Capítulo 7

Todavía hacía calor y se notaba la humedad, aunque la tarde estaba ya avanzada. Sor Fidelma había regresado desde el cementerio al hostal que gobernaba el diácono Arsenio y su esposa Epifania. Estaba exhausta, pues llevaba levantada desde antes del amanecer. No sólo había querido comer sino también echar una siesta, el nombre local de la sexta, la sexta hora del día, el momento más caluroso, cuando la mayoría de ciudadanos de Roma descansaba del calor agobiante. Ahora, después de haberse dado un baño y recuperada por la siesta, encontró al tesserarius, Furio Licinio, que esperaba para escoltarla otra vez al palacio de Letrán, donde había prometido reunirse con el hermano Eadulf para empezar a interrogar al séquito de Wighard.

Su primera pregunta al joven guardia del palacio fue respecto al paradero del hermano Ronan Ragallach.

Licinio negó con la cabeza.

– No hay rastro de él desde que huyó de la celda esta mañana, hermana. Lo más probable es que se oculte en algún lugar de la ciudad, aunque yo creía que iba a ser fácilmente localizable gracias a esa tonsura rara que llevan los religiosos irlandeses y bótanos.

Fidelma inclinó la cabeza, pensativa.

– ¿Confiáis entonces en que esté todavía en la ciudad?

Licinio se encogió de hombros mientras pasaban por el oratorio de santa Práxedes y empezaban a avanzar por la Via Merulana hacia el palacio de Letrán, al pie de la colina.

– Hemos avisado a todas las puertas de la ciudad que están vigiladas por miembros de los custodes día y noche. Pero Roma es una ciudad grande y hay varios barrios donde un hombre podría esconderse durante años o incluso escapar. Por el Tíber, por ejemplo, a Ostia o Porto, en la costa, y allí pueden conseguir pasaje a las cuatro esquinas de la tierra.

– Yo tengo la sensación de que no ha abandonado la ciudad. Se le encontrará tarde o temprano.

Deo Volante -dijo Licinio piadosamente-. Dios lo quiera.

– ¿Conocéis bien esta ciudad, Licinio? -preguntó Fidelma cambiando el tema de conversación.

Licinio parpadeó.

– Tan bien como cualquiera. Nací y me eduqué en la colina Aventina. Mis antepasados eran nobles de Roma desde su misma fundación, tribunos que introdujeron las leyes Licinias hace nueve siglos. -Fidelma percibió el orgullo que invadía los rasgos del joven-. Yo podía haber sido un general de los ejércitos imperiales en los días de los poderosos césares y no…

Se sorprendió, y miró enojado a Fidelma como si fuera ella la culpable de que hubiera expresado su frustración por ser un mero tesserarius de los custodes, y se quedó callado.

– Entonces quizá podáis aclararme algo que me preocupa -Fidelma fingió no haberse dado cuenta de aquella explosión de orgullo ancestral-. Tanta gente me ha dicho lo hermosa y rica que es esta ciudad de Roma y, sin embargo, yo encuentro que los edificios tienen algo parecido a señales de guerra. Algunas casas están casi cayéndose, mientras que otras no tienen techo. Dan la impresión de haber sufrido un vandalismo reciente, como si la ciudad hubiera estado amenazada por los bárbaros. Ya sé que han pasado muchos años desde que Genserico y sus vándalos saquearon la ciudad. Pero, ¿seguro que estos daños no son nuevos?

Licinio, ante su sorpresa, se echó a reír.

– Sois perspicaz, hermana. Salvo que el bárbaro que hizo esto no era otro que nuestro emperador.

Fidelma estaba asombrada.

– Explicadme -le pidió la muchacha.

– Sabéis que el imperio lleva en guerra con los árabes más de veinte años. Han estado enviando flotas de ataque a nuestras aguas. Han conquistado muchos lugares del antiguo imperio en el norte de África y la utilizan como base para atacarnos. Constancio, el emperador, decidió trasladarse desde Constantinopla para crear una gran fortaleza en Sicilia, desde donde organizar la defensa contra esos fanáticos.

