Capítulo 18

Un sol molesto se alzaba en el cielo y ardía con aquella curiosa luz blanca que parece reflejarse en los objetos más oscuros de igual manera que en los edificios romanos de blanco intenso. Fidelma estaba sentada a la sombra de un tosco toldo de lona en el muelle de madera, cerca del puente de Probi, que atravesaba las aguas lodosas del majestuoso Tíber. Detrás de ella, la empinada ladera de la colina Aventina daba una ténue sombra que casi llegaba hasta las orillas del río.

Junto a Fidelma, aunque de pie y moviéndose de un lado a otro, incómodo y sin apenas ocultar su agitación, estaba Eadulf.

– ¿A qué hora dijisteis que llegaría la barca? -preguntó Eadulf, y no era la primera vez que lo hacía. Fidelma no lo reprendió; le respondió con docilidad, tal como había hecho varias veces anteriormente.

– A mediodía, Eadulf. Somos los primeros. El barquero ha de recoger a varias personas río abajo, en Ostia y Porto.

Obviamente, Eadulf estaba preocupado.

– ¿Pero es prudente que viajéis sola?

Fidelma sacudió la cabeza.

– No me va a pasar nada antes de llegar a Ostia. Y en Ostia me reuniré con mis compatriotas de la casa de Columna de Bobbio que viajan de regreso a Irlanda. Haremos todo el viaje juntos hasta Marsella y de allí continuaremos hasta Irlanda.

– ¿Estáis segura de que los encontrareis en Ostia? -preguntó Eadulf.

Fidelma sonrió al verlo preocupado. Él había insistido en acompañarla en el camino desde la casa de Arsenio y Epifania, atravesando la ciudad hasta el muelle. Entre ambos había habido una extraña incomodidad aquellos últimos días transcurridos después de la resolución del misterio de la muerte de Wighard.

– ¿Tenéis que iros? -le espetó de repente Eadulf.

Fidelma se encogió de hombros.

– Sí -respondió simplemente-. He de irme. Ahora que el Santo Padre ha aprobado y bendecido la regla de mi casa, puedo regresar a Kildare con la misión cumplida. También tengo unas cartas que entregar a Ultan de Armagh. -Hizo una pausa y examinó a Eadulf, pensativa-. ¿Cuánto creéis que os quedareis en Roma?

Ahora le tocaba a Eadulf abrir los brazos, en un gesto que indicaba ignorancia.

– Pueden transcurrir perfectamente varios años antes de que estemos preparados para regresar a Canterbury. Hay mucho que enseñarle al nuevo arzobispo.

Fidelma abrió bien los ojos, pues no sabía nada relacionado con el nombramiento.

– ¿Así que finalmente Vitaliano ha nombrado un nuevo arzobispo de Canterbury? Yo me preguntaba por qué estuvisteis reunido durante toda la tarde de ayer. Pensé que me iba a ir sin volveros a ver. ¿Han nombrado al abad Adrián de Hiridanum?

Eadulf desplazó su peso de un pie al otro.

– Se supone que nadie lo sabe todavía. Pero… -dio mayor énfasis a la frase con su mano. Luego bajó la voz a un volumen de confidencia-. No, no es Adrián. Rechazó el nombramiento de Vitaliano. Primero recomendó a otro abad llamado Andrio, pero al parecer estaba demasiado enfermo para aceptar el cargo.

– ¿Entonces? ¿Quién ha sido el elegido? No me digáis que el hermano Sebbi…

Eadulf se echó a reír entre dientes.

– No, Sebbi, no. Es un anciano monje griego procedente de Tarso llamado Teodoro, que lleva cuatro años refugiado en Roma. Tarso cayó en manos de los árabes seguidores de Mahoma y se vio obligado a huir hasta aquí.

Fidelma estaba sorprendida.

– ¿Un griego? ¿De la tonsura oriental?

Eadulf sonrió sabiendo a lo que se refería.

– Pensé que veríais la ironía que hay en ello. Pero Teodoro ha prometido convertirse a Roma después de la instrucción.

– A vuestros reyes y prelados sajones no les va a gustar -señaló Fidelma-. En particular a nuestro amigo Wilfrid de Ripon.

Eadulf asintió.

