Capítulo 10

Bueno, una cosa está clara -observó el hermano Eadulf cuando el hermano Sebbi hubo salido de la habitación. Fidelma levantó los ojos, que brillaban divertidos, pues su voz denotaba buen humor.

– ¿Y qué es eso? -preguntó la muchacha.

– Al hermano Sebbi no le gusta el abad Puttoc. Parecía muy interesado en sembrar dudas de sospecha en torno al abad Puttoc y su criado, Eanred.

Fidelma inclinó la cabeza indicando que estaba de acuerdo con esa afirmación obvia.

– ¿Demasiado interesado incluso? -preguntó pensativa-. Tal vez deberíamos tener cuidado y descubrir los motivos ocultos de sus afirmaciones. Está claro que es tan ambicioso como su abad. Cree que eliminando a Puttoc él sería abad de Stanggrund. Ahora bien, ¿hasta qué punto su ambición guía sus actos?

Eadulf hizo un pequeño gesto de asentimiento.

– Sí, pero tal vez deberíamos volver a hablar con el hermano Eanred.

Fidelma se puso a reír con picardía.

– ¿No os estáis olvidando del hermano Ronan Ragallach? ¿Seguro que no tenéis dudas de su culpabilidad?

El monje sajón se agitó y parpadeó incómodo. Se daba cuenta de que se había concentrado tanto en la información secundaria que había proporcionado el interrogatorio de Sebbi que se había olvidado del motivo principal de la investigación.

– Por supuesto que no tengo dudas -replicó casi a la defensiva-. Los hechos hablan por sí solos. Pero es curioso.

– ¿Curioso? -interrumpió Fidelma, después de haber estado callada un rato.

Eadulf dejó ir un suspiro. Estaba a punto de continuar, pero no lo hizo, pues Furio Licinio regresó cargado, para su sorpresa, con una bandeja con una jarra de vino, un poco de pan, fiambres y algunas frutas. Licinio sonrió alegremente al colocar la bandeja.

– Todo lo que he encontrado -anunció, al ver que ellos miraban la bandeja hambrientos-. Yo ya he comido, así que adelante. Oh, y al regresar resulta que me he encontrado con el hombre que andáis buscando, el superior del departamento del Munera Peregrinitatis donde trabajaba Ronan Ragallach.

Fidelma se giró pesarosa hacia Eadulf.

– Comeremos algo después de ver a este hermano -anunció con firmeza.

Eadulf hizo una mueca, pero no protestó.

Licinio se dirigió hacia la puerta e hizo pasar a un joven delgado. Parecía apenas salido de la adolescencia, con piel olivácea, labios rojos y gruesos y grandes ojos oscuros que tenía la costumbre de entornar como si quisiera ver mejor. Llevaba la cabeza totalmente afeitada.

– Éste es el subpretor del Munera Peregrinitatis -anunció Licinio.

Fidelma permaneció confusa durante un momento. Esperaba que el cargo estuviera ocupado por un hombre mayor. Aquel joven apenas tenía veinte años.

Éste dio un paso adelante y se detuvo; miraba a Eadulf y Fidelma una y otra vez con sus ojos de miope.

– ¿Cómo os llamáis? -preguntó Fidelma.

– Osimo Lando -replicó el joven, con un cierto ceceo.

– ¿No sois romano? -preguntó Fidelma.

– Soy griego, nacido en Alejandría -contestó Osimo Lando-. Aunque crecí en Siracusa.

– Sentaos, hermano Osimo -le invitó Fidelma-. ¿Os ha explicado el tesserarius Furio Licinio cuál es nuestro propósito?

El hermano Osimo avanzó lentamente y se sentó ante la mesa, se colocó la túnica con una delicadeza inesperada.

– Así es.

– Nos han dicho que el hermano Ronan Ragallach trabaja en vuestro departamento.

El subpretor asintió.

– Tal vez podáis explicarme qué hace el Munera Peregrinitatis -pidió Fidelma.

El hermano Osimo entrecerró los ojos un segundo y luego se encogió de hombros con un delicado movimiento.

– Somos el medio a través del cual el Santo Padre se puede comunicar con todas nuestras misiones en el mundo.

– ¿Y el hermano Ronan Ragallach trabaja para vos?

– Sí. Yo soy el subpretor encargado de todos los asuntos relacionados con las Iglesias de África. El hermano Ronan Ragallach y yo somos los encargados de realizar ese trabajo.

– ¿Durante cuánto tiempo ha trabajado él en el Secretariado?

– Llegó como peregrino a Roma hace un año, que yo sepa, hermana. Tenía habilidad para las lenguas, así que se quedó y durante los últimos nueve meses o más ha trabajado bajo mi dirección.

– ¿Qué tipo de hombre es, hermano?

El hermano Osimo se mordió los labios y se quedó mirando pensativo el aire. Sus mejillas se ruborizaron débilmente y su expresión pareció turbarse.

– Un hombre tranquilo, no dado a mostrar irritación o mal humor. Plácido, diría yo. Serio en su trabajo. No da problemas.

– ¿Tiene opiniones firmes? -interrumpió el hermano Eadulf.

Osimo miró a Eadulf, desconcertado.

– ¿Opiniones firmes? ¿Respecto a qué?

– Es irlandés. Nos han dicho que llevaba la tonsura de los irlandeses en lugar de nuestra corona spinae romana. Eso significa que rechazaba la regla de Roma y observaba la de Colmcille.

El hermano Osimo negó vehementemente con la cabeza.

– El hermano Ronan Ragallach es simplemente un hombre de costumbres. Llevaba su tonsura, como muchos otros procedentes de Irlanda y de Britania, porque ésa es su costumbre. A nosotros no nos importaba. Lo que importa es lo que hay en el corazón del hombre, no lo que está en su cabeza.

Fidelma bajó la cara y con una mano se tapó la boca para ocultar la sonrisa que le produjo la vergüenza que sentía Eadulf.

– ¿Y qué hay en el corazón de Ronan Ragallach? -preguntó Eadulf, sin llegar a ocultar del todo su preocupación por una crítica tan manifiesta de sus prejuicios.

El hermano Osimo hizo un mohín.

– Tal como os he dicho, hermano, es un hombre de temperamento fácil y plácido.

– ¿Nunca le oísteis hablar mal de Roma?

