Capítulo 9

Furio Licinio los condujo por los muchos patios y jardines del palacio de Letrán hasta que salieron, a través de una puerta lateral de las murallas, a las laderas de la colina de Celio. Incluso Fidelma quedó impresionada por los extensos terrenos del palacio. Por una vez Licinio se mostró satisfecho de poder mostrar sus conocimientos señalando un edificio que se veía desde el lugar en que estaban.

– Ése es el Sancta Sanctorum -dijo indicando una capilla que descollaba. Se dio cuenta de que Fidelma fruncía el ceño y se permitió dar una explicación-. El Sanctorum es la capilla privada del Santo Padre que ahora alberga la Scala Santa , la verdadera escalera por la que bajó Jesucristo desde la casa del gobernador Pilato después de que fuera condenado.

Fidelma alzó las cejas con escepticismo.

– Pero esa casa estaba en Jerusalén -señaló.

Licinio esbozó una sonrisa de satisfacción al percibir que tenía conocimientos que Fidelma no tenía.

– Santa Elena, madre del gran Constantino, trajo la escalera desde Jerusalén (veintiocho escalones de mármol tirio) que incluso el Santo Padre ha de subir sólo de rodillas. Encontró la escalera en el mismo momento en que encontró la verdadera cruz, enterrada en la colina del Calvario, el mismo madero sobre el que el Salvador sufrió condena.

Fidelma había oído la historia de que la anciana madre del emperador Constantino había encontrado, hacía unos trescientos años, la verdadera cruz. Tenía dudas de que tal objeto de madera se hubiera podido identificar con certeza, pero se sentía algo culpable por atreverse a cuestionar el asunto.

– He oído que la piadosa Elena envió barcos llenos de reliquias de Tierra Santa, incluso pedazos de madera del Arca de la Alianza -se permitió comentar mostrando sus dudas al respecto.

Licinio estaba serio.

– Permitidme que os la muestre, hermana, pues estamos muy orgullosos de las sagradas reliquias que tenemos aquí en el palacio de Letrán.

El joven hubiera olvidado qué era lo que buscaban realmente y hubiera regresado, tal era su entusiasmo por mostrárselo a la joven. Fidelma lo frenó poniéndole la mano en el hombro.

– Tal vez más tarde, Furio Licinio. Lo primero es lo primero. Ahora tenemos que examinar el alojamiento de Ronan Ragallach.

Licinio enrojeció furioso al darse cuenta de cuánto se había dejado llevar por su entusiasmo juvenil. Inmediatamente señaló hacia el acueducto del otro lado de la plaza en la que estaban, en el extremo este de los terrenos del palacio.

– Aquel edificio de allí es el hostal gobernado por Bieda.

El alojamiento del hermano Ronan Ragallach estaba en una casa pequeña y ruinosa junto al Aqua Claudia, tal como Furio Licinio les había explicado. Los impresionantes arcos de piedra del acueducto se alzaban a muchos metros de altura, de manera que incluso Fidelma se sintió obligada a admirar su inmensidad.

La pensión estaba construida bajo la sombra del acueducto, casi debajo de uno de los grandes arcos.

Había un único miembro de los custodes del palacio haciendo guardia en el exterior de la casa de Bieda.

– Está apostado ahí por si el hermano Ronan Ragallach intenta regresar -explicó el joven tesserarius mientras se adentraba en el sórdido edificio.

Fidelma resopló con desprecio.

– Dudo que el hermano Ronan Ragallach sea tan poco inteligente como para hacer eso, sabiendo que éste es el primer lugar en que se le buscará.

Licinio apretó las mandíbulas. Todavía no estaba acostumbrado a las críticas de una mujer o a que le diera órdenes. Había oído hablar de las mujeres de Irlanda, Britania y Galia, que ocupaban una posición en la sociedad muy diferente a la de las mujeres de Roma. Éstas sabían cuál era su lugar y se quedaban en casa. Resultaba muy poco digno que una mujer, una mujer extranjera, pudiera darle órdenes. Sin embargo, procuraba recordar que el gobernador militar, el Superista Marino, le había dicho claramente cuál era su deber. Tenía que servir y obedecer a esa mujer, y al suave y casi tímido religioso sajón.

Cuando empezaron a subir las escaleras de la casa a oscuras, una mujer bajita de mediana edad surgió de una habitación de la planta baja, vio el uniforme de Licinio y soltó una retahila de insultos en el curioso dialecto de las calles de Roma. Fidelma apenas pudo entender una palabra, aunque se enteró de que lo que la mujer le decía al joven tesserarius no era adulador. Captó el final de la frase que invitaba a Licinio «ad malam crucem»!

– ¿Por qué está esta mujer tan disgustada? -preguntó la muchacha.

