Capítulo 2

Sor Fidelma atravesó aliviada las ornamentadas puertas de madera tallada que daban al vestíbulo principal del palacio de Letrán, donde todos y cada uno de los obispos de Roma habían sido coronados durante los últimos trescientos cincuenta años. El atrium, o vestíbulo público, era una estructura suntuosa, de ello no había duda. Altas columnas de mármol se elevaban hacia el cielo formando una bóveda arqueada. El suelo era una alfombra de mosaico que se extendía por todas partes, las paredes estaban decoradas con tapices llenos de color y las bóvedas más arriba eran de roble oscurecido y barnizado. Era un lugar adecuado para un príncipe temporal.

Los guardias del palacio, los custodes, situados en cada entrada, vestían la ropa militar de gala con petos bruñidos y cascos con plumas, las espadas cortas envainadas y colgadas atravesadas sobre el pecho; una muestra impresionante de esplendor mundano. Los clérigos se movían de un lado a otro para cumplir misteriosas tareas, y su ropaje sencillo contrastaba de forma curiosa con el de los dignatarios y potentados procedentes de cualquier país imaginable del mundo.

Sor Fidelma se detuvo para captar otra vez aquel espectáculo; durante varias horas la habían hecho esperar entre aquel ruidoso gentío antes de que el hermano Dono la llamara en presencia del obispo Gelasio. Albergaba pocas dudas, ciertamente, de que éste era el lugar de reunión de todos los pueblos del mundo. La corte real de Tara, la sede de los reyes de los cinco reinos de Irlanda, parecía un lugar pintoresco comparado con esta magnificencia. Pero, reflexionó Fidelma al tiempo que empezaba a abrirse paso entre los corrillos de gente hablando, prefería la tranquila dignidad de Tara, su atmósfera sencilla en medio de la serena belleza de la provincia real de Midhe.

Una joven religiosa, que avanzaba a empujones en dirección contraria, chocó con Fidelma.

– Oh, perdonad…

La muchacha levantó la cabeza y se detuvo, nerviosa, al reconocerla.

– ¡Sor Fidelma! No os había visto desde que llegamos a Roma.

La joven religiosa sajona tenía unos veinticinco años, era delgada, con facciones ligeramente melancólicas, y por debajo del tocado le salían mechones desordenados de un cabello castaño claro. Sus ojos eran de un marrón oscuro, pero resultaban poco expresivos y, aunque era de complexión menuda, sus manos eran en cambio fuertes y nervudas, y estaban encallecidas por el duro trabajo. A Fidelma no le había sorprendido que sor Eafa hubiera trabajado en una granja antes de entrar en la vida religiosa. Fidelma le sonrió. Había disfrutado de la compañía de sor Eafa durante la mayor parte del viaje desde el puerto de Marsella a Ostia. La joven hermana formaba parte de un pequeño grupo de peregrinos procedentes del reino de Kent que había venido a presenciar la ordenación de Wighard de Canterbury por el Santo Padre. Fidelma sentía compasión por la joven. Era una chica simple, pero dispuesta, que parecía temer a su propia sombra. La forma de comportarse, la postura torpe, ligeramente encorvada y la manera como siempre se envolvía la cabeza y los hombros con el tocado parecían indicar que deseaba pasar por el mundo desapercibida.

– Buenos días, sor Eafa. ¿Cómo os va?

La joven religiosa hizo un mohín, nerviosa.

– En realidad, me encantaría regresar a Kent. Estar en la ciudad donde Pedro, que caminó y habló con Cristo y que sufrió martirio aquí, es realmente una experiencia conmovedora. Sin embargo… -sacudió la cabeza con inquietud- no me gusta la ciudad. En verdad, hermana, la encuentro bastante amenazadora. Hay demasiada gente, demasiada gente extraña. Preferiría estar en casa.

– Comparto vuestro deseo, hermana -dijo Fidelma, con sinceridad.

Al igual que Eafa, ella también estaba más acostumbrada a la vida rural.

Una mirada ansiosa surgió de repente en los rasgos anodinos de sor Eafa al echar una mirada por detrás del hombro de Fidelma.