– ¿Por qué había de estar en Roma si no le gustaba?

– ¿Nunca le oísteis hablar mal de Canterbury? ¿Qué comentó, por ejemplo, al enterarse de la decisión de Witebia, cuando los reinos sajones optaron por la regla de Roma y rechazaron la de los monjes irlandeses de Colmcille?

La sonrisa de Osimo indicaba que pensaba que la pregunta era idiota.

– Nunca manifestaba sus opiniones. Estaba más preocupado por los asuntos de las Iglesias de África que de los de las Iglesias del extremo occidental. Es un gran helenista y conocedor del arameo y por ello su función era tratar con nuestras misiones en el norte de África. Este trabajo avanza lentamente, pues los árabes, con su nueva creencia fanática en las profecías de Mahoma, se extienden hacia el oeste a lo largo de la costa africana.

Eadulf contuvo la respiración, preocupado.

– ¿No os sorprende, hermano Osimo, que se acuse al hermano Ronan Ragallach del asesinato del arzobispo de Canterbury y que se diga que la causa de ello es el asunto de Witebia? -preguntó Eadulf.

Con gran sorpresa por parte de ellos, Osimo echó atrás la cabeza y se puso a reír; una risa de soprano.

– Eso es lo que he oído y no he dado crédito a tales argumentos. -De repente se puso serio-. Cuando me enteré de que el arzobispo había sido asesinado -se detuvo para hacer una débil genuflexión- y que habían arrestado al hermano Ronan Ragallach por ello, no podía creerlo. No lo creeré. Yo buscaría en otro lado si quisiera encontrar al verdadero asesino.

Fidelma examinaba su rostro intenso con cierto interés.

– ¿Por qué? -preguntó la muchacha-. ¿Qué os hace estar tan seguro de que Ronan Ragallach no mató a Wighard?

– El hecho de que… -Osimo miró alrededor de la estancia como si buscara una respuesta-. De que simplemente no va con él, hermana. Decidme que… -buscó una analogía- que el Santo Padre ha asistido a la fiesta de las Bacanales y, Dios me perdone, ha bailado desnudo en el templo de Baco en la Via Sacra y creeré eso antes que aceptar que el hermano Ronan Ragallach es capaz de asesinar.

Fidelma esbozó una sonrisa.

– Ése es ciertamente un buen ejemplo, hermano Osimo.

– No lo he dado a la ligera -añadió el subpretor con firmeza.

– Sin embargo, Ronan Ragallach fue arrestado cuando huía de la habitación del arzobispo en el momento en que se descubrió el asesinato. Intentó dar un nombre falso y luego escapó de la cárcel -intervino Eadulf con cierta malicia-. Ésa no es exactamente la acción de un hombre inocente, ¿no le parece, hermano Osimo?

Osimo inclinó la cabeza con tristeza, pero su voz no ocultaba su apasionada defensa.

– Puede haber sido la acción de un hombre desesperado, un hombre que ve que el mundo se levanta contra su inocencia. Deseoso de probar su honestidad, busca la libertad a fin de demostrar esa virtud.

Fidelma se quedó un momento mirando al joven en silencio, y luego le preguntó:

– ¿Eso os lo ha dicho el hermano Ronan Ragallach?

Osimo se ruborizó inmediatamente.

– Por supuesto que no -dijo con la voz temblando de indignación.

Fidelma detectó poca convicción en su voz. Decidió insistir en el asunto.

– ¿Así que no habéis visto al hermano Ronan Ragallach desde que escapó? Sin embargo parece que habláis con cierta autoridad en su favor.

– He trabajado con él muy estrechamente estos últimos nueve meses y nos hemos hecho amigos. Buenos amigos.

Osimo no la miraba a la cara sino que sacaba la barbilla con una expresión inusual de tozudez.

Fidelma se inclinó hacia adelante con aire confidencial.

– ¿Os dais cuenta de que si veis a Ronan Ragallach es vuestro deber, según la ley, avisar a los custodes?

– Me doy cuenta -contestó Osimo tranquilamente.

Fidelma se volvió a sentar y examinó al joven durante un momento.

– Que así sea, hermano Osimo. Creedme, tengo la intención de llegar al fondo del asesinato del arzobispo de Canterbury. Si el hermano Ronan Ragallach es inocente, lo demostraré. Si es culpable, no escapará.

Su tono de seguridad, más que de fanfarronería, hizo que Osimo levantara la vista y la observara con detenimiento antes de volver a dejar caer sus ojos.

– Entiendo -susurró.

– Para dejar constancia escrita -intervino Eadulf-, ¿cuándo visteis por última vez al hermano Ronan Ragallach?

– El día en que Wighard fue asesinado, el hermano Ronan Ragallach trabajó hasta que sonaron las campanadas del ángelus de la noche.

– ¿Conoció a Wighard o a alguien de su entorno?

Osimo negó con la cabeza.

Fidelma se volvió hacia Eadulf.

– Yo no tengo más preguntas a menos que…

Eadulf hizo una mueca en señal de negación.

– Entonces, hermano Osimo… ah, casi me olvido. -Buscó en su marsupium y acercó el trozo de papiro al subpretor-. ¿Podríais decirme qué lengua es ésta?

El hermano Osimo cogió el papiro y lanzó una mirada a Fidelma como si estuviera sorprendido. Recuperó su compostura en un segundo, casi antes de que su mirada sobresaltada se encontrara con la de ella.

– Los jeroglíficos están en la lengua de los árabes -contestó-. Arameo, se llama.

– ¿Significan algo? -insitió Fidelma.

– Es el fragmento de un escrito. ¿Quién sabe? Quizá sea incluso una carta. Tan sólo algunas palabras se pueden descifrar.

– ¿Qué palabras? -perseveró Fidelma.

– La lengua se lee de derecha a izquierda. Tenemos la palabra «biblioteca», «enfermedad sagrada» y la interpretación de un nombre griego, algo acabado en «ofilus», y luego las palabras «precio» e «intercambio». No tiene mucho sentido.


