar a aquella pobre chica. Era preciosa. Toda una belleza aria. Sólo intentaba ayudarla. ¿Por qué no iba a hacerlo? La chica cometió un error, eso es todo. Sucede muchas veces. Y en las mejores familias.

– Hábleme de Kassner. ¿Cómo lo conoció? -pregunté.

– En Munich. Allí vivía su mujer, de la que estaba separado.

Intentaba convencerla de que volviese con él. Sin éxito. Alguien nos presentó en una fiesta. Y resultó que teníamos muchos intereses comunes. La antropología, la genética humana, la investigación médica y el nacionalsocialismo. Era amigo de Goebbels, ¿sabe? De todos modos, yo iba de vez en cuando a visitarlo a Berlín. A gastar en antros de perdición parte de lo que ganaba practicando abortos. Fueron los mejores tiempos de mi vida. No tengo que contarle cómo era Berlín en aquella época. Había total y absoluta permisividad sexual.

– Y por eso contrajo la sífilis.

– Exacto. ¿Cómo lo sabía?

– Y Kassner lo trató con la nueva «bala mágica» que estaba probando para el I.G. Farben. Protonsil.

– Sí. -Mengele parecía impresionado-. Eso también es cierto. Ya veo que la reputación del cuerpo policial de Berlín era bien merecida.

– ¿Sabe que Kassner también trataba a Goebbels de una enfermedad venérea? Sospecho que es uno de los motivos por los que me apartaron del caso. Porque alguien pensó que podía averiguarlo. Cosa que ocurrió, por supuesto.

– Sabía que trataba. a alguien conocido, pero no sabía que fuera Goebbels. De hecho, pensaba que era Hitler. Corrían rumores de que el Führer era sifilítico. ¿Así que era Goebbels? -Mengele se encogió de hombros-. De todos modos, el Protonsil era bastante efectivo. Hasta la aparición de la penicilina, creo que fue el fármaco más eficaz que tuvo el Sindicato de la Industria Colorante. Llegué a conocer bastante bien esa empresa cuando Kassner empezó a colaborar con ella. En Auschwitz probé numerosos fármacos de esa compañía. Fue un trabajo importante. Aunque hoy nadie se acuerda de eso. Sólo les interesan los percances médicos que eran una consecuencia inevitable, dadas las exigencias de la vida científica y médica en tiempo de guerra.

– Bonita manera clínica de describir los asesinatos masivos -dije.

– Y supongo que usted está aquí en Argentina por la carne -dijo.

– Eso no viene al caso. Hábleme de Anita Schwartz.

– No me puedo creer que malgaste mi tiempo con esta mierda.

– Si no me cree, entonces créase esto. -Blandí el arma por un segundo, y pregunté-: ¿Cómo la conoció?

– Conocí a su padre cuando empecé a ir a Berlín. Estaba en las SA. Más tarde, cuando lo nombraron juez, entablamos más relación. De todos modos, alguien nos presentó. Creo que fue Kurt Daluege. Yo le había practicado un aborto a la amante de Daluege, sin complicaciones. De hecho, era su segundo aborto y pregunté a Daluege si había pensado en las ventajas de esterilizarla. No lo había pensado, claro. Pero al final la convenció.

– Qué locura.

– En absoluto. Se trata sencillamente de ligar las trompas de Falopio. De todos modos, Daluege se lo comentó a su cuñado, Otto Schwartz. Como una posibilidad para su hija.

Moví la cabeza atónito y horrorizado por lo que me estaba contando Mengele, aunque, teniendo en cuenta cómo reaccionó Otto Schwartz cuando le dijimos que su hija discapacitada había muerto, la explicación del médico parecía perversamente coherente.

– ¿Me está diciendo que esterilizó a una niña de quince años?

– Mire, esa chica no era como Elizabeth Bremer. En absoluto. Anita Schwartz era discapacitada y, a pesar de su corta edad, también se dedicaba de vez en cuando a la prostitución. Tenía sentido esterilizarla. No sólo por el bien de sus propios padres, sino por la salud genética del país. Era bastante inepta para la reproducción. Posteriormente, por supuesto, Otto y yo fuimos colegas. Él era juez en uno de los tribunales de salud genética creados en virtud de la ley de 1933 de prevención de descendencia genéticamente enferma, que se encargaban de resolver las causas de «higiene racial». A algunas personas se les prohibía casarse y otras personas fueron víctimas de esterilizaciones forzosas. -Hizo una pausa.