– ¿Fanáticos? -inquirió Fidelma.

– Desde que han adoptado una nueva religión y son seguidores de un profeta llamado Mahoma, los árabes se han extendido rápidamente por el oeste. Llaman a su fe islam, sumisión a Dios, y los que profesan esta fe son llamados musulmanes.

– Ah -dijo Fidelma asintiendo con la cabeza-. He oído hablar de esa gente, pero, ¿acaso no aceptan los principios de la fe de los judíos y nuestra propia fe?

– Sí, pero dicen que este Mahoma encarna en su persona la expresión definitiva de la palabra divina de Dios. Son fanáticos -dijo Licinio desdeñoso-. Causan la muerte y la destrucción por toda la cristiandad. -Hizo una pequeña pausa antes de continuar-. Bien, hace unos meses, el emperador Constancio llegó con una gran flota y veinte mil soldados de los ejércitos asiáticos del imperio. Llegó a Tarento y combatió en varias campañas en el sur, antes de rendir una visita de Estado a Roma el mes pasado. No estuvo aquí más que doce días y dudo que un ejército musulmán pueda causar mayor daño en la ciudad que el que hizo el de nuestro valiente emperador de Roma.

Fidelma frunció el ceño ante la vehemencia de la afirmación del guardia.

– No lo entiendo.

– Constancio fue recibido en su primera visita a la ciudad madre del imperio con toda deferencia. Su Santidad se llevó a la totalidad de su casa al sexto hito para recibirlo con la solemnidad adecuada. Se prepararon fiestas. El emperador entonces fue a la basílica de san Pedro en la colina Vaticana y luego, con su ejército, que le había acompañado, fue a la basílica de santa María la Mayor.

Fidelma contuvo un suspiro.

– No veo… -empezó.

El joven tesserarius empezó a señalar con los brazos los edificios que tenían alrededor.

– Mientras el emperador estaba rezando, sus soldados, cumpliendo órdenes suyas, empezaron a despojar los edificios de Roma de todas las partes de metal: las tejas de bronce, tornillos y tirantes con los que estaban sujetos; las grandes estatuas y artefactos que se habían levantado en los días de la gran república de Roma. Nunca había tenido lugar una salvajada igual, que redujo a la ciudad al estado lamentable que veis hoy.

– ¿Pero por qué?

– ¿Por qué? Porque Contantino quería esa gran cantidad de metal, tan antigua, para fundirla y hacer armas para su ejército. Hizo que lo enviaran a Ostia y lo embarcaran hacia el puerto de Siracusa. De allí se decía que el metal se llevaría a Constantinopla.

Se echó a reír amargamente, pero se calló cuando vio que Fidelma lo miraba con curiosidad.

– Es la ironía del asunto -explicó, encogiéndose de hombros.

– ¿Ironía?

– Sí. El metal ni siquiera llegó a Siracusa. Una incursión de una flota árabe interceptó el convoy con el metal robado en Roma antes de que los barcos de Constancio pudieran llegar a puerto y la carga fuera llevada a Alejandría.

– ¿Alejandría?

Licinio asintió con la cabeza.

– Lleva veinte años en manos de los musulmanes. -Se encogió de hombros-. Ésta es la respuesta a su pregunta, hermana.

Fidelma se quedó pensativa.

– ¿Y el emperador de Roma está ahora en el sur del país?

– Hace cuatro semanas se fue hacia el sur. Creo que todavía está luchando allí contra los musulmanes.

– ¿Así que a eso se debe el nerviosismo que hay en este lugar?, ¿ésa era la razón por la que el capitán de mi barco, en el viaje hasta aquí, se sobresaltaba al ver una señal de vela al sur en el horizonte?

Habían llegado a las escaleras del palacio de Letrán.