* * *

Después de la cena frugal, que de repente dejó a Fidelma muy cansada a pesar de la siesta de la tarde, Furio Licinio fue enviado a buscar a la abadesa Wulfrun o a la hermana Eafa. Fidelma y Eadulf permanecieron sentados en silencio durante un tiempo. Fidelma le iba dando vueltas a la declaración del hermano Osimo. Estaba segura de que la relación de Osimo con Ronan Ragallach era algo más que estrictamente profesional, más de lo que él había admitido, y que conocía íntimamente a Ronan Ragallach. De hecho, se veía capaz de jurar que cuando Ronan Ragallach escapó de los custodes se había ido a ver a Osimo Lando en busca de ayuda. Pero era una intuición, y no un hecho al que apuntaran sus conclusiones.

Se percató de que Eadulf repiqueteaba sobre la mesa con los dedos y resopló molesta porque la distraía.

– ¿En qué pensáis, Eadulf? -preguntó al ver que el tamborileo continuaba.

Eadulf parpadeó, se detuvo y se dio cuenta del acto que hacía inconscientemente.

– Sólo estaba pensando en lo que dijo Osimo.

Fidelma levantó las cejas, sorprendida.

– Yo también. ¿Qué estábais pensando?

– En las palabras árabes que tradujo.

Fidelma se sintió decepcionada.

– Oh, eso -dijo encogiéndose de hombros. Había pensado que tal vez Eadulf hubiera seguido la misma línea de pensamiento que ella-. Bueno, poco significan.

Eadulf sacudió la cabeza.

– Quizá sí, quizá, no. Me ha traído algunas cosas a la mente. Como sabéis, Fidelma, durante años estudié en Irlanda en la gran escuela médica de Tuaim Brecain.

– ¿Qué tiene eso que ver con las palabras árabes?

– Tal vez nada. Sólo que yo, como ya sabéis, sé algo de las prácticas de medicina.

– Sigo sin entender.

– Tomé nota de las palabras que tradujo Osimo Lando, por si en el futuro pudiéramos encontrarles un sentido.

– ¿Y?

– La palabra «biblioteca» era una. El mensaje también hablaba de libros. «Enfermedad sagrada» eran dos palabras juntas. Sobre la enfermedad sagrada es un tratado de Hipócrates que explicaba la diferencia entre los nervios sensitivos y los nervios motores.

– Me he perdido, Eadulf.

Eadulf sonrió con indulgencia.

– El autor de un comentario sobre el trabajo de Hipócrates era Herófilo de Calcedonia, uno de los grandes fundadores de la escuela médica de Alejandría. Tal vez su nombre correspondiera al «ofilus» cuyas primeras letras no encontraba Osimo Lando. Quizás el mensaje hablara del trabajo de Herófilo Sobre la enfermedad sagrada en alguna biblioteca.

Fidelma se reclinó.

– La urdimbre es tenue pero bien hecha, Eadulf. Tal vez tengáis razón. Pero de momento no nos es de gran ayuda.

– Pero puede serlo más tarde -dijo Eadulf con engreimiento, claramente satisfecho con su ejercicio de deducción.

Furio Licinio regresó. Antes de que pudiera decir nada fue empujado, y detrás de él apareció la austera figura de la abadesa Wulfrun. De cerca, era alta, incluso más alta que Fidelma, con un rostro delgado y fino y rasgos angulosos. Su nariz prominente le proporcionaba una expresión arrogante y los labios finos y apretados formaban una mueca de desdén perpetua. Los ojos le brillaban de ira.

– ¿Bien? -exigió sin preámbulos-. ¿Qué tontería es ésta?

Fidelma abrió la boca, pero Eadulf, al ver el destello apasionado en sus ojos, habló primero levantándose torpemente:

– No es ninguna tontería, mi señora -dijo, intentando hacer recordar a Fidelma, al adoptar ese tratamiento ceremonial, que Wulfrun era la hermana de la reina de Kent-. ¿Acaso el tesserarius de los custodes del palacio no os ha informado de la autoridad que nos ha otorgado el obispo Gelasio?

La abadesa Wulfrun efectuó una inspiración que pareció amenazar sus fosas nasales.

– Ya me lo han dicho, pero no consideré que me concerniera.

– ¿No le concierne, pues, que su arzobispo haya sido asesinado? -preguntó Fidelma con una voz que era casi un suave ronroneo, amenazante por su tono casi sibilante.

La abadesa Wulfrun le lanzó una mirada de odio.

– Quiero decir, y que se me entienda bien, que vuestro interrogatorio no me afecta. Yo no sé nada del asunto.

Eadulf sonrió en un intento de apaciguar los ánimos y señaló hacia la silla.

– Tal vez podríais perder con nosotros algo de vuestro valioso tiempo. Sólo os haremos unas cuantas preguntas para que podamos decirle al obispo Gelasio que hemos hecho lo que nos pidió.

Fidelma rechinó los dientes al observar el servilismo del que hacía gala Eadulf, pero decidió que resultaría mejor dejarle interrogar a Wulfrun. Un minuto con aquella mujer arrogante sería suficiente para hacerle perder los estribos, a pesar de su usual autocontrol. La abadesa se sentó; con la mano izquierda tiraba nerviosamente de su tocado, que llevaba como una bufanda enrollado alrededor del cuello.

– ¿Cuándo visteis por última vez al arzobispo? -empezó a preguntar Eadulf.

– Justo después de la cena de ayer. Intercambiamos alguna palabra en relación con la audiencia con el Santo Padre que debía haberse celebrado hoy. No estuvimos más de diez minutos juntos en la puerta del refectorio. Luego me fui directamente a mis habitaciones. La hermana Eafa vino, me ayudó a prepararme para dormir y me acosté. Me enteré durante el desayuno de la noticia de la muerte de Wighard.

– Parece que todo el mundo se fue a dormir pronto aquella noche -murmuró Fidelma.

Eadulf no hizo caso del comentario y continuó.

– ¿Dónde está vuestra habitación respecto a las que ocupaba Wighard?

La abadesa Wulfrun frunció un momento el ceño.

– Por lo que sé estaba en el piso inferior al ocupado por los miembros masculinos de su grupo. Vos mismo deberíais saber esto, hermano Eadulf.

– Quería decir, ¿estábais justamente debajo de la habitación de Wighard? Sólo intento averiguar si oísteis algo -explicó suavemente.

– No lo está y no oí nada -gruñó la abadesa.

– ¿Y la hermana Eafa?

– Su habitación está junto a la mía, es lo mejor si la quiero tener a mano cuando la necesito.