– Ahí viene la abadesa Wulfrun. He de ir con ella. La acompaño al Oratorio de los Cuarenta Mártires. Ya hemos estado en la tumba de santa Elena, madre de Constantino, esta mañana. Allí donde vamos la gente ve que somos peregrinas extranjeras e intenta vendernos reliquias santas y recuerdos. Son como pedigüeños que no se pueden hacer a un lado. Mirad esto, hermana.

Señaló un pequeño broche de cobre barato que llevaba prendido en su tocado. Fidelma lo miró de cerca. Montado en el cobre lucía un trozo de vidrio coloreado.

– Dijeron que contenía un cabello de la santa cabeza de Elena y me desprendí de dos sestertius… No conozco el valor de esas monedas. ¿Creéis que es demasiado?

Fidelma se acercó más al broche e hizo una mueca. Sólo veía una hebra de cabello en el vidrio.

– Si, ciertamente, ése era el cabello de la bendita Elena; entonces vale el dinero, pero… -dejó la frase en suspenso y se encogió de hombros.

La joven religiosa sajona parecía abatida.

– ¿Dudáis de que sea auténtico?

– Hay muchos peregrinos en Roma y, tal como habéis dicho, hay mucha gente que se gana la vida vendiéndoles todo tipo de cosas que afirman que son reliquias santas.

Fidelma notó que a Eafa le hubiera gustado hablar más, pero echó otra mirada rápida por encima del hombro de Fidelma e hizo un gesto disculpándose.

– He de irme. La abadesa Wulfrun me ha visto.

La joven de Kent se giró, con la ansiedad aún patente en su rostro, y se abrió camino entre la gente hasta donde estaba una mujer alta con hábito de religiosa, esperando con una expresión austera y de desaprobación en su semblante de ave.

Fidelma experimentó una punzada de tristeza por la joven hermana. Eafa hacía esta peregrinación en compañía de la abadesa Wulfrun. Ambas eran de la abadía de Sheppey pero, tal como le había confesado Eafa, Wulfrun era una princesa real, la hermana de Seaxburgh, reina de Kent, y se aseguraba bien de que todos conocieran su rango.

Probablemente por esto Fidelma había buscado la amistad de la muchacha durante la travesía de Marsella a Ostia, pues Wulfrun trataba a la chica casi como a una esclava. Sin embargo, le había parecido que Eafa tenía más miedo del ofrecimiento de amistad de Fidelma que de su propia soledad. Era reacia a mostrarse amistosa con cualquiera y no se quejaba de la forma autocrática con que la abadesa Wulfrun le mandaba hacer esto o lo otro. Una muchacha extraña y solitaria, pensó Fidelma. Introspectiva, no antisocial, sino simplemente insociable. Por encima del griterío que se alzaba a su alrededor, Fidelma percibía el tono agudo de la voz de la abadesa Wulfrun que le ordenaba a Eafa que le llevara algo. La figura autoritaria de la abadesa se abrió camino a empujones en dirección a las puertas del palacio, como la proa de un barco de guerra rompiendo las aguas tormentosas, con la figura delgada de Eafa balanceándose sobre su estela.

Sor Fidelma esperó un rato hasta que desaparecieron entre la muchedumbre y, con un leve suspiro, atravesó las puertas del palacio para salir a las escaleras de mármol bañadas por el sol que se extendían ante la gran fachada.

El sol romano la envolvió con su calidez, obligándola a detenerse a fin de recobrar el aliento. Después de estar en el fresco interior del gran palacio, entrar en el caluroso día romano era como darse una ducha caliente después de una fría. Parpadeó y respiró hondo.

– ¡Sor Fidelma!

La joven se giró hacia la muchedumbre que ascendía por las escaleras y entrecerró los ojos intentando identificar aquella voz familiar y profunda de barítono. Un joven vestido con unos burdos y sencillos ropajes de lana marrón, con el cabello castaño oscuro rematado con la corona spina propia de la tonsura romana, se destacó del grupo y le hizo una señal con la mano. Era musculoso, con una complexión más de guerrero que de monje; era un hombre bien parecido de su misma edad y altura. Se encontró sondándole ampliamente a modo de saludo, y al mismo tiempo se preguntó para sí por qué le sobrevenía tal placer al volver a verlo.