Licinio fue incapaz de contestar antes de que la mujer se adelantara y se dirigiera a Fidelma, hablando con mayor lentitud para que se la entendiera:

– ¿Quién me va a pagar por esta habitación vacía? El hermano extranjero no va a regresar ahora para darme lo que me debe. Todo un mes, eso es, pues no había pagado nada. Y ahora, con todos los peregrinos que hay en Roma y teniendo yo una habitación vacía, no se la puedo alquilar a otros, ¡todo por culpa de las órdenes de este catalus vulpinus!

Fidelma sonrió con cierto cinismo.

– Calmaos. Estoy segura de que seréis compensada, pues cuando hayamos acabado, si el hermano Ronan Ragallach no regresa, podréis vender las pertenencias que haya dejado, ¿no os parece?

La mujer no llegó a percibir el cinismo que contenía la voz de Fidelma.

– ¡Ésta si que es buena! -exclamó con socarronería-. Nunca le he arrendado una habitación a un peregrino irlandés que tuviera más posesión que las ropas que llevaba encima. No tiene dinero. No hay pertenencias en su habitación que puedan venderse o alquilarse. ¡Continuaré pobre!

– Sin duda alguna, ya os habéis asegurado de que no hay nada de valor -preguntó Fidelma secamente.

– Por supuesto que he…

De repente la mujer cerró la boca.

Furio Licinio frunció el ceño con ira.

– Se os ordenó que no entrarais en la habitación hasta que os lo dijeran -dijo él, amenazante.

La mujer hizo una mueca agresiva.

– Se os da muy bien dar órdenes. Seguro que nunca os ha faltado una comida.

– ¿Habéis retirado algo de la habitación del hermano Ronan Ragallach? -preguntó Fidelma con severidad-. Decid la verdad o lo lamentareis.

La mujer le devolvió una mirada de asombro a Fidelma.

– No, no he tocado…

Su voz se desvaneció ante el examen penetrante y bajó los ojos.

– Una tiene que vivir, hermana. Corren tiempos difíciles. Una tiene que vivir.

– Hermano Eadulf, id con esta mujer y ved qué ha sacado de la habitación de Ronan Ragallach. Si no sois honesta, mujer, se os descubrirá y las mentiras no sólo son recompensadas con el castigo en este mundo.

La mujer inclinó la cabeza hoscamente.

El hermano Eadulf miró a Fidelma reprimiendo una sonrisa, sabedor de que su tono duro era con frecuencia fingido. Él asintió brevemente con la cabeza y se giró hacia la mujer.

– Vamos ahora -dijo ceñudo. Enseñadme lo que os habéis llevado y deprisa.

Furio Licinio se dio la vuelta y siguió subiendo la escalera al ver que Fidelma le decía con la mano que continuara.

– ¡Estos malditos campesinos! -murmuró-. Le robarían a uno si estuviera enfermo y moribundo. No tengo tiempo para ellos.

Fidelma decidió no contestar y lo siguió en silencio hasta una habitación pequeña en el piso superior. Era oscura y lúgubre; olía a cerrado, a sudor y a comida.

– Me pregunto cuánto pedirán por este agujero -musitó Licinio, empujando la puerta e invitando a Fidelma a entrar-. Hay muchos ladrones como éstos que alquilan habitaciones a los peregrinos que vienen a Roma y hacen grandes fortunas haciéndoles pagar más de lo debido.

– Vos me dijisteis que este hostal no está controlado por la Iglesia -dijo Fidelma-. ¿Pero seguro que la Iglesia tiene algo que decir respecto a los alquileres en la ciudad?

Licinio esbozó una sonrisa.

– Bieda es un comerciante de poca monta que saca provecho de varias propiedades. En cada una alquila un quae res domestic dispensat…

– ¿Un qué? -preguntó Fidelma.

– Alguien que gobierne la casa por él, como la mujer de abajo. El bueno de Bieda probablemente deduce el coste de esta habitación de su salario.

– Bueno, está mal que la mujer saque cosas de este cuarto, pero no me gustaría verla sufrir si sus ingresos dependen de que la habitación esté ocupada.

Furio Licinio emitió un resoplido de desaprobación.

– Los que son como ella sobreviven de todas maneras. ¿Qué deseabais ver?

Fidelma miró hacia el interior de la sombría habitación. Aunque las contraventanas no estaban cerradas, la diminuta ventana dejaba pasar poca luz al interior de la estancia, pues el cielo quedaba oculto por el alto acueducto del exterior.

– Mi primera prioridad sería simplemente poder ver -se quejó-. ¿Hay una vela por aquí?

Licinio consiguió encontrar un cabo de vela junto a la cama y lo encendió.

Apenas había nada en el cuarto, aparte de la tosca cama de madera cubierta por una manta que apestaba a sudor y una almohada, y una mesita y una silla junto a ella. Un gran sacculus colgaba de un gancho clavado en la pared. Fidelma lo bajó y vertió el contenido sobre la cama. No había nada de interés, salvo las ropas de repuesto del hermano Ronan Ragallach y unas sandalias. Sus enseres para el afeitado estaban sobre la mesa, junto a la cama.

