Capítulo 16

– Puttoc -murmuró el hermano Eadulf, mientras se apresuraban por los terrenos del palacio de Letrán hacia la habitación del abad Puttoc en la domus hospitalis-. Ha sido ese mentiroso, lujurioso, hijo de puta todo el tiempo.

Fidelma hecho una mirada de reojo crítica ante la vehemencia de las palabras de su compañero.

– Ese lenguaje no os es propio, Eadulf -reprobó Fidelma.

– Lo siento. Es que me hierve la sangre cuando pienso en ese sacerdote lascivo que se supone que ha de enseñar moralidad a otros. Así que él era el asesino… ah, pero si veo que las piezas encajan cuando recuerdo todo.

– ¿Así lo creéis? -preguntó Fidelma.

– Retrospectivamente, por supuesto -afirmó Eadulf, preocupado por el tono ligeramente humorístico de la voz de la mujer. ¿Acaso se estaba burlando de él ahora que tenían la respuesta, considerando que él había estado tan ciego antes? Incluso al inicio de la investigación él hubiera condenado a Ronan Ragallach y no se hubiera preocupado de ir más allá-. Sí, obviamente siempre había sido Puttoc. Aunque, después de haber conocido el oscuro secreto de Wighard, con esa terrible ambición suya por hacerse con el trono de Agustín de Canterbury, Puttoc decidió matar a Wighard y reclamar ese premio.

Fidelma suspiró para sí. Eadulf era inteligente, pero tenía un defecto, y es que tendía a seguir sólo un camino a la vez y se olvidaba de que había que comprobar los atajos.

Se encontró pensando en Eadulf. Desde que lo había conocido en Witebia, a menudo había sentido que se producía una reacción casi química entre ellos. Le gustaba su compañía, las bromas y las discusiones medio en serio que mantenían. Más aún, la masculinidad de Eadulf no le era indiferente.

A los veintiocho años, Fidelma había llegado a la edad en que se consideraba que le había pasado el momento del matrimonio en una sociedad en que la mayoría de enlaces tenían lugar para las chicas entre los dieciséis y veinte años. No es que Fidelma hubiera rechazado nunca conscientemente la idea del matrimonio, de renunciar al mundo temporal por la vida espiritual. Simplemente había sucedido así. Y no es que no tuviera experiencia.

Cuando estaba en su segundo año de estudios de leyes en la escuela de Morann, el principal Brehon de Tara, había conocido a un joven. Era un joven jefe de la Fianna , la guardia del rey. La atracción, vista desde la distancia, no era más que física, y la relación fue apasionada e intensa. Terminó sin drama cuando el joven, Cian, se marchó de Tara con otra joven; una chica que sencillamente quería un hogar y que no significaba ninguna amenaza intelectual para a él. Pues Fidelma estaba muy metida en sus estudios, siempre absorta en la lectura de los textos antiguos. Cian era sólo una persona física cuya vida se medía con acciones y no con pensamientos.

Tal como Fidelma había meditado, incluso el Libro de Amos decía: «¿Pueden dos caminar juntos, salvo que estén de acuerdo?». Sin embargo, a pesar de la racionalización que había hecho al final de la relación, le había dejado una huella. Cuando conoció a Cian, era joven y despreocupada. El rechazo de Cian la había dejado desilusionada y, aunque hizo todo lo que pudo para ocultarlo, aquella experiencia le había hecho sentir amargura. En realidad, nunca se había recuperado de aquello. Nunca lo había olvidado; quizá, nunca se lo había permitido.

Había puesto todas sus energías en los estudios y el saber y en su aplicación. No había querido acercarse a un hombre de nuevo. Eso no quería decir que hubiera rechazado aventuras pasajeras. Fidelma pertenecía a su cultura y no envidiaba a los ascetas de la fe que se privaban de tales placeres naturales. Negarse el propio cuerpo le parecía antinatural. El celibato no era un concepto en el que creyera como regla general; era una cuestión de elección personal y no un dogma religioso. Pero sus amores no habían sido ni profundos ni duraderos. Cada vez había deseado más, casi se había convencido de la sinceridad de los sentimientos existentes entre ella y su pareja, pero cada vez el asunto había terminado en una desilusión.

