Capítulo 12

Fidelma estaba sentada en la officina que compartía con el hermano Eadulf en el palacio de Letrán, todavía cuidando de su cabeza, que le seguía dando punzadas. Ya no sentía mareo ni náuseas, pero el dolor persistía. Había sido Eadulf, con sus conocimientos de medicina, quien había insistido en relevar a Cornelio de Alejandría. Pareció que a Cornelio no le molestaba que el monje sajón quisiera invadir sus funciones de médico. De hecho, dio la sensación de estar agradecido por poder correr a sus asuntos. El hermano Eadulf, desde que había estudiado en Tuaim Brecain, siempre llevaba una pera, o les, que era como los médicos irlandeses llamaban a su maletín, llena de hierbas medicinales. Le vendó la herida y le preparó una bebida a base de infusión de cabezuelas secas de trébol rojo, que, le aseguró, le irían aliviando el dolor.

Fidelma tenía una fe absoluta en Eadulf mientras iba sorbiendo la pócima, pues él ya había venido en su ayuda dos veces anteriormente en la abadía de Hilda en Witebia, Northumbria. De hecho, le había curado un gran dolor de cabeza con una mezcla similar, cuando ella había caído y se había golpeado y quedado inconsciente en la abadía.

Mientras él la iba mimando, ella le explicó a él y a Furio Licinio su aventura de la mañana. Al conocer los hechos básicos, el joven tesserarius mandó llamar a una decuria de los custodes y se fue hacia el cementerio cristiano de Metrona. Fidelma aguantó la reprimenda de Eadulf durante un rato más, mientras permanecía sentada tratando de recordar los acontecimientos e intentando establecer alguna pauta, pero se dio cuenta de que por mucha información que tuviera no tenía la estructura. Sin un armazón todo aquello no tenía ningún sentido.

– Hemos de llamar al hermano Osimo Lando -dijo Fidelma, interrumpiendo repentinamente a Eadulf en plena disertación. La había estado castigando suavemente por haber ido a las catacumbas sola sin advertirlo primero ni dejar que alguien supiera dónde iba. Eadulf parpadeó.

– ¿Osimo Lando? -preguntó frunciendo el ceño.

– Admitió que conocía bien a Ronan Ragallach. Yo presiento que sabe mucho más de lo que nos ha dicho. Con Ronan Ragallach muerto tal vez esté de acuerdo en hablar más.

De repente se abrió la puerta y Marino, el gobernador militar, entró con aspecto preocupado. Se dirigió directamente a Fidelma.

– ¿Es cierto? ¿Es cierto lo que he oído, que el hermano Ronan Ragallach está muerto?

Fidelma asintió con la cabeza.

La expresión del Superista de los custodes se suavizó de repente y se convirtió en una sonrisa; dejó escapar un sonido enfático de satisfacción:

– Entonces el asunto de la muerte de Wighard ha llegado a su fin.

Fidelma intercambió una mirada de perplejidad con Eadulf.

– No consigo entender esa lógica -dija la muchacha fríamente.

– El asesino ha sido capturado y está muerto. No hay necesidad de perder más tiempo en el asunto.

Fidelma meneó la cabeza lentamente en señal de negación.

– Me parece que no estáis enterado de todos los hechos, Marino. Yo hallé al hermano Ronan Ragallah estrangulado cuando iba a encontrarse conmigo. Me había enviado un mensaje diciéndome que él no era el asesino de Wighard y quería una oportunidad para explicarse. Fue asesinado de la misma manera que Wighard. Quienquiera que mató a Wighard también mató a Ronan Ragallach. El caso, ya veis, está lejos de haber concluido.

El gobernador militar parpadeaba rápidamente con expresión de asombro.

– Simplemente fue informado de que estaba muerto -replicó cariacontecido-. Supuse que lo habían matado o se había matado al darse cuenta de que no podía estar siempre escapando de nosotros.

– Fidelma tenía razón y nosotros estábamos equivocados -intervino Eadulf en la conversación. Fidelma se lo quedó mirando sorprendida, algo divertida por el inesperado respeto que mostraba en su voz, como si le encantara que ella demostrara que no tenía razón-. Siempre dijo que ella sospechaba que Ronan Ragallach no era el asesino.

Marino apretó las mandíbulas.

– Entonces hemos de descubrir la verdad cuanto antes. Esta mañana misma el scriba aedilicius del Santo Padre se puso en contacto conmigo para decirme que éste está disgustado por la falta de una resolución en este asunto.

– No está más ansioso que nosotros -replicó Fidelma, molesta por lo que esas palabras implicaban-. Se resolverá cuando tengamos la solución. Y ahora -se levantó-, tenemos mucho que hacer. ¿Podríais enviar a alguien para que nos trajera al hermano Osimo Lando? Necesitamos de su consejo.

