El escenario de este relato es la Roma de finales de verano del año 664 d.C.
Los lectores que desconozcan este período de la edad oscura han de saber que el concepto de celibato entre los religiosos cristianos, tanto en la Iglesia católica romana como en la que ha sido conocida como la Iglesia celta, distaba mucho de ser universal. Aunque siempre hubo ascetas que sublimaron el amor físico dedicándolo a una deidad, no fue hasta el concilio de Nicea, en el año 325 d.C. que se condenaron los matrimonios entre religiosos, aunque no se prohibieron. El concepto de celibato en la Iglesia romana provenía de las costumbres que practicaban las sacerdotisas paganas de Vesta y los sacerdotes de Diana. En el siglo V, Roma ya había prohibido a los clérigos que tenían el rango de abad y obispo dormir con sus mujeres y, poco después, incluso casarse. Roma intentaba disuadir al clero general de que se casara, pero no estaba prohibido. Es más, sólo la reforma papal de León IX (1049-1054 d.C.) llevó a cabo un intento serio de obligar al clero occidental a aceptar el celibato universal.
En la Iglesia oriental ortodoxa, los sacerdotes con rango inferior a abad y obispo conservaron el derecho a casarse hasta el día de hoy.
La condenación del «pecado de la carne» permaneció ajena a los conceptos de la Iglesia celta mucho tiempo después de que la postura de Roma se convirtiera en dogma. Ambos sexos convivían en abadías y monasterios que se conocían con el nombre de conhospitae, o casas dobles, donde hombres y mujeres vivían y educaban a sus hijos en el servicio de Cristo. Conocer este hecho resulta esencial para entender algunas de las tensiones que surgen en este relato.