Se puso a contemplar al cenobita sajón; intentaba entender los sentimientos de calidez, placer y bienestar que sentía en su presencia, cosas que estaban extrañamente reñidas con el choque de sus personalidades y culturas. Recordaba que su amiga, la abadesa Etain de Kildare, había intentado explicarle una vez por qué dejaba su cargo para casarse.

– A veces uno sabe lo que está bien, instintivamente, Fidelma. Eso sucede cuando un hombre y una mujer se conocen y saben que entienden y pueden ser entendidos. El acto de conocerse se convierte en la intimidad esencial entre ellos, pues no hay necesidad de una amistad prolongada y un descubrimiento gradual de uno por el otro. Es como si dos partes se hubieran convertido repentinamente en una.

Fidelma frunció el ceño. Desearía estar tan segura como la pobre Étain lo había estado.

Súbitamente, se dio cuenta de que Eadulf había acabado de hablar y que parecía que estuviera esperando una respuesta.

– ¿La ambición de Puttoc? ¿Así lo creéis? -preguntó finalmente otra vez. Sacudió la cabeza y volvio a pensar en lo que tenían entre manos-. ¿Y por qué Puttoc no fue simplemente a presentar sus acusaciones al Santo Padre? ¿Cómo podía ser Wighard arzobispo una vez se supiera este terrible secreto?

Eadulf sonrió con indulgencia.

– ¿Pero dónde estaba la prueba de Puttoc? Tan sólo tenía la palabra de Osimo, que a su vez la tenía de Ronan Ragallach, un ladrón ya condenado. Sin un testigo creíble, no hubiera sido capaz de probar tal acusación.

Fidelma admitió que así era.

– Además -continuó Eadulf-, Puttoc también tenía un oscuro secreto del que sin duda tenía conocimiento el hermano Sebbi. Su carácter lascivo. Si presentaba acusaciones contra Wighard, se podían fácilmente presentar otras acusaciones contra él.

– Eso es cierto -aceptó Fidelma-. Pero, ¿la ambición de Puttoc lo llevaría al extremo de estrangular al arzobispo? ¿Y por qué matar a Ronan Ragallach, la verdadera fuente de la historia?

Eadulf se encogió de hombros.

– El hermano Sebbi confirma que Puttoc era un hombre cruel -dijo, con no poca convicción.

Llegaron a la domus hospitalis y empezaron a subir las escaleras deprisa.

De repente, Eadulf se detuvo en el tramo superior de la escalera y agarró a Fidelma por el brazo para frenarla.

– ¿No creéis que deberíamos esperar a Furio Licinio y sus custodes antes de enfrentarnos a Puttoc?

Había dejado que Licinio acompañase a Cornelio a las celdas de los custodes para después reunirse con ellos en la habitación de Puttoc.

Fidelma sacudió la cabeza, impaciente.

– Si Puttoc es el culpable, dudo que haga nada que pueda causarnos daño.

La expresión de Eadulf reflejaba perplejidad.

– ¿Todavía dudáis de que Puttoc esté implicado después de lo que ha dicho Cornelio?

– No dudo de que Puttoc esté implicado -accedió Fidelma-. Pero hasta qué punto está implicado todavía se ha de probar.

Fidelma avanzó por el pasillo y se detuvo en el exterior de la habitación del abad de Stanggrund.

Se inclinó hacia adelante y golpeó suavemente en la puerta.

Un ligero sonido se oyó en el interior del cuarto. Luego, silencio.

– ¡Abad Puttoc! Soy Fidelma de Kildare.

No recibió respuesta alguna. Fidelma echó una mirada a Eadulf con las cejas arqueadas y movió lentamente la cabeza en un gesto que Eadulf interpretó correctamente.

El monje sajón agarró el mango, lo giró suavemente y abrió de golpe la puerta.