– Y por eso nos vamos a quedar en Roma algún tiempo. Vitaliano ha encargado a Adrián su educación. Además, Adrián acompañará a Teodoro cuando vaya a Canterbury, para evitar que Teodoro empiece a introducir costumbres griegas en los reinos sajones, unos hábitos que serán un poco diferentes de las prácticas religiosas de la Iglesia de Columba.

Fidelma sonreía con picardía.

– Esto sí que es bueno, Eadulf. La decisión de Witebia a favor de Roma revocada por el nombramiento de un obispo romano.

Eadulf entendió por donde iba, pero estaba serio.

– Tal como decís, a muchos no les gustará este nombramiento.

– ¿Qué me decís de los hermanos Sebbi e Ine?

– Ine ha accedido a ser el criado personal de Teodoro y Sebbi se va a quedar aquí durante un tiempo antes de regresar y convertirse en abad de Stanggrund, como siempre ambicionó. No quiere nada más.

Fidelma lanzó una mirada rápida a Eadulf.

– ¿Y vos?

– ¿Yo? He prometido a Vitaliano que me quedaré con Teodoro en calidad de scriptory consejero en leyes y costumbres sajonas. Por eso aún tardaremos en emprender el camino de vuelta a Canterbury. No sólo hay que instruir en muchas cosas a Teodoro, sino que además es sólo un monje. Tiene que ser ordenado sacerdote, diácono y luego obispo, después de que rechace los ritos de la Iglesia oriental en favor de los de la de Roma.

– Fidelma examinaba las tablas de madera del muelle como si le interesaran. Estuvo un rato callada.

– ¿Así que vais a quedaros aquí hasta que Teodoro esté preparado?

– Sí. ¿Y vos vais a regresar a Kildare? ¿Vais a volver y quedaros para siempre?

Fidelma hizo una mueca, pero no contestó directamente.

– Os echaré de menos, Eadulf…

Se notó un movimiento en el extremo del muelle, y vieron avanzar la figura alta, familiar y autoritaria de la abadesa Wulfrun. Llevaba a dos acompañantes nerviosas, que luchaban con su equipaje mientras ella les daba instrucciones con su habitual tono severo. Wulfrun, de repente, vio a Fidelma y Eadulf, hizo que su séquito se detuviera y deliberadamente les dio la espalda. Se colocó al sol en lugar de situarse a la sombra del toldo donde estaba sentada Fidelma.

– El orgullo precede a la destrucción y el espíritu engreído a la caída -murmuró Fidelma.

Eadulf sonrió con complicidad.

– No parece que haya aprendido la lección -admitió Eadulf-. Obviamente, no le gustó que se revelara la verdad. Hubiera preferido vivir en la fantasía de que era una princesa y no en la realidad de que había sido una esclava.

Ventas odiumparit -contestó Fidelma, citando un verso de Terencio-. La verdad genera odios. Sin embargo, me da pena. Ha de ser triste no tener suficiente fe en uno mismo y tener que inventarse un pasado para atraerse el respeto de la otra gente. La mayor parte del daño que se hace en este mundo es debido a gente que quiere sentirse importante e intenta imponer su valía a los demás.

– ¿Cuáles eran las palabras irónicas de Epicteto? -inquirió Eadulf, frunciendo el ceño mientras intentaba recordar.

– Sin duda os referís a la pregunta: «¿Qué, el mundo entero se hundirá cuando muráis?». Es una ironía, claro -admitió Fidelma, sonriendo-. De todas maneras, la abadesa Wulfrun parece que ha encontrado nuevos acólitos para sustituir a la pobre hermana Eafa. Todavía siento pena por ella.

Giró la cabeza hacia donde Wulfrun seguía aleccionando a sus dos nuevas criadas, diciéndoles dónde debían colocar el equipaje y dónde situarse ellas.

– No cambiará -comentó Eadulf-. Espero que no tengáis que hacer todo el viaje en su compañía.

– Ah, a mí no me importa su actitud, sólo a ella.

Fidelma se volvió hacia Eadulf con actitud burlona, pero entornó los ojos al percibir a un recién llegado que avanzaba por el muelle. La expresión que mostraba éste era de tal sorpresa que Fidelma se volvió y siguió su mirada.

La figura del tesserarius Furio Licinio, que llevaba una caja bajo el brazo, pasó junto a la abadesa Wulfrun y su grupo y se detuvo bajo el toldo delante de Fidelma.

– Me he enterado de que os ibais de Roma esta mañana, hermana -saludó con expresión turbada.

