Capítulo 5

Cornelio de Alejandría, el médico personal de Su Santidad, Vitaliano, obispo de Roma, era un hombre bajo y de tez morena. Era un griego alejandrino de cabello negro, con una nariz prominente y bulbosa sobre unos labios delgados. Aunque estaba bien afeitado, una barba incipiente negra-azulada indicaba que necesitaba rasurarse tres veces al día. Tenía los ojos oscuros y penetrantes. Se levantó indeciso cuando Furio Licinio entró en su cámara, seguido de Fidelma y Eadulf.

– ¿Sí, tesserarius? -inquirió con un tono que demostraba su irritación por haber sido molestado.

– ¿Sois vos Cornelio, el médico? -preguntó Fidelma, pasando a hablar en griego con gran facilidad.

Entonces se dio cuenta de que el hermano Eadulf no conocía bien esa lengua y repitió la pregunta en latín.

El alejandrino la examinó con mirada inquisitiva.

– Soy el médico personal del Santo Padre -afirmó-. ¿Quién sois vos?

– Soy Fidelma de Kildare y éste es el hermano Eadulf de Canterbury. El obispo Gelasio nos ha encargado investigar la muerte de Wighard.

El médico resopló irónicamente.

– Poco hay que investigar, hermana. No hay misterios en lo referente a las circunstancias de la muerte de Wighard.

– ¿Entonces vos podéis decirnos cómo murió?

– Estrangulado -fue la respuesta inmediata.

Fidelma recordó su encuentro con Wighard en Witebia cuando él era scriba, secretario del arzobispo Deusdedit.

– Recuerdo que Wighard era un hombre grande. Sólo pudo haberlo estrangulado una persona fuerte.

Cornelio resopló. Al parecer, tenía la molesta costumbre de hacer ruiditos con la nariz, a modo de comentario.

– Os sorprendería, hermana, el poco esfuerzo que requiere estrangular incluso a un hombre corpulento. Una mera compresión de las arterias carótidas y las venas yugulares del cuello impiden la llegada de la sangre al cerebro y producen la pérdida de conocimiento, casi inmediatamente, tal vez en tres segundos como mucho.

– Suponiendo que el sujeto permita que le ejerzan esa presión en el cuello -replicó Fidelma atenta-. ¿Dónde está ahora el cuerpo de Wighard? ¿Todavía en su estancia?

Cornelio negó con la cabeza.

– He hecho que lo llevaran al mortuarium.

– Una pena.

Cornelio frunció los labios disgustado ante esa crítica implícita.

– No hay nada respecto a su muerte que yo no pueda deciros, hermana -dijo él en tono distante.

– Quizá -respondió Fidelma con suavidad-. Mostradnos el cuerpo de Wighard y luego nos explicáis cómo habéis llegado a vuestras conclusiones.

Cornelio dudó, luego se encogió de hombros y a la vez se inclinó a medias, en señal de burla.

– Seguidme -dijo, se dio la vuelta y todos salieron de la habitación. Tras pasar la pequeña puerta se dirigieron hacia una pequeña escalera de caracol construida con piedra.

Descendieron tras él, luego penetraron en un lúgubre pasillo y entraron en una gran habitación con frías losetas de mármol. Había varias mesas que parecían de autopsia, también de mármol, que inmediatamente revelaron para qué servían, pues sobre ellas había cadáveres amortajados, cuerpos cubiertos por lino manchado.

Cornelio se dirigió a uno de ellos, le quitó la tela con indiferencia y la puso a un lado.

– El cuerpo de Wighard -resopló, señalando con la cabeza el cadáver pálido, de rostro céreo.

Fidelma y Eadulf se acercaron a la mesa y miraron, mientras Licinio permanecía quieto y obediente en el fondo de la estancia. En vida, Wighard de Canterbury había sido un hombre alto, de aspecto jovial, con el cabello canoso y rasgos regordetes. Aunque, como Fidelma recordó de su encuentro en Witebia, sus rasgos de querubín ocultaban una mente fría y calculadora y una ambición afilada como una espada. Los ojos en el rostro regordete eran los de un zorro astuto. Sin la tensión muscular que controlara el gesto, la carne pálida se había relajado y le cambiaba la expresión haciéndolo casi irreconocible para quienes lo habían visto en vida.

