Capítulo 13

Sor Fidelma se agarró a un lateral del pequeño carruaje de un solo caballo, que Furio Licinio conducía a ritmo rápido por la estrecha carretera. Parecía no ver a la gente que pasaba volando ante ellos y que se quedaba profiriendo gritos contra el vehículo, levantando los puños y lanzando una gran variedad de insultos que Fidelma agradeció que no se pudieran traducir. En el lado opuesto del carruaje, con el rostro pálido y aferrándose a la vida iba el hermano Eadulf, muy infeliz. Tenía los nudillos blancos de agarrarse con fuerza al mimbre del carruaje, que iba corcoveando y bamboleándose sobre el empedrado. La idea había sido de Fidelma. Su instinto le decía que aquella información requería una acción inmediata. Tan pronto como Furio Licinio anunció que el abad Puttoc se había ido a Marmorata, su intuición le dijo que tenían que seguirlo inmediatamente, pues no existía motivo alguno para que Puttoc fuera a tal barrio. Pero si ésa era, tal como había informado Furio Licinio, la zona donde se encontraban los comerciantes árabes, resultaba más que sospechoso.

Ni Licinio ni Eadulf pudieron discutir con ella, pues se marchó casi corriendo hacia la entrada principal. La muchacha se había fijado en que los porteadores de la lecticula iban a paso rápido por las antiguas y estrechas calles y que resultaría difícil atraparla yendo a pie. Licinio, en cierto modo de mala gana, se vio obligado a pedir prestado un carruaje de un solo caballo a un oficial de la guardia del palacio. Casi era un carro. Pero Licinio se ofreció a perseguir a Puttoc hasta Marmorata.

Fue una carrera emocionante y en algunos momentos Fidelma pensó que el vehículo iba a volcar, pero Licinio lo mantenía firmemente en la carretera, balanceándose con sus piernas bien sentado a horcajadas y sosteniendo con fuerza las riendas con ambas manos, mientras iban avanzando a bandazos.

Habían seguido la falda de la colina Celio y luego habían cruzado el Valle Murcia, con su impresionante circo, en dirección sudoeste, y luego empezaron a subir por una colina, que según informó Licinio era la Aventina, la situada más al sur de las siete colinas de Roma. La carretera ascendía rápidamente atravesando hermosas villas, las casas palaciegas de la aristocracia romana.

A Fidelma le dio tiempo de echar una mirada sorprendida a los impresionantes edificios y jardines.

– ¿Es éste el barrio bajo del que hablabais? -le gritó a Furio Licinio, pues aquella zona tan elegante estaba muy lejos de la idea que ella tenía de un barrio bajo.

El tesserarius contestó con un gruñido, mientras seguía dando latigazos con las riendas para que el caballo corriera más.

– Si mis cálculos no fallan -gritó por encima del hombro-, la lecticula de Puttoc debe de ir por el Valle Murcia junto al Circo Máximo. -Señaló abajo, hacia la ladera norte de la colina, por la que iban ascendiendo-. Los porteadores rodearán la loma y luego girarán al sur por la orilla del Tíber, ya que es más fácil que el camino que tomamos nosotros, por la misma colina. Luego tenemos que ir directamente hacia el sur hasta Marmorata, que está a lo largo de la ribera del Tíber donde anclan los barcos.

El carruaje continuó su rápido ascenso, atravesando la ladera norte de la colina Aventina en dirección a una pequeña y hermosa basílica. Allí, Licinio se detuvo, pues la basílica tenía vistas sobre una amplia extensión de color leonado que no era otra cosa que el antiguo río Tíber, que avanzaba tranquilamente hacia el norte de la ciudad por sus orillas oeste y sur para desembocar en el Mediterráneo, entre los puertos de Ostia y Porto.

Licinio se apeó del carro y fue hasta un muro bajo, tras el cual el terreno descendía rápidamente hacia la franja de tierra que separaba el río de la base de la colina.

– ¿Hay rastro de él? -preguntó Eadulf, moviéndose con cautela y estirando sus miembros entumecidos.

Furio Licinio negó con la cabeza.

– ¿Puede ser que los hayamos perdido? -preguntó Fidelma ansiosa, aprovechando también la ocasión para estirarse.