Fidelma levantó la cara sonriendo y miró al torpe joven oficial.

– No pensé que los preparativos para el viaje de una pobre hermana irlandesa tuvieran importancia para un oficial de los custodes del palacio de Letrán, Furio Licinio -dijo con solemnidad.

– Yo… -Licinio se mordió los labios y luego lanzó una mirada a Eadulf, quien hizo ver que examinaba las aguas marrones del lodoso Tíber-. Yo le he traído este regalo… un recuerdo de vuestra estancia en Roma.

Fidelma vio que el joven se ruborizaba al tenderle el objeto, que iba envuelto en tela de saco. Era una caja de madera. Fidelma la cogió con solemnidad y le quitó el envoltorio. Era una bella caja hecha de una curiosa madera negra que Fidelma había visto una vez anteriormente.

– Se llama ebenus -explicó Licinio.

– Es hermosa -admitió Fidelma, observando las diminutas bisagras y el cierre de plata que brillaban en contraste con el negro de la caja-. Pero no debisteis…

– No está vacía -continuó Licinio, ansioso-. Abridla.

Con solemnidad, Fidelma la abrió. En el interior había dispuesta una docena de frascos de cristal en compartimentos forrados con terciopelo.

– ¿Qué es? ¿Hierbas curativas? -preguntó.

Eadulf se había girado con interés.

Licinio seguía ruborizado. Se inclinó, extrajo un frasquito y le quitó el tapón de corcho.

Fidelma olió con curiosidad y entonces sus ojos se abrieron mostrando gran sorpresa.

– ¡Perfume! -exclamó.

Licinio tragó saliva, nervioso.

– Las damas de Roma usan mucho estas fragancias. Quiero que aceptéis esto como muestra de mi respeto, Fidelma de Kildare.

Fidelma se sintió de repente muy incómoda.

– Yo no creo… -empezó.

Licinio avanzó impulsivamente y le cogió una de sus manos finas.

– Me habéis enseñado muchas cosas respecto a las mujeres -dijo con seriedad-. No lo olvidaré. Así que, por favor, aceptad este obsequio como recuerdo.

Fidelma se sintió de repente triste y los ojos se le llenaron de lágrimas. Pensó en Cian y luego en

Eadulf y deseó ser de nuevo una simple jovencita enfrentándose al aimsir toga, la edad de elegir, con toda la vida por delante. Intentó sonreír, pero le salió una mueca sardónica.

– Aceptaré este obsequio, Licinio, por el ánimo con el que me lo ofrecéis.

Licinio vio que Eadulf lo miraba fijamente, y de repente se enderezó y su expresión se volvió rígida.

– Gracias, hermana. ¿Puedo desearos un buen viaje de vuelta a vuestro hogar? Dios os acompañe, Fidelma de Kildare.

Dia argach bóthar a rachaidh tú, Licinio. Como decimos en mi lengua, que Dios esté en cada camino que recorráis.

El joven miembro de los custodes del palacio de Letrán se puso firme y saludó, luego giró sobre sus talones y se alejó.

Eadulf estuvo un momento dudando, incómodo, y luego habló intentando bromear.

– Creo que habéis hecho una conquista aquí, Fidelma.

Eadulf frunció el ceño cuando Fidelma se volvió de repente, pero antes había percibido una mirada de rabia en la cara de la muchacha. Se preguntaba qué había dicho que le hubiera molestado tanto. Se quedó parado torpemente mientras ella manipulaba la caja de perfumes, la envolvía en la tela de saco y luego la metía en su equipaje.

– Fidelma… -empezó a decir Eadulf, turbado. Entonces se calló y renegó en su lengua materna.

Fidelma estaba tan asombrada por la inesperada palabrota que levantó la cabeza sorprendida. Eadulf miraba en dirección al otro extremo del muelle.

Una lecticula se había detenido. Iba acompañada por una tropa de custodes del palacio de Letrán con sus uniformes oficiales, lo que le daba un aire más próximo a la época de la Roma imperial que a la de la era cristiana del presente. La alta figura del obispo Gelasio descendió y, haciendo una señal a sus ayudantes para que se quedaran a un lado, empezó a avanzar en solitario por el muelle.

La abadesa Wulfrun corrió a su encuentro. Desde donde estaba sentada Fidelma se oyó su voz estridente y penetrante.