– ¿Sor Eafa es vuestra criada? -preguntó Fidelma bruscamente.

De nuevo se oyó el escandaloso resoplido.

– Pertenece a mi comunidad de Sheppey. Es mi compañera de viaje y me ayuda.

– Ah -dijo Fidelma ingenuamente-, del mismo modo en que vos la ayudáis cuando ella lo necesita.

Eadulf se inclinó rápidamente.

– ¿Nada os perturbó durante la noche? ¿No oisteis ni visteis nada?

Distraída, Wulfrun giró la cabeza en dirección a Eadulf.

– Ya he dicho demasiado -contestó con brevedad.

– Nos han explicado que el alboroto del arresto del hermano Ronan Ragallach por parte de los custodes fue tan grande que despertó al hermano Sebbi -observó Fidelma-. Sin embargo, vos no oísteis nada.

La abadesa Wulfrun se ruborizó.

– ¿Dudáis de mi palabra? -dijo con voz amenazante-. ¿Sabéis, muchacha irlandesa, con quién estáis hablando?

Fidelma esbozó su amplia y peligrosa sonrisa.

– Yo le estoy hablando a una hermana en la fe y, tal como exige la cortesía entre iguales en la fe, espero una respuesta.

El resoplido se convirtió en una verdadera explosión.

– Soy Wulfrun, hija de Anna, rey de Anglia Oriental. Mi hermana Seaxburgh es reina de Kent, esposa de Eorcenberht. Ésa soy yo.

– Sin duda sois la abadesa Wulfrun de la abadía de Sheppey -corrigió Fidelma con suavidad-. Una vez se han tomado los hábitos no hay más rango que el que la Iglesia confiere.

La abadesa Wulfrun se irguió muy tiesa en su silla. Por un momento se olvidó de juguetear con la tela que a modo de bufanda llevaba alrededor del cuello, y se quedó mirando a Fidelma con incredulidad.

– ¿Os atrevéis a hablarme así? -dijo con una voz que no era más que un susurro-. ¡Soy una princesa sajona!

– Lo que erais antes tiene poca relevancia. Ahora en cambio sois una sierva de Cristo.

Wulfrun abrió la boca y la cerró varias veces. Entonces explotó.

– ¡Cómo os atrevéis, vos, campesina, campesina extranjera! Yo soy una princesa de Kent. ¿Sabéis vos quién es vuestro padre?

Eadulf miraba horrorizado el color rojizo que iban adquiriendo las mejillas de Fidelma mientras le devolvía la mirada a la mujer insolente y despectiva. Por un momento pensó que la religiosa irlandesa iba a estallar, encolerizada a causa de aquel insulto, pero Fidelma consiguió controlarse y se reclinó con una sonrisa tensa. Cuando habló, su voz tenía una modulación suave y calmada.

– Mi padre, y el vuestro, abadesa Wulfrun, es el Dios que servimos.

Los labios delgados de la abadesa acentuaron su desprecio todavía más y antes de que pudiera responder Fidelma continuó.

– Sin embargo, si tanto os preocupan las cosas temporales, y no la fe con la que estáis comprometida, permitidme que os diga esto. Mi padre temporal era Failbe Fland mac Aedo, rey de Cashel y Munster, y mi hermano, Colgú, es quien reina allí ahora. Pero no me jacto de ello. Es lo que soy lo que cuenta. En este momento, soy una abogada de los tribunales de mi tierra, encargada por el gobernador militar y el nomenclator de este palacio de investigar un asesinato.

Eadulf se la quedó mirando sorprendido. Era la primera vez que Fidelma hacía referencia a sus orígenes o a su familia. La religiosa continuaba mirando fijamente, pero con calma, los rasgos de la arrogante abadesa sajona.

– Cuando entré al servicio de Cristo acepté su enseñanza de que todos somos iguales ante Él. ¿Conocéis la epístola a Timoteo: «Decidle a los ricos y poderosos que no sean orgullosos o altaneros y no deseen las riquezas inciertas sino poner las esperanzas en el Dios Viviente»?

La abadesa Wulfrun, con el rostro todavía destilando ira, se levantó de un salto, de manera que la silla se cayó hacia atrás. Con la agitación, la bufanda se le cayó y dejó al descubierto parte del cuello. Fidelma entrecerró un segundo los ojos y vio una marca roja en él. Era el cardenal de una antigua herida o inflamación. Wulfrun farfullaba sin darse cuenta de que se le había caído aquella tella.

– Me niego a quedarme sentada y ser insultada por… por…

No le salían las palabras; enseguida se giró y salió despotricando de la habitación. Furio Licinio la miró con impotencia.

El hermano Eadulf se reclinó en su silla sacudiendo la cabeza.

– Os habéis creado un enemigo, Fidelma -dijo afligido.

Fidelma parecía exteriormente sosegada, pero en sus mejillas permanecía aquella rojez y sus ojos centelleaban y danzaban con curiosas llamas.

– La persona que no se ha hecho nunca un enemigo nunca se hará un amigo -advirtió la muchacha-. Podéis juzgar a una persona por sus enemigos y yo preferiría ser juzgada tanto por los enemigos como por los amigos. -Se giró hacia Furio Licinio-: Intentad encontrar a sor Eafa y traedla aquí sin que se entere la abadesa Wulfrun.

El asombrado joven tesserarius alzó la mano en señal de saludo. Era la primera vez que hacía aquel gesto militar de cortesía.

– ¿Por qué ese secretismo? -preguntó Eadulf con curiosidad, cuando Furio Licinio hubo salido de la habitación.

– Esta Wulfrun es una dama muy dominante. ¿Puede ser que sea tan estúpida o hay algo de planeado en su arrogancia? ¿Acaso esa insolencia tiene por misión ocultar algo más?

El hermano sajón hizo una mueca.

– Ella se jacta de tener parientes muy poderosos, Fidelma. Yo tendría cuidado.

– Poderosos entre los reinos sajones solamente. Yo no tengo intención de regresar allí cuando me vaya de aquí.

Eadulf se preguntaba por qué de repente sentía una punzada de ansiedad ante la idea de su marcha.

– De todas maneras -dijo Eadulf-, la abadesa Wulfrun no parece que añada gran cosa a la información que poseéis.

Fidelma permanecía pensativa.