– No a menos que Puttoc haya cambiado de opinión respecto a su destino -contesto Licinio con seguridad.

Fidelma se levantó y miró con detenimiento la pequeña plaza donde se habían detenido. Dirigió la vista hacia la pequeña basílica con admiración. Tenía que admitir que había muchas iglesias pequeñas y hermosas en Roma. No dejaban de sorprenderle los adornos naturales que rodeaban las casas romanas, las olorosas flores y los arbustos, las calles serpenteantes que atravesaban las arboledas de encinas, laureles y cipreses, cuyas altas formas en espiral se elevaban por encima de otros árboles y contrastaban con los pálidos sauces llorones. Esta colina Aventina llamaba más la atención que otras partes de Roma; estaba bañada por los rayos dorados del sol que resplandecían en el cielo azul oscuro. Nada, pensó Fidelma, armonizaba mejor que la magnificencia de los edificios y monumentos y la belleza inmóvil y exuberante de la naturaleza bañada por el sol.

Furio Licinio lanzó de repente un grito.

– ¡Ahí está la lecticula de Puttoc! Venga, podemos interceptarlos antes de que entren en Marmorata.

– ¡No! -gritó Fidelma para detenerlo, mientras él volvía a subir al carruaje-. No quiero que Puttoc sepa que lo estamos siguiendo.

Licinio se detuvo y la miró asombrado.

– ¿Entonces qué hacemos, hermana?

– Descubramos a ver dónde va -contestó Fidelma-. Si contacta con los árabes entonces podremos tenderle una trampa.

Los ojos del joven tesserarius se iluminaron al percatarse del plan de Fidelma, y sonrió.

– Subid entonces, los seguiremos por la ladera de la colina y luego llegaremos por detrás cuando entren en el área emporio.

¿Emporio? -preguntó Eadulf, quien no muy conforme volvía a subir al carruaje y se agarraba al lateral.

– Sí. Así se llama el lugar de comercio, es un mercado alrededor del cual se ha ido extendiendo Marmorata, pero tan sólo van ahí esclavos a hacer negocio, pues es una zona que no es frecuentada por la gente de calidad -explicó Licinio.

Arreó al caballo para que avanzara y la bestia descendió suavemente por la ladera sur de la colina. Abajo se veían los dos fornidos porteadores de la lecticula, cargando con la decorada silla sobre la que iba repantigada la silueta fácilmente reconocible del abad Puttoc. Los porteadores no parecían estar cansados después de tan larga caminata desde la ciudad.

Fidelma se dio cuenta de que el tipo de edificios iba cambiando. La opulencia de estuco daba paso a chozas de madera podrida junto a alguna que otra construcción de piedra. Poco a poco, la magnificencia se desvaneció y Fidelma se dio cuenta con cierta sorpresa de que los colores de la ciudad se habían vuelto apagados y sin elegancia. Hacía unos momento participaba de la belleza de la ciudad, pero ahora…

De repente, parecía que el día se había vuelto oscuro, gris y siniestro.

Licinio detuvo de repente el carruaje en un cruce.

Fidelma estaba a punto de preguntarle por qué cuando apareció la lecticula; los porteadores iban trotando a ambos extremos.

Después de unos momentos Licinio hizo sonar su látigo sobre la cabeza del animal, puso en marcha a las bestias e hizo girar al carruaje tras la lecticula.

Fidelma percibió un olor en el aire que le informó de que cerca había un río. Pronto se mezcló con un olor a podrido y arrugó la nariz con asco.

– Esto es Marmorata -afirmó Furio Licinio casi de forma superflua.

Estaban en un barrio de calles estrechas y oscuras. La gente se movía aquí y allá con todo tipo de vestimentas, que los identificaba como extranjeros de todos los rincones del mundo, aunque sus voces no anunciaran sus orígenes foráneos.

Eadulf le lanzó una sonrisa irónica a Fidelma y le hizo un gesto ante el ruido de tantas lenguas como se oían.

– «Ea, pues, descendamos y confundamos allí mismo su lengua, de modo que no entienda uno el habla de otro» -citó Eadulf zalamero.