– Ah, obispo; os habéis enterado de que me iba de Roma hoy -dijo Wulfrun.

Gelasio se detuvo, parpadeando, como si viera a Wulfrun por primera vez.

– ¿Cómo? No, no -contestó con voz distante-. Os deseo un buen viaje. He venido a ver a otra persona.

Dejó a la abadesa de Sheppey con una expresión ultrajada en su cara arrogante.

– El orgullo precede a la caída -repitió Eadulf en voz baja.

El obispo Gelasio avanzó directamente hasta donde estaba Fidelma y ella se levantó, indecisa.

– Fidelma de Kildare -el nomenclator de la casa del obispo de Roma le dirigió una sonrisa, y apenas se percató de la presencia de Eadulf-. No podía dejaros partir de la ciudad sin venir a desearos mis mejores deseos para que tengáis un feliz viaje.

– Eso es muy amable por su parte -contestó Fidelma.

– ¿Amable? No, le debemos mucho, hermana. Si no hubiera sido por su diligencia… y la ayuda del hermano Eadulf, por supuesto… Roma hubiera sido testigo de un conflicto terrible entre los reinos sajones y de Irlanda.

Fidelma se encogió de hombros.

– No merezco que me deis las gracias por hacer lo que me han enseñado, Gelasio -dijo.

– Pero si incluso el rumor de la muerte de Wighard a manos de un cenobita irlandés hubiera llegado a los oídos de los sajones… -Gelasio se encogió de hombros. Dudó un momento y luego miró rápidamente a Fidelma-. Confío en que respetareis los deseos del Santo Padre respecto a este asunto.

Pareció sorprendido cuando Fidelma se rió entre dientes.

– ¿Es quizás ésa la verdadera razón de que hayáis venido, Gelasio? ¿Aseguraros que no seré un problema para Roma?

El obispo parpadeó, sorprendido por la franqueza de la mujer, y luego hizo una mueca al darse cuenta de que Fidelma decía la verdad. La ansiedad que él sentía había sido la causa de que atravesara toda Roma para ver a la religiosa irlandesa antes de que se fuera. Fidelma seguía sonriendo y él le respondió con una sonrisa.

– ¿No hay verdad que se os pueda ocultar, Fidelma de Kildare? -preguntó con ironía.

– Hay algunas -confesó Fidelma tras una pausa. Luego Fidelma lanzó una rápida mirada a Eadulf, pero el monje sajón miraba fijamente a Gelasio.

– Bueno, ya que ha surgido el tema, yo creo que es mejor que el informe oficial a los reyes y prelados sajones diga que Wighard y algunos de su séquito, Puttoc, Eanred, Eafa… murieron a causa de la peste amarilla. La peste es tan frecuente que nadie lo pondrá en duda.

– Estoy de acuerdo con esto -dijo Fidelma-. Respeto el deseo de Roma de ocultar la verdad, pues los hombres y mujeres de Iglesia no son más que hombres y mujeres; incluso los obispos y abades pueden ser tan grandes pecadores como el peor de los campesinos.

– ¿Cómo podríamos hacer que la gente cumpla la palabra de Dios si no tiene respeto por los que predican esa palabra? -inquirió Gelasio como justificándose.

– No habéis de temer que cuente a nadie la verdad de la muerte de Wighard -afirmó Fidelma-. Pero hay otros implicados…

Fidelma se inclinó en dirección a la abadesa Wulfrun, que seguía dando instrucciones a sus dos acólitos. Gelasio siguió aquel gesto.

– ¿Wulfrun? Tal como demostrasteis, es una mujer vanidosa. Con la vanidad, Roma siempre puede llegar a un acuerdo. Al igual que con la ambición; y Sebbi ha satisfecho la suya. Ine no es problema pues tiene la seguridad de ser criado del nuevo arzobispo. En cuanto a Eadulf…

Se giró en redondo y miró pensativo al monje sajón.

– Eadulf -intervino Fidelma- es un hombre inteligente y sin ambición, así que entenderá la conveniencia de vuestra propuesta y no necesita mayor soborno que una explicación.

Gelasio inclinó la cabeza ante ella con seriedad.

– Al igual que vos, Fidelma de Kildare. Me habéis enseñado mucho de las mujeres de vuestra tierra. Tal vez aquí en Roma nos equivoquemos al negar a las mujeres un lugar en nuestros asuntos públicos. Sin embargo, vuestro talento es raro.

