Capítulo 6

Las últimas notas del cántico resonaban en el silencio del gran techo abovedado de la austera basílica redonda de San Juan de Letrán. Unas macizas columnas de granito oriental se elevaban hacia arriba a cada lado de la pequeña nave, donde unos frescos de colores vivos describían escenas tanto del Viejo como del Nuevo Testamento. El olor a incienso y la fragancia de las velas hechas con cera de abeja, puestas en ricos soportes de oro y plata, se mezclaban y se convertían en un aroma profundamente perfumado que creaba una atmósfera agobiante. El mármol era omnipresente y se combinaba con la piedra y el granito que sostenían una torre encima del ostentoso altar mayor, al que se accedía por un pavimento abigarrado hecho de piedras semi-preciosas unidas formando un mosaico. Una serie de capillitas daba paso al área principal abovedada de la basílica; eran unas capillitas poco llamativas en comparación con el esplendor del área del altar mayor. Allí se encontraban algunos de los humildes sarcófagos de los santos padres de la Iglesia romana, aunque la costumbre era ahora que sus restos, siempre que fuera posible, se sepultaran en la basílica de San Pedro, al noroeste de la ciudad.

Ante el altar mayor, ricamente labrado, y descansando sobre caballetes, estaba el ataúd de madera abierto de Wighard, el último arzobispo de Canterbury. Una docena de obispos y ayudantes estaba sentada en un lateral y detrás de ellos había una veintena de abades y abadesas, mientras que en el otro lado del altar se sentaban los asistentes pertenecientes al clero sajón, los que habían seguido al sacerdote de Kent hasta Roma para su ordenación. Ahora eran testigos de sus honras fúnebres.

Sor Fidelma se había situado detrás del hermano Eadulf, que ocupaba un lugar destacado por su condición de scriba de Wighard. Junto a Eadulf estaba sentado un abad de aspecto austero, pero de rasgos marcadamente agraciados, pensó ella, aunque carentes de algo. ¿Compasión, quizás? Había algo de dureza en el rictus de su boca y en la expresión de sus ojos claros. Fidelma se preguntó quién sería, pues estaba situado en un lugar principal entre los sajones. Le preguntaría a Eadulf después, pero no pudo evitar darse cuenta de las miradas laterales que el hombre iba lanzando a la remilgada abadesa Wulfrun, que tenía a su lado. La poco agraciada figura de sor Eafa estaba sentada junto a ella y otros dos hermanos estaban situados al otro lado de Eafa.

Desde su posición, Fidelma veía también el otro lado del ábside, donde se extendía la pequeña nave a oscuras de la basílica abarrotada. La amplia masa de gente, procedente de todas las naciones cristianas, a juzgar por la variedad de sus vestimentas, llenaba la nave y se apiñaba entre los nichos de las macizas columnas que sostenían el tejado. Fidelma sabía bien que no era la misa de réquiem por el arzobispo sajón lo que había traído tal multitud a la iglesia. La asistencia se debía solamente al hecho de que el Santo Padre en persona iba a oficiar la misa por el alma de Wighard. Era para ver a Vitaliano, titular del trono de san Pedro, por lo que se agolpaban.

Echó una mirada hacia el altar mayor donde el obispo de Roma, asistido por su secretario, se levantaba de su trono ricamente trabajado.

Vitaliano, el septuagésimo sexto sucesor al trono de Pedro el Apóstol -según los cronistas-, era alto con una larga pero plana nariz, y mechones largos de cabello estropajoso le salían de debajo del blanco phrygium, una corona como una tiara, señal de su rango. Tenía los labios finos, casi crueles, observó Fidelma, y los ojos negros e impenetrables. Aunque había nacido en Segni, una localidad situada no muy lejos, al sur de Roma, se decía que sus ancestros eran griegos y Fidelma ya había oído decir en la ciudad, que Vitaliano, a diferencia de los papas anteriores, estaba embarcado en una política de restauración de la unidad religiosa, por lo que cortejaba abiertamente a los patriarcas de las iglesias orientales para remediar el cisma con Roma que había empezado doscientos años atrás.