Marino se sobresaltó al verse despedido de forma tan autoritaria. Abrió la boca para decir algo en señal de protesta, pero la volvió a cerrar de golpe y acató la orden con una mueca.

Eadulf sonrió con ironía a Fidelma.

– Apuesto a que trataríais al Santo Padre con el mismo desdén.

– ¿Desdén? -preguntó Fidelma sacudiendo la cabeza-. Yo no desprecio a Marino. Pero a cada uno de nosotros se nos supone competentes en lo nuestro y cada uno hemos de proporcionar a nuestro cargo las cualidades que esperamos de los demás. El orgullo en un cargo sin competencia es tan pecado como la competencia sin seguridad.

Eadulf se puso serio.

– Con Ronan Ragallach muerto, no veo qué dirección tomar en este laberinto, Fidelma.

Ella inclinó la cabeza ligeramente.

– Ronan Ragallach, aunque negara que había matado a Wighard en el mensaje que me envió, y en el que yo creo que decía la verdad, tenía alguno de los valiosos objetos de Wighard con él cuando lo mataron. -Fidelma explicó cómo había encontrado un cáliz y un pedazo de tela de saco todavía bien agarrado en su mano muerta. Hizo una pausa y luego se encogió de hombros-: Aunque, por supuesto, ahora no puedo probar eso.

– ¿Quién creéis que os golpeó en la cabeza y robó el cáliz y el papiro?

– No lo sé. -Fidelma suspiró profundamente-. Vi la silueta del que me atacó un momento en la oscuridad, y en aquel momento pensé que la figura me era familiar; luego… -Acabó encogiéndose de hombros.

– ¿Pero era claramente un hombre? -insistió Eadulf.

Fidelma frunció el ceño. Ella había usado el masculino sin darse cuenta. Ahora, mientras analizaba sus recuerdos, no estaba segura.

– Ni siquiera eso lo sé a ciencia cierta.

Eadulf se rascó la punta de la nariz con aire pensativo.

– Bueno, yo no sé qué paso podemos dar ahora. Nuestro principal sospechoso está muerto y, según decís, asesinado de la misma manera que Wighard.

– ¿Quiénes eran los extranjeros que vi en la cámara? -preguntó Fidelma-. Ése es seguramente el siguiente paso. Ronan Ragallach tenía el resto del papiro que el hermano Osimo Lando identificó como escrito en la lengua de los árabes. Yo les oí unas pocas palabras a esos extranjeros que creo que puedo imitar. Tal vez Osimo las pueda traducir, pues yo creo que eran árabes.

– Pero, ¿para qué se iba a encontrar con unos árabes Ronan Ragallach?

– Si encuentro la respuesta a esa pregunta, creo que estaremos muy cerca de la solución de este misterio -dijo Fidelma con seguridad.

Llamaron a la puerta y entró uno de los custodes. Lo hizo marcialmente y con la mirada al frente, se detuvo y saludó.

– Tengo la orden de informar de que el hermano Osimo Lando no está en su puesto de trabajo. No está en el palacio en este momento.

– ¿Se puede enviar a alguien a su alojamiento para ver qué le pasa?

El joven se puso en posición de firmes tan de repente que Fidelma se sobresaltó.

– ¡Así se hará! -contestó el joven guardia con solemnidad antes de girar sobre sus talones.

Eadulf parecía preocupado.

– Nada es nunca fácil.

– Bueno, debe de haber alguien más en este palacio que hable la lengua de esos árabes.

Eadulf se levantó y se dirigió a la puerta.

– Lo voy a averiguar pronto. Mientras tanto -al llegar a la entrada se volvió con expresión preocupada-, vos debéis descansar un rato y recuperaros.

Fidelma hizo un gesto distraída. De hecho, el dolor de cabeza casi le había desaparecido y sólo la zona blanda del golpe le molestaba. Sobre todo, sin embargo, estaba aturdida por las innumerables preguntas y pensamientos que le sacudían la mente. Después de que Eadulf se fuera se estiró cómodamente en la silla, con las manos cruzadas en el regazo y los párpados cerrados. Se concentró en respirar hondo y regularmente y, uno a uno, fue relajando sus músculos.

Cuando era joven y empezó su educación, una de las primeras cosas que le habían enseñado era el arte del dercad, el acto de la meditación, a través del cual innumerables generaciones de místicos irlandeses habían alcanzado el estado de sitcháin, o paz. Fidelma había practicado con regularidad este arte de la meditación en momentos de tensión y lo encontraba muy útil. Era una técnica que los druidas paganos habían practicado incluso antes de que la fe cristiana hubiera alcanzado las costas de Irlanda, justo dos siglos antes. Los místicos druidas no habían desaparecido totalmente de su tierra. Todavía se les podía encontrar como ascetas solitarios en remotos eriales. Pero eran cada vez menos.