– Si me permitís que cambie de tema, Gelasio -dijo Fidelma queriendo ocultar su turbación-. Hay una cosa que sí necesitaba de vos y me gustaría saber si se ha llevado a cabo.

Gelasio sonrió y asintió con la cabeza.

– Os referís al chico Antonio, hijo de Nereo, que trabaja en el cementerio cristiano vendiendo velas a los peregrinos.

Fidelma asintió.

– Ya está hecho, hermana. Al joven Antonio lo hemos enviado al norte, a Lucca, al monasterio de San Fridiano. Fridiano es uno de vuestros compatriotas.

– He oído hablar de Fridiano -admitió Fidelma- Era el hijo de un rey del Ulster que se hizo religioso.

– Pensamos que era un tributo adecuado dirigido a vos, hermana, que el joven Antonio recibiera educación en una casa establecida por un compatriota vuestro.

– Me alegro por él -dijo Fidelma-. Honrará la fe. Me satisface haber podido ayudar al muchacho.

Se vio interrumpida por un grito que provenía de las aguas del Tíber. Un gran barco avanzaba a remo por el río, formando un semicírculo de una orilla a otra en dirección al muelle donde estaban.

– Creo que éste debe de ser vuestro transporte, hermana -advirtió Gelasio.

Una expresión de pánico cruzó la cara de la monja. ¿Tan pronto? ¿Tan pronto, con tanto por decir?

Gelasio percibió su turbación y la interpretó correctamente. Tendió la mano y siguió sonriendo cuando Fidelma la tomó y simplemente inclinó la cabeza. Finalmente, se había hecho a esa costumbre de la Iglesia de Fidelma.

– Os damos las gracias, hermana, por todo lo que habéis hecho. Que tengáis un buen viaje de regreso a casa y una larga vida. Deus vobiscum.

Se giró, saludó con la cabeza a Eadulf y regresó por el muelle hasta donde esperaba su lecticula, sin hacer caso alguno a la abadesa Wulfrun, para gran disgusto suyo.

La gran barca, a cuyos remos iba una docena de remeros fornidos, se iba acercando al muelle.

Fidelma alzó sus ojos brillantes y se encontró con los cálidos ojos castaños de Eadulf.

– Bien -dijo Eadulf lentamente-, ha llegado la hora de vuestra partida.

Fidelma suspiró intentando sofocar su pesar.

Vestigia… nulla retrorsum -dijo en voz baja, citando un verso de Horacio.

Eadulf parecía extrañado, no entendía. Ella no se molestó en explicar nada.

Fidelma lo miraba lentamente, intentando leer la expresión en su rostro, pero no había señales que pudiera interpretar.

– Os echaré de menos, Eadulf de Seaxmund's Ham -dijo Fidelma en voz baja.

– Y yo a vos, Fidelma de Kildare.

Entonces Fidelma se dio cuenta de que no había mucho más que decirse.

Sonrió, con una sonrisa tal vez un poco forzada, y se adelantó impulsivamente para estrechar en sus manos las de Eadulf.

– Instruid bien al nuevo arzobispo en las maneras de vuestra tierra, Eadulf.

– Echaré de menos nuestros debates, Fidelma. Pero quizás hemos aprendido algo el uno del otro.

La barca ya estaba de costado. Wulfrun y sus dos acompañantes ya habían almacenado su equipaje a bordo y se habían acomodado en los asientos. Uno de los barqueros había depositado las bolsas de Fidelma en la barca y ahora estaba impaciente, esperando para tenderle la mano y ayudarla a bajar.

Durante un rato Fidelma y Eadulf permanecieron cara a cara y luego fue Fidelma la que rompió el encanto con su sonrisa picara, traviesa. Se dio la vuelta, descendió a la popa de la barca y tomó asiento, girándose a medias hacia donde todavía permanecía Eadulf. Con un grito ronco, los remeros dieron un empujón para alejar la barca del muelle y durante un momento ésta se desplazó sobre las aguas, luego, tras otro grito, los remos penetraron en las aguas marrones y la embarcación empezó a avanzar río abajo con rapidez.

Fidelma levantó la mano y la dejó caer al mirar atrás, hacia la figura menguante de Eadulf, que permanecía solo en el muelle. Estuvo observando hasta que desapareció en una curva del río.