– Pero sin duda demuestra que no es totalmente franca y prefiere parapetarse en su arrogancia. ¿No fue Ovidio el que dijo que el ataque era una buena defensa?

Eadulf frunció el ceño mientras meditó sobre el asunto.

– ¿Pero qué puede ser lo que esté ocultando?

Fidelma sonrió irónicamente.

– ¿No es lo que tenemos que descubrir?

Eadulf asintió a medias con la cabeza.

– ¿Pero qué relevancia puede tener para nuestra investigación lo que Wulfrun tenga que decir?

Fidelma se adelantó y puso su mano sobre el brazo de Eadulf.

– Me temo que estáis simplemente repitiendo vuestra pregunta, Eadulf. Pensemos en ello -dijo reclinándose-. ¿Por qué se sintió tan amenazada que se vio obligada a atacar? ¿Ella es así o hay un motivo concreto?

Eadulf la miraba impotente.

– Yo creo -continuó Fidelma tras una pausa-, me inclino a creer que es su forma de ser. Yo he oído cosas de ese rey Anna que ella llama su padre. Se convirtió del culto de Woden a la fe verdadera. Creo que Anna tuvo varias hijas y, en su entusiasmo, las convenció a todas para que sirvieran a la Iglesia. Ya sabemos lo que puede pasar cuando los padres obligan a las hijas a hacer lo que ellos quieren en lugar de lo que las hijas desean realmente.

– Pero las hijas no pueden sino obedecer a sus padres -replicó Eadulf-. ¿No fue san Pablo el que escribió: «Niños, obedeced a vuestros padres en todo, pues esto place al Señor»?

Fidelma sonrió ligeramente.

– ¿Y no fue también Pablo el que escribió: «Padres, no provoquéis a vuestros hijos, a fin de que no se desanimen»? Pero yo olvido, a veces, que estamos separados por un sistema social y legislativo diferente. Entre los sajones, las hijas parecen ser poco más que bienes muebles que se pueden comprar o vender de acuerdo con los caprichos de sus padres.

– Pero la ley de los sajones está más conforme con la enseñanza de Pablo -aseguró Eadulf, sabiendo por experiencia lo diferente que era el papel de la mujer en Irlanda-. Él dice: «Mujeres, estad sujetas a vuestros maridos, que es lo que complace al Señor. Pues el marido es superior a la mujer como Cristo es la cabeza de la Iglesia…». Seguimos esta enseñanza.

– Yo prefiero el sistema de mi propia tierra, donde al menos las mujeres tienen alguna elección -replicó Fidelma irritada-. Uno no tiene que obedecer a Pablo en todas sus opiniones, pues era un hombre inmerso en su cultura, que no es la mía. Además, no todas las personas del mundo de Pablo estaban de acuerdo con sus enseñanzas. Pablo estaba a favor del celibato entre el clero, creyendo que las relaciones carnales eran un impedimento para las elevadas aspiraciones del alma. ¿Quién puede creer que eso es así?

Eadulf se sentía violento.

– Ha de ser así, pues fueron la causa de la caída de Adán y Eva.

– ¿Sin embargo cómo pueden ser la causa del pecado si la reproducción es necesaria para la supervivencia de la humanidad? ¿Hemos de creer que Dios nos condena al olvido haciendo de la reproducción un pecado? ¿Si es un pecado, por qué darnos los medios para reproducirnos?

– Pablo dijo a los corintios que el matrimonio y la procreación no eran pecado -observó Eadulf con suavidad.

– Pero añadió que no era tan piadoso como el celibato. Yo creo que la llamada que hace Roma a su clero para que se mantenga célibe entraña grandes peligros.

– Es sólo una sugerencia -replicó Eadulf-. Desde el concilio de Nicea hasta ahora la Iglesia romana tan sólo ha aconsejado a los clérigos por debajo del rango de obispo que no durmieran con sus mujeres y, ciertamente, que no se casaran. Pero no está prohibido.

– Con el tiempo lo estará -replicó Fidelma-. Juan Crisóstomo se pronunció en contra de la cohabitación entre religiosos en Antioquía.

– ¿Entonces pensáis que el celibato está mal?

Fidelma hizo una mueca.

– Que los que quieran ser célibes, lo sean. Pero no obliguemos a todos a ser iguales quieran o no. ¿No es una blasfemia sostener, en nombre de Dios, que tan sólo podemos servirlo oponiéndonos a Él, rechazando una de las mayores obras de la creación? ¿No dice el Génesis: «… hombre y mujer los creó, y Dios los santificó y Dios les dijo, sed creced y multiplicaos…». ¿Vamos a negar eso?

Calló cuando se oyó un golpe en la puerta y entró sor Eafa, con mirada ansiosa, echando primero una mirada a Fidelma y luego a Eadulf.

– Aquí estoy, pero no entiendo por qué he sido llamada -dijo.

Mientras hablaba intentaba mantener sus manos, encallecidas y nervudas, quietas ante ella, pero las retorcía nerviosa y eso dejaba traslucir su agitación.

Fidelma sonrió tranquilizadora y le hizo un gesto para que se sentara. Eadulf vio que la ira de Fidelma hacia la abadesa Wulfrun se había evaporado. Se dio cuenta de que la discusión respecto al celibato no era más que una manera de dar rienda suelta a sus emociones, alteradas por los insultos de la abadesa.

– No es más que una formalidad, Eafa -dijo ella en tono sosegador-. Tan sólo quería saber cuándo fue la última vez que visteis a Wighard vivo.

La muchacha parpadeó con inseguridad.

– No os entiendo, hermana.

– ¿Os ha informado el tesserarius de nuestra misión de investigar la muerte de Wighard?

– Sí, pero…

– Sin duda visteis a Wighard en la cena a la que asististeis con la abadesa Wulfrun.

La muchacha asintió con la cabeza.

– ¿Y después de eso? -la animó a continuar Fidelma.

– No, después de eso no. Yo dejé a la abadesa Wulfrun hablando con él en la puerta del refectorio. Estaban… discutiendo por algo. Me retiré a mi habitación. Después ya no lo vi.

Eadulf se inclinó hacia adelante con repentino interés.

– ¿La abadesa Wulfrun estaba realmente discutiendo con Wighard?

Eafa asintió con la cabeza otra vez.