– El Superista ha ordenado preparar una habitación para que os sirva de officina en la que vos y el hermano sajón podáis dirigir las pesquisas -le informó el tesserarius, suponiendo que Fidelma ya se había contestado ella misma su pregunta-. Se dirigieron por un pasillo hasta un apartamento cercano al que utilizaba el gobernador militar de la casa del Papa. Fidelma vio que el mobiliario era escaso, pero funcional. El hermano Eadulf ya estaba dentro; se levantó de su asiento cuando entraron. Parecía descansado.

– He avisado a los hermanos de que estén preparados para ser interrogados -dijo cuando entró Fidelma y se sentó en una de las varias sillas de madera que había en la habitación.

– Excelente. Aquí Licinio hará de dispensator nuestro y nos los traerá cuando se requiera su presencia.

El joven tesserarius asintió secamente con la cabeza, ahora ya era todo oficial.

– Cuando queráis, hermana.

Eadulf se rascó la punta de la nariz. Había reunido algunas tablillas de arcilla para escribir y un stylus, y lo había colocado todo sobre una mesa pequeña.

– Tomaré nota cuando sea necesario -dijo-, pero, en verdad, Fidelma, no creo que sirva de mucho todo esto. Yo creo…

Fidelma levantó la mano para hacerlo callar.

– Lo sé. El hermano Ronan Ragallach es el culpable. Así que tolerad mi curiosidad, Eadulf, y superaremos esto con mayor facilidad.

Eadulf apretó las mandíbulas y se calló.

Fidelma no estaba contenta. Le hubiera gustado que Eadulf se mostrara más abierto al asunto, pues ella apreciaba su mente aguda y su valoración perspicaz de la gente. Pero ella no podía ir en contra de su intuición y estaba segura de que había un misterio escondido en el que hurgar.

– Empecemos con el hermano Ine, el criado personal de Wighard -anunció Fidelma con firmeza.

Eadulf lanzó una mirada a Licinio.

– Id buscar al hermano Ine. He pedido a los que podemos querer ver que estén a nuestra disposición en el vestíbulo. Probablemente lo encontrareis allí esperando.

El joven tesserarius inclinó la cabeza y se fue.

Eadulf volvió su mirada hacia Fidelma y sonrió sardónicamente.

– A nuestro amigo patricio no parece que le guste mucho nuestra investigación.

– Yo creo que preferiría estar luchando en los antiguos ejércitos imperiales de Roma que haciendo simplemente de guardia y guardaespaldas de un grupo de religiosos -replicó Fidelma con solemnidad-. Lleva su ascendencia patricia con toda la impaciencia y arrogancia de un joven inmaduro. Sin embargo, tiene el tiempo a su favor, pues crecerá y madurará.

Pareció que Licinio se acababa de ir cuando la puerta se abrió.

Entró un hombre bajito, delgado y de rasgos lúgubres. Debía de tener unos cuarenta años, consideró Fidelma. Detrás de él estaba el joven tesserarius.

– El hermano Ine -anunció Licinio, casi lanzando involuntariamente al monje al interior de la estancia y cerrando la puerta detrás de él.

– Entrad, hermano Ine -dijo Eadulf señalando un asiento-. Ella es sor Fidelma, de Kildare, a la que el obispo Gelasio ha encargado, junto conmigo, la investigación de la muerte de Wighard.

El monje miró a Fidelma con ojos oscuros y solemnes sin que mudara su expresión melancólica.

Deus vobiscum -murmuró, hundiéndose en la silla.

– Hermano Ine -dijo Fidelma pensando que tenía que asegurarse de que el monje había entendido bien-. ¿Entendéis que estamos investigando la muerte de Wighard de Canterbury con la autoridad de la casa del Papa?

El hermano Ine asintió con un tirón rápido y nervioso de la cabeza.

– ¿Erais el criado personal de Wighard?

Requiescat in pace! -entonó el hermano Ine piadosamente a la vez que hacía una genuflexión-. Yo servía al último arzobispo designado. Ciertamente, era más que su confidente.

– ¿Sois del reino de Kent?