Cuando las voces del coro callaron, el obispo de Roma se quedó con la mano levantada para dar la bendición. Se oyó el trasiego de todos los que se arrodillaban ante él. A su lado, su mansionarius, el guardián de la iglesia, presentó el incensario con el incienso a los acólitos cuyo deber era repartir el perfume alrededor del ataúd.

Después de que entonara la bendición, los porteadores del féretro, con la cabeza inclinada, avanzaron lentamente para transportar los restos terrenales de Wighard hasta la carreta que esperaba en el exterior de la basílica. Wighard iniciaría así su último viaje desde la basílica hasta la puerta Metronia, y de allí al cementerio cristiano bajo la desolada muralla Aurelia, al sur de la ciudad.

El obispo de Roma iba el primero tras el ataúd. Pero delante del carro mortuorio iba un destacamento de los custodes del palacio de Letrán con el primicerius, o canciller papal, y sus diáconos. Detrás de Su Santidad caminaba Gelasio, como nomenclator, junto con los otros dos dignatarios principales, el vestararius, que estaba a cargo de la casa papal, y el sacellarius, el tesorero del Papa.

Un joven cenobita, el encargado de la ceremonia, reunió a los asistentes sajones en una posición inmediatamente posterior a la de los obispos.

Tras ellos vendría el resto de la congregación, caminando solemnemente en procesión hasta el lugar de la sepultura. Cuando el cortejo se empezó a mover lentamente alejándose de la basílica, el coro empezó a cantar.


Benedic nobis, Domine, et omnibus donis Tuis…

Bendícenos, Señor, y todos tus bienes…


Se decía que Vitaliano fomentaba enérgicamente el uso de la música en todos los aspectos del culto religioso, contrariamente a la política llevada a cabo por sus predecesores en el trono de san Pedro.

A diferencia de lo que hacían los demás, Fidelma no caminaba con la cabeza gacha en la procesión. Estaba muy ocupada mirando a su alrededor, captando los detalles y sonidos de la ceremonia y en particular los rostros de los asistentes al funeral. En algún lugar, razonaba, entre esas caras solemnes podría estar la del asesino de Wighard.

Mientras examinaba a sus compañeros de duelo reflexionaba sobre las circunstancias de la muerte de Wighard, tal como ella las veía. Había algo que no cuadraba, a pesar del curioso y al parecer culpable comportamiento del hermano Ronan Ragallach. De hecho, de repente se dio cuenta, lo que no le cuadraba era ese comportamiento. Ningún asesino llamaría la atención sobre sí mismo de la manera en que lo había hecho el irlandés. Y la forma exacta como había muerto Wighard y la desaparición de los objetos de oro y plata eran hechos que no parecían encajar en el esquema que el obispo Gelasio y el gobernador militar Marino ofrecían como solución.

Cuando la procesión giró bajo la sombra del Mons Caelius y las ruinas de la antigua muralla Tulia de Roma, el coro empezó a entonar un nuevo cántico, un triste canto fúnebre y suave.


Nos misen homines et egeni…

Nosotros hombres infelices y necesitados…


Traspasaron los impresionantes pórticos de la puerta Metronia, en el exterior del antiguo centro de la ciudad.

El cementerio cristiano, a la sombra de las ruinas de la muralla Aurelia, del siglo III, que cercaban las siete colinas de Roma, era sorprendentemente extenso, con sus monumentos y mausoleos, criptas y cenotafios. Fidelma estaba asombrada ante la variedad de estilos diferentes de las sepulturas.

Al percibir su sorpresa, Eadulf relajó un poco su cara de triste y de duelo.

– La antigua ley de Roma prohibía que las sepulturas tuvieran lugar dentro de la ciudad, en el interior de los confines establecidos por Servio Tulio, el sexto rey de Roma. Al ir aumentando la población, el límite se amplió una milla. Así pues, hermana, encontraréis muchos cementerios fuera de los límites de la ciudad, como por ejemplo éste.

– Pero yo he oído que, debido a las persecuciones, los seguidores de la fe en Roma enterraban a sus muertos en amplias cavernas subterráneas -dijo Fidelma frunciendo el ceño.

Eadulf negó con la cabeza y sonrió.