– Una vida bien austera, ¿eh? -dijo Licinio sonriendo burlonamente, permitiéndose un cierto placer al percibir el desconcierto en la cara de Fidelma.

Fidelma no contestó, volvió a apretujar las ropas en el interior del sacculus y lo colgó de nuevo en el gancho. Luego examinó la habitación concienzudamente. Ciertamente, no había nada que indicara que alguien había vivido durante algunos meses en aquel lugar. Se dirigió hasta la cama y empezó a deshacerla con cuidado. Diez minutos después todavía no había hallado algo que compensara el trabajo.

Furio Licinio permanecía apoyado en el marco de la puerta y la observaba con interés.

– Ya os dije que no se había encontrado nada -dijo. Sin embargo, su voz denotaba un claro alivio, después de la humillación sufrida en las estancias de Wighard.

– Así lo entendí.

Fidelma se inclinó y miró por el suelo. Nada más que polvo. Se sobresaltó al ver unos escarabajos negros que correteaban aquí y allá.

– ¿Qué son? ¡Asquerosas criaturas!

Scarabaeus -contestó Furio Licinio lacónicamente, al ver lo que producía consternación a la mujer-. Cucarachas. Estas casas viejas están llenas de ellas.

Fidelma estaba a punto de levantar los pies con asco cuando vio algo medio oculto junto a la cama. Se inclinó hacia adelante, intentando no hacer caso de las cucarachas. Era un trocito de papiro. Por la textura se dio cuenta de que no era vitela. Estaba tan pisoteado y cubierto de porquería que apenas se distinguía de la mugre del suelo.

Alzó el cabo de vela y lo observó de cerca.

Era claramente un trocito de un papiro mayor; un cuadrado irregular que no medía más de unas pulgadas de lado. Había unos jeroglíficos extraños escritos en él, pero ella no los podía reconocer. Los caracteres no eran ni griegos ni latinos, ni siquiera pertenecían a la antigua escritura Ogham de su tierra.

Se lo tendió al mortificado Furio Licinio con una sonrisa apretada.

– ¿Qué os parecen estas letras? ¿Las podéis identificar?

Furio Licinio echó una mirada al trozo de papiro y negó con la cabeza.

– No he visto este tipo de escritura antes -dijo lentamente, y luego añadió, a fin de que los custodes no se vieran de nuevo humillados por esa mujer-: ¿creéis que tiene importancia?

– Quién sabe -contestó Fidelma encogiéndose de hombros y poniendo el trocito de papiro en su marsupium-. Ya veremos. Pero tenéis razón, Furio

Licinio, no hay nada en esta habitación que pueda ayudarnos en ese momento.

Se oyeron entonces pasos en la escalera. Eadulf entró en la estancia con una sonrisa en la boca y acarreando un montoncito de objetos.

– Me temo que me ha costado algo de tiempo recuperar todo. Al menos, creo que esto es todo. Hemos llegado justo a tiempo para evitar que la buena mujer de abajo vendiera estos objetos -dijo con una sonrisa burlona.

Uno a uno fue colocando los objetos sobre la cama: un cordón para la oración; un crucifijo, no muy trabajado, pero ciertamente con algún valor; una crumena, o bolsa, vacía; diversos objetos de veneración presumiblemente comprados en los templos del lugar y dos evangelios pequeños, uno de Mateo y otro de Lucas.

Furio Licinio soltó una risita cínica.

– ¿El alquiler de un mes, eh? Esto hubiera pagado el alojamiento durante tres meses o más en este tugurio. Sin mencionar las monedas que deben de haber desaparecido de la crumena.

Fidelma estaba examinando los dos evangelios con gran cuidado, giraba las páginas una a una como si esperara que algo cayera de entre ellas. Estaban en griego pero no eran una buena edición. No había nada entre las hojas. Cuando acabó dejó escapar un suspiro.

– ¿No habéis encontrado nada? -preguntó Eadulf, mientras echaba una ojeada a la habitación.

Fidelma negó en silencio, pensando que él se refería a su búsqueda entre las páginas de los evangelios.

– ¿Paneles ocultos?

Fidelma se dio cuenta de que se refería al registro de la habitación del hermano Ronan Ragallach.

Furio Licinio sonrió.

– El decurión Marco Narses ya ha buscado lugares donde se pudiera ocultar algo.

– Sin embargo… -Eadulf le devolvió la sonrisa y empezó a examinar las paredes a conciencia, dando golpecitos con los nudillos y escuchando el sonido al golpear. Esperaron hasta que hubo recorrido todas las paredes y el suelo y regresó sonriendo con cierta vergüenza.