Eadulf decidió reclinarse y dejó que Fidelma hiciera todas las preguntas que quisiera.

– Así es -pareció que una expresión de orgullo invadía los rasgos lúgubres del monje, pero sólo momentáneamente-. Mi padre fue churl en la casa de Eadbald, el rey, y mi hermano sigue en la casa de Eorcenberht, que ahora se sienta en el trono.

– Un servidor -explicó Eadulf, por si los conocimientos que tenía Fidelma del sajón eran insuficientes-. Un churl es un criado.

– ¿Y cuánto tiempo lleváis sirviendo a Cristo? -preguntó Fidelma, dirigiéndose al hermano Ine.

– Mi padre me ofreció a la abadía de Canterbury cuando Honorio era arzobispo. Yo tenía diez años y crecí en el servicio a Nuestro Señor.

Fidelma había oído esta curiosa costumbre sajona de poner a los niños a servir en un monasterio o abadía.

– ¿Y cuánto tiempo lleváis como criado de Wighard?

– Veinte años. Me convertí en su sirviente cuando fue nombrado secretario del obispo Ithamar de Rochester.

– Ithamar fue el primer hombre de Kent que fue consagrado obispo, casi cincuenta años después de que Agustín llevara el cristianismo a Kent -intervino Eadulf para dar la explicación.

Fidelma no dio muestras de agradecer el comentario, pero el hermano Ine asintió con la cabeza.

– Fue el mismo año en que la familia de Wighard fue asesinada durante un ataque picto en el norte de la costa de Kent. Cuando él era tan sólo un modesto sacerdote, el arzobispo estaba casado y tenía niños pequeños. Después de su muerte, Wighard se dedicó al trabajo de la Iglesia y sirvió a Ithamar durante diez años. Cuando murió Honorio y Deusdedit se convirtió en el primer arzobispo sajón de Canterbury, eligió a Wighard como secretario, y así nos fuimos de Rochester a Canterbury. Desde entonces he estado con Wighard.

– Así pues, hace mucho que conocéis a Wighard.

El hermano Ine hizo una mueca de asentimiento.

– ¿Tenéis vos noticia de que Wighard poseyera algún enemigo?

Ine frunció el ceño y lanzó una mirada furtiva a Eadulf antes de bajar la vista. Parecía tener dificultad en encontrar las palabras.

– Wighard era un defensor de la regla de Roma y, como tal, se encontraba con mucha hostilidad…

Como no acabó, Fidelma sonrió cansada.

– ¿Ibais a decir por parte de los que defienden la regla de Colmcille, como yo misma?

El hermano Ine se encogió de hombros con cierta indecisión.

– ¿No tenía otros enemigos? -insistió Fidelma.

El monje sombrío alzó sus ojos oscuros y alzó de nuevo los hombros.

– Ninguno que pudiera recurrir al asesinato.

Ella no hizo caso de la insinuación contenida en la respuesta y continuó:

– Vayamos a la noche del asesinato, hermano Ine. Como sirviente personal de Wighard, ¿ayudabais normalmente al arzobispo a prepararse para dormir?

– Así es.

– Pero no esa noche.

El hermano Ine frunció el ceño, una débil desconfianza invadió su rostro.

– ¿Cómo sabéis…? -empezó.

Fidelma hizo un gesto de impaciencia con su mano.

– La cama de la estancia no estaba dispuesta, el cubrecama no había sido retirado. Una deducción elemental. Decidme, ¿cuándo visteis por última vez a Wighard vivo?

El hermano Ine se reclinó y suspiró, mientras ponía en orden sus pensamientos.

– Fui a las habitaciones de Wighard dos horas antes del tañido del ángelus de medianoche.

– ¿Y dónde está vuestra habitación? -preguntó Fidelma.

– Junto a la del hermano Eadulf, que está justo enfrente de los aposentos del arzobispo.

Esto confirmaba lo que Eadulf le había dicho, pero era mejor no dejar nada sin confirmar.

– ¿Así que simplemente teníais que atravesar el pasillo hasta la habitación de Wighard?