– ¿De qué discutían?

Eafa se encogió de hombros.

– No estoy segura. No los escuché.

Fidelma sonrió tranquilizadora a la muchacha.

– ¿Así que regresasteis a vuestra habitación, que estaba junto a la de la abadesa Wulfrun?

– Así es -contestó Eafa en voz baja.

– ¿Volvisteis a salir de la habitación otra vez aquella noche?

– ¡Oh, no!

Fidelma alzó las cejas.

– ¿No?

La muchacha frunció el ceño, dudó y luego se corrigió.

– Fui llamada un poco más tarde a la habitación de la abadesa Wulfrun.

– ¿Con qué motivo?

– ¿Por qué? -preguntó Eafa, extrañada ante aquella pregunta-. Para ayudarle a prepararse para ir a dormir.

– ¿Es eso usual?

La muchacha parecía indecisa.

– No estoy segura de lo que queréis decir, hermana.

– ¿Sois o no la compañera de la abadesa Wulfrun?

Ella asintió con una sacudida de la cabeza.

– Entonces, ¿por qué tenéis que hacer tantas tareas serviles que podría hacer la abadesa Wulfrun?

– Porque… -Eafa se detuvo para reflexionar- ella es una gran dama.

– Ahora simplemente es de la hermandad. Ni siquiera una abadesa espera de otra de su casa que la sirva.

Eafa no contestó.

– Venga, ¿creéis que estáis obligada a servir a la abadesa Wulfrun?

Los ojos de color castaño claro de la muchacha se levantaron y se quedaron mirando el rostro de Fidelma. Parecía que estaba a punto de contestar, pero entonces bajó la cabeza. Hizo un leve gesto de asentimiento con la cabeza.

– ¿Por qué? -insistió Fidelma-. Gran dama o abadesa o humilde hermana de la fe, Wulfrun no tiene ese derecho. Sólo sois sierva de Dios.

– No puedo decir nada más -dijo la mujer con voz tensa-. Lo único que puedo decir es que esperé a la abadesa Wulfrun aquella noche y cuando se hubo preparado para dormir, regresé a mi habitación y me acosté.

Fidelma estaba a punto de insistir más, pero de repente se ablandó. Aporreando a la muchacha no hubiera conseguido nada.

– ¿A qué hora fue eso, Eafa?

– No estoy segura. Bastante antes de la medianoche.

– ¿Cómo lo sabéis?

– Me desperté con las campanadas del ángelus de medianoche y luego me volví a dormir.

– ¿Os despertasteis más tarde?

– No lo creo.

– ¿Qué queréis decir? -exigió Eadulf, entrando en la conversación por primera vez-. ¿No creéis que os volvierais a despertar?

– Bueno -dijo la muchacha frunciendo el ceño-, creo que me desperté algo después, al oír un gran alboroto, pero estaba tan cansada que me di la vuelta y a los pocos momentos me volví a dormir. En el desayuno, al día siguiente, alguien dijo que un religioso irlandés había sido atrapado en los jardines de abajo y que había matado al arzobispo. ¿No es eso cierto?

Los iba mirando con los ojos bien abiertos.

– Hasta cierto punto -admitió Fidelma-. Un religioso fue arrestado, pero todavía hay que probar si es culpable o no.

La muchacha abrió la boca, hizo una pausa y luego la cerró de golpe. A Fidelma no se le escapó el movimiento involuntario.

– ¿Ibais a decir algo? -animó a la muchacha.

– Sólo que la mañana anterior al crimen vi a un hermano irlandés en los jardines del exterior del domus hospitalis. Era gordo, con cara redonda y con esa divertida tonsura que llevan los irlandeses.

Eadulf se inclinó hacia adelante con interés.

– ¿Visteis a ese hermano?

– Oh sí. Me hizo algunas preguntas respecto al entorno de Wighard, sobre quién acompañaba a Wighard durante su visita, pero entonces se acercó la abadesa Wulfrun y tuve que ir con ella. He oído que este monje que buscan los custodes es un religioso irlandés de cara redonda.

Se hizo un silencio y Fidelma se reclinó pensativa.

– ¿Cuánto tiempo lleváis en la abadía de Sheppey? -preguntó de una manera algo violenta.

La muchacha parecía desconcertada por aquel repentino cambio de tema.

– Cinco años, tal vez un poco más, hermana.

– ¿Cuánto hace que conocéis a la abadesa Wulfrun?

– Un poco más…

– ¿Así que conocíais a la abadesa Wulfrun antes de ir a Sheppey?

– Sí -admitió la muchacha.

– ¿Dónde fue eso? ¿En otra casa religiosa?

– No. Wulfrun me ofreció su amistad cuando yo estaba necesitada.

– ¿Necesitada?

La muchacha no mordió el anzuelo, pero asintió con la cabeza.

– ¿Dónde fue eso? -insistió Fidelma otra vez.

– En el reino de Swithhelm.

– ¿Así -dijo Eadulf rápidamente- sois del reino de los sajones orientales?

La muchacha hizo una negación con la cabeza.

– Soy originaria de Kent. Me llevaron al reino de Swithhelm cuando era niña y regresé a Kent cuando fui con la abadesa Wulfrun, que me invitó a unirme a su comunidad de Sheppey.

– Y desde entonces estáis bajo las órdenes de la abadesa Wulfrun -concluyó Eadulf.

Eafa se encogió de hombros como para indicar que podía sacar sus propias conclusiones. Fidelma sentía compasión por aquella muchacha.

– Lo siento, Eafa, por todas estas preguntas, pero ya casi estamos. Una cosa más. ¿Sabéis que sois una persona libre bajo la ley de la Iglesia?

Eafa frunció el ceño ligeramente.

– ¿No es la obediencia la regla? -preguntó desafiante-. Yo soy solamente una acompañante y debo obedecer a mi madre superiora en todas las cosas.

Fidelma no había querido ser más precisa por temor a preocupar a la muchacha.

– Mientras seáis consciente de que no tenéis por qué ser insultada por ningún hombre, sea cual sea su rango.

Eafa se sonrojó, levantó bruscamente la vista y se encontró con la cara de Fidelma, dándose cuenta de lo que implicaban sus palabras.

– Yo puedo cuidar de mí misma, sor Fidelma. Crecí en una granja y tuve una dura educación antes de llegar a la edad adulta.