– El decurión Marco Narses estaba en lo cierto -dijo en tono de broma a Licinio-. No hay ningún sitio donde el hermano Ronan Ragallach pudiera esconder los objetos robados del baúl de Wighard.

Fidelma había recogido las pertenencias del hermano Ronan Ragallach y las había puesto en el sacculus, que había descolgado de la pared.

– Nos llevaremos esto por seguridad, Furio Licinio. Podéis decirle a la mujer que cuando estemos satisfechos se los devolveremos, a falta del pago pendiente. Pero el diácono Bieda ha de venir a reclamarlo y presentar las cuentas del alojamiento al mismo tiempo.

El joven tesserarius esbozó una sonrisa de aprobación.

– Será como decís, hermana.

– Bien. Deseabais interrogar al hermano Sebbi antes de la cena y, con suerte, a la abadesa Wulfrun y a sor Eafa después. Pero creo que se hace demasiado tarde.

– ¿No sería una buena idea investigar más acerca de este Ronan Ragallach? -inquirió Eadulf-. Nos hemos estado centrando en el círculo de Wighard, pero no se ha examinado en absoluto la información sobre el verdadero acusado de matarlo.

– Dado que Ronan Ragallach ha huido de la prisión, eso resultará difícil -contestó Fidelma secamente.

– Yo no me refería a interrogar a Ronan Ragallach -dijo Eadulf-. Yo pensaba, quizá, que ha llegado el momento de ver el lugar dónde trabajaba Ronan e

interrogar a sus compañeros.

Fidelma se dio cuenta de que Eadulf estaba absolutamente en lo cierto. Había pasado por alto esa cuestión.

– Estaba empleado en un cargo inferior en el Munera Peregrinitatis -el Secretariado de Exteriores -interrumpió Licinio.

Fidelma se reprendió a sí misma interiormente. Tenía que haber examinado el lugar de trabajo de Ronan Ragallach antes.

– Entonces -dijo con un tono estudiado-, lo siguiente que hemos de examinar por todos los medios es este Secretariado de Exteriores.


* * *

En la estancia que el gobernador militar había dispuesto para ellos, Eadulf había preparado unas tablillas de arcilla y el estilo y estaba apuntando las notas concernientes a los puntos más destacados de la entrevista con el abad Puttoc y el interrogatorio al hermano Eanred. Al llegar al palacio se habían enterado de que el departamento del Munera Peregrinitatis, donde había estado empleado Ronan Ragallach como scriptor, estaba cerrado y su superior estaba cenando.

Con gran enojo, Fidelma descubrió que no había sido previsto que cenaran en el refectorio principal del palacio, así que enviaron a Furio Licinio a conseguirles algo para comer y beber mientras ellos regresaban a la habitación.

Mientras Eadulf se afanaba tomando notas, Fidelma guardó los objetos recogidos en el hostal. Cuando hubo acabado, la muchacha regresó a la mesa, se sentó y colocó dos objetos sobre ella y los examinó con curiosidad. El pedacito de tela de saco que había recogido entre las astillas de la puerta de Eanred y el trocito de papiro.

Eadulf levantó la vista de lo que estaba escribiendo e hizo una pausa frunciendo el ceño.

– ¿Qué es eso? -preguntó.

– Ojalá estuviera segura -contestó Fidelma con franqueza-. Probablemente estas cosas no tienen nada que ver con la investigación.

– Ah, la tela de saco -dijo Eadulf con una mueca de desdén al reconocer el trocito-. ¿Y lo otro?

Fidelma se disculpó.

– Lo siento, olvidé mencionarlo. Un trozo de papiro que encontré en el suelo de la habitación de Ronan Ragallach. No me sirve de nada.

Se lo alargó a Eadulf.

– Hay algo escrito -observó Eadulf.

– Jeroglíficos extraños -dijo Fidelma con un suspiro-. No tengo ni idea de lo que son.

Eadulf sonrió ampliamente.

– Eso tiene fácil respuesta. Es la lengua de los árabes. Los que siguen al profeta Mahoma.

Fidelma se lo quedó mirando sorprendida y boquiabierta.

– ¿Cómo lo sabéis? -inquirió-. ¿Acaso domináis esa lengua?

El rostro de Eadulf era todo engreimiento.

– Ni mucho menos. Ojalá. No voy a decepcionaros. Pero he visto antes esa escritura, cuando estuve anteriormente viviendo en Roma. Los jeroglíficos son inconfundibles y no he olvidado su forma. Puede ser otra lengua que utiliza la misma grafía, pero yo diría que es probablemente la escritura utilizada por los árabes.

Fidelma miró el papiro y frunció los labios pensativa.

– ¿Dónde podríamos encontrar en Roma a alguna persona que pueda descifrar los caracteres que hay aquí escritos?

– Debería haber alguien, quizás en el Munera Peregrinitatis…

Fidelma le lanzó una mirada rápida. Eadulf se dio cuenta de repente de lo que había dicho.