– ¡Hermano Eadulf!

Eadulf había sido su compañero durante la larga y tediosa travesía desde el reino de Northumbria. Era el secretario e intérprete de Wighard, el arzobispo designado de Canterbury. Se habían hecho amigos durante el concilio en el monasterio de Hilda en Streoneshalh, junto a la ciudad costera de Witebia donde, juntos, habían resuelto el oscuro misterio del asesinato de la abadesa Étain de Kildare. Sus aptitudes se habían complementado, pues Eadulf había sido gerefa hereditario, o magistrado, de Seaxmund's Ham antes de que se convirtiera a la fe gracias a un monje irlandés llamado Fursa, que lo llevó a Durrow, en Irlanda, para su educación religiosa. Eadulf también tenía conocimientos de medicina, pues había estudiado en la gran escuela de medicina de Tuaim Brecain. Luego Eadulf había pasado dos años en Roma y había elegido seguir las enseñanzas romanas, rechazando las reglas de la orden de Columba, antes de regresar a su país natal. Había estado en la abadía de Hilda prestando apoyo a Canterbury y Roma, mientras que Fidelma había viajado allí para apoyar a sus colegas clérigos irlandeses procedentes de Lindisfarne e lona.

Los dos jóvenes religiosos se quedaron mirándose un momento, sonriendo alegremente ante aquel encuentro casual en las escaleras de mármol blanco bañadas por el sol del palacio de Letrán.

– ¿Cómo va vuestra misión en Roma, Fidelma? -preguntó Eadulf-. ¿Habéis visto ya al Santo Padre?

Fidelma sacudió la cabeza en señal de negación.

– No. Sólo he visto a un obispo. Uno que dice llamarse nomenclator, que tiene que evaluar mi petición procedente de Kildare y determinar si el Santo Padre tiene que molestarse por ella. Los burócratas que rodean al obispo de Roma no parecen estar siquiera interesados en que le lleve las cartas personales de Ultan de Armagh.

– Parece que no lo aprobáis.

Fidelma resopló en señal de afirmación.

– Yo soy una persona sencilla, Eadulf. Me desagrada toda esta pompa y ceremonia temporales -dijo extendiendo la mano y señalando los ricos edificios eclesiásticos que los rodeaban-. ¿Recordáis las palabras de Mateo? El Señor dijo: «No amontonéis tesoros en la tierra, donde la polilla y la herrumbre los destruyen, y donde los ladrones horadan los muros y roban…». Estos tesoros mundanos resultan turbadores para la sencillez de nuestra fe.

El hermano Eadulf frunció los labios y sacudió la cabeza en señal de desaprobación, no sin cierta jocosidad. Aunque su expresión era seria, no ocultaba en sus ojos cierto humor tranquilo. Era consciente de que Fidelma tenía una aguda mente escolástica y podía fácilmente citar las Escrituras para imponer sus argumentos.

– Es su historia, la conciencia de su pasado, lo que hace que los romanos conserven tales tesoros, no su valor crematístico o su fe -replicó defendiéndolos-. Si la Iglesia ha de existir en este mundo para preparar a la gente para el siguiente, entonces seguramente ha de estar en este mundo con toda su pompa y circunstancia.

Fidelma discrepó inmediatamente.

– Está claro, como dijo Mateo, que ningún hombre puede servir a dos amos, pues u odiará a uno y amará al otro o si no estará con uno y despreciará al otro. No se puede servir a Dios y a Mamón. Los que viven en este bello palacio y hacen alarde de grandezas temporales seguro que están anteponiendo Mamón a Dios.

El hermano Eadulf se mostró ligeramente sorprendido.

– Estáis hablando de la casa del Santo Padre. No, Fidelma; es parte del patrimonio de Roma y también del patrimonio cristiano estar en este hermoso palacio. Dondequiera que vayáis en Roma hallaréis en la historia.

