La noche era cálida y fragante, pero de un perfume tan agobiante como sólo puede serlo una noche de verano romana. El patio del palacio de Letrán, envuelto en la penumbra, se llenaba de los aromas agridulces de las hierbas que crecían en los arriates bien cuidados de los bordes; el olor almizcleño del basilisco y la acritud del romero ascendían, casi sofocantes, en el aire irrespirable. El joven oficial de guardia de los custodes del palacio levantó la mano para enjugarse las gotitas de sudor concentradas en la frente bajo el casco de bronce. Aunque la atmósfera era entonces opresiva, pensó que al cabo de unas pocas horas agradecería la calidez del resistente sagus de lana, que le colgaba suelto de los hombros, pues cuando empezara a amanecer la temperatura descendería de forma repentina.
La única campana de la cercana basílica de san Juan dio las doce de la noche, la hora del ángelus. Al sonar la campana, el joven oficial musitó obedientemente la oración ritual: «Ángelus Domini nuntiavit Mariae… Los ángeles del Señor anunciaron a María…». Murmuró la plegaria de forma automática, sin poner sentimiento en las palabras ni prestar atención al significado de las frases. Tal vez porque su mente no estaba concentrada en la fórmula oyó el ruido.
Por encima del tañido de la única campana y el ruido del chorro de la fuentecita situada en el centro del patio, le llegaba otro sonido a sus oídos. Un rumor de cuero arrastrándose sobre el suelo empedrado. El joven custos frunció el ceño e inclinó la cabeza para identificar de dónde provenía el ruido. Estaba seguro de haber oído unos pasos pesados entre las oscuras sombras al otro extremo del patio.
– ¿Quién anda ahí? -inquirió.
No hubo respuesta.
El oficial de guardia extrajo con cuidado su espada corta de la vaina de cuero, era el gladius de hoja ancha con el que las famosas legiones de Roma, tiempo atrás, habían impuesto su voluntad imperial sobre los pueblos del mundo. Arrugó el entrecejo al pensar algo tan intrascendente. Ahora esta misma espada corta defendía la seguridad del palacio del obispo de Roma, el santo padre de la Iglesia universal de Cristo (Sacrosancta Laternensis ecclesia, omnium urbis et orbis ecclesiarum mater et caput).
– ¿Quién anda ahí? Presentaos -volvió a exigir, con una voz que se hizo áspera al dar la orden.
Tampoco hubo respuesta, pero… sí; el oficial oyó unos pies que se arrastraban, luego unos pasos apresurados. Alguien se alejaba del patio, que parecía envuelto en una mortaja, y tomaba una de las callejuelas oscuras. El custos maldijo en silencio la negrura del patio pero, con zancadas rápidas, avanzó por el adoquinado y llegó hasta la entrada de la callejuela. En la penumbra vio una silueta de hombros cargados que se movía con rapidez.
– ¡Alto!
El joven oficial gritó lo más fuerte que pudo.
La figura empezó entonces a correr; sus sandalias planas de cuero golpeaban contra la piedra con sonoridad.
Dejando la dignidad a un lado, el custos empezó a correr calle abajo. Aunque que él era joven y ágil, su presa debía de serlo más, pues cuando el oficial llegó al final de la callejuela no quedaba ya rastro de ella. La callejuela daba a un patio más amplio, que, a diferencia del patio más pequeño de más atrás, estaba bien iluminado con varias antorchas. La razón de ello era simple; este patio estaba rodeado por las estancias de los administradores del palacio papal, en tanto que el pequeño era tan sólo la entrada a los alojamientos de los invitados.
El joven oficial se detuvo, entornó los ojos y examinó el gran rectángulo. En el extremo más alejado, junto a la entrada de uno de los edificios principales, vio a dos de sus compañeros custodes que estaban de guardia. Si los llamaba para pedirles ayuda, pondría en guardia a su presa. Pero no veía a nadie más. Empezó a atravesar el patio con el propósito de preguntar a los otros custodes si habían visto salir a alguien del callejón, cuando lo detuvo un ligero sonido detrás de él, a su izquierda.
Giró en redondo intentando ver algo en la penumbra.
Había una silueta oscura ante una de las puertas que daban al patio.
– Identificaos -ordenó secamente.
La figura se puso tensa y luego dio unos pasos adelante, pero no respondió.
– ¡Adelantaos e identificaos! -gritó el oficial, sosteniendo la espada preparada sobre su peto.
– En el nombre de Dios -dijo resollando una voz melosa-, ¡identificaos vos primero!
Sorprendido por la respuesta, el joven contestó.
– Soy el tesserarius Licinio de los custodes. ¡Ahora identificaos vos!
Licinio no podía evitar sentirse orgulloso de su rango, pues lo acababan de ascender. En el antiguo ejército imperial ese rango correspondía al oficial que recibía de su general la tablilla, o tessera, sobre la que estaba escrita la contraseña del día. Para los custodes del palacio de Letrán, era el rango del oficial de guardia.