– No debido a las persecuciones, sino a que simplemente los primeros cristianos seguían sus propias costumbres. La mayoría de los primeros seguidores de la fe, griegos, judíos y romanos, quemaba o enterraba a sus muertos. Los restos se ponían en una urna o se colocaban en un sarcófago y, a su vez, se situaban en cámaras bajo tierra. La práctica de abrir esas cámaras se generalizó a partir del siglo II después de Cristo y tan sólo acabó durante el siglo pasado. Era más por costumbre que a causa de la persecución.

La bendición final se había impartido y la procesión se reorganizó y se dejó conducir por el coro en un dramático pean triunfal, el Gloria Patri, Gloria al Padre, que simbolizaba la gratitud por el paso del alma de Wighard al reposo celestial. Era apropiado, pensó Fidelma. El lamento en la tumba y el regocijo al regreso.

Se acercó a Eadulf.

– Hemos de discutir el caso -insistió ella.

– Tenemos mucho tiempo, seguro, en particular ahora que sabemos que Ronan Ragallach es culpable -contestó Eadulf francamente.

– No sabemos nada de eso -espetó Fidelma, molesta por la presunción de Eadulf.

Unas cabezas de la muchedumbre se giraron sorprendidas al percibir el tono brusco de Fidelma.

Ésta se ruborizó y bajó la mirada.

– No sabemos nada de eso -repitió con un susurro.

– Pero resulta obvio -respondió Eadulf, frunciendo el ceño con la misma preocupación-. ¿Qué otra prueba necesitáis que la de que Ronan huyera? Su huida es una admisión de culpabilidad por sí misma.

Fidelma sacudió con energía la cabeza.

– No es así.

– Bien, por lo que a mí concierne, Ronan es claramente culpable -replicó Eadulf con tozudez.

Fidelma frunció los labios. Una señal peligrosa.

– Permitidme que os recuerde nuestro acuerdo; la decisión respecto a este asunto de culpabilidad ha de ser unánime. Yo continuaré mi investigación, sola, si es necesario.

El rostro de Eadulf era de verdadera frustración. El asunto estaba claro para él. Pero sabía que el obispo Gelasio consideraría que una opinión dividida era peor que ninguna opinión. Al mismo tiempo se sentía inquieto. No se podía negar que sor Fidelma había mostrado una aptitud remarcable a la hora de hurgar en un misterio y llegar a una solución donde él creía que no había ninguna. Se había quedado más que impresionado por el asunto de Witebia, en Northumbria. Pero este caso era de lo más sencillo. ¿Por qué ella no lo veía?

– Muy bien Fidelma. Yo creo que Ronan es culpable. Sus acciones así lo proclaman. Yo estoy preparado para informar de ello a Gelasio. Sin embargo, estoy dispuesto a escuchar cualquier argumento que podáis tener en contra de tales conclusiones.

Se dio cuenta de que algunas de las personas del duelo los examinaban con curiosidad al ver sus rostros animados y mostrando desacuerdo.

El hermano Eadulf cogió a Fidelma por el brazo y la condujo a través del cementerio hacia un alto mausoleo con una construcción de mármol.

– Sé de un sitio donde podemos estar tranquilos para intercambiar nuestras opiniones respecto a este asunto -gruñó Eadulf.

Sorprendida, Fidelma vio a un joven en cuclillas en el exterior de la entrada del mausoleo, con una cesta con velas delante de él. Eadulf colocó una moneda dentro del cuenco que tendía el chico y eligió una vela. El muchacho tenía pedernal y yesca y encendió la vela.

Sin una palabra, Eadulf condujo a Fidelma al interior. Se encontró en un pequeño hueco de escalera dentro de la cripta que descendía hacia la oscuridad.

– ¿Qué sitio es éste, Eadulf? -preguntó Fidelma cuando el monje sajón empezó a descender por las labradas escaleras de piedra.

– Ésta es una de las catacumbas donde eran enterrados los primeros cristianos -explicó mientras sostenía la vela en lo alto y la guiaba unos veinte pies o más por un amplio pasillo que se había excavado en la piedra-. Hay sesenta cementerios como éste en el subsuelo de los alrededores de Roma que se utilizaron hasta finales del siglo pasado. Se dice que unos seis millones de cristianos fueron enterraron en estos lugares durante los últimos cuatro o cinco siglos.

