Capítulo 4

– ¿Soy sospechosa de tener algo que ver en la muerte de Wighard de Canterbury? -inquirió Fidelma fríamente, después de darse cuenta de la gravedad de la noticia que le había dado el Superista.

Marino parecía triste y extendió las manos, un gesto extraño que implicaba una cierta disculpa.

– Tenía que hacer las preguntas. Mucha gente deseaba la muerte de Wighard, en particular los que se oponían a que Canterbury aceptara la regla de Roma en los reinos sajones.

– En ese caso estamos hablando de muchos miles de personas que hubieran deseado que Canterbury no hubiera tenido éxito en el concilio de Witebia -replicó Fidelma con frialdad.

– Pero no son tantos los que están en Roma y tienen la oportunidad de hacerlo -dijo Marino astutamente.

– ¿Queréis decir que Wighard fue asesinado por alguien opuesto al éxito de Canterbury durante el reciente sínodo en el monasterio de Hilda?

– Todavía no se ha llegado a una conclusión definitiva.

– Entonces, ¿por qué estoy yo aquí?

– Para ayudarnos, sor Fidelma -contestó una voz distinta-. Es decir, si queréis.

Fidelma miró alrededor y se encontró con la figura alta y delgada del obispo Gelasio, que avanzaba arrastrando los pies desde una puerta lateral que había sido tapada con una cortina. Resultaba obvio que había estado escuchando el interrogatorio que le había hecho Marino.

Fidelma se levantó indecisa en deferencia hacia el rango del obispo. Gelasio tendió su mano izquierda. Esta vez Fidelma ni siquiera se molestó en cogerla, sino que cruzó los brazos ante sí e hizo una breve inclinación de reconocimiento. Sus labios apretados formaban una línea delgada. Si estos romanos la iban a acusar de tener alguna responsabilidad en la muerte de Wighard, no sentía ninguna obligación de mostrar obediencia. Gelasio suspiró y tomó la silla que Marino había dejado libre. El gobernador militar del palacio de Letrán se quedó respetuosamente a un lado, a cierta distancia detrás de la silla.

– Haced entrar al monje, Marino -ordenó Gelasio-, y sentaos vos, Fidelma de Kildare.

Fidelma estaba ahora ligeramente desconcertada y se arrellanó en su asiento. Gelasio parecía compartir la ansiedad de Marino y ello se reflejaba en sus rasgos siniestros.

Marino atravesó la estancia hasta la puerta e hizo una señal a alguien que había al otro lado.

Hubo una pausa. Gelasio se quedó contemplando el fuego un rato y luego levantó los ojos hacia el recién llegado que había entrado en la offiána y permanecía esperando pacientemente.

Fidelma se dio la vuelta. Sus ojos se abrieron con sorpresa.

– ¡Hermano Eadulfl

Eadulf sonrió, con gesto un poco cansado, mientras avanzaba con el Superista y se quedaba vacilante ante el obispo Gelasio.

– Sentaos, Eadulf de Canterbury.

Marino había traído otras dos sillas de madera, arrastrándolas sobre el suelo de piedra, y él se sentó en una y Eadulf en la otra.

Fidelma se giró hacia Gelasio con mirada inquisitiva.

El obispo extendió las manos y sonrió para apaciguarla.

– Simplemente habéis confirmado lo que nos ha dicho el hermano sajón Eadulf.

– ¿Entonces…? -empezó Fidelma mostrando perplejidad.

El obispo levantó la mano exigiendo silencio.

– Esta muerte de Wighard es un asunto serio. No hay nadie bajo sospecha. Vos habéis admitido libremente que erais uno de los delegados que estaba en desacuerdo con Canterbury, en el sínodo que tuvo lugar en el monasterio de Hilda. Podíais fácilmente haber querido vengaros de Wighard, quien, como arzobispo designado de Canterbury, había salido vencedor de la discusión.

Como Fidelma exhaló un suspiro de profunda preocupación él continuó rápido.

– Pero el hermano Eadulf nos ha informado del extraordinario servicio que realizasteis durante el debate de Witebia al resolver el asesinato de la abadesa Étain.

Fidelma echó una mirada a Eadulf, que estaba sentado con la mirada baja y sin mostrar expresión alguna en el rostro.

– El servicio lo llevé a cabo en cooperación con el hermano Eadulf, pues sin su ayuda el asunto no hubiera tenido una solución positiva -replicó fríamente.