– Justo el sitio donde trabajaba nuestro amigo Ronan Ragallach -musitó. Luego se encogió de hombros-. ¿Pero es esto relevante?

Llamaron discretamente a la puerta.

Fidelma cogió el trozo de papiro y el de tela de saco y los metió en su marsupium.

– Eso lo veremos -dijo, antes de gritar-: ¡Entrad!

Un hombre delgado y nervudo, de cabello castaño y tez de color cetrino, abrió la puerta. Uno de sus ojos marrones bizqueaba ligeramente, de manera que Fidelma, a veces, tenía problemas para saber a qué ojo mirar. El rostro le resultaba familiar a la monja, pero no lograba identificarlo.

Eadulf reconoció inmediatamente al religioso.

– ¡Hermano Sebbi!

El hombre nervudo sonrió.

– Me dijo un custos que deseabais hablar conmigo, y como ya he acabado de cenar, pregunté dónde os podía encontrar.

– Entrad y sentaos, hermano Sebbi -le invitó Fidelma-. Nos habéis ahorrado el trabajo de ir a buscaros. Yo soy Fidelma.

El hermano Eadulf asintió con la cabeza mientras tomaba asiento.

– Fidelma de Kildare. Ya lo sé. Yo estaba en Witebia cuando vos y el hermano Eadulf aclarasteis el misterio de la muerte de la abadesa Etain. -Hizo una pausa y esbozó una mueca-. Esto es un mal asunto, muy malo.

– ¿Así que ya sabéis en lo que estamos, Sebbi? -preguntó Fidelma.

Sebbi dibujó una sonrisa burlona en sus labios delgados.

– No se habla de otra cosa en todo el palacio de Letrán, hermana. El obispo Gelasio os ha encargado a vos y al hermano Eadulf investigar las circunstancias de la muerte de Wighard, igual que Oswio os encargó dar con el asesino de la abadesa Etain en Witebia.

– Quisiéramos saber por dónde andabais en el momento de la muerte de Wighard -añadió Eadulf.

La sonrisa de Sebbi se hizo más amplia.

– Dormido, si tuviera sentido común.

– ¿Y tenéis sentido común, hermano Sebbi?

Sebbi se puso un momento serio y luego volvió a aparecer en su rostro la sonrisa burlona.

– Veo que tenéis sentido del humor, hermana. Yo estaba en la cama, dormido. Me despertó un ruido en el pasillo. Fui hasta la puerta y vi a varios custodes alrededor de la entrada a la habitación de Wighard. Pregunté qué pasaba y me lo dijeron.

– ¿Había alguien más por allí? Quiero decir Puttoc, por ejemplo.

Sebbi negó con la cabeza.

– ¿Pero el ruido os despertó?

– Sí.

– Así que era fuerte.

– Por supuesto. Se oían gritos y pisadas.

– ¿No os sorprendió que el abad Puttoc, cuya habitación está junto a vuestro cubiculum, siguiera durmiendo a pesar del escándalo?

Eadulf lanzó una mirada de inquietud a Fidelma, claramente preocupado por que todavía conservara dudas respecto a la declaración de Puttoc como represalia por el trato que le había dado el abad.

– No -contestó Sebbi inclinándose más sobre la mesa-. Se sabe que el abad ingiere pócimas para dormir, pues sufre de insomnio. Toma medicación como otros toman alimentos.

– ¿Lo sabéis de oídas, Sebbi, o con certeza? -inquirió Fidelma.

Sebbi hizo un gesto con su mano.

– Yo he servido bajo las órdenes del abad en Stanggrund durante quince años. Lo sé. Pero preguntadle a Eanred, su criado. Es un hecho. Eanred siempre lleva consigo una bolsa de medicaciones. Cada noche Eanred tiene que hacer un mejunje con hojas de morera, prímula y gordolobo y lo echa en un vino que Puttoc se bebe.

Fidelma lanzó una mirada a Eadulf, quien asintió con la cabeza.

– Un brebaje para dormir que se usa con frecuencia.

Sebbi continuó.

– Puttoc vive de sus medicinas. Probablemente por eso se trajo a Eanred aquí. Sólo Eanred es capaz de poner remedio al insomnio de Puttoc. Puttoc nunca va muy lejos sin su criado.

Fidelma sentía curiosidad.

– ¿Un criado?

– Eanred era un esclavo antes de que el abad Puttoc lo comprara y lo liberara conforme a la fe de la santa Iglesia. Pero Eanred todavía se considera un hombre de Puttoc, aunque sea libre.

– ¿Cómo sucedió todo esto, Sebbi? -preguntó Fidelma.