– Sí, así es.

– Continuad -dijo Fidelma, y se reclinó observando bien al monje sajón.

El hermano Ine volvió a dudar.

– Fui a las habitaciones de Wighard tal como hacía normalmente a esa hora. Como vos sugerís, formaba parte de mis deberes prepararle la cama y ver si el arzobispo tenía todo lo necesario para su descanso nocturno.

– Dos horas antes del ángelus de medianoche es sin duda una hora temprana para retirarse. ¿Wighard siempre se acostaba tan pronto?

– Encontraba que el clima era incómodo y prefería levantarse temprano antes de que saliera el sol y trabajar entonces. Ha sido una costumbre suya, desde que vinimos a esta tierra, acostarse pronto y levantarse temprano.

Fidelma lanzó una mirada a Eadulf, quien, como secretario de Wighard, corroboraba con la cabeza lo que Ine decía.

– ¿Así que fuisteis a prepararle la cama? -inquirió Fidelma.

– El arzobispo parecía… -el hermano Ine vaciló y pensó lo que iba a decir- preocupado. Me dijo que prescindía de mis servicios aquella noche.

– ¿Os dio alguna explicación?

– Sólo que… -Ine volvió a dudar y parpadeó un momento, como si intentara recordar algo-. Dijo que tenía cosas que hacer, ver a alguien. Que se prepararía él la cama cuando fuera a acostarse.

Sor Fidelma alzó la vista con actitud interrogativa.

– ¿Tenía que ver a alguien? ¿No os pareció raro, puesto que, como decís vos, tenía por costumbre retirarse temprano?

– No. Simplemente supuse que tenía algún trabajo extra que hacer con su secretario, el hermano Eadulf aquí presente, para preparar la audiencia de hoy con Su Santidad. Wighard era un hombre sencillo y con frecuencia realizaba trabajos domésticos.

– Así que lo que estáis diciendo es que Wighard estaba esperando una visita a pesar de lo tarde que era y de su costumbre de retirarse pronto.

El hermano Ine volvió a mirar a Eadulf.

– Seguramente habló de ello a vos, hermano.

Eadulf negó con la cabeza.

– Yo no sabía nada de la visita que esperaba Wighard. Ciertamente, no era yo. Aquella noche yo no regresé al palacio hasta después de que Wighard fuera encontrado muerto.

– Y después de que Wighard le informara de que no os necesitaba, ¿regresasteis a vuestra habitación? -continuó Fidelma dirigiéndose a Ine.

– Así fue. Dejé a Wighard, cerré la puerta de la habitación y regresé a la mía. Fue después de medianoche cuando me despertó un alboroto y vi que los custodes del palacio llenaban el pasillo; acto seguido me enteré de que Wighard había sido asesinado.

– ¿Os fuisteis a dormir inmediatamente después de dejar a Wighard? -preguntó Eadulf.

– Sí. Y lo hice profundamente.

– Al parecer fuisteis la última persona que vio a Wighard y habló con él antes de su muerte -observó Eadulf, pensativo.

El hermano Ine alzó bruscamente la barbilla.

– Aparte de su asesino -dijo con énfasis.

Fidelma sonrió, apaciguadora.

– Por supuesto. Aparte del asesino de Wighard. ¿Y no tenemos ni idea de quién era ese visitante nocturno?

El hermano Ine se encogió de hombros.

– Yo he dicho lo que sabía -gruñó-. Entonces frunció el ceño y miró al uno y a la otra con desconcierto-. Pero yo creía que los custodes habían arrestado a un irlandés que vieron saliendo de las habitaciones de Wighard. Por tanto, es fácil deducir que era el religioso irlandés el visitante que el arzobispo esperaba.

– Decidme, Ine -continuó Fidelma, sin prestar atención al comentario-, como criado de Wighard, ¿era trabajo vuestro vigilar los valiosos regalos pertenecientes a los reinos sajones que él había traído para entregar a Su Santidad?