Fidelma entornó los ojos al observar unas lesiones alrededor del cuello.

Cornelio vio que estaba examinando algo y se avanzó con una sonrisa burlona.

– Como veis, hermana, estrangulación.

– Sin embargo, no ha sido con las manos.

Cornelio arqueó las cejas ante el comentario de Fidelma, sin duda sorprendido por su capacidad de observación.

– No, es cierto. Lo estrangularon con su cordón para la oración.

Los religiosos llevaban unas cuerdas anudadas alrededor de sus hábitos que utilizaban tanto de cinturón como de guía para sus plegarias: cada nudo marcaba el número de oraciones que se tenía que decir a diario.

– La expresión del rostro parece de tranquilidad, como si estuviera simplemente durmiendo -dijo Fidelma-. Hay pocas señales de un final violento.

El médico alejandrino se encogió de hombros.

– Probablemente ya estaba muerto antes de que se diera cuenta. Como os he dicho, no se tarda mucho en conseguir un estado inconsciente, una vez las arterias carótidas están comprimidas… aquí y aquí -indicó en el cuello-. Veréis -empezó a entusiasmarse con el tema, como un profesor que imparte conocimientos a estudiantes inteligentes-, fue el gran médico Galeno de Pérgamo quien identificó estas arterias y mostró que llevaban sangre y no aire tal como se había supuesto siempre hasta entonces. Las llamó carótidas por la palabra griega karotis, que significa «atontar», para indicar que la compresión de estas arterias produce atontamiento…

El hermano Eadulf le lanzó una mirada divertida a Fidelma.

– Yo había oído -intervino el monje- que Herófilo, que fundó una gran escuela de medicina en Alejandría trescientos años antes del nacimiento de Cristo, sostenía que era sangre y no aire lo que pasaba por las arterias, y eso fue cuatro siglos antes de Galeno.

Cornelio se quedó mirando al monje sajón con asombro.

– ¿Sabéis algo de medicina, sajón?

Eadulf hizo una mueca.

– Estudié unos años en Tuaim Brecain, la principal escuela de medicina de Irlanda.

– Ah -asintió Cornelio, satisfecho con la explicación-. Entonces tendréis algún conocimiento. El gran Herófilo ciertamente llegó a esa conclusión, pero fue Galeno el que claramente lo identificó como un hecho y definió la función de las arterias carótidas. Además, el iugulum, que nosotros conocemos como clavícula, da su nombre a varias venas de aquí. Éstas transportan sangre procedente de la cabeza, mientras que las arterias envían sangre en sentido contrario. Todas fueron comprimidas en el caso de Wighard. Yo creo que la muerte debió de ser cosa de segundos.

Mientras él iba hablando, Fidelma examinaba los miembros y manos del cadáver, prestando particular atención a los dedos y las uñas. Finalmente se enderezó.

– ¿Había alguna señal de lucha, Cornelio?

El médico sacudió la cabeza en señal de negación.

– ¿En qué posición yacía el cadáver?

– Que yo recuerde, se encontraba tendido boca abajo en la cama. O mejor, el torso estaba sobre la cama mientras que la parte inferior de las piernas estaba en el suelo, como si hubiera estado arrodillado junto al lecho.

Fidelma exhaló suavemente mientras meditaba.

– Entonces trasladémonos a las habitaciones de Wighard. Resulta esencial que sepa la posición exacta del cuerpo.

Furio Licinio interrumpió la conversación con un carraspeo.

– ¿Debo pedir al decurión Marco Narses que nos acompañe, hermana? Él fue quien encontró el cadáver y también el que capturó al asesino.

Una breve expresión de irritación apareció en la cara de Fidelma.

– Queréis decir que capturó al hermano Ronan -corrigió ella suavemente-. Sí, haced lo necesario para que ese Marco Narses se reúna con nosotros en la habitación de Wighard. Id a buscarlo. Cornelio nos acompañará a la habitación.

El médico la miró fijamente, posiblemente ofendido por la presunción de Fidelma de que él iba a obedecer sus órdenes, pero no protestó.

– Venid por aquí.