– Bueno, durante los días de Swithhelm, que gobernaba a los sajones orientales, pocos en el reino observaban la fe. Hace siete años, Puttoc decidió viajar a aquella tierra con la intención de hacer que las ovejas perdidas regresaron al redil. Porque yo había crecido allí… de hecho, me pusieron el nombre del príncipe Sebbi que ahora gobierna en aquella tierra, el abad Puttoc me eligió a mí para que lo acompañara. Cuando llegamos a la corte de Swithhelm encontramos a Eanred, que era un esclavo que estaba esperando ser ejecutado.

Sebbi hizo una pausa y al comprobar que no hacían ningún comentario continuó.

– En una conversación con Swidihelm surgió el tema de que el rey lamentaba la inminente muerte de su esclavo, pues Eanred tenía una buena reputación como herbolario y sanador. Pero si un esclavo mata a su amo, tiene que haber un castigo. Ha de pagar con su vida a menos que otra persona compense a los parientes del amo muerto, pagándoles su wergild y luego comprando al esclavo. Pero, ¿quién quiere comprar a un esclavo que ya a matado a un amo?

– ¿Así que Eanred era esclavo de Swithhelm? -preguntó Fidelma.

– Oh, no. Eanred pertenecía a un granjero llamado Fobba, instalado cerca de la orilla norte del río Támesis.

– ¿Cómo llegó a ser esclavo Eanred? -quiso saber Eadulf-. ¿Fue capturado o ya nació así?

– Sus padres lo vendieron como esclavo cuando era un niño, durante una época de gran hambruna, para tener de qué vivir -contestó Sebbi-. En nuestras tierras un esclavo es una propiedad, como un caballo u otro tipo de ganado, que se puede comprar o vender. -Sonrió cínicamente, al ver la expresión de repulsa en el rostro de Fidelma-. La fe detesta esta práctica pero la ley de los sajones es más antigua que su conversión a la fe y por tanto la Iglesia tiene que tolerar.

Fidelma hizo un gesto impaciente con su mano. Conocía muy bien por experiencia los problemas a los que se enfrentaban los misioneros irlandeses en el proceso de conversión de los paganos sajones. Hacía apenas setenta años que los sajones habían empezado a abandonar a sus dioses guerreros y sanguinarios y se habían convertido al cristianismo. Muchos todavía se aferraban a sus antiguas creencias, e incluso los cristianos mezclaban la nueva fe con las viejas costumbres.

– ¿Así que Eanred fue vendido como esclavo y al crecer mató a su amo?

– Así es. Puttoc, que siempre estaba pendiente de su salud y buscando de pócimas para prevenir sus achaques, se sintió intrigado. Eanred, aunque aparentemente simple y falto de luces, era, así nos dijeron, un genio cuando se trataba de buscar hierbas y plantas con propiedades curativas. La gente de todo el reino iba a la tun de Fobba para pagarle por los remedios que proporcionaba Eanred.

– Después de pensarlo, Puttoc le hizo una propuesta a Swithhelm. Le pidió al rey que retrasara la ejecución un día más. Le dijo al rey que había sufrido insomnio la noche anterior. Si aquella noche Eanred era capaz de preparar una pócima que le proporcionara somnolencia entonces él, Puttoc, estaría dispuesto a comprar a Eanred y pagar el wergild.

– ¿Este wergild del que habláis, qué es? -preguntó Fidelma.

– Son los medios por los que se define la posición social de un hombre -intervino Eadulf, que anteriormente había sido un gerefa hereditario o magistrado de su gente-. Son los medios gracias a los cuales un gerefa puede fijar la magnitud de la compensación que se ha de pagar a los familiares de un hombre asesinado o fijar otro tipo de compensaciones legales. Por ejemplo, un noble eorlcund tiene un wergild de trescientos chelines.

– Ya entiendo. Tenemos el mismo sistema de medición en Irlanda, donde la multa se llama eric, en la que se fija un eneclann o «precio de honor» para el rango de todos los ciudadanos. En nuestra sociedad el «precio de honor» disminuye, como castigo, si se encuentra a alguien culpable de un crimen o de un delito menor. Sí, ahora ya entiendo qué es el wergild. Continuad -y se reclinó, satisfecha de nuevo conocimiento.

– Bien -continuó Sebbi-, al rey le gustó la idea, pues sin duda iba a percibir una comisión por la transacción, cuando ésta se completara. Mandaron sacar a Eanred de la celda y le pidieron que preparara una pócima para que el abad pudiera dormir. Así lo hizo. A la mañana siguiente, Puttoc se presentó ante el rey entusiasmado. La poción había funcionado. Convocaron a los parientes del amo asesinado y se pidió una wergild de cien chelines, más cincuenta chelines por la persona de Eanred.

Eadulf se reclinó en su asiento dejando escapar un silbido.

– Ciento cincuenta chelines es una gran suma -observó-. ¿De dónde sacó el abad Puttoc esa cantidad?

Sebbi se inclinó hacia adelante con un guiño.