Siendo ya mayor, Fidelma había asistido con regularidad a los tigh n'alluis, «los sudaderos», que eran una parte integrante de la ceremonia del aeread. En una pequeña casa de piedra se encendía un gran fuego hasta que la estructura se convertía casi en un horno. Entonces la persona que buscaba el estado de sitcháin entraba desnuda y se sellaba la puerta. Se sentaba en un banco sudando y transpirando hasta un momento determinado en que la puerta se abría; entonces salía y se metía en un estanque helado. Era simplemente un paso más del proceso del aeread. Muchos de los religiosos ascetas seguían esta vieja práctica druídica aunque, como ya sabía Fidelma, muchos de los religiosos más jóvenes rechazaban muchas de estas cosas simplemente porque estaban asociadas a los druidas.

Incluso el mismo san Patricio, un britano que había destacado en la predicación de la fe en Irlanda, había prohibido expresamente la práctica del teinm laegda y del imbas forosnai, los medios meditativos para la iluminación. A Fidelma le entristecía que los antiguos rituales de autoconciencia se rechazaran simplemente porque eran antiguos y se habían practicado mucho antes de la llegada de la fe a Irlanda.

Sin embargo, el aeread todavía no estaba prohibido y ella creía que habría protestas entre los religiosos de Irlanda si tal cosa ocurriera. Era un medio de relajación para calmar la avalancha de pensamientos en una mente atormentada.

– ¡Hermana!

Fidelma parpadeó y se sintió como si despertara de un profundo sueño reparador.

Se dio cuenta de que el tesserarius Furio Licinio le estaba examinando el rostro con expresión preocupada.

– ¿Sor Fidelma? -Su voz denotaba cierta inquietud-. ¿Estáis bien?

Fidelma parpadeó otra vez y dejó que una sonrisa se dibujara en su rostro.

– Sí, Licinio, estoy bien.

– Parecía que no me oyerais, pensaba que estabais durmiendo, pero con los ojos abiertos.

– Simplemente estaba meditando, Licinio -sonrió Fidelma, levantándose y desperezándose un poco.

Furio Licinio entendió el sentido exacto de la palabra latina meditan más que el propósito del dercad.

– Soñar despierto más que pensar -observó con escepticismo. Sin embargo, reconozco que hay mucho que meditar en este asunto.

Fidelma no se molestó en ilustrarlo.

– ¿Qué noticias traéis? -preguntó.

Furio Licinio se encogió de hombros.

– Hemos recuperado el cadáver del hermano Ronan Ragallach de la catacumba. Ahora está en el mortuarium de Cornelio. Pero poco más hemos encontrado; desde luego, ningún papiro o cáliz.

Fidelma dejó escapar un suspiro.

– Como imaginaba. Quienquiera que haya hecho esto es inteligente.

– Hemos registrado bien en la catacumba y encontramos otra salida o entrada situada junto a la muralla Aurelia. Por ahí es por donde entraron y salieron nuestros asesinos. No tuvieron necesidad de seguiros hasta el cementerio.

Fidelma asintió con la cabeza lentamente.

– ¿Y no había ninguna señal de nada que pudiera indicar un culpable?

– Sólo, tal como dijisteis, que el hermano Ronan Ragallach fue estrangulado con un cordón, de la misma manera que Wighard.

– Bien -Fidelma sonrió ampliamente-, una cosa que descubrí que mi atacante no se había llevado es esto.

Fidelma buscó en su marsupium y extrajo el trozo de tela de saco que Ronan Ragallach tenía agarrado.

Furio Licinio lo examinó asombrado.

– ¿Qué prueba eso? Sólo es un simple retal de tela de saco.

– Cierto -afirmó Fidelma-. Parecido a este pedacito de tela de saco.

Colocó encima de la mesa el trocito que había arrancado de la puerta astillada de la habitación del hermano Eanred.

– ¿Estáis diciendo que es la misma tela?

– Lo más probable es que así sea.

– Pero la suposición no es una prueba.

– Os estáis convirtiendo en un experto en leyes, Furio Licinio -dijo Fidelma con solemnidad-. Pero esto es suficiente para volver a interrogar a Eanred.

– A mí sólo me parece un simplón.

Eadulf volvió a entrar de repente en la habitación. Por su expresión, resultaba obvio que no había tenido éxito en su búsqueda.

– No he podido encontrar ni una sola persona que conozca la lengua de los árabes -informó indignado.