Fidelma se dio cuenta de que el túnel desembocaba en una red de galerías subterráneas, que generalmente se iban cruzando con otras en ángulo recto, aunque algunas veces se hacían tortuosas. Tenían seis pies de ancho y a veces llegaban a medir diez pies de alto.

– Parece que estos túneles están horadados en roca maciza -observó Fidelma, deteniéndose para pasar la mano por las paredes.

Eadulf sonrió y asintió con la cabeza.

– El terreno que rodea Roma está hecho de piedra volcánica, algunas veces utilizada para la construcción. Es seca y porosa y fácil de trabajar. Las galerías que hicieron nuestros hermanos eran aptas para vivir y a menudo se utilizaron como refugios durante las grandes persecuciones.

– ¿Pero cómo podía respirar esa gente bajo tierra?

Eadulf le señaló una pequeña apertura encima de sus cabezas.

– ¿Veis? Los constructores mandaron que se hicieran unas aberturas cada doscientos o trescientos pies.

– Deben de ser unas construcciones inmensas, si ésta es sólo una de las sesenta.

– Ciertamente -admitió Eadulf-. Se hicieron muchas durante los reinados de los emperadores Aurelio Antonino y Alejandro Severo.

De repente se encontraron en un espacio más amplio, con largos huecos horadados en las paredes. Varios estaban vacíos, pero muchos estaban cerrados con losas esculpidas.

– Aquí tenemos las criptas de los muertos -explicó Eadulf-. El nicho o loculus donde se colocaba el cadáver. Cada familia tenía una cámara de este tipo, llamada arcosolia, donde enterraban a sus muertos.

Fidelma observaba con cierta admiración los frescos bellamente pintados en el exterior de algunas de las tumbas. Había algo escrito en el arco superior:


Hic congesta jacet quaeris si turba Piorum,

Corpora Sanctorum retinent venereanda sepulcro…


– Como sabéis -repitió Eadulf, traduciendo-: «Aquí están amontonados juntos multitud de santos, estos venerados sepulcros encierran los cuerpos de los santos».

Fidelma estaba impresionada.

– Es fascinante, Eadulf. Os agradezco que me lo hayáis enseñado.

– Hay catacumbas todavía más interesantes en cualquier lugar de Roma, como la que está bajo la misma colina Vaticana, donde reposan Pedro y Pablo. Pero la mayor de todas es la tumba de san Calixto, papa y mártir, en la Via Apia.

– Me entusiasmaría en otras circunstancias, Eadulf -suspiró Fidelma-, pero todavía tenemos que hablar de la muerte de Wighard.

Eadulf exhaló profundamente, se detuvo, posó la vela en una losa de piedra cercana y se apoyó en la pared con los brazos cruzados.

– ¿Por qué estáis tan segura de que Ronan Ragallach es inocente? -inquirió-. ¿Simplemente porque es irlandés?

Los ojos de Fidelma parecieron relampaguear peligrosamente a la luz vacilante de la vela. Eadulf percibió cómo la monja tomaba aire y mentalmente se preparó para un ataque de ira. No lo hubo. En lugar de eso, Fidelma expulsó el aire lentamente.

– Eso es indigno de vos, Eadulf. Me conocéis bien -dijo suavemente.

Eadulf había lamentado sus palabras en cuanto las hubo dicho.

– Lo siento -dijo sencillamente, pero no como si fuera un mero formalismo.

Se hizo un silencio incómodo. Luego habló Eadulf.

– No os queda más remedio que admitir que el comportamiento de Ronan Ragallach indica que es culpable.

– Por supuesto -admitió Fidelma-. Resulta obvio, tal vez demasiado obvio.

– No todos los crímenes son tan complicados como el de la abadesa Étain en Witebia.

– Cierto. Tampoco estoy yo defendiendo que Ronan Ragallach sea inocente. Lo que digo es que hay preguntas que se han de responder antes de afirmar con seguridad que es culpable. Examinemos esas cuestiones.

Levantó una mano para ir indicando los puntos con los dedos.

– Wighard, según las pruebas está arrodillado junto a su cama y es estrangulado con su propio cordón para la oración. ¿Por qué estaba arrodillado?

– ¿Porque estaba rezando?