Fidelma sonrió burlonamente ante el entusiasmo de Eadulf.

– Cualquier lugar del mundo tiene un recuerdo histórico para alguien -replicó ella secamente-. Yo he estado en la pobre y desnuda colina de Ben Edair, donde el cuerpo sangrante y destrozado por la batalla de Óscar, hijo de Oisín, fue enterrado después de la catastrófica batalla de Gabhra. He visto el túmulo formado con piedras apiladas que se levantó encima de la tumba de la viuda de Óscar, Aidín, después de que muriera de pena al ver el cuerpo de su marido. Un pequeño montón de piedras grises puede evocar una historia tan desgarradora como este gran edificio.

– Pero mirad esto… -Eadulf señaló con entusiasmo intentando abarcar el gran palacio de Letrán y la contigua basílica de san Juan-. Éste es el mismísimo corazón de la cristiandad. El hogar de su jefe temporal durante los últimos trescientos años. Toda esa historia está en cada ladrillo y cada trocito de mosaico.

– Un maravilloso conjunto de edificios, eso lo admito.

Eadulf movió la cabeza ante la falta de reverencia que mostraba la muchacha.

Incluso cuando el emperador Constantino dio el palacio y sus tierras a Melquíades, hace trescientos cincuenta años, para que éste, como obispo de Roma, pudiera erigir una catedral para la ciudad, ya tenía una historia.

Fidelma en silencio se resignó ante el entusiasmo que mostraba el monje.

– Era el palacio de una gran familia patricia de la antigua Roma, los Laterani. En la época en que el malvado emperador Nerón perseguía a los cristianos, hubo una conspiración para asesinarlo. Cayo Calpurnio Piso, que era un cónsul, un gran orador y un personaje rico y popular, estuvo a la cabeza de la conspiración. Pero se descubrió y los conspiradores fueron arrestados y condenados a muerte; otros se vieron obligados a suicidarse antes que enfrentarse a una ejecución, en señal de respeto y deferencia a su posición de patricios.

– Entre ellos estaba Petronio Arbiter, que escribió el Satiricón; el poeta Lucano y el filósofo Séneca, al igual que Piso. Además de estos intelectuales estaba Plautio Laterano, dueño de este palacio. Fue desposeído de esta propiedad y condenado a muerte.

Fidelma echó una mirada a la rica fachada del palacio de Letrán; seguía desaprobando su opulencia.

– Es un edificio bonito -dijo bajito-, pero no tan bello como un valle tranquilo o una gran montaña o una colina azotada por el viento. Eso es auténtica belleza, la belleza de la naturaleza libre de las construcciones mundanas del hombre.

Eadulf la miró afligido.

– No habíais dicho que erais filistea, hermana.

Fidelma alzó las cejas contrariada y sacudió la cabeza en señal de negación.

– No lo soy. Habéis aprovechado los dos años de vuestra vida pasados aquí en Roma adquiriendo conocimientos. Pero al alabar estos edificios habéis olvidado mencionar que el palacio de Letrán original fue destruido y que Melquíades construyó esos edificios sobre sus ruinas. Habéis olvidado decir que estos edificios se han reconstruido dos veces durante los últimos doscientos años, en particular después de que los destruyeran los vándalos hace doscientos años. ¿Así pues, dónde está la continuidad histórica de la que hablabais? Éstos no son más que monumentos temporales.

Eadulf se la quedó mirando sorprendido y disgustado.

– ¿Así que ya conocíais la historia? -preguntó acusador, sin hacer caso de lo que ella había dicho-.

Fidelma se encogió de hombros con gran expresividad.

– Le pregunté a uno de los guardianes de la basílica. Pero como os mostrabais tan deseoso de transmitir vuestros conocimientos… -Fidelma hizo una mueca y luego sonrió en señal de disculpa ante la expresión petulante del joven, se adelantó y le puso la mano sobre su brazo. Una repentina sonrisa de golfillo pícaro iluminó su rostro.