– Así es -añadió Gelasio-. Pero incluso con la exagerada recomendación que ha hecho el hermano Eadulf de vuestro carácter, uno tenía que asegurarse.

Fidelma volvió a fruncir el ceño.

– ¿Asegurarse de qué? ¿Adónde conduce este interrogatorio?

– Sor Fidelma, cuando nos vimos el otro día mencionasteis que erais un abogado cualificado de los tribunales de vuestro país natal. El hermano Eadulf lo confirmó. Al parecer, tenéis una singular habilidad para resolver misterios.

Fidelma estaba exasperada por la manera pedante en que Gelasio se dirigía a ella. El obispo continuó con cuidado.

– El hecho es que tenéis el talento que el palacio de Letrán necesita urgentemente. Deseamos que vos, sor Fidelma, junto con el hermano Eadulf, aquí presente, hagáis investigaciones para determinar la causa de la muerte de Wighard y descubrir quién ha robado los regalos que había traído con él.

Se hizo un silencio mientras Fidelma asimilaba lo que Gelasio decía. Un pensamiento le vino inmediatamente a la cabeza.

– ¿El palacio de Letrán no tiene un consejero jurídico para llevar a cabo tal investigación? -preguntó lanzando una mirada significativa al gobernador militar.

– Ciertamente. Roma era, aún lo es, la communis patria del mundo legal y político -replicó Marino, con una voz que se debatía entre el resentimiento y el orgullo.

Fidelma casi replica que la ley de Roma nunca se había extendido por su propia tierra, cuyo sistema legal era tan antiguo como el romano, pues se había recopilado en los tiempos del rey Ollamh Fódhla, ocho siglos antes de Cristo. Sin embargo, Fidelma se contuvo.

– La ley en esta ciudad de Roma -explicó Gelasio, más moderado que el Superista- es administrada por el Praetor Urbanus y su personal, que defienden la vigencia de la ley existente. Dado que hay extranjeros implicados, este caso cae dentro de la jurisdicción del Praetor Peregrinus, que es el responsable de todos los asuntos legales en los que se ven afectados los forasteros.

– ¿Entonces por qué necesitáis mi ayuda, dado que mis conocimientos se limitan a las leyes irlandesas, y la del hermano Eadulf, que era un gerefa, un magistrado de los sajones?

Gelasio frunció los labios intentando articular una respuesta prudente.

– Nosotros, en Roma, somos sensibles a las diferencias existentes entre las Iglesias de los irlandeses, britanos y sajones. Somos conscientes de nuestro propio papel en este asunto. Es un asunto político, sor Fidelma. Desde que el obispo irlandés Cummian intentó unir las Iglesias de los irlandeses y britanos con Roma, hace treinta años, nosotros hemos intentado fomentar tal reconciliación. Soy lo bastante viejo para recordar cuántas veces el obispo Honorio y su sucesor, Juan, escribieron a los abades y obispos irlandeses rogándoles que no hicieran más grande el cisma que se había abierto entre nosotros.

– Soy consciente de las diferencias que hay entre los que siguen la regla de Roma, Gelasio, y los que se mantienen fieles a las decisiones originales de nuestro concilio en Irlanda -interrumpió Fidelma-. Pero, ¿dónde nos lleva esto?

Gelasio se mordió el labio, claramente descontento por haber sido interrumpido en la mitad de su argumentación.

– ¿Dónde? -Hizo una pausa como si esperase una respuesta-. El Santo Padre tiene muy presentes estas disensiones, tal como he dicho, y confía en unir las diferentes facciones. La muerte del arzobispo designado de Canterbury, justo después del éxito obtenido por Canterbury al conseguir que los reinos sajones abandonaran la Iglesia irlandesa por Roma, ocurrida mientras el arzobispo permanecía en el propio palacio del obispo de Roma, puede encender un fuego de guerra que asolará las tierras de los sajones y los irlandeses. Este conflicto provocará inevitablemente la intervención de Roma.

Fidelma resopló despreciativa.

– No veo por qué.

Fue Marino, que llevaba callado un rato, el que contestó.

– Os he preguntado si conocíais a un monje llamado Ronan Ragallach.

– No lo he olvidado -replicó Fidelma.

– Él fue quien mató a Wighard.

Fidelma alzó las cejas ligeramente.

– Entonces -preguntó con voz tranquila-, ¿por qué, si este hecho es conocido, nos piden a mí y al hermano Eadulf que investiguemos? Ya tienen al culpable.