– ¿Y permitir que su asesino entrara en sus habitaciones, se situara detrás de él, cogiera la cuerda y lo estrangulara antes de que ni siquiera pudiera levantarse? ¿No es curioso? Y ello depende de que Ronan Ragallach sea muy sigiloso. Sabemos que Ronan Ragallach es un hombre pesado. Regordete y con una respiración algo asmática y ruidosa.

– Quizás Wighard había invitado a entrar a Ronan Ragallach y… -empezó Eadulf.

– ¿Y le pidió que esperara mientras Wighard seguía arrodillado de espaldas a él y rezando? Es poco probable.

– De acuerdo. Pero todo esto lo podemos preguntar cuando vuelvan a capturar a Ronan Ragallach.

– Mientras tanto hemos de cuestionarnos si Wighard podía haber conocido tan bien a su asesino como para no sentir miedo al rezar en tal posición -advirtió Fidelma-. ¿Vos, como secretario suyo, podríais decir que Wighard conocía al hermano Ronan Ragallach, lo suficiente como para confiar en él en tales circunstancias?

Eadulf levantó un hombro ligeramente y luego lo dejó caer.

– No puedo decir que Wighard conociera al hermano Ronan -confesó.

– Muy bien. Hay otro aspecto que me preocupa. Nos dicen que Ronan Ragallach fue visto saliendo de las habitaciones de Wighard. Falta el oro, la plata y las monedas. Esto también se ha señalado como un posible móvil del crimen.

Eadulf asintió desganadamente con la cabeza.

– También nos han dicho -continuó Fidelma- que el hermano Ronan no cargaba nada cuando fue visto en el pasillo fuera de las habitaciones de Wighard. Tampoco llevaba nada cuando lo detuvieron y arrestaron en el patio exterior. Tampoco el registro llevado a cabo por los custodes ha descubierto dónde está oculto el oro y la plata de Wighard. Si Ronan es el culpable, sorprendido en el momento de abandonar la habitación de Wighard después de matarlo, ¿por qué no lo vieron con esos objetos preciosos, que son bastante voluminosos?

Eadulf entornó los ojos. Interiormente estaba enojado consigo mismo por no ver la lógica de lo que indicaba Fidelma.

Su mente se puso a trabajar rápido.

– Porque Ronan mató a Wighard antes y se llevó el tesoro -empezó, después de pensar un rato-. Por eso el cuerpo estaba frío cuando Marco Narses lo encontró. O porque Ronan lo había matado antes, pero luego regresó a la cámara para recuperar algo y entonces fue visto. O quizá le acompañase otra persona.

Fidelma sonrió solemnemente.

– Tres posibles alternativas. Pero hay una cuarta. Puede que sencillamente estuviera en el sitio equivocado en el momento equivocado.

Eadulf estaba callado.

– Estas preguntas tan sólo podrán ser contestadas cuando el hermano Ronan Ragallach vuelva a ser capturado -volvió a decir.

Fidelma ladeó la cabeza con gesto de burla.

– ¿Así todavía creéis que no hay preguntas que hacerse antes de ese momento?

– Estoy de acuerdo en que hay varios misterios que solucionar. Pero seguramente sólo el hermano Ronan…

– Bien, al menos coincidimos en la primera parte de vuestra afirmación, Eadulf -interrumpió Fidelma-. Sin embargo, ¿estaréis de acuerdo en que, mientras el hermano Ronan no aparezca, continuemos nuestra investigación en otra dirección haciendo preguntas a los otros miembros del séquito de Wighard y a todos aquellos que lo acompañaron en Roma?

– No veo… -dijo dudando el monje sajón-. Muy bien -continuó tras una pausa-. No hay nada malo en ello, supongo.

Fidelma sonrió.

– Bien. Entonces veamos a quién hemos de interrogar cuando regresemos al palacio de Letrán. ¿Quién había en su séquito?

– Bueno, de entrada, yo era su scriptor -dijo Eadulf sonriendo agriamente-. Ya me conocéis bastante.

A Fidelma no le hizo gracia.

– ¡Idiota! Quiero decir los otros. Hay mucha gente en su grupo, incluida sor Eafa y la autoritaria abadesa Wulfrun, con quien tuvimos la dicha de viajar en el barco desde Marsella.

Eadulf hizo una mueca ante aquel sarcasmo.