– Venga, hermano Eadulf. Yo simplemente he hecho constar que los templos son catedrales temporales en comparación con la mayor catedral que es la naturaleza, que los hombres a menudo destruyen con sus miserables construcciones. Últimamente me he preguntado cómo debían de ser las siete colinas de esta extraordinaria ciudad antes de que quedaran ocultas bajo los edificios.

La cara del monje sajón seguía mostrando su mal humor.

– No os enfadéis, Eadulf -Fidelma lo engatusaba con expresión contrita, lamentando haber ofendido su ego-. He de ser fiel a mí misma, pero me interesa todo lo que tenéis que explicarme de Roma. Estoy segura de que esta ciudad tiene mucho más que enseñarme. Venga, caminad un rato conmigo y mostradme de lo que sois capaz.

Enfiló las amplias escaleras y se abrió camino entre los mendigos que se apiñaban abajo, que eran contenidos por custodes de rostro severo. Aquellos ojos oscuros en unos rostros esqueléticos los seguían al pasar y unas manos delgadas, huesudas, se tendían mudas y suplicantes. A Fidelma le había costado varios días acostumbrarse a aquello cuando se dirigía desde su alojamiento al ornado palacio del obispo de Roma.

– Ésta es una escena que no veréis en Irlanda -comentó, señalando con la cabeza a los mendigos-. Nuestras leyes prevén el auxilio de los pobres a fin de que no tengan que recurrir a estos medios para mantenerse a ellos y sus familias.

Eadulf callaba, pues sabía, por sus años pasados en Irlanda, que decía la verdad. Las antiguas leyes del Fenechus aplicadas por los Brehons, o jueces de Irlanda, eran, por lo que el sabía, un código gracias al cual los enfermos no temían la enfermedad ni los desposeídos el hambre. La ley los protegía.

– Resulta triste que tantas personas tengan que mendigar para vivir a la sombra de tal riqueza, en particular cuando la opulencia se dedica a un Dios de los pobres -añadió Fidelma-. Esos obispos y clérigos que viven con tal esplendor deberían leer mejor la epístola de Juan en la que dice: «Quien tiene bienes de este mundo, y vea su hermano padecer necesidad y le cierra sus entrañas, ¿de qué manera permanece el amor de Dios en él?». ¿Conocéis ese pasaje, Eadulf?

Eadulf se mordió el labio. Echó una mirada alrededor, preocupado por el tono de voz de la religiosa irlandesa.

– Cuidado, Fidelma -susurró-, si no queréis que os acusen de seguir la herejía de Pelagio.

Fidelma resopló molesta.

– Roma considera que Pelagio es herético no porque se aleje de las enseñanzas de Cristo, sino porque critica a Roma por hacer caso omiso de ellas. Una simple cita de la primera epístola de Juan, capítulo tres, versículo diecisiete. Si esto es herejía entonces sin duda soy hereje, Eadulf.

Se detuvo, rebuscó en su bolsillo y lanzó una moneda a la mano que tendía un muchachito apartado de los otros mendigos y que miraba con ojos de ciego. La mano se cerró al contacto con la moneda y en su cara picada de viruela se esbozó una sonrisita.

Do el des -sonrió Fidelma, pronunciando la antigua fórmula-. Yo doy, que tú puedes dar.

Siguió caminando, echando miradas a Eadulf, que iba a su lado. Atravesaban un barrio de casuchas, que se extendía en la parte inferior de la colina Esquilina, la más alta y extensa de las siete colinas de Roma con sus cuatro cimas. Fidelma cruzó la

Via Labicana y torció por la amplia Via Merulana que llevaba hasta la cima conocida como el Cispius.

– «Da a quien te pide, y no vuelvas la espalda a quien quiera tomar prestado de ti», citó Fidelma solemnemente a Eadulf, que había observado con desaprobación el gesto caritativo de la monja.

– ¿Pelagio? -preguntó Eadulf, preocupado.

– El evangelio de san Mateo -contestó Fidelma seria-. Capítulo cinco, versículo cuarenta y dos.

Eadulf suspiró profundamente y con inquietud.