Furio Licinio frunció el ceño.

– ¿Qué hay del hermano Osimo Lando?

Fidelma le dijo a Licinio que no encontraban a Osimo.

– Bueno, Marco Narses está de guardia, está apostado junto a los pórticos de la entrada principal. Él debe de saber un poco. Luchó contra los musulmanes en Alejandría hace tres años y estuvo prisionero durante un año hasta que su familia pagó un rescate para que lo liberaran. Aprendió algo de esa lengua.

– Id a buscarlo, Licinio -ordenó Eadulf, echándose en la silla-. Yo estoy demasiado cansado.

Furio Licinio no tardó mucho en localizar a Marco Narses y lo acompañó hasta la estancia.

Fidelma fue directa al grano.

– He memorizado algunas palabras. Creo que pueden ser árabes, una lengua que me han dicho que entendéis. ¿Podéis probar a ver si las reconocéis?

El decurión inclinó la cabeza.

– Muy bien, hermana.

– La primera palabra es «kafir».

El soldado sonrió.

– Bastante fácil. Significa «infiel». Uno que no cree en el Profeta. Como nosotros diríamos «infidelis» para designar a una persona que rechaza la verdad de Cristo.

– ¿El Profeta?

– Mahoma de la Meca, que murió hace treinta años. Sus enseñanzas se han extendido como el fuego entre los pueblos orientales, donde llaman islam a la nueva religión, que significa «sumisión a Dios o Alá».

Fidelma frunció el ceño al oír su pronunciación.

– Así que Alá es su nombre para Dios. Entonces, ¿qué significa «Bismillah»?

– Fácil -contestó Marco Narses-. Es «En el nombre de Alá» (su Dios). Es simplemente una exclamación de sorpresa.

Fidelma frunció los labios, pensativa.

– Así, lo que yo sospechaba queda confirmado. Aquellos dos eran árabes. Y, al parecer, el hermano Ronan Ragallach estaba en contacto con ellos. Pero, ¿por qué y qué relación guarda con la muerte de Wighard?

Eadulf lanzó una mirada a Marco Narses.

– Gracias, decurión. Ya os podéis ir -dijo.

El joven decurión parecía reacio a marcharse, pero ante la mirada de Furio Licinio, volvió a su guardia en el atrium.

– Hay que encontrar al hermano Osimo Lando -sugirió Furio Licinio-. Si alguien sabe más de este asunto, él, como superior del hermano Ronan Ragallach, debería conocer si estaba metido en algún asunto relacionado con los árabes.

– Yo ya he mandado a alguien a averiguar por qué no está en su puesto de trabajo -explicó Fidelma-. Sin embargo, estoy ansiosa por volver a hablar con el hermano Eanred.

– Tan sólo tenemos la palabra de Sebbi de que Eanred es un maestro en el estrangulamiento -indicó Eadulf, adivinando lo que pensaba Fidelma.

– Hemos de ser precisos en estos asuntos, Eadulf. Lo único que dijo Sebbi es que Eanred era un esclavo que mató a su amo estrangulándolo, y que quedó absuelto de ese crimen por vuestra ley sajona cuando se pagó el wergild.

– Así y todo… -protestó Eadulf.

Fidelma se mostró rotunda.

– Vayamos a buscarlo. El ambiente de este cuarto está demasiado cargado y me temo que me vuelve el dolor de cabeza.

Eadulf y Licinio la siguieron cuando ella salió de la habitación y fue por el pasillo hasta el atrium, la entrada principal del palacio. Había diversos grupos de personas, como siempre, esperando que los convocaran para ver a quienquiera que hubieran venido a ver para agasajarlo o influenciarlo. Fidelma caminaba en primer lugar mientras atravesaban el suelo de mosaicos hacia la domus hospitalis. Casi habían llegado a la puerta del fondo cuando encontraron al hermano Sebbi abriéndose paso a empujones con mirada irritada.

Vio a Eadulf y se detuvo.

– ¿Todavía sois el secretario y consejero de la delegación sajona ante el Santo Padre? -soltó sin ningún preámbulo.

Se detuvieron y Eadulf frunció el ceño ante la brusquedad del religioso.

– Ése es el cargo que me dio el arzobispo, pero desde su muerte… -Se encogió de hombros-. ¿Pasa algo?

– ¿Que si pasa? ¿Que si pasa? ¿Habéis visto al abad Puttoc?

– No. ¿Por qué?

Sebbi miró atentamente a Furio Licinio. Estaba claro que no seguía la conversación, pues no hablaba sajón. Buscó con la mirada a Fidelma, pero ésta bajó la vista e hizo ver que no le interesaba la conversación. Sebbi volvió a mirar a Eadulf.