Cuando atravesaron el umbral, Fidelma y Eadulf se quedaron quietos y asombrados por la escena que había en el interior de la habitación.

Atravesado sobre la cama yacía el cuerpo del abad Puttoc tumbado de espaldas, con sus ojos de color azul glacial alzados al cielo con la mirada ciega de la muerte. No había dudas en cuanto a qué lo había matado. El cordón todavía estaba enrollado alrededor de su cuello nervudo, la soga prieta casi cortando la carne. De entre los labios le salía la lengua ennegrecida que aumentaba la expresión cómica y grotesca de sorpresa de sus rasgos. Tenía las manos contraídas como garras que se aferraran al aire y, aunque ahora estaban caídas y descansaban en sus costados, la tensión no había desaparecido. El abad Puttoc de Stanggrund había sido estrangulado de la misma manera que Wighard y el hermano Ronan Ragallach.

Aquella imagen se quedó grabada en los ojos de Fidelma y Eadulf. Pero fue la figura que estaba inclinada sobre el cadáver lo que hizo que ambos se echaran a gritar al unísono.

Cuando penetraron en la habitación, el hermano Eanred daba vueltas por allí, dirigiendo hacia ellos su cara pálida. Fidelma tuvo por un momento la sensación de estar ante un animal acorralado.

Aquella escena pareció permanecer congelada durante una eternidad. Sin embargo, no fue más que un segundo. Luego, Eanred, con un grito inarticulado, atravesó la habitación de un salto en dirección a la única salida: la ventana que daba al patio que estaba tres pisos más abajo. Pero Fidelma se dio cuenta de que era el alféizar que recorría el lateral del edificio lo que buscaba Eanred.

Eadulf cruzó la estancia, pero el antiguo esclavo se giró y lo derribó de un golpe. Eadulf retrocedió tambaleante unos pasos, chocó con una pared y se desplomó con un gruñido de dolor.

Fidelma avanzó impulsivamente hacia él.

Eanred, a horcajadas sobre el alféizar de la ventana, percibió el movimiento de la muchacha, metió la mano entre los pliegues de su hábito y extrajo un cuchillo. Fidelma lo vio brillar y tan sólo tuvo un segundo para hacerse a un lado, antes de que atravesara la habitación como un rayo y fuera a clavarse en la jamba de la puerta que estaba detrás de ella.

Mientras estaba de este modo distraída, Eanred se descolgó por el antepecho y se puso en equilibrio sobre el alféizar.

Con un gruñido de indignación, Eadulf se puso en pie, sacudió la cabeza y se dio cuenta de que su presa había escapado. Cruzó la habitación, pero Eanred avanzaba con rapidez por el alféizar.

Fidelma fue hasta la ventana que Eadulf intentaba saltar. Lo detuvo.

– No. Es demasiado estrecho y no es seguro. Ya lo vi el otro día. El yeso está viejo y es poco sólido.

– Pero se escapará -protestó Eadulf.

– ¿Adónde?

Eadulf señaló el alféizar ancho que quería alcanzar Eanred.

– Eso lleva al Munera Peregrinitatis -contestó Fidelma-. Eanred no irá muy lejos. No hay necesidad de que corráis ese peligro, Eadulf. Avisaremos a los custodes.

Se estaban alejando de la ventana cuando oyeron el crujido de la mampostería y un grito salvaje.

Eanred, al ver que el yeso del alféizar se deshacía bajo sus pies, había intentado saltar desde su posición elevada los cuatro pies que lo separaban del alféizar más ancho. Pero fue ya demasiado tarde, pues la mampostería seca se desintegró antes de que pudiera dar el salto.

Con otro chillido desgarrador, el antiguo esclavo sajón se precipitó de cabeza contra la piedra del patio que estaba tres pisos más abajo.

Fidelma y Eadulf miraron por la ventana.

La cabeza de Eanred se torcía formando un ángulo curioso. Una mancha oscura se desparramaba sobre las piedras. No había necesidad de preguntar si estaba muerto.