Fidelma sonrió tristemente.

– Creía que teníais que ser consciente de esto.

– De cualquier manera -Eafa levantó la barbilla desafiante-, no sé qué tienen que ver estas preguntas con el asesinato de Wighard.

La muchacha, obviamente, no quería hablar de Puttoc y sus progresos. Fidelma esperaba que la muchacha entendiera que tenía ayuda a mano si ella la necesitaba.

– Nos habéis complacido suficiente, Eafa. Esto es todo… por el momento.

La muchacha asintió de nuevo con la cabeza y se levantó para irse. Cuando Furio Licinio abrió la puerta para que ella saliera, la figura lúgubre y cetrina del obispo Gelasio estaba allí. Sor Eafa hizo una genuflexión con una reverencia sajona, mientras que Eadulf y Fidelma se levantaron para recibir al nomenclator de la casa del Papa.

Gelasio entró en la estancia, sonriendo distraídamente a sor Eafa, que se incorporó y se escabulló. Furio Licinio se puso firme cuando, detrás de Gelasio, el gobernador militar de los custodes, el Superista Marino, entró tras el obispo al interior de la habitación.

– Pensé que debía venir a ver si habíais llegado a alguna conclusión -les informó Gelasio, mirando tanto a Fidelma como a Eadulf.

– Si lo que queréis saber es si hemos resuelto el caso -contestó Fidelma-, entonces la respuesta es negativa.

El obispo pareció decepcionado. Se acercó hasta la silla y se dejó caer en ella.

– He de deciros que el Santo Padre esta deseoso de obtener una conclusión lo antes posible.

– No más que yo -dijo Fidelma.

Gelasio frunció el ceño y la observó fijamente, seguramente preguntándose si la monja estaba siendo impertinente. Entonces recordó lo francas que podían ser las mujeres irlandesas. Respondió con un suspiro.

– ¿Hasta dónde habéis llegado en vuestra investigación?

– Resulta difícil decirlo -dijo Fidelma, encogiéndose de hombros.

– ¿Queréis decir que dudáis de la culpabilidad del hermano Ronan Ragallach? -preguntó Marino, con expresión de asombro-. Pero mis custodes fueron testigos oculares, lo arrestaron y ha acrecentado su culpabilidad escapando de nuestras celdas.

Gelasio lanzó una mirada al gobernador militar y luego a Fidelma.

– ¿Es cierto? ¿Dudáis de la culpabilidad de Ronan Ragallach?

– El juez imprudente es el que, antes de que se presente la prueba, emite un juicio.

– ¿Cuántas más pruebas necesitáis? -exigió Marino.

– La prueba presentada hasta ahora no tiene mucho valor. Cuando se analiza, resulta tan circunstancial que bajo la ley de Fenechus, cualquiera que se considere Brehon, es decir, juez, ni siquiera la tomaría en cuenta.

Gelasio se volvió hacia el hermano Eadulf.

– ¿Coincidís con ella?

Eadulf lanzó una mirada rápida y de cierta culpabilidad a Fidelma.

– Creo que el hermano Ronan Ragallach tiene que defenderse a pesar de los indicios. No creo que sea un caso claro. Tenemos otro testigo que vio que Ronan Ragallach mostraba interés por Wighard y su entorno al igual que vuestros custodes.

Fidelma contuvo un suspiro de preocupación. Hubiera querido guardarse esa información, que Eafa les había proporcionado, durante un tiempo.

Gelasio parecía desanimado. No se interesó en el comentario de Eadulf acerca de otro testigo.

– Lo que me estáis diciendo es lo que más temo. Estáis divididos en vuestras opiniones. Hay un irlandés que ha matado a un obispo sajón de Roma. El juez sajón dice que puede haber causa contra él, el juez irlandés dice que no. El espectro de la guerra entre los reinos sajones e Irlanda todavía amenaza en el horizonte.

Fidelma sacudió la cabeza con vehemencia.

– Esto no es así, Gelasio. En lo que estamos ambos de acuerdo es en que nuestra investigación dista mucho de estar acabada. Hay que considerar muchas cosas. El hecho de que hoy no hayamos llegado a ninguna conclusión no implica que mañana no vayamos a llegar a una.

– Pero seguramente habéis interrogado a todos salvo al mismo culpable…

Eadulf se puso a toser.

– Creo, a ese respecto, que preferiríamos referirnos al hermano Ronan Ragallach como meramente un sospechoso más que…

Marino siseó airadamente.

– Semántica. No tenemos tiempo para jugar con palabras. Ya entiendo lo que decís. Habéis interrogado a todos y seguramente habéis debido de llegar a algunas conclusiones.

Fidelma estaba tensa. Le disgustaban los intentos de intimidarla para que llegara a resoluciones que ella no quería formular.

Gelasio, percibiendo la tirantez de su expresión, levantó la mano con ánimo pacificador.

– ¿Nos estáis diciendo que, simplemente, necesitáis más tiempo? ¿Es eso, hermana?

– Precisamente -dijo Fidelma con firmeza.

– Entonces lo tendréis -accedió Gelasio-. Ante todo, queremos resolver este caso de la manera adecuada: la que lleve a acorralar al culpable.

– Eso está bien -aceptó Fidelma-, pues no va a ser de ninguna otra forma. Es la verdad lo que estamos buscando por encima de todas las cosas y no meramente un chivó expiatorio.

Gelasio se levantó con dignidad.

– Recordad -dijo lentamente- que el Santo Padre está muy interesado en este asunto. Ya se ha encontrado algo presionado cuando tuvo que informar acerca de la muerte del arzobispo de Canterbury al enviado de los reyes sajones.

Fidelma alzó las cejas.

– ¿Os referís a Puttoc?

– El abad Puttoc -corrigió Gelasio-. En la medida que el abad es el enviado directo de Oswio de Northumbria, quien parece ser el jefe supremo de todos los reinos sajones, entonces la respuesta es afirmativa.

– Y sin duda el abad Puttoc tiene sus razones para hacer presiones y obtener una decisión -afirmó Fidelma, sonriendo cínicamente-. ¿Tal vez incluso ha sugerido su candidatura para ocupar el cargo de arzobispo?

Gelasio se la quedó mirando un momento y luego su rostro mostró una amplia sonrisa.