– He oído que estos romanos intentan colocar otra vez a un obispo extranjero en Canterbury.

Eadulf esbozó una leve sonrisa.

– Algo he oído. Bueno, hasta que Deusdedit se convirtió en el primer sajón en ser obispo de Canterbury hace diez años, todos a los que han enviado a Canterbury han sido romanos o griegos. Si eso es lo que queréis decir, ¿qué importancia puede tener? ¿Acaso no somos todos iguales ante los ojos de Dios?

Sebbi resopló indignado.

– La gente de los reinos sajones quiere sus propios obispos, no extranjeros. ¿No lo han demostrado expulsando a los irlandeses de Northumbria? ¿Acaso nosotros los sajones no acordamos que Wighard de Kent fuera nuestro próximo arzobispo?

– Pero Wighard está muerto -apuntó Eadulf.

– Cierto. Y el Santo Padre debería respetar nuestros deseos nombrando a Puttoc. No a un africano.

– ¿Africano? -preguntó asombrado Eadulf.

– Acabo de enterarme de que Vitaliano le ha ofrecido Canterbury al abad Adrián de Hiridanum cerca de Nápoles, que es un africano. ¡Un africano!

Eadulf abrió mucho los ojos, sorprendido.

– Yo he oído de él que es un hombre de gran saber y piedad.

– Bueno, ¿qué vamos a hacer? Los sajones hemos de permanecer unidos y protestar, exigir que la bendición del Santo Padre sea para Puttoc.

Eadulf hizo una mueca.

– Sin embargo, vos habéis confesado que no os gusta Puttoc, Sebbi. ¿No será simplemente que veis que vuestra oportunidad de ser abad de Stanggrund se desvanece si Puttoc pierde las esperanzas? De todas maneras, nosotros los sajones, tal como decís, tan sólo nos podremos unir cuando el misterio de la muerte de Wighard se haya resuelto.

Sebbi abrió la boca, se contuvo, y luego, murmurando algo, se volvió disgustado y se metió entre la muchedumbre.

Eadulf se giró hacia Fidelma.

– ¿Lo habéis entendido todo?

Fidelma asintió, pensativa.

– Parece que las ambiciones de Puttoc y Sebbi se han quedado de repente frenadas.

– El hermano Sebbi ciertamente parece que pudiera matar a alguien por. -Eadulf se detuvo al instante cuando se dio cuenta de lo que decía. Miró a Fidelma, incómodo.

– No podemos cerrarnos ninguna puerta por el momento -dijo Fidelma leyendo los pensamientos de su compañero-. Yo lo he dicho desde el principio. La ambición es un móvil muy poderoso.

– Eso es cierto, pero, ¿tan malo es tener algunas aspiraciones?

– La ambición es meramente vanidad, y por vanidad la gente puede ser ciega a la moralidad. ¿No fue Publio Siro quien dijo que hay que temer a un hombre que persigue lo que ambiciona?

– No si tiene el talento necesario para alcanzar sus metas -replicó Eadulf-. Lo que es verdaderamente malo son los hombres con grandes ambiciones y poco talento.

Fidelma se rió entre dientes.

– Hemos de hablar de filosofía en profundidad un día, Eadulf de Seaxmund's Ham.

– Quizás -replicó Eadulf, con una sonrisa molesta-, la mejor persona con quien discutir de filosofía en este momento es Puttoc. Tal vez necesita algún consejo respecto a este asunto de la ambición.

Fidelma los llevó hasta las habitaciones ocupadas por el séquito de Wighard.

Se encontraron con el hermano Eanred en la lavandería, o lavantur, donde estaba atareado haciendo la colada.

Se sobresaltó al ver que se acercaban, pero luego continuó batiendo el grueso hábito de lana que estaba lavando.

– Bien, hermano Eanred -saludó Fidelma-. Estáis trabajando mucho.

El religioso se encogió de hombros con gesto de resignación.

– Estoy lavando la ropa de mi amo.

– ¿El abad Puttoc? -inquirió rápidamente Eadulf, para evitar que la respuesta provocara un discurso de Fidelma acerca de que las personas de fe sólo tienen como amo a Cristo.

Eanred asintió con la cabeza.

– ¿Cuánto lleváis con este trabajo? -preguntó Fidelma.

– Desde… -Eanred entornó los ojos-, desde después del ángelus de mediodía, hermana.

– ¿Y antes de esa hora?

Eanred parecía preocupado. Fidelma decidió presionarlo directamente.

– ¿Estabais en el cementerio cristiano de la puerta Metronia?

– Sí, hermana -contestó Eanred sin astucia alguna.

– ¿Qué estabais haciendo allí?

– Fui con el abad Puttoc.