Salieron del mortuarium, atravesaron un pequeño patio y siguieron un laberinto de pasillos hasta que llegaron a un patio agradable, dominado por una fuente. Cornelio guió a Fidelma y a Eadulf a través de él hasta entrar en un edificio de tres pisos, donde subieron por una escalera de mármol. Aquello era sin duda la domus hospitalis del palacio de Letrán, el lugar donde se alojaban los invitados especiales que tenía el obispo de Roma. En el tercer piso, Cornelio se detuvo en un pasillo. Un único custos hacía guardia delante de la puerta, pero se apartó ante Cornelio, quien abrió de un empujón la puerta alta y tallada que daba a las habitaciones.

Había una antesala acogedora detrás de la cual se encontraba la habitación del último arzobispo. Era una amplia y elegante cámara con altas ventanas que daban al patio interior soleado.

Cornelio los llevó hasta la habitación.

Fidelma observó que la estancia estaba a la altura de las otras habitaciones del palacio de Letrán en lo concerniente a su opulencia, pues tenía tapices colgados y alfombras esparcidas por el suelo embaldosado. No era como el estrecho cubiculum al que ella estaba acostumbrada. La cama era amplia, con un armazón de madera cuidadosamente tallado con abundantes símbolos religiosos. Aparte de una colcha arrugada, parecía que no se había dormido en la cama o que incluso se hubiera preparado para la noche. La colcha estaba puesta en su sitio, aunque parecía desordenada, como si alguien se hubiera echado en la mitad inferior de la cama.

Cornelio señaló hacia el extremo del lecho.

– Wighard yacía boca abajo, atravesado, en la parte inferior de la cama.

– ¿Podéis mostrarnos exactamente cómo estaba? -preguntó Fidelma.

Cornelio no parecía nada contento, pero se avanzó y se inclinó sobre la cama. Colocó su torso sobre la cama, pero las piernas le quedaron dobladas casi como si estuviera arrodillado en el suelo junto al lecho.

Fidelma pensó durante unos instantes.

Eadulf también examinaba la posición:

– ¿Podría ser que Wighard estuviera arrodillado rezando cuando entró su asesino y lo estranguló con su cordón para la oración?

– Es una posibilidad -musitó Fidelma-. Pero, si estaba arrodillado rezando, tendría el cordón en las manos y, si no, alrededor de la cintura. El asesino tiene que haber atacado inmediatamente, con mucha rapidez, para no asustar a Wighard. Por tanto, el asesino tenía el cordón en sus manos… no hubo lucha para hacerse con él, eso hubiera prevenido al arzobispo.

Eadulf estuvo de acuerdo, pero con cierta renuencia.

– ¿Me puedo levantar ya? -preguntó Cornelio, casi de mal humor debido a la posición incómoda en que estaba.

– Por supuesto -respondió Fidelma arrepentida-. Habéis sido de lo más útil. No creo que debamos molestaros más.

Cornelio se levantó resoplando sonoramente.

– ¿Y el cadáver? Su Santidad espera celebrar una misa de réquiem en la basílica a mediodía. Después de eso, los restos mortales se llevarán a la puerta Metronia de la ciudad y se enterrarán en el cementerio cristiano, en el exterior de la muralla Aurelia.

– ¿Un entierro tan pronto?

– Es la costumbre en esta tierra.

El calor del día hace que los entierros se lleven a cabo cuanto antes por motivos de salud pública -dijo Eadulf.

Fidelma asintió a medias, con la cabeza ausente, mientras estudiaba las arrugas de la ropa de cama. Entonces alzó los ojos y sonrió rápidamente a Cornelio.

– No tengo necesidad de volver a ver a Wighard. Que se disponga de él según los deseos del Santo Padre.

Cornelio dudaba en la puerta, casi remiso a marcharse ahora.

– ¿Hay algo más?

– Nada -contestó Fidelma rotundamente, girándose hacia la cama.

El médico alejandrino volvió a resoplar, luego se dio la vuelta y salió de la estancia.

Eadulf observaba a Fidelma, que examinaba el lecho con curiosidad.

– ¿Habéis visto algo, Fidelma?

Fidelma sacudió negó con la cabeza.