De nuevo una expresión fugaz de recelo atravesó el rostro de Ine.

– Así es. ¿Por qué?

– ¿Cuándo visteis por última vez esos tesoros?

Ine frunció el ceño y se mordió suavemente los labios, en actitud pensativa.

– Antes, aquel mismo día. Wighard me pidió que me asegurara de que todo estaba pulido y limpio para presentarlo a Su Santidad hoy.

– ¡Ah! -dijo Fidelma rápidamente-. ¿Así que la audiencia de Wighard con Su Santidad era para ofrecerle los presentes que había traído?

– Y también para que Su Santidad bendijera los cálices de los siete reinos -intervino Eadulf-. Eso lo sabían muchos.

Fidelma se giró hacia Eadulf.

– Así pues, si el robo fuera el móvil, mucha gente sabría que los objetos valiosos se iban a entregar a la tesorería de Su Santidad hoy y que de allí resultaría difícil sacarlos.

– También -dijo Eadulf con poca seguridad- se sabía que los cálices serían bendecidos y devueltos a Wighard para que los llevara de vuelta a Canterbury.

– Pero la mayor parte del tesoro ya habría sido bien guardada en la tesorería del palacio.

– Eso es cierto -admitió Eadulf.

El hermano Ine los miraba con el ceño ligeramente fruncido y con aire desconcertado.

– ¿Queréis decir que el tesoro no está? -preguntó.

– ¿No os habéis enterado? -preguntó Fidelma, interesada.

La expresión de sorpresa en el rostro de Ine era totalmente sincera.

– No. Nadie me lo ha dicho.

El melancólico monje sajón parecía excepcionalmente indignado. Fidelma pensó que la noticia había supuesto un golpe para su orgullo, pues se consideraba el confidente de Wighard. La indignación desapareció rápidamente de su rostro y una vez más afloró el semblante afligido.

– ¿Eso es todo? -preguntó.

– No -respondió Fidelma-. ¿A qué hora limpiasteis u os asegurasteis de que el tesoro estaba en el baúl de Wighard?

– Justo antes de la cena.

– ¿Y entonces estaba todo allí?

La barbilla se le levantó ligeramente y luego volvió a su sitio.

– Sí. Todo estaba allí -contestó con malhumor.

– Cuando entrasteis y visteis a Wighard, para prepararle la cama -intervino Eadulf-, ¿estaba el baúl abierto o cerrado?

– Cerrado -contestó con rapidez.

– ¿Cómo podéis estar tan seguro? -inquirió enseguida Fidelma.

– El baúl podía verse cuando uno entraba en las habitaciones del arzobispo.

– ¿Había algún guardia para vigilar tan valiosos objetos?

– Solamente los custodes del palacio que estaban por orden del gobernador militar. Había uno siempre patrullando por las escaleras que dan al pasillo.

Fidelma reflexionó un momento.

– Patrullando… pero no permanentemente en el pasillo.

– Así es. Siempre había guardias en la entrada de acceso a los alojamientos de los huéspedes. Las habitaciones estaban en el tercer piso del edificio y sólo se accedía por las escaleras.

– Pero los guardias no estaban permanentemente apostados en el mismo pasillo, de manera que el tesoro bien hubiera podido trasladarse sin que nadie lo percibiera.

– Ciertamente. Pero nadie desde el exterior del edificio podría entrar y salir sin encontrarse con los custodes. -El rostro de Ine se iluminó-. ¡Pero, por supuesto, así fue como cogieron al monje irlandés! Así que el tesoro lo tienen que haber recuperado.

Fidelma lanzó una mirada a Eadulf por la sencilla trascendencia del comentario.

– ¿Pero podéis confirmar que no existía una protección continua del tesoro? ¿No había nadie que estuviera de guardia fuera de las habitaciones de Wighard permanentemente?

– No, no había nadie.

Fidelma dejó escapar un largo suspiro y se reclinó en su asiento.

– Eso es todo. Tal vez queramos hablar con vos más tarde.