Los remeros iniciaron un canto para ayudarse en su labor, que el cálido sol de mediodía hacía más difícil.


*

Las nubes desaparecen y la tempestad se calma, el esfuerzo todo lo doma, con trabajo se consigue


Heia ulri! Nostrum reboans echo sonet heia!

¡Empujad, hombres! ¡Y dejad que resuene el eco de nuestro esfuerzo!


*

Fidelma suspiró suavemente y se reclinó en su asiento, sus ojos observaban las orillas del río mientras se dirigían hacia el sur. Dejaron atrás las colinas de Roma y sus edificios abarrotados, fueron más allá de los muelles de la ciudad que seguían el curso del río y llegaron hasta el campo plano y desnudo, sin bosques que dieran sombra o cultivos. El río era profundo y su curso sinuoso, no mostraba ninguna de la belleza que a Fidelma le habían enseñado que el gran Tíber poseía.

De vez en cuando veía una elevación coronada por pinos, pero en su mayoría las colinas no tenían vegetación. Tan sólo había unas pocas parcelas con cereales y estaban muy diseminadas. Se acordó de que el ejército del emperador Constancio había pasado hacía poco por allí y que el campo baldío que rodeaba el turbio Tíber era resultado de la acción del hombre y no de la cicatería de la naturaleza.

Por lo que ella recordaba, el río finalmente desembocaba en el Mediterráneo entre los puertos gemelos de Ostia y Porto. Allí la corriente se dividía y bordeaba una isla central, la Isola Sacra. No era una entrada bonita a Roma, rodeada de stagni o pantanos salados. Pero Ostia y Porto eran los antiguos puertos gemelos de Roma a donde iban y desde donde salían los barcos a todos los rincones de la tierra.

El escenario cambió un poco y Fidelma pudo contemplar los olivos de un verde plateado que se extendían por las laderas, mientras que los campos secos antaño cultivados de cereales daban paso a numerosos olivares que habían sobrevivido a los estragos de Constancio. Se percató de que los verdes plateados no eran los verdes profundos que estaba acostumbrada a ver en su tierra, y también de que los árboles no eran las plantas exuberantes y sombrosas que crecían en el clima templado de Irlanda. Irlanda, con sus senderos bordeados de fucsia que descendían hasta los cantos rodados de granito de color gris, salpicado de azafrán, de las playas rocosas. Irlanda con sus amplias colinas verdes y sus pantanos oscuros y profundos rodeados de zarzamoras, y brezos y bosques protegidos por las ortigas, llenos de tejos, avellanos y madreselvas.

Con gran sorpresa por su parte, Fidelma notó que se estaba poniendo nostálgica. Se dio cuenta de las ganas que tenía de regresar, de volver a oír hablar su lengua, de sentirse a gusto, sentirse en casa. ¿Qué era lo que había escrito Homero? «No hay nada más dulce para los ojos que la patria.» Ah, quizá tuviera razón.

Se quedó mirando los paisajes que pasaban y sus pensamientos regresaron a Eadulf. Se sentía incómoda por la tristeza de la partida. ¿Estaba intentando descubrir algo más en su amistad con Eadulf de lo que realmente había habido o, sin duda, de lo que podía haber? ¿Tenía razón Aristóteles de que una amistad es una sola alma habitando en dos cuerpos? ¿Era por eso que notaba que le faltaba algo? Se mordió los labios, enfadada consigo misma. Ella a menudo intentaba intelectualizar sus actitudes, y así se evitaba tener que enfrentarse a las emociones. Algunas veces ya no podía discernir entre emoción y racionalización. Resultaba mucho más fácil analizar las actitudes de los demás que las propias. ¿Cómo era… médico, cúrate a ti mismo? No lo recordaba. Había un antiguo proverbio en su lengua: cada inválido es un médico. Eso era una perogrullada.

Volvió a dirigir su mirada a las orillas del río, que iban pasando ante ella, y a su vegetación, de un color verde pálido. De nuevo volvió a pensar en el gran contraste que existía con el rico verdor de Irlanda. Miró atrás, hacia donde Roma había desaparecido detrás de la curva del río, y volvió a pensar brevemente en Eadulf.

Sonrió tristemente para sí. Lo que había escrito Horacio era cierto: Vestigio… nulla retrorsum, ni un paso atrás. No, no había marcha atrás ahora. Volvía a casa.

Загрузка...