– La abadesa Wulfrun es, como os habréis enterado, una princesa real. Es hermana de Seaxburgh, reina de Kent, esposa de Eorcenberht, el rey.

Fidelma frunció el ceño, disgustada por el tono respetuoso del monje.

– Una vez se han tomado los hábitos se pertenece a la Iglesia y no se tiene otro rango que el que confiere la Iglesia.

Eadulf se sonrojó un poco a la luz de la vela. Cambió de postura en la pared de piedra.

– Sin embargo, una princesa sajona se merece…

– No más reconocimiento que cualquier otra persona que toma el hábito. La abadesa Wulfrun tiene la desafortunada tendencia a creer que todavía es una princesa de Kent. Me da pena sor Eafa, a quien mangonea con tanta arrogancia.

En su interior, también Eadulf había sentido compasión por la joven monja. En las tierras de los sajones, la cuna y el rango significaban mucho.

– ¿Quienes formaban el grupo de Wighard aparte de vos mismo? -preguntó Fidelma.

– Bien -continuó el monje al cabo de un momento-, además de Wulfrun y Eafa, está el hermano Ine, que es el criado personal de Wighard y el que le ayudaba en todas las tareas domésticas. Tiene cara de duelo permanente y resulta difícil acercarse a él. Luego está el abad Puttoc, de la abadía de Stanggrund.

– Ah -interrumpió Fidelma-, ¿el hombre bien parecido con aquel rictus tan cruel en la boca?

Eadulf resopló con desagrado.

– ¿Bien parecido? Eso será desde una perspectiva femenina. Se cree alguien y se rumorea que es igualmente ambicioso. Es un enviado especial del rey Oswio de Northumbria. Me han dicho que es un buen amigo de Wilfred de Ripon.

– Ya veo. ¿Está en Roma en representación de Oswio?

– Así es, pues Oswio es considerado ahora en Roma el bretwalda, o como vos decís, el rey supremo de los reinos sajones.

Wilfred de Ripon, por lo que Fidelma sabía de su estancia en Witebia, era el principal enemigo de los misioneros irlandeses en Northumbria y había sido el abogado principal durante el reciente sínodo.

– Luego está el hermano Eanred, que es el criado de Puttoc. Un hombre tranquilo, pero algo simplón. Me han dicho que Puttoc lo compró como esclavo y lo liberó de acuerdo con las enseñanzas de la fe.

Fidelma ya hacía tiempo que estaba enterada de que los sajones todavía practicaban la esclavitud. No pudo evitar insistir:

– ¿Puttoc liberó a Eanred de la esclavitud para que fuera su esclavo en su abadía?

Eadulf se agitó incómodo y decidió no comentar nada.

– Luego está el hermano Sebbi -continuó deprisa-. También es de la abadía de Stanggrund y ha viajado hasta aquí como consejero del abad Puttoc.

– Habladme de él -le invitó Fidelma.

– No me he enterado de gran cosa respecto a él desde que estoy en Roma -confesó Eadulf-. Creo que tiene una mente privilegiada, pero que también es tan ambicioso como astuto.

– ¿Otra vez la ambición? -dijo Fidelma con desdén-. ¿Y todo el séquito de Wighard tenía las habitaciones en el mismo edificio, la domus hospitalis, como Wighard?

– Sí. De hecho, mi habitación era la que estaba más cerca, pues estaba frente a la de Wighard, al otro lado del pasillo.

– ¿Quién tenía la estancia situada junto a la de Wighard? ¿Su criado Ine?

– No. Ésa estaba vacía, como las otras habitaciones de ese lado del edificio. Creo que son simples almacenes.

– ¿Pues dónde estaba Ine?

– Su habitación estaba junto a la mía. Enfrente de la de Wighard. A continuación estaba la habitación del hermano Sebbi; luego la habitación del abad Puttoc y junto a ella, en el extremo del pasillo, se alojaba el hermano Eanred, su criado.

– Ya veo. ¿Y dónde estaban aposentadas la abadesa Wulfran y sor Eafa?

– En el piso inmediatamente inferior. El segundo piso de la domus hospitalis.

– Entiendo -reflexionó Fidelma-. Así, de hecho, ¿vuestra habitación es la que está más cerca de la de Wighard?