– Pero hay algo aquí que todavía no entiendo. Algo que… -Inspiró y sacudió la cabeza-. Mi viejo maestro, Morann de Tara, solía decir, que no se debía especular antes de poseer toda la información.

– Un hombre sabio -observó Eadulf.

– Era tanta su sabiduría que se convirtió en jefe de los jueces de Irlanda -añadió Fidelma.

La muchacha señaló hacia el lugar donde Cornelio se había tendido:

Aquí tenemos a Wighard, de pie o arrodillado junto a su cama, presumiblemente, y por la hora que era, a punto de prepararse para el descanso nocturno. ¿Estaba a punto de quitar la colcha y se disponía a ir a la cama, o estaba arrodillado rezando?

Se quedó observando el sitio con aire pensativo, como si buscara inspiración.

– Fuera como fuera, hemos de suponer que estaba de espaldas a la puerta. Su asesino entró, tan sigilosamente que Wighard ni siquiera se giró o sospechó algo, y entonces hemos de pensar que el asesino se hizo con el cordón de Wighard y lo estranguló con tanta rapidez que éste no pudo luchar y murió antes de darse cuenta de lo que estaba pasando.

– Todo esto según la información que tenemos hasta ahora -añadió Eadulf con una mueca-. Tal vez tendríamos que ver ahora al hermano Ronan y conocer qué luz puede arrojar sobre el asunto.

– El hermano Ronan puede esperar un poco más -dijo Fidelma mientras su mirada concentrada seguía escrutando la habitación-. El obispo Gelasio dijo que los regalos que Wighard traía para el Santo Padre fueron robados. Como secretario de Wighard, Eadulf, vos debéis de saber dónde estaban guardados.

Eadulf señaló en dirección a la otra habitación.

– Estaban guardados en un baúl en la sala de las visitas.

Fidelma se dirigió hacia la primera habitación. También reflejaba la riqueza y elegancia del palacio, con su mobiliario y sus tapices. Tal como había indicado Eadulf, en un rincón había un gran baúl de madera con herrajes de hierro. La tapa ya estaba abierta y Fidelma vio que dentro no había nada.

– ¿Qué había guardado en el baúl, Eadulf? ¿Lo sabéis?

Eadulf sonrió con cierta vanidad.

– Ese era mi deber de scriba, secretario del arzobispo. Tan pronto como llegué a Roma, fui llamado para hacerme cargo de mis obligaciones, así que conozco todo sobre el asunto. Cada reino de las tierras sajonas había enviado presentes a Su Santidad a través de Canterbury, para mostrar que todos acataban la decisión de Witebia; para demostrar, con tales regalos, que la regla de Roma era aceptada y que Canterbury iba a ser el principal arzobispado de aquellos reinos. Había un tapiz tejido por las damas de honor de la piadosa Seaxburg. Es la mujer de Eorcenberth de Kent y ha fundado un gran monasterio en la isla de Sheppey.

– De acuerdo. Un tapiz. ¿Qué más?

– Oswio de Northumbria envió un libro, un Evangelio de Lucas, iluminado por los monjes de Lindisfarne. Eadulf de Anglia Oriental envió un cofre adornado con piedras preciosas. Wulfhere de Mercia envió una campana con oro y plata engastados, mientras que Cenewealh, de los sajones orientales, envió dos cálices de plata trabajados por artesanos de su reino. Luego, por supuesto, estaba el regalo de Canterbury.

– ¿Qué era?

– Las sandalias y el báculo del primer arzobispo de Canterbury, Agustín.

– Ya veo. ¿Y todos esos objetos estaban colocados en este baúl?

– Exactamente. Junto con cinco cálices de oro y plata que debía bendecir Su Santidad y que se habían de distribuir en las catedrales de los cinco reinos de los sajones, junto con un saco de monedas de oro y plata para ofrendas votivas. Y ninguno de esos objetos preciosos está ahora aquí.

– Semejante tesoro -reflexionó Fidelma lentamente- costaría de trasladar.

– Los objetos robados valían el rescate de un rey -dijo Eadulf.