– Por supuesto, habéis sin duda hablado con el abad. Creo que ha hecho la sugerencia de que él es la persona más adecuada para ser arzobispo. Sin embargo, Su Santidad tiene otras ideas. En verdad, el abad Puttoc tiene un aura de ambición que no le hace ganar simpatías. Fue él incluso quien señaló el inconveniente, hace dos días, de que Wighard hubiera estado casado y fuera padre.

Eadulf intercambió una mirada de sorpresa con Fidelma.

– ¿Puttoc hubiera hecho inhabilitar a Wighard para la ordenación por haber estado casado y haber tenido hijos? -preguntó sorprendido.

– No de forma explícita, pero sí con ligeras alusiones. Ningún miembro de la Iglesia por encima del rango de abad puede estar casado, como ya sabéis. Desde luego, Roma desaprueba que los que estén por debajo de ese nivel mantengan tales relaciones carnales, aunque no está prohibido. De todas formas, el asunto se discutió y se desestimó cuando quedó claro que la familia de Wighard había sido asesinada hace tiempo. Sin embargo, el hecho de que el tema se tratara hizo que se cuestionara la idoneidad de Puttoc para aspirar a ese cargo.

– ¿Es que hay entonces otro candidato? -interrumpió Fidelma.

– Su Santidad está considerando el asunto.

Eadulf estaba sorprendido.

– ¿Yo pensaba que había aquí pocos sajones cualificados para aspirar a la dignidad de Canterbury?

– Ciertamente, así es -coincidió Gelasio-. Su Santidad se inclina a creer que no es el momento adecuado para que la primacía de Roma en los reinos sajones esté en manos de un sajón.

– Eso provocará las protestas de los sajones -espetó Eadulf, sorprendido.

Gelasio se giró hacia él frunciendo el ceño.

– La obediencia es la primera regla de la fe -dijo con voz amenazante-. Los reinos sajones han de obedecer la decisión de Roma. No puedo decir más, una vez llegados a este punto, pero, entre nosotros, os aseguro que el abad Puttoc no va a ser considerado. Sin embargo, esto ha de seguir siendo un secreto por el momento.

– Por supuesto -confirmó Eadulf, diplomáticamente-. Tan sólo estaba pensando en voz alta. -Luego hizo una pausa y añadió-: Me pregunto si el abad Puttoc conoce esta decisión.

– He dicho que este asunto debe seguir siendo privado. Puttoc se enterará de todo cuando llegue el momento.

Fidelma dirigió a Eadulf una mirada de advertencia al ver que éste abría la boca para seguir hablando sobre el asunto. El sajón la cerró de repente.

– Lo principal en este momento es resolver el asunto de la muerte de Wighard -continuó Gelasio-. Y contamos con ambos.

Hizo énfasis en la última palabra y luego, sin decir nada más, se giró y salió de la habitación seguido por Marino.

– ¿Por qué queríais que me callara respecto a Puttoc? -preguntó Eadulf cuando se hubieron ido-. Yo sólo quería saber si él todavía continuaba pensando que era un candidato a la silla de arzobispo.

– Hemos de reservarnos nuestras opiniones. Si Puttoc es tan ambicioso…

– Y hay gente que ha matado por conseguir menos -acabó de decir Eadulf.

– Si es así, hemos de proporcionarle algo de cuerda para que pueda colgarse a sí mismo. No hemos de advertirle con nuestras sospechas.

Eadulf se encogió de hombros.

– Cuidado, yo no tengo sospechas de nadie aparte de Ronan Ragallach, no después de la confirmación que nos ha proporcionado Eafa. Tenemos pruebas de que Ronan Ragallach andaba rondando por la domus hospitalis la noche anterior al crimen y de que luego hacía preguntas acerca de Wighard y su entorno la misma mañana del asesinato. Finalmente, fue arrestado cuando huía de la domus hospitalis, justo después de que Wighard fuera asesinado. ¿No son éstas pruebas suficientes?

– No -dijo Fidelma con firmeza-. Quiero algo más que unas pocas pruebas circunstanciales.

Su frase terminó con un repentino bostezo de fatiga que no fue capaz de sofocar. Lo dilatado de la jornada, tan llena de acontecimientos, se mostró de repente. Echó una mirada al refrigerio sin tocar que había traído Furio Licinio. A pesar de la breve siesta de la tarde, en ese momento se sentía exhausta, demasiado exhausta incluso para considerarlo.

– Ir a dormir es mi siguiente prioridad, Eadulf. -Fidelma ahogó otro bostezó-. Nos encontraremos mañana por la mañana y evaluaremos las pruebas que hemos reunido.

– ¿Puedo acompañaros a vuestro alojamiento? -preguntó Eadulf.

Sonriendo, estaba a punto de decir que no con la cabeza cuando el joven cusios Furio Licinio se adelantó.

– Yo os acompañaré, hermana, pues mi aposento está en vuestra dirección.

Su voz daba a entender que no admitía discusión. Fidelma estaba demasiado cansada ahora para discutir nada. Y así, deseando una buena noche de descanso a Eadulf, se fue medio dormida siguiendo al joven custos desde los salones de mármol del palacio de Letrán, y atravesando la entrada principal ahora vacía, por el pórtico y por la Via Merulana.

Estaba casi dormida de pie cuando llegaron al pequeño hostal situado junto al oratorio de santa Práxedes.

La diaconisa Epifania, apostada en la verja, se apresuró a recibirla. Desde que se había enterado de que ahora Fidelma realizaba una misión importante en el palacio de Letrán y era confidenta del obispo Gelasio, y de que podía incluso mandar a un tesserarius de los custodes del palacio, poco era lo que no fuera a hacer para procurar que su huésped de honor no tuviera quejas. Al darse cuenta de lo exhausta que estaba Fidelma, Epifania empezó a cloquear como una madre preocupada. Tomó a la muchacha de la mano y, con un gesto de desdén hacia el joven guardia, condujo aquella pesada carga al interior y directamente a su cubiculum. Fidelma estaba dormida incluso antes de que su cabeza cayera sobre la almohada. Tuvo un descanso profundo aunque no carente de sueños, pero sus sueños eran necesarios para hacer que su mente se relajara de toda la información e imágenes que había ido absorbiendo durante el día.

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