– Soy el padre Aon Duine -respondió una voz que tenía el acento ceceante de un extranjero. El hombre dio otro paso adelante de manera que la luz vacilante de una antorcha cercana le iluminó el rostro. Licinio percibió que el hombre era ligeramente regordete y hablaba con el jadeo de alguien que tiene problemas respiratorios, o que acababa de hacer una carrera.
Licinio examinó al hombre con desconfianza y le hizo señas de que se adelantara otro paso para que la luz lo iluminara totalmente. El hermano tenía cara de luna y llevaba la tonsura estrafalaria de los monjes irlandeses, consistente en llevar la parte anterior de la cabeza afeitada, a lo largo de una línea que iba de oreja a oreja, y el cabello largo detrás.
– ¿Hermano «Ayn-Dina»? -dijo, intentando repetir el nombre que le había dado el monje.
El hombre sonrió afirmando amablemente.
– ¿Qué hacéis por aquí a esta hora? -inquirió el joven oficial.
– Aquél es mi despacho, tesserarius -se explicó, señalando el edificio que tenía detrás.
– ¿Habéis estado en el patio pequeño de allá? -preguntó Licinio, alzando su espada en dirección al oscuro callejón.
El monje de cara redonda parpadeó y se mostró sorprendido.
– ¿Por qué habría de haber estado allí?
Licinio suspiró irritado.
– He perseguido a alguien por ese callejón hace tan sólo un momento. ¿Decís que esa persona no erais vos?
El monje negó con la cabeza enérgicamente.
– He estado en mi escritorio hasta que me fui del despacho. Entré en el patio y me abordasteis cuando atravesaba la puerta.
Licinio envainó la espada y, perplejo, se pasó la mano por la frente.
– ¿Y no habéis visto vos a nadie más, a alguien corriendo?
De nuevo el monje movió la cabeza con énfasis para indicar que no.
– Nadie antes de que me llamarais vos para que me identificara.
– Entonces, perdonad hermano, y haced lo que tengáis que hacer.
El monje regordete se detuvo un momento, inclinó la cabeza en señal de gratitud y luego se escabulló por el patio; sus sandalias de cuero golpeaban contra el suelo mientras avanzaba hacia la entrada abovedada que daba a las calles de la ciudad.
Uno de los guardias que estaba en la puerta principal, un decurión, había atravesado el patio para ver qué era aquel ruido.
– ¡Ah, Licinio! Sois vos. ¿Qué pasa?
El tesserarius hizo una mueca mostrando preocupación.
– Había alguien merodeando en el patio pequeño de allá, Marco. Le di el alto y lo perseguí hasta aquí. Pero creo que me ha esquivado.
El decurión llamado Marco se rió en voz baja.
– ¿Por qué razón perseguíais a alguien, Licinio?
¿Qué tiene de extraño que haya alguien en el patio pequeño a esta hora o a cualquier hora?
Licinio miró con acritud a su compañero, sintiendo amargura por el mundo y, en particular, por la guardia que le había tocado aquella noche.
– ¿No lo sabéis? La domus hospitalis, los aposentos de los huéspedes, está situada allí. Y su santidad tiene invitados especiales; obispos y abades de los extraños reinos sajones. Me dijeron que montara una guardia especial, pues al parecer los sajones tienen enemigos en Roma. Me dijeron que interrogara a cualquiera que se comportara de forma sospechosa en las cercanías de los aposentos de los invitados.
Los otros custodes resoplaron desdeñosos.
– Yo creía que los sajones aún eran paganos. -Se detuvo y entonces señaló con la cabeza el sitio por donde había desaparecido el monje-. ¿A quién interrogabais ahora mismo si no era ese sospechoso que decís?
– Un monje irlandés. El hermano «Ayn-dina», según me dijo. Resulta que salía de su despacho, por allí, y yo pensé que tal vez había visto al hombre que yo perseguía. De todas formas, no ha visto a nadie.
El decurión sonrió burlonamente.
– Esa puerta no da a ningún despacho, sino al almacén del sacellarius, el tesorero de su santidad. Lleva cerrada con candado desde hace años y con toda seguridad desde que yo hago guardia aquí.
Echando una mirada sorprendida a su compañero, Licinio agarró la antorcha más cercana, la sacó del soporte de metal y fue hasta la puerta de donde el monje había dicho que salía. Los cerrojos y candados oxidados confirmaron lo que afirmaba el decurión. El tesserarius Licinio renegó en un lenguaje totalmente impropio de un miembro de la guardia del palacio de su santidad.