– Así, de momento -musitó Fidelma-, hemos de considerar dos motivos para el asesinato de Wighard. El primero, en el que se basa el obispo Gelasio a raíz del arresto del hermano Ronan, es que Wighard fue asesinado debido al descontento en la Iglesia de Columba por la victoria de Canterbury en Witebia. El segundo es que Wighard fue asesinado en el curso del robo.

– Los dos motivos podrían bien ser uno solo -arguyó Eadulf-. Las pertenencias de Agustín de Canterbury no tenían precio. Si el descontento de la Iglesia de Columba fuera el motivo del asesinato de Wighard, entonces, ¡menudo golpe sería para Canterbury que se perdieran las reliquias de Agustín!

– Una observación excelente, Eadulf. Esos objetos tan sólo tenían un valor incalculable para alguien que supiera qué eran y que pertenecían a nuestra fe. De otro modo, no tendrían valor alguno.

Se oyeron un discretos golpes en la puerta de la estancia y entró Furio Licinio. Otro miembro de los custodes lo siguió al interior. A Fidelma le pareció un hombre guapo. Era bastante alto, de espaldas anchas y fornidas, rostro fuerte y oscuro y cabello rizado bien arreglado. Su aspecto, notó Fidelma, era meticuloso, llevaba las manos limpias y las uñas cuidadas. En su país natal, tener las uñas arregladas y limpias se consideraba una señal de rango y belleza.

– El decurión Marco Narses, hermana -anunció Licinio.

– ¿Os han informado de nuestra autoridad y de nuestra misión? -preguntó Fidelma.

El custos asintió con la cabeza. Sus movimientos parecían vigorosos y su expresión cordial.

– Me han dicho que vos descubristeis el cuerpo de Wighard y luego arrestasteis al hermano Ronan.

– Así es, hermana -contestó el decurión.

– Entonces explicadnos vos mismo cómo sucedió todo.

Marco Narses echó una mirada a Fidelma y luego a Eadulf, se quedó callado un momento como para poner en orden sus pensamientos y luego dirigió los ojos hacia Fidelma.

– Sucedió la pasada noche, o mejor, a primeras horas de esta mañana. Yo debía acabar la guardia durante la primera hora. El cometido de mi decuria…

– Una compañía de diez hombres de los custodes, hermana -interrumpió Licinio, ávido de dar explicaciones-. Los custodes de la guardia del palacio de Letrán se agrupan de esta manera.

– Gracias -contestó solemnemente Fidelma, que ya conocía este dato-. Continuad, Marco Narses.

– Mi decuria debía vigilar la zona de la domus hospitalis, los alojamientos que los dignatarios extranjeros, huéspedes personales de Su Santidad, tenían asignados.

– Yo tuve la misma guardia la noche anterior -volvió a interrumpir Licinio-. El Superista, el gobernador militar, estaba particularmente preocupado por la protección del arzobispo sajón y su séquito.

Fidelma observaba pensativa al joven.

– Seguid, Marco Narses.

– La guardia era muy aburrida. No había sucedido nada. Era la hora del ángelus. Oí la campana que sonaba en la basílica. Estaba atravesando el patio… -señaló hacia abajo por la gran ventana de la habitación- ese mismo patio que veis ahí abajo… cuando creí oír un ruido procedente de este edificio.

– ¿Qué tipo de ruido?

– No estoy seguro -contestó el decurión frunciendo el ceño-. Era como el sonido de una pieza de metal al caer contra una superficie dura. No estaba siquiera seguro de dónde provenía.

– Muy bien. ¿Y luego?

– Yo sabía que el arzobispo designado se alojaba aquí, así que entré y subí por las escaleras hasta el pasillo exterior. Quería comprobar que todo estaba en orden.

El joven custos hizo una pausa y tragó saliva, como para humedecerse la garganta seca.

– Había llegado al extremo superior de las escaleras y observaba por el pasillo exterior cuando vi una figura, vestida con hábito religioso, que se dirigía rápidamente hacia las escaleras que están en el extremo opuesto. Hay dos tramos de escaleras que dan al pasillo, uno en esta punta del edificio, al que se llega desde aquel patio, y el otro en la otra punta, al que se accede desde un patio y un jardín más pequeños.

– ¿Cuándo llegasteis al pasillo estaba éste a oscuras o iluminado? -preguntó Eadulf.