Ine, con la misma renuencia que había mostrado al entrar en la habitación, se levantó y se marchó. Cuando hubo salido, Fidelma se volvió hacia Eadulf.

– Así pues, el tesoro robado fue visto por última vez después de la cena y Wighard estaba vivo y bien dos horas antes de medianoche, pero muerto justo después de medianoche. Sabemos que estaba esperando a alguien en las dos horas anteriores a su muerte y que justo después de medianoche el hermano Ronan Ragallah fue visto saliendo de su habitación y fue arrestado. Este hermano Ronan no llevaba ninguno de los objetos del tesoro que, con la excepción de las reliquias que no tenían valor comercial, ha desaparecido en su totalidad.

– Eso es poco más de lo que ya sabíamos.

– ¡Licinio! -llamó Fidelma al tesserarius levantándose de la silla.

El joven guardia abrió la puerta y entró.

– ¿Con quién queréis hablar ahora, hermana? -preguntó en tono formal.

– Con vos, sólo un momento.

El tesserarius parecía sorprendido, pero entró y se situó delante de ella, adoptando la postura de descanso.

– Decidme, Furio Licinio, ¿cuánto tiempo lleváis de guardia en el palacio de Letrán?

Licinio frunció ligeramente el ceño.

– Llevo con los custodes cuatro años, durante dos de los cuales mandé una decuria, y me acaban de nombrar oficial de la guardia o tesserarius.

– ¿Así que conocéis bien el palacio?

– Tan bien como cualquiera, diría yo -respondió el joven intentando olvidar lo fácilmente que le había engañado el religioso irlandés hacía dos noches delante del sacellarius o almacén.

– El decurión Marco Narses ha llevado a cabo, creo, otro registro de las habitaciones de los alojamientos de invitados, a raíz de nuestra conversación de esta mañana.

Licinio sonrió débilmente, recordando la vergüenza de su compañero oficial cuando la monja descubrió algunas de las reliquias desaparecidas del tesoro de Wighard bajo el mismo lecho del arzobispo.

– Lo ha hecho, hermana, y no ha encontrado nada más.

– Planteemos una hipótesis: digamos que vos vais a robar a la habitación de Wighard. Digamos que matáis a Wighard y luego tuvierais que llevaros un gran tesoro, compuesto por dos grandes sacos con pesados objetos metálicos. ¿Cómo lo haríais?

El tesserarius tenía los ojos muy abiertos, pero reflexionó con cuidado antes de contestar.

– Si yo me encontrara en esa situación, sabría que hay patrullas. Sabría que las escaleras, de las que hay dos tramos que conducen a las dependencias del tercer piso, están vigiladas. Así que tendría que esconderlo en el mismo piso y volver a por él más tarde. Entonces resultaría imposible intentar escapar y esquivar a los guardias. Pero Marco Narses ya ha registrado las habitaciones de ese piso y hay que recordar que estaban todas ocupadas salvo los dos almacenes. No hay habitaciones o huecos ocultos en las inmediaciones.

Fidelma abrió la boca.

– Sin embargo, nos piden que creamos que un tal hermano Ronan Ragallach mató a Wighard y escapó con ese voluminoso tesoro… mientras que al mismo tiempo fue visto por vuestro amigo, el decurión Marco Narses, y arrestado cuando intentaba huir de la escena del crimen. ¿Resulta entonces que Ronan Ragallach es un mago que pudo hacer desaparecer el tesoro? No llevaba nada, según ha declarado el decurión Narses. Explicad esto, Furio Licinio.

Con gran sorpresa por parte de Fidelma, el tesserarius no dudó.

– Es sencillo, hermana. O bien el hermano Ronan ya había escondido el tesoro cuando Marcus lo descubrió y persiguió, o tenía un cómplice que se llevó el tesoro sin ser visto, mientras Ronan era capturado.

Fidelma sacudió la cabeza en señal de duda.