Eadulf sonrió burlón.

– Me parece que es una suerte que tenga la coartada de haber estado con vos en la basílica de santa María.

– No lo había olvidado -añadió Fidelma, en un tono que parecía serio.

Por un momento Eadulf la miró fijamente, pero la cara de Fidelma era una máscara. Sin embargo sus ojos brillaban traviesos.

– Ahora -de repente Fidelma se desperezó-, si me conducís al palacio de Letrán, sugiero que nos ocupemos de interrogar a alguno de vuestros hermanos, y espero que los custodes hayan conseguido atrapar al hermano Ronan Ragallach. -De repente Fidelma se estremeció-. No me había dado cuenta del frío que hace aquí.

Eadulf se giró para recoger la vela y soltó una exclamación.

– Mejor que avancemos con rapidez, hermana. No creía que la vela estuviera tan menguada.

Fidelma vio que la cera de la vela casi se había consumido y el trocito que quedaba ya había empezado a chisporrotear.

Eadulf agarró a la muchacha de la mano y empezó a andar apresuradamente por el pasillo, a lo largo de los diversos recodos y ángulos rectos. Luego oyeron un débil siseo y se encontraron envueltos por la oscuridad.

– No soltéis mi mano -le ordenó Eadulf con una voz áspera que surgió de la oscuridad.

– No voy a hacerlo -le aseguró Fidelma con contundencia-. ¿Sabéis cómo seguir?

– Recto, creo.

– Entonces avancemos con precaución.

No había la más mínima luz en la oscuridad de los túneles horadados por el hombre, mientras ellos iban avanzando a tientas lentamente.

– He sido un idiota -dijo Eadulf con tono de reprimenda-. Tenía que haber vigilado la vela.

– Bueno, recriminarse no nos servirá de nada -dijo Fidelma arrepentida-. Tomemos…

De repente se detuvo y soltó un grito ahogado al palpar algo con la mano que le quedaba suelta.

– ¿Qué es esto?

– El pasillo se bifurca aquí. Izquierda y derecha… ¿qué camino? ¿Os acordáis?

Eadulf cerró los ojos en la oscuridad. Su mente intentaba tomar una decisión. Se sintió impotente, y cuando se dio cuenta de que no sabía qué camino tomar, sus pensamientos se convirtieron en una oleada vacilante de imágenes de pánico, y notó un sudor frío en la frente.

De repente sintió que Fidelma le apretaba la mano.

– ¡Mirad! -dijo ella con un susurro sibilante-. A la izquierda. Me parece que hay una luz…

Eadulf se giró y escrutó la oscuridad. No veía nada.

– Estoy segura de que era una luz -dijo Fidelma con tono misterioso-. Tan sólo durante un momento.

Eadulf estaba a punto de desengañarla cuando percibió el breve vacilar de una luz. ¿Acaso sus ojos estaban creando aquello que su mente quería ver? Se quedó mirando anhelante en la oscuridad. No, ¡Fidelma tenía razón! Ciertamente, había un resplandor en la oscuridad. Soltó un ladrido de alivio.

– Sí, ahí está. ¡Tenéis razón! ¡Rápido! -Empezó a estirar de la muchacha en dirección a la llama vacilante y al mismo tiempo gritaba con todas sus fuerzas-. ¡Hey! ¡Hey!

No hubo respuesta en un primer momento, pero luego se oyó una en los túneles.

Heia!

La luz se hizo más intensa y luego vieron a un anciano que avanzaba en su dirección sosteniendo una linterna.

El hombre se detuvo mientras ellos corrían por el pasillo hacia él.

Heia vero! -gritó con voz áspera mientras los observaba a uno y a otro.

Fidelma y Eadulf se detuvieron ante él casi sin aliento, sintiéndose como niños cazados en alguna travesura por un anciano de figura paternal y bondadosa. Durante un momento lo único que pudieron hacer fue sonreír y jadear aliviados. La carrera por el túnel les había quitado la respiración y no podían hablar. El viejo iba sacudiendo la cabeza mientras los observaba con gravedad.

– Humm. El chico dijo que llevabais ahí abajo mucho tiempo con una vela. Habéis sido tontos.

– Nos nos dimos cuenta del paso del tiempo -replicó Eadulf, recuperando su voz y tachándose de idiota mientras escuchaba las palabras de reconvención del anciano.