– Aquí, mi buen amigo sajón -dijo Fidelma deteniéndose en mitad de un paso y poniéndole una mano sobre el brazo- se ve la naturaleza fundamental de nuestra discusión entre la regla de Roma y la regla que seguimos en Irlanda y, ciertamente, en los reinos de los britanos.

– La decisión de seguir la regla de Roma la tomaron los reinos sajones, Fidelma. No me vais a convertir. Yo no soy más que un simple clérigo y no un teólogo. Por lo que a mí respecta, cuando Oswio de Northumbria tomó la decisión en Streoneshalh de seguir a Roma, ahí se acabó la discusión. No olvidéis que ahora soy el secretario del arzobispo y su intérprete.

Fidelma lo miró divertida y en silencio.

– No temáis, Eadulf. Simplemente estoy bromeando, pues yo todavía no estoy de acuerdo en que Roma tenga razón en todos sus argumentos. Pero, por el bien de nuestra amistad, no volveremos a discutir el tema.

Continuó caminando por la amplia calle con Eadulf junto a ella. A pesar de sus distintas posiciones, Fidelma tenía que admitir que le gustaba estar con Eadulf. Podía tomarle el pelo con sus opiniones opuestas y él siempre caía en la trampa, pero no había enemistad entre ellos.

– Tengo entendido que Wighard ha sido bien recibido por el Santo Padre -comentó al cabo de un rato.

Desde que había llegado a Roma hacía siete días Fidelma apenas había visto a Eadulf. Había oído que Wighard y su séquito habían entrado unos días antes en la ciudad y que los habían invitado a alojarse en el palacio de Letrán en calidad de huéspedes personales del Santo Padre, Vitaliano. Fidelma sospechaba que al obispo de Roma le había encantado la noticia del éxito de Canterbury sobre la facción irlandesa en Streoneshalh.

Al dejar la compañía de Eadulf, al llegar a Roma, a Fidelma le habían recomendado un pequeño hostal en una calle que daba a la Via Merulana, junto al oratorio erigido por Pío I en honor a santa Práxedes. La comunidad del hostal era cambiante, pues estaba formada principalmente por peregrinos cuyos períodos de estancia en la ciudad variaban. La vivienda estaba gobernada por un clérigo galo, un diácono de la Iglesia, Arsenio, y su mujer, la diaconisa, Epifania. Eran una pareja mayor sin hijos, pero eran como un padre y una madre para los visitantes extranjeros, principalmente irlandeses peregrinatio pro Christo, que buscaban alojamiento en su casa.

Durante ya más de una semana lo único que había visto Fidelma de la gran ciudad de Roma era la modesta casa de Arsenio y Epifania y la magnificencia del palacio de Letrán, junto con la más variada pobreza en las calles que separaban ambos edificios.

– El Santo Padre nos ha tratado bien -afirmó Eadulf-. Nos han dado unas habitaciones excelentes en el palacio de Letrán y ya hemos sido recibidos en audiencia. Mañana tendrá lugar un intercambio oficial de presentes, seguido de un banquete. Dentro de catorce días, el Santo Padre ordenará oficialmente a Wighard arzobispo de Canterbury.

– ¿Y entonces iniciaréis el viaje de regreso al reino de Kent?

Eadulf asintió con la cabeza.

– ¿Y vos regresaréis pronto a Irlanda? -preguntó él, mientras dirigía una mirada rápida hacia ella.

Fidelma hizo una mueca.

– Tan pronto como pueda entregar las cartas de Ultan de Armagh y la consueta de mi casa de Kildare sea bendecida. Llevo ya mucho tiempo fuera de Irlanda.

Durante un rato caminaron en silencio. En la calle polvorienta hacía calor a pesar de los cipreses fragantes y resinosos bajo cuya sombra los comerciantes se reunían para comprar y vender sus mercancías. El tráfico arriba y abajo de la Via, una de las calles principales de la ciudad, era continuo. Sin embargo, por encima de todo el bullicio del trasiego, Fidelma oía el chirrido de los grillos, que intentaban mantenerse al fresco bajo el calor sofocante. Sólo cuando una nube atravesó el sol, el extraño ruido cesó de forma repentina. A Fidelma le había llevado su tiempo descubrir el significado de los sonidos.