Gelasio levantó las manos en señal de impotencia. Resultaba claro que aquella situación no era de su agrado.

– Por política -respondió con seriedad-. Para evitar una guerra. Por eso buscamos vuestra ayuda, Fidelma de Kildare. Wighard era el hombre de Roma. Wighard ha sido asesinado en el mismísimo palacio del Santo Padre. Seguro que surgirán preguntas en los reinos sajones que han acordado aceptar la regla de Roma y mirar a Canterbury como su centro eclesiástico, y que han rechazado a los misioneros de Irlanda. Para contestar esas preguntas, Roma dirá que un monje irlandés mató a Wighard. Los sajones se enfurecerán. ¿Y acaso no dirá Irlanda que tal acusación resulta una explicación muy conveniente después de su derrota, tal vez otra estrategia para desacreditarlos? Puede que los sajones reaccionen contra los clérigos irlandeses que todavía están en sus reinos. A lo mejor los expulsan sin más, pero, a lo peor… -dejó la frase sin acabar-. Es posible que estalle una guerra. Hay muchas posibilidades, ninguna de ellas agradable.

Sor Fidelma lanzó una mirada al rostro preocupado de Gelasio.

Por primera vez examinaba el rostro del obispo Gelasio con detenimiento. Previamente, había catalogado a Gelasio como un hombre de edad, no viejo, pero ciertamente de la edad en que una persona considera que todos los cambios son a peor. Pero ahora era consciente de su vitalidad, de la energía y la emoción que ella sólo esperaba encontrar en alguien joven; era un hombre decidido, carente de la docilidad, paciencia y humildad atribuibles a las edades venerables.

– Vuestras hipótesis son razonables, pero son sólo posibilidades -observó ella.

– Roma está interesada en conseguir que ni siquiera se conviertan en posibilidades. Hemos tenido muchas guerras de aniquilación mutua entre las facciones cristianas. Necesitamos aliados por toda la cristiandad, especialmente ahora que los seguidores de Mahoma asolan el Mediterráneo atacando el comercio y nuestros puertos.

– Voy entendiendo vuestra lógica, Gelasio -respondió Fidelma cuando Gelasio la miró esperando una respuesta.

– Bien. ¿Qué mejor manera para desactivar las animosidades que surgirán que vos, sor Fidelma, una experta en leyes de Irlanda, y el hermano Eadulf aquí presente, un sajón erudito en su propia ley, ambos con la reputación que les ha reportado Witebia, examinarais este caso? Si ambos llegarais a un acuerdo respecto al culpable, ¿quién podría acusaros a ninguno de los dos de parcialidad? Sin embargo, si nosotros los de Roma hiciéramos una aseveración de culpabilidad o inocencia, se nos replicaría que tenemos mucho que ganar al señalar con el dedo acusador a los que están en desacuerdo con nosotros.

Fidelma empezó a captar la sutileza del pensamiento de Gelasio. Ésa era la mente aguda de un político al igual que la de un hombre de Iglesia.

– ¿Ha admitido este Ronan Ragallach que mató a Wighard?

– No -contestó Gelasio con desdén-. Pero la prueba en su contra es abrumadora.

– ¿Así que queréis poder anunciar que este crimen lo han resuelto Eadulf de Canterbury y Fidelma de Kildare de acuerdo y al unísono, para prevenir que surja un posible conflicto?

– Habéis entendido perfectamente, hermana -dijo Gelasio.

Fidelma miró a Eadulf y el monje le respondió con una leve mueca.

– ¿Estáis de acuerdo con esto, Eadulf? -le preguntó.

– Yo fui testigo de cómo resolvió el asesinato de la abadesa Étain. Me he mostrado de acuerdo en ayudarla de la manera que pueda para resolver la muerte de Wighard y así evitar el derramamiento de sangre entre nuestros pueblos.

– ¿Vais a llevar a cabo la tarea, Fidelma de Kildare? -insistió Gelasio.

Fidelma se giró y observó sus rasgos finos, de halcón, y de nuevo volvió a percibir ansiedad en los ojos oscuros del obispo. Frunció los labios con aire reflexivo, preguntándose si lo que le producía tal ansiedad era simplemente temor a un conflicto en el extremo noroeste del mundo. No había que decidir nada. Inclinó la cabeza.

– Muy bien, pero hay condiciones.

– ¿Condiciones? -Marino, al oír la palabra, frunció el ceño con suspicacia.

– ¿Cuáles? -la invitó a continuar Gelasio.