– ¿Y a qué fue él allí? -preguntó Fidelma con paciencia, como si intentara sonsacarle los hechos.

– Creo que fuimos a ver la tumba de Wighard y a hacer los preparativos para un túmulo, hermana.

Fidelma apretó los labios pensativa. Parecía razonable. Ciertamente, no había nada que relacionara a Puttoc y Eanred con los árabes que habían ido al cementerio para encontrarse con Ronan Ragallach.

Fidelma vio que los ojos castaños de Eanred la observaban con curiosidad. Había un vacío extraño allí, la expresión hueca de un bobalicón, no de alguien lleno de astucia y falsedad. Sin embargo, se mordió el labio, había algo más… ¿alarma? ¿temor?

Se alejó de esos pensamientos.

– Gracias, Eanred. Decidme algo más. ¿Tenéis una bolsa hecha con tela de saco?

– No, hermana -contestó el religioso meneando la cabeza.

– ¿Habéis utilizado algo hecho de tela de saco desde que estáis aquí?

Eanred se encogió de hombros. Sus rasgos mostraban sin duda que no entendía nada. Fidelma decidió que no tenía sentido insistir en ese asunto. Tal vez Eanred estaba mintiendo, y, si así era, era un buen mentiroso.

La joven le dio las gracias y salió de la lavandería, seguida por los asombrados Eadulf y Licinio.

– Parece que hemos conseguido poco -observó el sajón, en un tono de desaprobación-. ¿Por qué no lo habéis acusado directamente?

Fidelma extendió los brazos.

– Para pintar, hermano Eadulf, se pone un poco de pintura aquí y otro poquito allí. Cada pincelada en sí misma tiene poco significado, y sólo cuando se han dado todas las pinceladas y uno se aleja del conjunto, ve el dibujo y siente satisfacción.

Eadulf se mordió los labios. Se sintió como si lo hubieran reprendido severamente, pero no entendía el motivo. A veces Fidelma tenía la costumbre molesta de no hablar claramente. Exhaló un suspiro. De hecho, pensó, los compatriotas de Fidelma parecían tener todos la irritable costumbre de no hablar clara y simplemente, sino que utilizaban simbolismos, hipérboles, alusiones y exageraciones.

Se detuvieron en el patio pequeño. Fidelma se sentó en el pequeño parapeto de piedra junto a la fuente que había en el centro del patio y pasó su mano delgada por el agua fresca, escuchando con agrado el sonido del agua. Furio Licinio y Eadulf permanecieron a su lado incómodos, esperando a que hablara.

– ¡Ah, hermano Eadulf!

El tono autoritario de la abadesa Wulfrun resonó de repente proveniente del otro lado del patio y la alta silueta de la mujer apareció en la puerta. Se dirigió hacia ellos a toda velocidad, con la mirada siempre hacia delante.

– Señora -saludó Eadulf, nervioso.

La abadesa Wulfrun ignoró a Fidelma y a Furio Licinio. Su mano iba jugando con la bufanda que llevaba al cuello. Fidelma observó aquel gesto involuntario intentando recordar por qué tenía la sensación de que debería interesarle.

– Deseo informaros que mañana sor Eafa y yo partimos hacia Porto para buscar un barco e iniciar nuestra travesía de regreso a Kent. Poco hay que hacer ya aquí. He acordado con un barquero que nos lleve Tíber abajo. Como secretario de la delegación, creía que debíais ser informado.

Empezaba a darse la vuelta para irse cuando Fidelma, sin levantarse, habló con tranquilidad.

– Eso no va a ser posible, abadesa Wulfrun.

La mujer se detuvo, se giró en redondo y se quedó mirando a Fidelma con una expresión de asombro en el rostro.

– ¿Qué habéis dicho? -dijo con su tono amenazante.

Fidelma repitió sus palabras.

– ¿Os atrevéis a desafiar mi libertad de movimiento, muchacha?

– No -replicó Fidelma complaciente-. Supongo, sin embargo, que no habéis consultado vuestro proyecto ni con el obispo Gelasio ni con el gobernador militar, el Superista Marino.

– Ahora voy precisamente a informarles de mis intenciones.

– Entonces permitidme que os ahorre el trabajo. Hasta que nuestra investigación sobre la muerte de Wighard haya concluido, nadie del grupo de Wighard podrá abandonar la ciudad.

La abadesa Wulfrun se quedó observando a Fidelma, que seguía balanceando la mano en la fuente, aparentemente indiferente a la ira que revelaba el rostro de la abadesa de Sheppey.

– ¡Esto es indignante! -empezó.

Eadulf sacudió la cabeza, reuniendo coraje.