Las laderas situadas tras la Esquilina eran una zona de pocos habitantes, un área de casas ricas, viñas y jardines. Servio Tulio había construido allí su robledal ornamental, Fagutalis había plantado un hayedo, era el hogar del poeta Virgilio, Nerón había construido su «Casa Dorada» y Pompeyo había planeado su campaña contra Julio César. Eadulf, en los dos años que llevaba en Roma, la había llegado a conocer bastante bien.

– ¿Habéis visto ya muchas cosas de Roma? -preguntó de repente Eadulf, rompiendo el silencio.

– Desde que estoy aquí me esfuerzo en entender por qué una Iglesia de los pobres se engalana con tales riquezas… no -se echó a reír la muchacha mientras veía cómo él fruncía el ceño-, no, no volveré a hablar más de ello. ¿Qué me haríais ver vos?

– Bueno, está la basílica de Pedro en la colina Vaticana, donde está enterrado el gran pescador, el guardián del Reino de los Cielos. Cerca yace también el cuerpo de san Pablo. Pero uno tiene que acercarse a esas tumbas con gran arrepentimiento, pues se dice que les suceden cosas terribles a los hombres y mujeres que se aproximan a ellas sin humildad.

– ¿Qué cosas terribles? -inquirió Fidelma, recelosa.

– Se decía que cuando el obispo Pelagio -no el de la herejía, que nunca fue obispo de Roma, sino el segundo Santo Padre que llevó ese nombre- quiso cambiar las cubiertas de plata que están situadas sobre los cuerpos de Pedro y Pablo, tuvo al acercarse a ellos una aparición que le causó gran terror. El capataz encargado de las mejoras murió en el acto y todos los monjes y sirvientes de la iglesia que vieron los restos murieron en un lapso de diez días. Dicen que fue porque el Santo Padre llevaba el nombre de un hereje y por ello se ha decretado que ningún papa vuelva a llevar el nombre de Pelagio en el futuro.

Fidelma entrecerró los ojos mientras examinaba los agraciados rasgos del monje. ¿Estaba devolviéndole sutilmente la jugada con esa historia?

– Pelagio… -empezó ella, con un tono de voz amenazador, pero de repente Eadulf soltó una carcajada, incapaz de mantener la cara seria.

– Dejémoslo, Fidelma. Pero os juro que la historia es cierta. Hagamos las paces.

Fidelma frunció los labios, molesta, pero luego sus rasgos se relajaron y mostró una sonrisa.

– Dejaremos el peregrinaje a la tumba de san Pedro para otro día -contestó-. La diaconisa de la casa donde me alojo nos llevó a mí y a algunos otros a un lugar donde se dice que estuvo prisionero Pedro. Era asombroso. En la celda había un montón de cadenas y había un clérigo que estaba preparado y listo con una lima que, por un precio increíble, haría limaduras; nos aseguró que ésas eran las cadenas que había llevado Pedro. El peregrinaje santo a Roma parece haberse convertido en un negocio que produce grandes sumas de dinero.

Desde hacía un rato se daba cuenta de que el monje sajón iba echando miradas por encima de su hombro.

– Hermana, hay un monje de rostro redondo y con una tonsura que debe de ser irlandesa o britana que nos está siguiendo. Si miráis rápidamente hacia atrás, a vuestra derecha, lo veréis bajo la sombra de un ciprés al otro lado de la calle. ¿Lo conocéis?

Fidelma se quedó observando a Eadulf sorprendida y luego se giró rápidamente en la dirección que él le había indicado.

Durante un momento sus ojos se encontraron con los ojos castaños sorprendidos y bien abiertos de un hombre de mediana edad. Iba, tal como Eadulf había dicho, con una tonsura que situaba su lugar de origen en Irlanda o Britania, es decir, llevaba afeitada la parte anterior de la cabeza a partir de una línea que iba de oreja a oreja. Llevaba una ropa sencilla y su cara era redonda como un pan. Se quedó paralizado al notar la mirada de Fidelma, el color de su rostro se intensificó, dio un giro repentino y desapareció inmediatamente entre la muchedumbre, por detrás de la fila de cipreses que había en el otro extremo de la calle.