– Tres antorchas en sus soportes lo iluminaban. Yo… -Marco Narses hizo una pausa y luego sonrió-. Ah, ya sé lo que queréis decir, hermano. Sí; el pasillo estaba lo bastante iluminado para que yo pudiera reconocer al hermano Ronan Ragallach.

Fidelma alzó las cejas sorprendida.

– ¿Reconocer? -repitió ella con énfasis-. ¿Conocíais al hermano Ronan Ragallach?

El custos se ruborizó y negó inmediatamente con la cabeza con cierta turbación; enseguida corrigió sus palabras.

– Lo que quiero decir es que a la persona que vi huir de mí por el pasillo luego la volví a ver y la arresté. Entonces supe que era el hermano Ronan Ragallach.

Licinio asintió con la cabeza indicando que estaba de acuerdo.

– Era la misma persona que dijo llamarse hermano «Ayn-dina» cuando…

Su voz se fue apagando cuando Fidelma levantó su delgada mano.

– Ahora estamos escuchando el testimonio de Marco Narses -lo reprendió suavemente-. Continuad, decurión. ¿Os dio el hermano Ronan Ragallach su verdadero nombre cuando lo detuvisteis?

– Primero, no -contestó el custos-. Intentó darme el nombre de hermano «Ayn-dina». Pero uno de mis hombres lo reconoció como un scriptor que trabajaba en el Munera Peregrinitatis…

– El secretariado de exteriores -aclaró rápidamente Furio Licinio.

– El guardia recordó su nombre, Ronan Ragallach. Entonces fue cuando el hermano admitió su identidad.

– Me parece que hemos ido muy deprisa -dijo Fidelma-. Volvamos al momento en que visteis por primera vez al hombre que luego supisteis que era el hermano Ronan. Habéis dicho que lo descubristeis en el extremo del pasillo donde estaba situada la habitación de Wighard, ¿verdad?

El decurión asintió con la cabeza.

– ¿Le gritasteis al hermano que se detuviera? -preguntó Eadulf-. ¿Creísteis que se comportaba de manera sospechosa?

El decurión contestó complacido.

– Al principio no. Cuando llegué al pasadizo y vi al hermano en la otra punta, también observé que la puerta de los aposentos del arzobispo estaba ligeramente entreabierta. Llamé al arzobispo y al no oír respuesta alguna la empujé y volví a llamarlo. Como no oí nada, entré.

– ¿Estaba bien iluminada la estancia? -preguntó Fidelma.

– Perfectamente, hermana. La velas ardían en ambas habitaciones.

– ¿Y qué visteis?

– Al entrar no detecté nada inquietante, pero vi que la tapa del baúl estaba levantada -hizo un gesto hacia el baúl que había contenido el tesoro-. No había nada en el baúl, y nada a su alrededor que pudiera haber sido sacado de allí.

– Muy bien. ¿Y luego? -interrogó Fidelma otra vez, cuando él se detuvo.

– Volví a llamar al arzobispo. Me dirigí a su habitación. Entonces vi su cuerpo.

– Describid en qué postura estaba el cuerpo.

– Si me lo permitís, os lo mostraré.

Fidelma asintió con la cabeza y el decurión se encaminó hacia la habitación y se arrodilló a los pies de la cama, adoptando una posición casi idéntica a la que había indicado Cornelio de Alejandría.

– El arzobispo estaba echado con el pecho sobre la cama, boca abajo. Vi una cuerda con nudos alrededor de su cuello. Me acerqué para comprobar su pulso. La piel estaba fría al tacto y entendí que estaba muerto.

– ¿Fría, decís? -inquirió Fidelma impaciente-. ¿La piel estaba fría al tacto?

– Así es -confirmó Marco Narses poniéndose de pie-. Al levantarse, la punta de su vaina se enganchó en el cubrecama y lo retiró un poco. Los ojos de Fidelma percibieron que había algo bajo la cama, pero intentó no perder la compostura y su cara se giró atenta hacia el joven decurión.

– Continuad -le invitó, pues éste se había detenido una vez más.

– Era obvio que el arzobispo había sido estrangulado con el cordón. Asesinado.