– Cierto -contestó Fidelma con seriedad-. Como relata el Génesis, fue Dios el que creó todas las lenguas del mundo dispersando a la gente de Sem y las lenguas se han convertido en el símbolo de nuestras naciones.

Los olores eran horribles a medida que seguían las estrechas calles del suburbio hasta una zona de mercado amplia y cubierta, llena de calor, ruido y ambiente agobiante. Las casas y los puestos sucios llenos de hombres y mujeres que se peleaban y de niños llorando ocupaban la calle, ahora convertida en un callejón. Los hombres y las mujeres se maltrataban con caricias como las de los borrachos al salir de las tabernas; y esas caricias hicieron que Fidelma se ruborizara. De las cunetas, casi como cloacas, se desparramaba con un tufo repelente un turbio torrente de despojos animales y vegetales en todos los grados de putrefacción.

Furio Licinio detuvo el carruaje. Por entre los tenderetes y puestos improvisados vieron que la lecticula se había parado y la alta silueta del abad Puttoc descendía. Lanzó una moneda a los porteadores y dijo algo. Luego se giró y se dirigió a un edificio cercano.

Fidelma vio que los dos hombres se sonreían cínicamente y entraban en un recinto anexo, dejando la lecticula en el exterior. Frente a ese edificio había sillas y mesas y resultaba obvio que el lugar era una caupona, una especie de taberna barata. Los porteadores, liberados de su trabajo, se repantigaron en unas sillas y pidieron bebida.

– ¡Mirad! -susurró Eadulf.

Un hombre bajito, con una túnica de mucho vuelo que casi le cubría la cabeza y una barba negra y poblada, caminaba rápidamente entre la muchedumbre hacia el edificio en cuyo interior había desaparecido Puttoc. Se detuvo en el exterior y echó una mirada alrededor con recelo. Luego, como asegurándose de que no era observado por nadie en particular, se introdujo rápidamente en el edificio.

– ¿Es árabe? -preguntó Fidelma a Furio Licinio.

El tesserarius lo confirmó con aspecto grave.

– ¿Si estáis en guerra con ellos, por qué se les permite venir a Roma? -inquirió Eadulf.

– Estamos en guerra sólo con los que siguen al nuevo profeta, Mahoma -contestó Licinio-. Hay muchos árabes que no se han convertido a la nueva fe. Hemos comerciado con estos orientales durante muchos años y eso se sigue haciendo.

Fidelma estaba examinando ahora el edificio laberíntico en cuyo interior Puttoc y después el árabe habían desaparecido. Era una de las pocas estructuras de piedra en la zona, tenía dos pisos y era alto y todas las ventanas estaban cerradas con postigos, de manera que no se podía ver nada. Probablemente había sido una villa de gente adinerada antes de que el barrio de chabolas creciera a su alrededor; un edificio atractivo a orillas del serpenteante Tíber.

– ¿Conocéis este edificio, Licinio?

El joven custos negó con la cabeza.

– Yo no frecuento esta zona de la ciudad, hermana -dijo, algo molesto por lo que implicaba aquella pregunta.

– No he preguntado eso -respondió Fidelma con firmeza-. He preguntado si teníais idea de qué es este edificio, si pertenece a los comerciantes.

Furio Licinio respondió con una negación.

– ¡Mirad! -siseó Eadulf bruscamente.

Señaló hacia el segundo piso del edificio, a una ventana en el lado derecho de la fachada.

Fidelma contuvo la respiración.

El abad Puttoc, pues claramente era él, se asomaba por la ventana para abrir un poco los postigos. Apareció un momento.

– Bueno, al menos sabemos en qué habitación está Puttoc -murmuró Fidelma.

– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó Licinio.

– Sabiendo que Puttoc está ahí y que el árabe ha entrado, yo sugiero que simplemente entremos y le plantemos cara a nuestro amigo, el abad de Stanggrund.

Furio Licinio esbozó una amplia sonrisa, se llevó la mano al gladiusy lo aflojó en su vaina. Éste era el tipo de acción que le gustaba, esto lo entendía, no todos esos interrogatorios e intelectualismos.

Saltaron del carruaje.

Licinio miró a su alrededor y escogió a un individuo de mal aspecto, picado de viruela, que pasaba por allí. Era un hombre corpulento, el tipo de persona con el que pocos querrían discutir.