Fidelma se dio la vuelta con expresión preocupada.

– No lo conozco. Sin embargo, parecía ciertamente interesado en mí. ¿Decís que nos estaba siguiendo?

Eadulf asintió rápidamente con la cabeza.

– Lo descubrí en las escaleras del palacio de Letrán. Nos siguió cuando empezamos a ascender por la Via Merulana. Primero pensé que se trataba de una coincidencia. Luego me di cuenta de que cuando nos detuvimos hace un rato, él también lo hizo. ¿Estáis segura de que no lo conocéis?

– Sí. Tal vez es de Irlanda y me oyó hablar. ¿Quizá quería hablar conmigo de casa y no se ha atrevido?

– Puede que sea eso -contestó Eadulf, poco convencido.

– Bueno, ahora ya se ha ido -dijo Fidelma-. Sigamos caminando. ¿De qué estábamos hablando?

Eadulf la imitó con desgana.

– Creo que estabais mostrando vuestro desacuerdo con Roma otra vez, hermana.

Los ojos de Fidelma brillaron.

– Así era -admitió-. Incluso encontré, en la comunidad donde me alojo, que hay libros para guiar a los peregrinos a los lugares de interés donde se pueden encontrar santuarios y catacumbas y en los que se convence a los peregrinos de que se desprendan del dinero que tienen para llevarse reliquias y recuerdos. Hay una guía de ese tipo en la comunidad titulado Notitia Ecclesiarum Urbis Romae…

– Pero es necesario que exista un memorial en el que se relate dónde se hallan los lugares de culto y quién está enterrado en ellos -interrumpió Eadulf protestando.

– ¿También resulta necesario que se cobren grandes sumas a los peregrinos a cambio de proporcionarles ampullae o frascos que pretenden provenir del aceite de las lámparas de las catacumbas y santuarios? -soltó Fidelma-. Me cuesta creer que el aceite de las lámparas de los santuarios de los santos pueda tener poderes milagrosos.

Eadulf dejó escapar un suspiro y sacudió la cabeza con resignación.

– Tal vez deberíamos evitar la visita de tales lugares.

Fidelma se volvió a sentir inmediatamente contrita.

– Una vez más he dejado que mi lengua traicionara mis pensamientos, Eadulf. Perdonadme, por favor.

El sajón intentó mostrar desaprobación. Quería seguir manifestando su malestar pero cuando Fidelma esbozó su sonrisa burlona de pilluela…

– Muy bien. Busquemos algo en lo que podamos estar ambos de acuerdo, Fidelma. Conozco… no lejos de aquí está la iglesia de santa María de las Nieves.

– ¿De las Nieves?

– Por lo que sé, una noche de agosto la Virgen se apareció a Liberio, entonces obispo de Roma, y a un patricio llamado Juan, y les dijo que construyeran una iglesia en la Esquilina, en el lugar donde encontraran un manto de nieve a la mañana siguiente. Efectivamente, hallaron una placa de nieve recubriendo la zona exacta donde se debía construir la iglesia.

– Esas historias se cuentan de muchas iglesias, Eadulf, ¿por qué había de tener ésta mayor interés?

– Esta noche se va a celebrar una misa especial en recuerdo de san Aidán de Lindisfarne, que murió tal día como hoy, hace trece años. Asistirán muchos peregrinos irlandeses y sajones.

– Entonces también iré yo -dijo Fidelma-, pero primero quisiera visitar el Coliseo, Eadulf, para ver dónde encontraron su fin los mártires de la fe.

– Muy bien. Y no volveremos a hablar más de las diferencias entre Roma, Canterbury y Armagh.

– De acuerdo -confirmó Fidelma.

Un poco más lejos, el monje con cara de pan, cuidadosamente oculto entre los cipreses, siguió su caminar por la Via Merulana con los ojos entornados.


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