– ¿Qué fue lo primero que pensasteis? -se interesó Fidelma-. ¿Cuál fue vuestro primer pensamiento cuando supisteis que Wighard estaba muerto?

Marco Narses se quedó quieto unos momentos con los labios fruncidos, aparentemente meditando su respuesta.

– Que la persona que había visto huyendo por el pasillo podía ser el asesino, naturalmente.

– Lógico. ¿Y respecto al baúl vacío? ¿Qué pensasteis de eso?

– Pensé que quizás se había cometido un robo y que el arzobispo había sorprendido al ladrón y éste lo había asesinado.

– Tal vez. La figura que visteis huyendo, ¿llevaba un saco o algo que le sirviese para cargar los objetos que contenía el baúl?

El custos respondió con desgana.

– No lo recuerdo.

– Vamos. Habéis sido muy preciso hasta ahora -espetó Fidelma-. Y podéis seguir siéndolo.

El decurión parpadeó ante la repentina e inesperada beligerancia mostrada por la voz de la muchacha.

– Entonces he de decir que no observé que llevara ningún saco o bolsa.

– Eso es. ¿Y el cuerpo estaba frío cuando lo tocasteis? ¿Dedujisteis algo?

– Simplemente que el hombre estaba muerto.

– Ya veo. Seguid. ¿Qué hicisteis entonces?

– Grité para dar la alarma y corrí en persecución del hombre del pasillo, que para entonces había desaparecido escaleras abajo.

– ¿Adónde dijisteis que conducía esta escalera en el extremo del pasadizo?

– A un segundo patio en la parte posterior de este edificio. Por suerte, dos soldados de la decuria pasaban por el patio y habían observado la figura del hermano que salía apresuradamente del edificio. Le ordenaron para que se detuviera y así lo hizo.

– ¿Lo hizo? -Fidelma estaba sorprendida.

– No tenía muchas opciones frente a dos custodes armados -dijo el decurión sonriendo cínicamente-. Le pidieron que se identificara y dijera su ocupación. Dio el nombre de «Ayn-dina», y ya casi los estaba convenciendo para que lo dejaran ir cuando oyeron mi voz que daba la alarma. Entonces lo retuvieron hasta que llegué yo. Y ya queda poco que contar.

– ¿Lo retuvieron? -inquirió Eadulf-. ¿Queréis decir que intentó escapar?

– Al principio, sí.

– Ah -Eadulf sonrió en señal de triunfo-. No es la acción propia de un hombre inocente.

Fidelma no le hizo caso y continuó su interrogatorio:

– ¿Le preguntasteis al hermano qué estaba haciendo en los alrededores de las habitaciones del arzobispo?

El decurión sonrió irónicamente.

– ¡Como si fuera a confesar que había asesinado al arzobispo!

– ¿Pero se lo preguntasteis? -insistió Fidelma.

– Le dije que lo había visto salir corriendo de las habitaciones del arzobispo. Él negó tener nada que ver con el crimen. Lo conduje a las celdas que hay en el edificio de la guardia e informé del asunto inmediatamente a Marino, el gobernador militar. Marino vino e interrogó al hermano Ronan Ragallach, quien simplemente negó estar implicado. Esto es todo lo que tengo que decir.

Fidelma, pensativa, se frotó la nariz con uno de sus delgados dedos.

– Sin embargo, lo que vos le dijisteis era inexacto, ¿no es así? -le preguntó casi con dulzura.

El decurión frunció el ceño.

– Lo que quiero decir -continuó Fidelma- es que vos no lo habíais visto huir de las habitaciones del arzobispo. Vos habéis explicado que la primera vez que lo visteis estaba en el extremo del pasillo donde están situadas las dependencias del arzobispo. ¿No es así?

– Si se quiere ser preciso, sí, pero resulta obvio…

– Un testigo debe ser preciso y no sacar conclusiones. Eso es tarea del juez -le amonestó Fidelma-.

Ahora bien, ¿decís que vuestros hombres lo arrestaron mientras huía de la domus hospitalis?

– Así es -contestó Marco Narses con resentimiento.

– ¿Y llevaba algo?

– No, no llevaba nada.