– Un cómplice. Una idea excelente. ¿Un cómplice que pudo eludir a los guardias? No suena muy creíble, Furio Licinio. Habéis matado a alguien y entonces esperáis en su habitación mientras vuestro cómplice hace al menos dos viajes de ida y de vuelta para llevarse los objetos valiosos y los oculta al tiempo que evita a los guardias. Vos entonces esperáis todavía más, hasta que el cómplice esté a salvo, y luego salís con las manos vacías de la habitación del crimen y… os capturan.

– Entonces queda la primera solución. Que Ronan ya hubiese escondido el tesoro cuando fue capturado -dijo Eadulf, pensando en voz alta. Y añadió algo más-: Pero si Ronan estaba escondiendo el tesoro no hubiera regresado a la habitación de Wighard después de sacar el último cargamento. Cuanto antes se retirara de la escena del crimen mejor.

– ¿Quién dijo que Ronan Ragallach salía de las habitaciones de Wighard cuando el decurión Marcus lo vio? -preguntó de repente Fidelma.

– ¿Qué queréis decir? -inquirió Eadulf al tiempo que él y Licinio se giraban hacia ella con una expresión inquisitiva en sus rostros.

– Fue algo que dijo antes Furio Licinio lo que me hizo pensar…

– ¿Yo? -preguntó el joven oficial, perplejo.

Fidelma asintió con la cabeza, pensativa.

– Supongamos que Ronan mató a Wighard por el tesoro. Wighard está muerto. Ronan tiene que meter el tesoro al menos en dos sacos. ¿Cómo puede esconderlos? Tiene que hacer dos viajes. Y es después de haber completado el último viaje el momento en que Marco Narses lo ve, no saliendo de la habitación de Wighard, sino cuando sale del mismísimo lugar en que ha ocultado el tesoro en ese mismo piso.

– ¿Bien? -la instó Eadulf cuando Fidelma hizo de nuevo una pausa.

– ¿Pero dónde pudo esconderlo? -preguntó Licinio interrumpiendo-. Os he dicho que no hay habitaciones ni huecos ni armarios secretos en las inmediaciones donde se pudiera ocultar el tesoro. Marco Narses ha registrado dos veces las habitaciones que no estaban ocupadas aquella noche.

– Eso habéis dicho, ciertamente. Y los custodes han mirado en todos los lugares posibles… -Fidelma se paró de repente y miró a Licinio con expresión pensativa.

– Marco Narses ha… ¿qué? -preguntó con una voz que era como un latigazo.

El joven custos intentó adivinar cuáles de sus palabras pudieron haber provocado aquella reacción.

– Yo sólo he dicho que Marco Narses ha obedecido vuestras instrucciones y ha registrado dos veces todas las habitaciones que estaban vacías aquella noche.

– Yo creía que se habían registrado todas las habitaciones.

Licinio hizo un gesto de perplejidad.

– Seguramente el hermano Ronan Ragallach no hubiera intentado esconder el tesoro robado en cualquiera de las habitaciones ocupadas por el séquito de Wighard. Nosotros, naturalmente, pensamos que…

Fidelma soltó un gruñido.

– Se tenía que haber registrado todas las habitaciones, estuvieran o no ocupadas.

– Pero…

– Por ejemplo, ¿Marco Narses registró la habitación del hermano Eadulf? -preguntó Fidelma.

Licinio pasó su mirada de Fidelma a Eadulf, como si ambos estuvieran locos.

– Por supuesto que no -respondió.

– Mi habitación no estaba ocupada aquella noche -observó lentamente Eadulf, intentando mantener la voz calmada.

– ¡Vamos! -exclamó Fidelma con un chasquido de los dedos que hizo que el tesserarius se sobresaltara cuando ella se puso rápidamente de pie.

Licinio estaba desconcertado.

– No lo entiendo. ¿Ir dónde?

Fidelma le lanzó una mirada de desprecio.

– La habitación de Eadulf no estaba ocupada, porque él estaba en la basílica de santa María en la misa de medianoche dedicada a san Aidán de Lindisfarne.


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