– Unas muy sencillas. Con la primera ya estáis de acuerdo, que el hermano Eadulf sea mi compañero en igualdad de condiciones en esta investigación y nuestras decisiones hayan de ser unánimes. La segunda condición es que hemos de tener total autoridad para el desarrollo de las pesquisas. Podremos interrogar a cualquier persona que consideremos oportuno e ir allí donde sea necesario. Incluso si necesitamos hacer una pregunta al mismísimo Santo Padre. No puede haber ninguna limitación a nuestras pesquisas.

Los finos rasgos de Gelasio se relajaron y dibujaron una sonrisa.

– ¿Sois consciente de que algunas partes de la ciudad, áreas conectadas con la santa sede de Roma, están prohibidas a los clérigos extranjeros?

– Por eso pongo condiciones, Gelasio -replicó Fidelma-. Si voy a llevar a cabo tal investigación y eso me obliga a ir a un lado o a otro, he de estar segura de que tengo la autoridad para andar por ese camino.

– Seguramente no tendréis gran necesidad de ello. Nosotros ya tenemos al culpable. Lo único que habéis de hacer es confirmar su culpabilidad -interrumpió Marino.

– Vuestro culpable se declara inocente -advirtió Fidelma-. Según el derecho del Fenechus de Éireann, un hombre o una mujer son considerados inocentes hasta que se ha demostrado, más allá de toda duda, que son culpables. Yo también consideraré que Ronan Ragallach es inocente hasta que haya probado que es culpable. Si lo que deseáis es que simplemente afirme que él es culpable, entonces yo no puedo llevar a cabo esta investigación.

Gelasio dudó e intercambió una mirada triste con Marino. El Superista de los custodes fruncía el ceño, preocupado.

– Tendréis la autoridad que necesitáis, Fidelma -le concedió Gelasio pasado un momento-. El hermano Eadulf y vos podréis llevar a cabo la investigación de la manera que creáis adecuada. Me aseguraré de que el Praetor Peregrinus es informado. Pero debéis recordar que sólo tenéis que investigar y que no podéis impartir justicia por vuestra cuenta. En lo que respecta a la aplicación de la ley estáis sujetos a los procedimientos judiciales de esta ciudad, bajo la jurisdicción inmediata del Praetor Peregrinus. Marino preparará esa autorización y yo me aseguraré de que la firma el Praetor.

– De acuerdo -aceptó Fidelma.

– ¿Cuándo deseáis empezar?

Fidelma se puso de repente en pie.

– No hay mejor momento que éste.

Todos se incorporaron casi a desgana.

– ¿Cómo vais a proceder? -preguntó Marino en un tono brusco-. Supongo que querréis ver al monje llamado Ronan Ragallach.

– Iré paso a paso -contestó Fidelma, lanzando una mirada a Eadulf-. Primeros visitaremos la domus hospitalis y las estancias de Wighard. ¿Ha examinado algún médico el cadáver?

Fue Gelasio quien respondió.

– El mismo médico del Santo Padre, Cornelio de Alejandría.

– Entonces Cornelio de Alejandría va a ser la primera persona que interroguemos.

Empezó a caminar hacia la puerta, dudó y se volvió hacia Gelasio.

– ¿Me da su permiso, señor obispo?

Gelasio no supo a ciencia cierta si su voz contenía un tono de burla, pero hizo una señal con la mano autorizándola a retirarse. Mientras Eadulf se giraba y se inclinaba sobre la mano del perplejo obispo, rozando con sus labios el anillo del hombre, Fidelma llegaba a la puerta.

– Venga, Eadulf, tenemos mucho que hacer -le urgió en voz baja.

– Os llevaré a las habitaciones de Wighard -se ofreció Marino, acompañándolos.

– No será necesario, Eadulf me guiará. Os agradecería, sin embargo, que nos hicierais las autorizaciones lo antes posible y os asegurarais de que tenemos la aprobación escrita del Praetor Peregrinus antes del ángelus.

Había abierto la puerta y advirtió la presencia del joven oficial de los custodes que la había escoltado desde su alojamiento. Todavía estaba fuera esperando órdenes.

– También -prosiguió Fidelma girándose hacia Marino- quedaría en deuda con usted si pudiera contar con los servicios de uno de sus guardias de palacio, como muestra de mi autoridad. Siempre es mejor tener un símbolo de autoridad inmediatamente reconocible. Este joven serviría.

Marino frunció los labios sin saber si tenía que protestar, pero luego asintió con la cabeza lentamente.