Eadulf regresó al interior de la habitación aspirando hondo y sacudiendo la cabeza con desconcierto.

– Bueno, parece que esto es todo. Siempre habéis tenido razón, Fidelma. He sido injusto con Puttoc. Fue Eanred. La solución parecía demasiado obvia cuando Sebbi nos explicó que Eanred había estrangulado a su primer amo.

Fidelma no respondió nada. Se retiró a la habitación y la examinó con los ojos entrecerrados.

Él se detuvo y se rascó la cabeza.

– ¿Pero habrá hecho esto Eanred por su cuenta? Era un hombre simple. No, tal vez no estuviera equivocado respecto a Puttoc. ¿Quizás Eanred actuaba bajo las órdenes del abad? Eso parece más probable -dijo Eadulf, satisfecho-. Y luego Eanred, disgustado, se volvió y mató a su amo, Puttoc. De hecho, del mismo modo como había matado a su primer amo cuando era esclavo. ¿Qué decís?

Volvió a mirar a Fidelma, pero ella no escuchaba. Parecía permanecer aún perdida en sus pensamientos. Eadulf dejó escapar un suspiro.

– Tal vez tendría que ir a informar a Furio Licinio de lo que ha pasado aquí -dijo Eadulf como sugerencia.

Fidelma asintió con aire ausente. Eadulf se dio cuenta de que continuaba inmersa en sus propias cavilaciones, mientras contemplaba el cuerpo del abad de Stanggrund.

– ¿Estáis bien? -preguntó Eadulf, ansioso-. Quiero decir, si os quedáis aquí hasta que yo regrese.

– Sí, sí -contestó vagamente, sin levantar la vista, pues seguía examinando el cadáver.

Eadulf dudó, luego se encogió de hombros y se fue en busca de Furio Licinio. Ya oía los gritos de alarma fuera del edificio. La gente se había empezado a congregar en el patio de abajo, alrededor del cuerpo de Eanred.

Sola, Fidelma continuó examinando el cadáver de Puttoc. Había algo que había percibido a primera vista y que había quedado momentáneamente relegado por el repentino intento de fuga de Eanred.

Cerró los ojos e invocó todos sus recuerdos. Eanred estaba en cuclillas sobre el muerto, intentando coger algo de una de las manos, como garras, del abad. Sí, eso era. Abrió los ojos y se inclinó para examinar la mano. Había en ella un trozo de tela rasgado. También algo más. Todavía clavado a la tela había un trozo de cobre doblado. Debía de haber formado parte de un broche: cobre y algo de cristal rojo.

Fidelma consiguió arrancarlo después de unos minutos. ¿Dónde había visto aquel broche anteriormente? Entonces lo recordó. Lentamente fue esbozando una sonrisa de satisfacción. Finalmente, todo empezaba a encajar.

Todavía permanecía en el centro de la habitación de Puttoc, con el objeto agarrado en su mano, cuando Eadulf regresó con Furio Licinio.

– Así pues -gruñó Licinio alegremente-, al fin hemos encontrado una solución para este misterio.

– Ciertamente -admitió Fidelma, con gran seguridad-. ¿Han encarcelado a Cornelio de Alejandría aquí?

El tesserarius afirmó que sí.

– Entonces, he de ir a verlo un momento. Mientras tanto, Furio Licinio, ¿podéis pedir al gobernador militar, el Superista Marino, que el obispo Gelasio invite a la abadesa Wulfrun, a sor Eafa y a los hermanos Sebbi e Ine a su officina? Tenéis que decirle a Marino que la invitación es obligatoria, a fin de que la abadesa no empiece a poner objeciones.

– Muy bien -accedió el joven oficial de la guardia.

– Excelente. Id con él, Eadulf. Yo iré a ver a Cornelio y dentro de nada estaré allí. Entonces, cuando estemos todos reunidos, explicaré el misterio por completo. Yqué relato de maldad y venganza es éste, amigo mío.

Con una repentina mueca de repugnancia, se giró y desapareció de la habitación, dejando a Eadulf y Licinio bastante desconcertados.

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