– Abadesa Wulfrun: mi colega, Fidelma de Baldare, tiene toda la razón al informaros de este procedimiento.

La abadesa, beligerante, se giró hacia él, mirándolo como si fuera una especie de animal desagradable.

– Iré a hablar con el obispo Gelasio -dijo amenazante.

– Ésa es una prerrogativa que tenéis -admitió Eadulf-. Pero, por curiosidad, ¿tenéis intención de hacer la travesía de regreso al reino de Kent sola?

– ¿Y por qué no habíamos de viajar solas sor Eafa y yo?

– Deberíais conocer los peligros de tal viaje. En Marsella hay bandas que se aprovechan de los peregrinos solitarios, especialmente de las mujeres, y las someten a la esclavitud; muchas son vendidas a los burdeles de los germanos.

La abadesa Wulfrun hizo una mueca, desdeñosa.

– No se atreverán. Yo soy de sangre real y…

– No habrá ocasión -dijo Fidelma con firmeza, poniéndose en pie-. Vos y sor Eafa tendréis que quedaros aquí hasta que la investigación haya finalizado. Después de eso seréis libres para viajar donde queráis y como queráis. Pero, cuando llegue ese momento, sería inteligente que siguierais el consejo del hermano Eadulf.

Si las miradas matasen, Fidelma hubiera quedado fulminada por la de la abadesa.

– Es verdad, señora -añadió Eadulf, intentando apaciguarla-. Es mejor que esperéis hasta que un grupo de peregrinos regrese a Kent o a las otras tierras sajonas e ir con ellos.

Sin decir nada más, la abadesa Wulfrun se giró y se fue con el mismo porte despectivo que siempre mostraba.

Fidelma sonrió y se rascó la barbilla.

– De verdad que lamento que sor Eafa sea la compañera de una dama tan arrogante como ésa -dijo, y no era la primera vez-. Uno no puede evitar preguntarse por qué la abadesa Wulfrun desea tanto abandonar Roma si no lleva aquí más de una semana, aproximadamente.

Eadulf se rió entre dientes.

– Probablemente por las mismas razones que vos me sugeristeis el otro día (estabais deseosa de regresar a vuestro país).

Un suspiro de impaciencia hizo que ambos giraran la cabeza en dirección a Furio Licinio, de quien se habían olvidado. El joven tesserarius de los custodes del palacio llevaba callado durante un buen rato.

Furio Licinio estaba evidentemente aburrido.

– Seguramente, si encontráramos a esos árabes resolveríamos este problema.

– ¿Qué vamos a hacer para hallarlos? -preguntó Fidelma.

– Hay muchos barcos mercantes que hacen escala en nuestros puertos. Hay muchos marinos mercantes provenientes de las tierras de los árabes que viven en Roma. De hecho, existe un barrio entre los emporio, los almacenes y mercados, a lo largo del Tíber. Es una zona de barrios bajos. Allí se pueden encontrar muchos de ellos. Se llama Marmorata.

– ¿El lugar de mármol? -preguntó Fidelma.

Furio Licinio asintió con la cabeza.

– Antiguamente era donde trabajaban los canteros preparando el mármol para construir la ciudad.

– Yo no sabía eso -farfulló Eadulf, ligeramente molesto. Se enorgullecía del conocimiento que tenía de la ciudad desde sus años de estudio en Roma.

– No es un sitio donde la gente se aventure sin escolta -explicó Licinio-. Está lleno de marineros de muchos países, particularmente de Hispania, el norte de África y Judea. Una parte de la zona está dedicada a un gran vertedero donde se tiran las amphora y testae rotas e inservibles formando un montón enorme. Los barcos lanzan sus desechos y los comerciantes de la ciudad simplemente vacían los contenedores. Tan sólo se preocupan de sus beneficios y no de los desperdicios que se acumulan.

– ¿Vale la pena hacer una visita? -preguntó Eadulf ansioso-. Tal vez podríais ver a vuestros árabes allí.

Fidelma negó con la cabeza.

– Resulta útil saber que ese lugar existe, que esos árabes pueden venir de allí. Pero sin más información, no veo qué utilidad tiene. En realidad, yo no podría reconocer a los dos hombres. Es más, ni siquiera sé por qué los busco. La clave seguramente debe de tenerla el hermano Osimo Lando; quizá pueda decirnos por qué Ronan Ragallach estaba en contacto con ellos. Lo que me recuerda que ya es hora de que el joven custos regrese con noticias de él.

Volvieron a recorrer en sentido contrario los pasillos de los edificios del palacio de Letrán hasta llegar al atrium del palacio. Seguía tan concurrido como siempre, lleno de dignatarios esperando, custodes impávidos y sacerdotes y religiosos de todas las edades, sexos, naciones y costumbres. Furio Licinio fue a ver si había noticias del hermano Osimo Lando, y ellos continuaron caminando hasta la officina situada cerca de las habitaciones del gobernador militar.