¡Tesserarius!

El joven se puso en posición de firmes.

– ¡A vuestras órdenes, Superista!

– Recibiréis órdenes de sor Fidelma o del hermano Eadulf hasta que yo, personalmente, os releve de ese deber. Actúan con mi propia autoridad, la del obispo Gelasio y la del Praetor Peregrinus.

El rostro del joven mostraba una gran sorpresa.

¿Superista? -tartamudeó, como si no diera crédito a lo que estaba oyendo.

– ¿Me he expresado con claridad?

El tesserarius se puso rojo y tragó saliva.

– ¡A vuestras órdenes, Superista!

– Bien. Os haré llegar la autorización, sor Fidelma -le aseguró Marino-. No dudéis en hacerme llamar si me necesitáis.

Fidelma, seguida de Eadulf, abandonó la habitación, seguida por el asombrado joven oficial de la guardia.

– ¿Cuáles son vuestras órdenes, hermana? -preguntó el joven cuando entraron en el patio.

El cielo estaba iluminado con las pálidas sombras grises del amanecer y los pájaros empezaban a acompañar con un ruidoso coro de trinos el murmullo del surtidor de la fuente central.

Fidelma se detuvo en mitad de un paso y examinó al joven que la había levantado de la cama con tan rudos modales. A la luz del día todavía parecía ligeramente arrogante, y en la riqueza de su atuendo, aunque era el de gala de la guardia del palacio de Letrán, se percibía por completo el aire de un noble romano. De repente Fidelma sonrió ampliamente.

– ¿Cómo os llamáis, tesserarius?

– Furio Licinio.

– Pertenecéis a una antigua familia patricia de Roma, ¿no es así?

– Por supuesto… sí -contestó el joven frunciendo el ceño y sin captar el sarcasmo latente en las palabras de Fidelma.

La hermana dejó escapar un suspiro.

– Eso está bien. Tal vez necesite a alguien que pueda informarme de las costumbres de esta ciudad y de las del palacio de Letrán. Tenemos a nuestro cargo la investigación de la muerte del arzobispo Wighard.

– Pero si lo hizo un monje irlandés -dijo el joven, perplejo.

– Para nosotros es dudoso -replicó Fidelma secamente-. Pero vos obviamente estáis enterado de la muerte.

El joven lanzó una larga y curiosa mirada a Fidelma y luego se encogió de hombros.

– ¡La mayoría de los guardias lo sabe, hermana! Pero yo sé que el monje irlandés es culpable.

– Parecéis muy seguro, Furio Licinio. ¿Por qué?

– Yo estaba de servicio en el cuarto de la guardia cuando mi compañero, el decurión Marco Narses, entró con el monje irlandés, Ronan Ragallach. El cuerpo de Wighard acababa de ser descubierto y este Ronan fue arrestado cerca de su cámara.

– Eso se consideraría una prueba circunstancial -respondió Fidelma-. Sin embargo vos decís que estáis seguro. ¿Cómo es eso?

– Hace dos noches, yo estaba de guardia en el patio donde están situadas las habitaciones de Wighard. Alguien andaba merodeando por allí a medianoche. Perseguí al individuo y me encontré con este mismo monje irlandés que negó ser la persona a la que yo perseguía. Al hacer eso me mintió. Me dio un nombre falso: hermano «Ayn-dina»…

– ¿Hermano Aon Duine? -preguntó Fidelma, corrigiendo cortésmente la pronunciación, y cuando el tesserarius asintió con la cabeza ella se giró ligeramente para ocultar la sonrisa burlona que se le había dibujado en los labios. Incluso Eadulf, que sabía bastante irlandés, entendía la broma que el joven oficial no captaba.

– Ya veo -dijo ella solemnemente, recobrando la compostura-. Os dijo entonces que era el hermano Nadie, pues eso es lo que significa Aon Duine en mi lengua. ¿Y luego?

– Aseguró que venía de unas habitaciones y luego supe que era tan falso…

– … ¿como su nombre? -preguntó Eadulf con aire de inocencia.

– Cuando me di cuenta de que mentía ya había huido. Por esto estoy convencido de que es culpable.

– ¿Pero culpable de qué? -observó Fidelma-. Todavía hay que demostrar que es culpable de asesinato. Discutiremos eso luego con el monje Ronan Ragallach. Venga, Furio Licinio, llevadme hasta ese médico que examinó el cuerpo de Wighard.

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