– ¿Se ha ordenado una búsqueda de los objetos desaparecidos del baúl de Wighard? Sabemos que de ahí han sido sustraídos muchos tesoros. Se supone que quienquiera que matara al arzobispo robaría también esos objetos. Pero vos no observasteis que el hermano Ronan Ragallach llevara nada cuando lo sorprendisteis en el pasillo, y ahora confirmáis que no acarreaba nada cuando fue arrestado.

Fidelma sonrió al decurión.

– ¿Por lo tanto, ¿se ha efectuado la búsqueda de los tesoros perdidos? -preguntó con cuidado.

– Se llevó a cabo la búsqueda, por supuesto -replicó Marco Narses-. Se hizo por los alrededores; en cualquier lugar donde los pudiera haber abandonado durante su huida.

– ¿Pero no se encontró nada?

– Nada. Marino ordenó que registráramos las habitaciones del hermano Ronan en el Munera Peregrinitatis y también su alojamiento.

– Y no se encontró nada, por supuesto -preguntó Fidelma, suponiendo la respuesta.

– En efecto, no se encontró nada- confirmó Marco Narses, cada vez más irritado ante la insistencia de Fidelma.

– ¿Y se registró esta habitación? -preguntó Fidelma inocentemente.

Los dos soldados, Licinio y Marco Narses, intercambiaron una sonrisa burlona.

– Si el tesoro fue robado de aquí, el ladrón difícilmente lo ocultaría en la misma habitación de donde lo había sustraído -respondió el decurión en tono socarrón.

Sin decir una palabra, Fidelma se dirigió hacia la cama y se arrodilló allí donde había visto que la vaina de Marco Narses retiraba el cubrecama. Estiró de él ante las miradas de asombro de los presentes y extrajo un báculo y un par de sandalias de cuero, junto con un pesado libro encuadernado en piel. Detrás había un tapiz enrollado que también cogió. Entonces se puso de pie y se giró, dirigiéndoles a todos una mirada afable.

Eadulf sonreía ampliamente ante el repentino disgusto de los dos hombres.

– Imagino que éstos son algunos de los objetos desaparecidos. El báculo y las sandalias de Agustín, el libro de Lindisfarne y el tapiz tejido por la damas de honor de la reina de Kent.

Eadulf se adelantó y examinó aquellas cosas con entusiasmo.

– No hay duda de que éstos son algunos de los objetos del tesoro -confirmó.

Licinio iba sacudiendo la cabeza como un púgil intentando recuperarse de un golpe.

– ¿Cómo…? -empezó.

– Porque nadie buscó a fondo -respondió Fidelma llanamente, disfrutando con el desconcierto de los soldados-. Al parecer, la persona que se llevó el tesoro sólo estaba interesada en los objetos que tenían un valor material. El ladrón no quería nada que no pudiera convertir inmediatamente en moneda de cambio. -Fidelma no pudo evitar lanzar a Eadulf una astuta indirecta-: De alguna manera esto debilita vuestro argumento de que el ladrón quería dañar la autoridad de Canterbury robando estos objetos.

Eadulf hizo una mueca. No estaba en absoluto convencido. Se giró hacia Marco Narses y le planteó con tono inocente:

– Tal vez el decurión Marco Narses debería hacer otro registro más exhaustivo en todas las estancias de este piso.

Marco Narses musitó algo que Fidelma quiso interpretar como un asentimiento.

– Bien. Mientras lo hacéis, Furio Licinio puede conducirnos a ver al hermano Ronan Ragallach.

– Yo creo que sería el siguiente paso lógico -confirmó Eadulf con solemnidad.

– Y, finalmente -sonrió Fidelma con malicia-, podremos informar al obispo Gelasio de que no todo el tesoro de Wighard ha sido robado.

Se encaminaban hacia la puerta cuando ésta se abrió de golpe. La agitada figura del Superista, Marino, estaba en el umbral. Tenía la cara roja y jadeaba como consecuencia de haber corrido. Sus ojos se desplazaron con rapidez por el grupo hasta que se posaron en sor Fidelma.

– Me acabo de enterar en el edificio de la guardia, el hermano Ronan Ragallach se ha escapado de su celda y no lo encuentran en ningún sitio. Ha desaparecido.


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