– La Iglesia favorece la liberación de esclavos y la supresión del comercio con ellos. La Iglesia exige manumitir a los esclavos como un acto de caridad. Esa acción la pagó la abadía y la transacción fue debidamente anotada como una de sus liberaciones.

– Sigue siendo una suma importante.

– La suma es la que establece la ley -replicó Sebbi-. Ambas wergild están fijadas legalmente.

– Pero un esclavo no tiene wergild -hizo notar Eadulf.

– Sin embargo, un esclavo tiene su valor establecido.

– Así que Eanred fue comprado y liberado por Puttoc -concluyó Fidelma-. Pero no por motivos de caridad cristiana, sino por su talento como sanador para ayudar a que el abad durmiera por las noches.

– Lo habéis entendido bien, hermana -afirmó Sebbi en un tono bastante protector.

– ¿Cuándo fue eso?

– Como ya he dicho, hará unos siete años.

– ¿Así que Eanred fue liberado y estaba tan agradecido a Puttoc que se convirtió y regresó a la abadía de Northumbria con los dos? -preguntó Fidelma con cinismo.

Una vez más, Sebbi sonrió irónicamente al percatarse del tono despectivo.

– Eso no es exactamente como sucedió, hermana. Como vos sabéis, Eanred es un hombre simple. Ha sido un esclavo desde que era pequeño. Puttoc no le explicó a Eanred los detalles de su liberación hasta que hubimos regresado al monasterio. Le hizo creer a Eanred que el precio de salvarlo de la horca era que fuera el criado de Puttoc. En cuanto a la conversión de Eanred al cristianismo, no estoy seguro de que lo entienda con profundidad. Para él puede que Cristo sea simplemente otra deidad como

Woden o Thunor o Freya. ¿Quién sabe lo que pasa por su cabeza?

Fidelma intentó esconder su perplejidad ante aquella crítica abierta que hacía Sebbi de Puttoc.

– Parece que no sois amigo del abad -observó la muchacha secamente.

Sebbi echó atrás la cabeza y soltó una risotada.

– ¿Podríais decirme el nombre de un amigo de Puttoc? -preguntó-. Aparte de alguna mujer, claro.

– ¿Queréis decir que el abad tiene relaciones con mujeres? -preguntó Fidelma intentando aprovechar aquella franqueza.

– Puttoc cree totalmente en el reino del espíritu, pero eso no quiere decir que desee rechazar el reino de la carne. No se ha hecho para Puttoc la abnegación de los ascetas.

– ¿Aunque se suponga que un abad ha de permanecer casto, queréis decir que Puttoc no hace caso de esta regla? -inquirió Eadulf, escandalizado.

Sebbi se puso a reír entre dientes.

– ¿No fue el bendito san Agustín de Hipona el que escribió algo cínico respecto a la castidad? Yo creo que el abad subscribe esa filosofía.

– ¿Así que el abad disfruta de la compañía de mujeres, aunque debería profesar el celibato que Roma requiere para ordenarlo tanto abad como obispo?

– Puttoc argumenta que no es viejo. Es fácil ser abad u obispo cuando uno es viejo, pero ser un joven demasiado casto conduce a una vejez disoluta. Eso, por supuesto, es lo que él argumenta -añadió Sebbi rápidamente-. No es que yo esté de acuerdo.

– ¿Entonces por qué lo seguís? -inquirió Eadulf; el desdén que mostraba su voz dejaba claro que no le caía bien.

– Uno ha de seguir siempre a la estrella emergente -contestó Sebbi sonriendo con cinismo.

– ¿Y vos creéis que Puttoc es una estrella emergente? -inquirió Fidelma con interés-. ¿Por qué?

– Puttoc tiene los ojos puestos en Canterbury. Yo tengo puestos los míos en la abadía de Stanggrund. Si consigue lo que quiere, yo podré pedir lo que deseo.

Fidelma frunció un momento los labios ante la franqueza de Sebbi.

– ¿Y cuánto tiempo hace que Puttoc tiene los ojos puestos en Canterbury?

– No ha pensado en nada más que el sitial del arzobispo de Canterbury desde que la abadía de Stanggrund se pronunció a favor de Roma y se alió con Wilfrid de Ripon, hace años. Puttoc es un hombre ambicioso.

Fidelma entornó ligeramente los ojos.

– ¿Queréis decir que Puttoc es lo bastante ambicioso como para quitarse de en medio cualquier obstáculo?

Sebbi esbozó esa sonrisa suya que denotaba conocimiento y, sin hacer ningún comentario más, se encogió de hombros.

– Muy bien, Sebbi -dijo Fidelma tras un silencio y echando una mirada a Eadulf-. Volvamos a la otra noche. ¿Cuándo fue la última vez que visteis a Wighard con vida?