– Mucha gente fallece por esta tontería -respondió el hombre con un gruñido-. ¿Podéis seguirme ahora? Os conduciré hasta la entrada.

El anciano se giró mientras ambos asentían con la cabeza en silencio, sintiéndose ridículos y avergonzados por su comportamiento. El viejo los fue guiando mientras iba hablando por encima del hombro.

– Sí, sí; hemos tenido muchas muertes en estas catacumbas. ¡Muerte entre los muertos! -Se echó a reír de forma vulgar-. ¿Qué irónico, verdad? La gente se pasea para ver los huesos de los santos y mártires y se deja los propios. Otros, como vosotros, se dejan atrapar por la oscuridad y quedan condenados a deambular eternamente a menos que tengan suerte. ¡Suerte, sin duda! Porque, ¿sabéis lo que medirían las catacumbas de Roma si formaran un largo túnel? Se ha calculado que alcanzarían las seiscientas millas. ¡Seiscientas millas de túnel! Algunos han desaparecido en estos pasillos y no se les ha vuelto a encontrar. Quizá sus almas sigan vagando aquí abajo, entre los muertos, entre…

Afortunadamente, llegaron a las escaleras que llevaban al mausoleo desde el que habían descendido y salieron a la luz del sol del cementerio cristiano con los ojos parpadeantes.

El chiquillo estaba sentado frente a su cesto con velas y se los quedó mirando inexpresivo.

El anciano se detuvo para apagar su lámpara y la colocó a un lado de la entrada del mausoleo.

Escupió a un lado.

– Si el chico no llega a decirme… -empezó a decir encogiéndose de hombros.

Fidelma rebuscó en su marsupium, la bolsa con dinero que llevaba entre los pliegues de su hábito, y le entregó al muchacho una moneda de plata. El chico la cogió y la lanzó dentro del cuenco sin mudar la expresión. Eadulf, mientras tanto, había extraído una moneda y se la ofreció al viejo, pero éste negó con la cabeza.

– La moneda para el chico es suficiente -dijo con tono brusco-. Pero si vosotros, religiosos, valoráis vuestra existencia terrena, la próxima vez que estéis en esa espléndida basílica de allí -señaló hacia la lejana torre de San Juan de Letrán, que se elevaba detrás de la muralla Aurelia- encended una vela y decid una oración por el chico.

Fidelma se giró interesada.

– ¿No pedís nada para vos, anciano? ¿Por qué?

– El chico necesita más oraciones que yo -gruñó el viejo poniéndose a la defensiva.

– ¿Y eso?

– Se quedará solo en el mundo cuando me llegue la hora. Yo soy viejo y ya he vivido muchos años. Pero el padre del muchacho, que era mi hijo, ya se me ha adelantado junto con su mujer. El chico no tiene a nadie y quizás una oración pudiera asegurarle una vida mejor que la de estar condenado a sentarse aquí y vender velas.

Fidelma examinó el rostro impasible del muchacho. Sus ojos inexpresivos e inmóviles le devolvieron la mirada.

– ¿Qué querríais hacer en este mundo? -preguntó ella.

– Poco importa. Pues lo único que puedo hacer es estar sentado y soñar -murmuró el niño.

– ¿Pero cuál es vuestro sueño?

Por un momento, al niño le brillaron los ojos.

– Me gustaría poder leer y escribir y servir en algún gran monasterio. Pero no puedo.

El niño volvió a bajar los ojos y su rostro se convirtió en una máscara.

– Porque no tiene posibilidad de que le enseñen -suspiró el viejo-. Yo no tengo estudios, ¿sabéis? -dijo girándose hacia ellos en tono de disculpa-. Y no tengo dinero. Vender velas a los peregrinos no es más que un medio de subsistencia. No sobra dinero para lujos.

– ¿Cómo os llamáis, chico? -preguntó Fidelma con expresión amable.

– Antonio, hijo de Nereo -dijo el niño con cierto orgullo.

– Rezaremos por vos, Antonio -le aseguró Fidelma.

La chica se volvió hacia el abuelo e inclinó la cabeza.

– Y por vos, anciano. Gracias por vuestro oportuno rescate.


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