Cuando Fidelma y Eadulf estaban atravesando la entrada, el fúnebre padre Ine se abría paso hacia ellos. Fidelma esbozó una amplia sonrisa y estiró una mano para detener al religioso sajón.

– Precisamente os estaba buscando -le dijo Fidelma.

Ine se quedó frunciendo el ceño con suspicacia.

– ¿Qué deseáis de mí? -preguntó con cautela.

– Lleváis mucho tiempo entre los religiosos de Kent, ¿no es así?

Ine dijo que sí, mirando primero a Fidelma y luego a Eadulf con expresión de preocupación.

– Ya os dije que mi padre me entregó a la Iglesia a los diez años.

– Eso es mucho. Entonces debéis de saber bastante acerca de la Iglesia en el reino de Kent.

Ine sonrió orgulloso.

– Poco es lo que no sé, hermana.

La sonrisa de Fidelma era en verdad alentadora.

– Me han dicho que Seaxburgh, la reina de Kent, estableció el monasterio en Sheppey. ¿No es así?

– Así es. Levantó la casa allí hace casi veinte años justo después de venir de la tierra de Anglia Oriental para casarse con Eorcenberht, nuestro rey.

– Era una hija de Anna, me han dicho.

Ine confirmó aquello.

– Anna tuvo varias hijas. Seaxburgh estaba muy interesada en la fe. Es una mujer santa y muy querida en Kent.

Fidelma se acercó con aire de confidencia.

– Decidme, Ine, ¿la abadesa Wulfrun es tan amada como su hermana?

– ¡Hermana! -la palabra se le escapó a Ine como un juramento. Entonces sonrió con complicidad-. Cuando Seaxburgh trajo a Wulfrun a Kent su relación no era tan estrecha. Muchos creen que Seaxburgh se equivocó al colocar a Wulfrun como abadesa de Sheppey.

– ¿Qué queréis decir con que su relación no era tan estrecha? -quiso saber Fidelma.

Ine hizo una leve mueca.

– ¿Habéis oído hablar de la fiesta pagana romana de las saturnales, hermana? Preguntad cuál es la costumbre en esa fiesta y resolveréis el enigma vos misma.

Aumentando su expresión de melancolía, Ine se dio la vuelta y se fue en dirección a la multitud, dejando a Fidelma sorprendida.

– ¿Bien? -preguntó a Eadulf-, ¿qué sucedía en las fiestas de las saturnales?

Eadulf parecía escandalizado ante la idea de que él debería tener conocimientos sobre la antigua fiesta pagana romana.

Fidelma suspiró y reanudó su trayecto a través del atrium, seguida de Eadulf.

– A mi modo de ver -señaló Eadulf, mientras avanzaban por el vestíbulo hacia los despachos del gobernador militar-, nuestra única esperanza reside en encontrar a esos árabes. Sólo ellos podrán revelarnos qué hay detrás del misterio. Seguro que fue uno de los árabes o alguno de sus cómplices quien os atacó y se llevó el papiro y el cáliz.

– ¿Cómo habéis llegado a esa conclusión? -inquirió Fidelma cuando llegaban a la habitación que se había convertido en su officina.

– ¿Y por qué sino querrían el papiro escrito en su lengua?

– ¿Y por qué quedarse con el cáliz?

– Quizás Ronan Ragallach les estaba vendiendo los tesoros de Wighard.

Fidelma se quedó quieta y parpadeó con gran rapidez.

– A veces Eadulf -susurró sorprendida-, a veces hacéis saltos intuitivos con gran sentido allí donde otros han de llegar con la lógica.

Eadulf no estaba seguro de si eso era un halago o un insulto. Estaba a punto de pedir una explicación cuando la puerta se abrió rápidamente y Furio Licinio entró a trompicones con el rostro excitado.

Antes de que Fidelma pudiera preguntarle el por qué de su estado Licinio habló:

– Estaba en la puerta principal hace un momento y el abad Puttoc salió corriendo. No me vio. -Hizo una mueca-. Supongo que para un extranjero todos los custodes son iguales.

– ¿Qué pasa? -preguntó Fidelma, impaciente.

El joven tragó saliva.

– El abad Puttoc alquiló una lecticula. Yo creo que os interesará oír dónde dijo que lo llevaran.

– No es momento de jugar, Licinio -soltó Fidelma-. Hablad claro.

– El abad Puttoc pidió que lo llevaran al mismo lugar del que yo hablaba. A Marmorata. El área donde están los comerciantes árabes.


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