– ¿Vos, cómo os llamáis?

El hombre grueso se detuvo y parpadeó al verse abordado por un joven que vestía como un oficial de los custodes.

– Me llaman Nabor -contestó gruñendo.

– Bien, Nabor -le dijo Licinio, impasible ante el aspecto amenazador del sujeto-, necesito que montéis guardia en este carruaje. Si cuando regrese todavía está aquí y vos lo estáis vigilando, recibiréis un sestercio. Si regreso y no está, entonces iré a por vos con mi gladius.

El hombre llamado Nabor se quedó mirando al joven oficial y en su cara se dibujó lentamente una sonrisa irónica.

– Un sestercio será mejor recibido que vuestro gladius, joven. Aquí estaré.

Lo dejaron junto al carruaje riéndose entre dientes ante la idea de ganar un dinero tan fácilmente.

Fidelma lanzó una mirada apreciativa a Licinio. El joven tenía una mente despierta en ocasiones. Ella no había tenido en cuenta que dejar el carruaje sin vigilancia en este barrio conllevaría su inmediata desaparición. Los caballos y los carruajes eran artículos valiosos en Roma y éste no era sin duda un lugar apropiado para dejar uno sin custodia.

Fidelma los condujo por la zona del mercado, dando empujones a la muchedumbre, seguida de Eadulf y de Licinio. Se detuvo en las escaleras del edificio.

– Nos dirigiremos directamente a la habitación donde hemos visto al abad. Con suerte podremos resolver el misterio ahora.

Se giró y entró en el edificio. Se detuvo un momento para toser en la penumbra mohosa y tenebrosa. Con las contraventanas cerradas, la amplia entrada en la que se encontraban estaba oscura y tan sólo una vela solitaria ardía en una mesa central despidiendo una luz vacilante. A lo largo de la estancia humeaban unos quemadores de incienso, que despedían un olor intenso a alguna fragancia que no supo identificar. El aroma era bastante agobiante.

Se oyó el chirrido de una tabla del suelo; Fidelma se giró rápidamente y, proveniente de una entrada amplia, apareció una mujer de cara redonda, frotándose las manos en un delantalito. La mujer llevaba un vestido basto y tenía el pelo mal arreglado. Se detuvo y abrió bien los ojos, asombrada al verlos. Se dirigió a ellos con tono agresivo.

– ¿Qué diablos queréis? -inquirió con una voz chillona y con los dejos del habla coloquial de las calles de Roma-. Las personas con vuestra vestimenta no son bienvenidas aquí.

– Queremos entrar -replicó Fidelma, con calma y adelantándose.

Para su sorpresa, la mujer soltó un chillido estridente y, agitando las manos ante ella, se lanzó hacia Fidelma. La sorpresa de Fidelma sólo duró un momento. Sin hacer caso del grito de aviso de Licinio para que se hiciera a un lado, Fidelma se balanceó sobre los pies para alcanzar las garras de la mujer. Licinio y Eadulf se quedaron mirando asombrados pues, sin que pareciera moverse en absoluto, Fidelma estiró de la mujer y sirviéndose del propio impulso de la asaltante, la lanzó a trompicones contra la pared de detrás.

El golpe produjo un sonido de carne y huesos contra la madera.

Sin embargo, la enorme mujer mantuvo el equilibrio y se giró con expresión perpleja en sus rasgos carnosos. Entonces meneó la cabeza y soltó un gruñido.

– ¡Bruja! -la maldijo con vehemencia.

Licinio de nuevo iba a adelantarse, con el giadius desenvainado, pero Fidelma le hizo una señal de que se hiciera a un lado y se preparó para enfrentarse a la mujer. Una vez más, pareció que simplemente iba a atraparla, la agarró por los brazos y levantó a su asaltante en el aire, por encima de su cadera, y la lanzó contra la pared del otro lado de la estancia. Esta vez la cabeza dio contra una viga de madera y, con un gruñido, la mujer se deslizó hasta el suelo inconsciente.

Fidelma se giró y se inclinó sobre ella, y con sus delgados dedos le tomó el pulso y le palpó la herida.

Se levantó sin mostrar asombro.

– Se pondrá bien -anunció con alivio.