– De modo que la esterilización de Anita Schwartz fue organizada por ustedes dos, por el bien de la salud genética del país -dije-. ¿Alguien consultó la opinión de Anita Schwartz?

– Su consentimiento era irrelevante -dijo Mengele irritado-. Era espástica, ¿entiende? Su vida era indigna. Cualquier tribunal genético habría aprobado nuestra decisión.

– ¿Dónde se hizo la operación?

– En una clínica privada de Dahlem, donde trabajaba la madre de la chica como enfermera nocturna. Era un lugar bastante apropiado, se lo aseguro.

– Pero algo salió mal.

– Sí. A diferencia de los abortos, se requería anestesia general para los procesos de esterilización. Así que necesitábamos los servicios de un anestesista. Naturalmente, solicité la colaboración de la misma persona que anestesió a la amante de Kurt Daluege. Una persona que conocía Daluege. Un tipo muy poco competente, por lo que se vio. Yo no sabía que era drogadicto. Y cometió un error. No fue la operación lo que la mató, como comprenderá. Fue la anestesia. Sencillamente, no logramos reanimarla. Y, ante un dilema similar al de la muerte de Elizabeth Bremer en Munich, decidí mutilar su cadáver del mismo modo sensacionaL Con la plena complicidad, debo añadir, de la madre de la chica, que era una católica romana estricta y creía que Dios nunca quiso que su hija viviese, lo cual supuso un gran alivio para mi colega y para mí. Entre los dos nos deshicimos del cadáver en la otra punta de la ciudad, en el parque de Friedrichschain. Y el resto ya lo sabe.

– ¿Y después?

– Me fui a casa.

– Me refiero a los años siguientes. Hasta que ingresó en las SS.

– Seguí practicando abortos y esterilizaciones hasta 1937. Legalmente, debo añadir. Luego entré en el Instituto de Herencia Biológica e Higiene Racial del Reich, donde era ayudante de investigación.

– ¿Y ahora?

– Ahora llevo una vida muy tranquila. Soy un humilde médico, como ve.

– No tan humilde, creo yo. Hábleme de la chica que ha estado aquí hace media hora. Supongo que le limó las uñas de los pies y la peinó.

– Hausner, se está metiendo en aguas peligrosas.

– No importa, soy buen nadador.

– Más le vale. ¿Sabe lo que hacen en Argentina con la gente que no les cae bien? Los llevan de paseo en avión y los arrojan al Río de la Plata desde diez mil pies de altura. Escúcheme bien. Olvídese de que ha visto a esa chica.

Bajé el arma y me abalancé sobre Mengele, agarrándolo con una mano por las solapas del abrigo de cachemir, mientras le cruzaba la cara atónita de tez morena con la palma y el dorso de la otra mano, como un campeón de ping pongo

– Cuando quiera escucharle, primero le abofetearé -dije-. Y ahora oigamos el resto. Hasta los detalles más podridos de su mugriento trabajo en esta ciudad. ¿Entendido? Si no me lo cuenta todo, le enseñaré el verdadero significado de una vida indigna.

Lo empujé hacia abajo en la silla y le solté las solapas. Ahora Mengele tenía los ojos fríos y entrecerrados, y la cara pálida, excepto en la zona de las mejillas que mi mano había puesto colorada. Se tocó la mandíbula y gruñó una respuesta como un perro acobardado.

– A Perón le gustan las jovencitas -dijo-. Doce, trece, catorce años. Vírgenes. Y que no usen anticonceptivos, al igual que él. Le gusta la estrechez de las jovencitas porque tiene el pene muy pequeño. Le cuento esto porque saberlo ya es motivo suficiente para que a uno lo maten en este país, Hausner. Me lo contó cuando nos conocimos, y desde julio del año pasado, cuando llegué a Argentina, he practicado unos treinta abortos para él.

– ¿Y Grete Wohlauf?

– ¿Quién es?

– Una chica de quince años que está en la morgue de la policía.