– Poco después de la cena que habíamos tomado juntos en el refectorio principal de la casa de los huéspedes. El obispo Gelasio se había unido a todos los visitantes del palacio de Letrán que estaban allí alojados. Todos entraron en la capilla para el rezo y luego cada uno se retiró a su habitación.

– ¿Aparte de Wighard, quién más estaba allí?

– Todos los de nuestro grupo, salvo el hermano Eadulf aquí presente.

– ¿Y luego regresasteis a vuestra habitación?

– No. Era una noche muy calurosa y me fui a pasear por los jardines. Fue allí, en los jardines, donde vi al arzobispo.

Fidelma se sobresaltó. Esta información era nueva. Empezaba a llenar los huecos de lo que había hecho Wighard su última noche.

– ¿A qué hora ocurrió eso?

– Una hora después de la cena, digamos que tres horas antes de medianoche.

– Y nosotros situamos la hora del descubrimiento de su muerte hacia medianoche -intervino Eadulf, dirigiéndose a Fidelma.

Fidelma le lanzó una mirada de advertencia.

– Simplemente decidme lo que visteis -dijo Fidelma a Sebbi.

– Yo estaba en uno de los jardines más amplios, cerca de la muralla sur del palacio, detrás de la misma basílica. Reconocí a Wighard, pues había adquirido la costumbre de dar un paseo por los jardines antes de retirarse por la noche. Yo creo que odiaba el calor del día y prefería caminar de noche, cuando el sol ya se había puesto. Estaba a punto de dirigirme hacia él cuando vi que alguien surgía de las sombras y lo abordaba.

– Ésa es una palabra interesante, «abordar» -observó Fidelma.

Sebbi se encogió de hombros con indiferencia.

– Simplemente quería decir que Wighard caminaba dando la impresión de estar profundamente inmerso en sus pensamientos, cuando la persona le salió al paso. Empezaron a hablar. Yo iba a continuar acercándome cuando la persona que hablaba con Wighard se enfadó y elevó mucho la voz. Entonces la persona se giró y desapareció de repente. Yo creo que debieron de entrar en uno de los claustros en la parte posterior de la basílica.

– ¿Reconocisteis a esa persona?

– No. Sólo vi que era alguien vestido de religioso con una capucha sobre la cabeza. Yo no lo reconocí.

– ¿En qué lengua hablaban? -preguntó Eadulf.

– ¿Lengua? -pensó Sebbi un momento-. Eso no lo sé decir. Todo lo que sé es que después de un intercambio de palabras la voz se alzó casi como el aullido de un perro.

– ¿Os acercasteis a Wighard?

– Después de aquello, no. No quería que se abochornara, por si era algo personal. Me di la vuelta, me fui del jardín y me dirigí a mi habitación. No volví a verlo.

– ¿Hablasteis de este encuentro cuando oísteis que Wighard había sido asesinado?

Sebbi abrió bien los ojos.

– ¿Y por qué había de hacerlo? Wighard fue asesinado más tarde en su habitación, no en el jardín. Y todo el mundo sabe que un loco religioso irlandés lo mató y robó los preciados regalos que iba a presentar al Santo Padre. ¿Por qué debía tener ningún significado ese encuentro en el jardín?

– Para decidir eso estamos nosotros aquí, hermano Sebbi -replicó Fidelma con gravedad.

– Si hubierais sido capaz de identificar al religioso irlandés en ese encuentro en el jardín… -empezó Eadulf.

El rápido resoplido procedente de Fidelma lo detuvo y él se sintió avergonzado ante su mirada de ira condenatoria. No era el estilo de la monja hacer sugerencias a los testigos.

– Bien -continuó Sebbi sin darse cuenta de su juego-, no pude identificar a la persona. Y fue esta mañana cuando en el desayuno oí hablar a otros de ese hermano llamado Ronan Ragallach.

– Muy bien -dijo Fidelma-. Creo que esto es todo por ahora, Sebbi. Tal vez tengamos que volver a hablar con vos.

– No estaré lejos -contestó Sebbi sonriendo, a la vez que se levantaba y se encaminaba hacia la puerta.

La estaba abriendo cuando Fidelma levantó la cabeza, al venirle algo de repente a la mente.

– Por cierto, por curiosidad, ¿por qué mató Eanred a su primer amo?

Sebbi se dio la vuelta.

– ¿Por qué? Por lo que yo recuerdo, Eanred había sido vendido como esclavo por sus padres, junto con una hermana menor. A ésta la compró el mismo amo. Al parecer, cuando estaba en la pubertad el amo forzó a la joven a meterse en su cama. Eanred lo mató al día siguiente.

Un momento después Fidelma volvió a preguntar.

– ¿Cómo lo mató?

Sebbi hizo una pausa, como tratando de desenterrar algo de su memoria.

– Creo que estranguló al hombre. -Volvió a hacer una pausa; luego sonrió ampliamente y asintió con la cabeza-. Sí, así es. Lo estranguló con su propio cinturón.


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