Furio Licinio la contemplaba lleno de admiración.

– En verdad, no he visto a ningún soldado romano que combatiera mejor -dijo-. ¿Cómo pudisteis hacerlo?

– No tiene importancia -contestó Fidelma, poco interesada en aquella proeza-. En mi país hubo una vez unos hombres que enseñaron las antiguas filosofías a nuestra gente. Viajaban muy lejos y sufrían ataques por parte de ladrones y bandidos. Pero como creían que no estaba bien llevar armas para protegerse, se vieron obligados a desarrollar una técnica llamada troid-sciathaigid, lucha mediante defensa. A mí me enseñaron el método para defenderme sin el uso de armas cuando era joven, tal como se les enseña a nuestros religiosos misioneros.

Fidelma empujó la puerta y ellos la siguieron.

Detrás había una escalera. Se detuvo ante el primer peldaño y escuchó. Se oían voces; curiosamente, le pareció oír risas de jovencitas, pero ningún sonido de alarma. Nadie había percibido el barullo ocasionado con su entrada. Se giró y susurró:

– La última habitación a la derecha del edificio. Vamos.

Subió las escaleras con rapidez. Arriba había un largo pasillo. No tuvieron dificultad alguna en reconocer la puerta de la habitación que ellos buscaban.

Sor Fidelma se volvió a detener y escuchó. De nuevo le pareció oír risas de jovencitas del otro lado. Echó una mirada a sus compañeros, ellos asintieron con la cabeza comunicándole que estaban preparados y Fidelma dejó caer su mano sobre el pomo de la puerta, lo giró lentamente y en silencio empujó la puerta para abrirla.

La escena que había detrás la estremeció incluso a ella.

La habitación estaba iluminada, pues, tal como habían visto desde abajo, el abad Puttoc había abierto una de las contraventanas dejando que penetrara la luz del día. En una esquina había una cama con unas sábanas usadas pero limpias. Había algunas sillas, pero el otro único mueble era una tina grande de madera con varios cubos vacíos al lado. El agua caliente que habían contenido estaba ahora humeando dentro de la tina.

En el interior de la tina estaba sentado el sorprendido abad Puttoc, desnudo por lo que a ella le parecía. Atravesada, sobre el regazo del abad, había una muchacha, igualmente sorprendida y desnuda, que no debía de tener más de dieciséis años. Estaban fundidos en un abrazo que dejaba poco margen a la imaginación. Detrás de ellos, con un cubo con agua humeante en la mano, inmovilizada en la acción de verter el agua sobre los ocupantes de la tina, había otra jovencita desnuda.

Fidelma contempló la escena con semblante grave. Dio un paso adelante y echó una mirada para asegurarse de que la escena que tenía ante sus ojos no permitía ninguna otra interpretación. Los hábitos del abad estaban estirados en la silla que había al pie de la cama. Otros vestidos, que obviamente pertenecían a las jovencitas, estaban cerca.

Se volvió a girar hacia el todavía asombrado abad, levantando las cejas de forma sarcástica.

– ¿Bien, abad Puttoc? -no pudo evitar que su voz estuviera teñida de un cierto humor.

La jovencita que estaba sentada en la tina fue la primera en moverse. Salió gateando y el agua cayó por el suelo. No es que se moviera con recato, pues se quedó con las manos en las caderas y le largó a Fidelma una sarta de insultos. Su compañera soltó el cubo y se unió a ella, avanzando amenazadora.

Fue Furio Licinio quien finalmente las hizo callar gritándoles, y para recalcar sus palabras mostró punta de su espada. Murmurando bajito, las chicas se apartaron y se quedaron observando a los recién llegados con odio.

Puttoc permanecía sentado muy quieto, con los rasgos tensos, blanco, mirando con sus ojos de color azul glacial y gran maldad primero a Fidelma y luego a Eadulf.

Furio Licinio intercambió con las chicas unas palabras con el acento discordante de las calles romanas. Luego se volvió hacia Fidelma con mirada azorada.

– Esto es un bordellum, hermana, un lugar donde…

Fidelma decidió ahorrarle al joven aquella turbación.