– No sé cómo se llaman las chicas que opero -dijo-, pero debo decirle que no ha muerto ninguna. Ahora se me da bien este trabajo.

No lo puse en duda. Todo el mundo tiene alguna habilidad. La suya consistía en destruir la vida.

– ¿Y Fabienne Von Bader? ¿Qué ha sido de ella?

– Como le dije, no sé cómo se llaman.

Por alguna razón, le creí.

– Mire, no soy el único -dijo-. El único médico alemán que se dedica a esto, quiero decir. Ser médico de las SS es una combinación atractiva para el general. Esto significa que, a diferencia de los médicos católicos locales, que tienen escrúpulos para practicar abortos, nosotros tenemos que hacer lo que nos dicen o corremos el riesgo de ser entregados a la justicia aliada.

– Por eso le gusta entrevistarse con los médicos alemanes.

– Sí. Y eso significa que soy importante para él. Que sirvo a sus intereses. ¿Puede decir lo mismo usted? -Mengele sonrió-. No, no lo creo. Usted es un poli gilipollas y sentimental. No durará mucho aquí. Esta gente es tan despiadada como los alemanes. O incluso más. Pero son más fáciles de entender. Lo que los motiva es el dinero y el poder, no la ideología. Ni el odio. Ni la historia. Sólo el dinero y el poder.

– No esté tan seguro de que no soy tan despiadado como ellos -dije, empuñando la Smith con ostentación-. Soy capaz de pegarle un tiro en la barriga y quedarme aquí sentado hasta verlo morir. Sólo por diversión. Probablemente usted lo llamaría experimento. Sí, puede que lo haga. Seguramente me darían el Premio Nobel de Medicina. De todos modos, primero coja una pluma y un papel y escriba todo lo que me ha contado. Incluya la afición del presidente a las jovencitas y el útil servicio de limpieza que le presta usted. Y después, fírmelo.

– Con mucho gusto -dijo Mengele-. Firmaré su sentencia de muerte. Pero antes de que lo maten, creo que lo visitaré en la celda. Y llevaré mi maletín de médico para extirparle algún órgano en vida.

– Bien, pero hasta entonces hará lo que yo le diga y sonreirá mientras lo haga, pues en caso contrario querré saber por qué.

Volví a abofetearle por puro placer. Podría haberlo hecho toda la tarde. Mengele era una de esas personas que sacan lo peor de mí.

Escribió la confesión. La leí y me la metí en el bolsillo.

– Ya que está usted de confesiones -le dije-, quisiera hacerle otra pregunta. -Le acerqué la pistola a la cara-. Y recuerde. Me apetece usar esto. Así que más vale que responda con atención. ¿Qué sabe sobre la Directiva 11?

– Sólo sé que era algo relacionado con la necesidad de impedir que viniesen aquí los judíos desplazados. -Se encogió de hombros-. No sé más.

Metí la mano en el bolsillo y saqué el collar le-chaim que me había regalado Anna Yagubsky. Durante unos instantes deje que girase bajo la luz. Y observé que Mengele reconocía el objeto.

– Arrancarles las tripas de esa manera, como para evitarnos el olor, era un truco elegante -le dije-. Pero usted no es el único que sabe hacer esas cosas. Si tengo que dispararle, dejaré este collar cerca de su cuerpo. Le-chaim es una palabra hebrea que significa «por la vida». La policía lo encontrará y dará por hecho que algún escuadrón de la muerte israelí vino a vengarse de usted. No me buscarán a mí, Mengele. Así que voy a preguntárselo por segunda vez. ¿Qué sabe sobre la Directiva 11?

Mengele se aferró a la parte inferior de la silla.

– ¡No sé nada más! ¡No sé nada más! ¡No sé nada más! -gritó, inclinándose hacia mí, firmemente agarrado al asiento. Su cabeza se desplomó sobre el pecho y rompió a sollozar-. No sé nada más -dijo entre sollozos-. Le he dicho todo lo que sé.

Me levanté, ligeramente consternado por este arrebato y por el modo en que lo había reducido a un estado de vulnerabilidad infantil. Era extraño. Sólo sentía asco por él. Pero lo más extraño era el asco que sentía por mi propia persona, por la oscuridad que moraba dentro de mí. La oscuridad que mora dentro de todos.

Загрузка...