– Sé perfectamente lo que sucede en un burdel, Licinio -dijo con solemnidad-. Lo que yo quisiera saber es qué hace aquí un abad de la Santa Iglesia.

El abad Puttoc estaba sentado en la tina casi con expresión resignada en su rostro bien parecido.

– Dudo que tenga que explicárselo en detalle, Fidelma de Kildare -replicó agriamente.

Fidelma hizo una mueca.

– Tal vez tengáis razón.

– Supongo que informaréis de este asunto al obispo Gelasio, Eadulf de Canterbury -dijo Puttoc dirigiéndose al hermano sajón.

– No esperaba que me hicierais tal pregunta -contestó secamente para mostrar su desaprobación-. Conocéis las reglas con las que vivimos. Sin duda tendréis que renunciar a vuestro cargo. Luego ha de venir la penitencia.

Puttoc respiró hondo y de forma ruidosa. Miró fijamente de forma especulativa a Licinio, Fidelma y luego a Eadulf.

– ¿No podríamos discutir este asunto en ambientes más propicios?

– ¿Propicios para qué, Puttoc? -inquirió Fidelma-. No, yo creo que hay poco que discutir respecto a este asunto que vaya a variar nuestras actitudes e intenciones. Pero podríais contestarme a algo: ¿habéis venido aquí simplemente para satisfacer vuestras inclinaciones carnales o para veros también con alguien?

Puttoc no entendía.

– ¿Verme con alguien? ¿A quién os referís?

– ¿No tenéis nada que ver con unos comerciantes árabes?

Fidelma no dudó de la mirada de auténtico desconcierto que se mostró en su rostro.

– No os entiendo, hermana.

Fidelma no intentó explicarse más. Sus hombros se bajaron un poco cuando ella se dio cuenta de que su intuición se había equivocado y que había conducido a sus compañeros a una empresa inútil. Puttoc era culpable, pero, al parecer, de nada más que de intentar saciar sus pasiones lascivas.

– Os abandonaremos a vuestros deseos, Puttoc -dijo Fidelma-. Y al precio que tengáis que pagar por ellos.

El abad estiró una mano como si quisiera detenerla.

Eadulf le lanzó una mirada fulminante y siguió a Fidelma fuera de la habitación mientras Furio Licinio, envainando su gladius, se permitió sonreír con lascivia al prelado antes de salir tras ellos.

Abajo, en la entrada, la mujer gorda se acercó gruñendo.

Fidelma se detuvo y suspiró. Buscó en su marsupium y sacó una monedita que colocó sobre la mesa.

– Siento haberos herido -dijo simplemente a la mujer, que estaba estupefacta.

Fuera, Nabor, el hombre feo, estaba junto al carruaje y observaba con interés cómo se acercaban.

– Un sestercio, joven custos -gruñó, y luego, con una sonrisita lujuriosa, añadió algo-: Si hubiera sabido que era este edificio el que queríais visitar os hubiera recomendado establecimientos mucho mejores.

Ruborizado, Furio Licinio le lanzó una moneda que Nabor agarró con habilidad. Sin decir una sola palabra, el joven oficial saltó al interior del carruaje.

Nadie habló mientras Licinio los conducía de regreso a lo largo del Tíber; luego giró atravesando el Valle Murcia y se dirigió hacia el este en dirección al palacio de Letrán.

El decurión Marco Narses estaba esperando en las escaleras del palacio cuando Licinio se detuvo. Fue corriendo hacia el carruaje.

– Hermana, tengo noticias del hermano Osimo Lando -dijo jadeando.

– Bien -contestó Fidelma mientras bajaba. Al menos ahora podría seguir una pista más productiva respecto a los contactos de Ronan Ragallach-. ¿Por qué se ha ausentado de su trabajo esta tarde? ¿Está enfermo?

Marco Narses negó con la cabeza, estaba serio. Fidelma supo lo que le iba a decir antes incluso de que le salieran las palabras.

– Lo siento, hermana, el hermano Osimo está muerto.

– ¿Muerto? -exclamó Eadulf con sorpresa al oír esa palabra.

– ¿Estrangulado? -preguntó Fidelma con calma.

– No, hermana. Hace un rato saltó desde el acueducto de Aqua Claudia y se estrelló contra la calle de abajo. Murió en el acto.

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