El hombre estaba sentado encorvado sobre la mesa de madera, con la cabeza inclinada sobre una hoja de vitela, y tenía la boca apretada formando una línea fina que denotaba concentración. A pesar de la posición de su cuerpo, resultaba obvio que era un hombre alto. Llevaba la cabeza descubierta y se le veía la tonsura de religioso en la coronilla de la cabeza, rodeada de mechones de cabello de un color negro como el azabache, acorde con su piel morena y sus ojos oscuros. Sus rasgos denotaban que había vivido de forma habitual en un clima cálido. Eran finos, con la nariz aguileña y prominente, la propia de un patricio romano. Los pómulos se marcaban claramente bajo la carne hundida. El rostro tenía alguna cicatriz, tal vez un recuerdo de los estragos de la viruela contraída en su niñez. Los labios estrechos tenían un color rojo que parecía casi artificial.
Estaba quieto y en silencio, inclinado sobre su trabajo.
Dejando aparte la tonsura, también su vestimenta revelaba su vocación religiosa. Llevaba la mappula, una tela blanca con fleco, los campagi, unos borceguíes negros, y udones, calcetines blancos, prendas todas estas heredadas de la magistratura imperial del senado romano, y que ahora lo distinguían como miembro con rango superior del clero romano. Mucho más distintivos resultaban la túnica fina de seda escarlata y el ornamentado crucifijo de oro incrustado de piedras preciosas que asimismo proclamaban que era más que un simple clérigo.
El suave tintineo de una campana interrumpió su concentración y levantó la mirada con expresión irritada.
Una puerta se abrió en un extremo del amplio y fresco salón de mármol y entró un joven monje con un hábito marrón burdo y sencillo. El recién llegado cerró cuidadosamente la puerta tras él; luego, cruzando los brazos dentro de las amplias mangas, se dirigió con rapidez hacia la mesa donde estaba sentado el hombre; sus zapatillas planas golpeaban contra el suelo de mosaico del salón y sonaban a hueco mientras él avanzaba, casi como un pato.
– Beneficio tuo -dijo el monje inclinando la cabeza y pronunciando la frase ritual.
El hombre mayor se reclinó y suspiró sin responder; hizo una señal al monje con la mano para que expusiera su asunto.
– Con su permiso, venerable Gelasio, hay una joven hermana en la cámara de fuera que exige ser recibida.
Gelasio levantó las negras cejas en señal de amenaza.
– ¿Exige? ¿Una joven hermana, dice?
– De Irlanda. Ha traído la regla de su monasterio para que el Santo Padre la reciba y bendiga y trae algunos mensajes personales de Ultan de Armagh a Su Santidad.
Gelasio sonrió levemente.
– ¿Así que los irlandeses buscan la bendición de Roma aunque discutan las prácticas romanas? ¿No resulta una curiosa contradicción, hermano Dono?
El monje consiguió encogerse de hombros con los brazos todavía cruzados dentro de sus enormes mangas.
– Yo sé poco de esos lugares lejanos, salvo que creo que la gente sigue la herejía de Pelagio.
Gelasio frunció los labios.
– ¿Y la joven hermana exige…? -volvió a hacer énfasis en la palabra por segunda vez.
– Lleva cinco días esperando que la reciban, venerable Gelasio. El lío burocrático, sin duda.
– Bien, dado que la hermana nos trae noticias del arzobispo de Armagh deberíamos recibirla al momento, sobre todo porque nuestra joven hermana ha hecho un largo camino hasta Roma. Sí, veámosla a ella y a la consueta que trae y oigamos sus argumentos como si el Santo Padre fuera a recibirla. ¿Tiene esta joven hermana un nombre, hermano Dono?
– Ciertamente -contestó el joven monje-. Pero es un nombre peculiar que no logro pronunciar. Se parece a Felicita o Fidelia.
– Cualquiera de ellos puede ser un presagio, ya que Felicitas era la diosa de la buena fortuna en Roma, mientras que Fidelia significa alguien en que se puede confiar, fiel y firme. Dejadla entrar.
El joven monje hizo una reverencia y se dirigió hacia la puerta por el extenso salón en el que sus pasos retumbaban.
Gelasio puso su papeles a un lado y se acomodó en su silla de madera tallada para observar la entrada de la joven extranjera anunciada por su factótum, el hermano Dono.
La puerta se abrió y entró una figura alta vestida de religiosa. El vestido resultaba obviamente extranjero para Roma, observó Gelasio; la camilla de lana sin teñir y la túnica de lino blanco indicaban que quien así vestía era alguien recién llegado al clima cálido de Roma. La mujer atravesó el mosaico del suelo del salón imprimiendo a su paso un garbo juvenil que no cuadraba con el recato que requería el hábito religioso. Pero su forma de aproximarse no resultaba carente de gracia. Gelasio advirtió que aunque era alta, su cuerpo estaba bien proporcionado. Unos mechones rebeldes de cabello pelirrojo surgían de debajo de su tocado. Los ojos oscuros de Gelasio se posaron en los rasgos jóvenes y atractivos de su rostro y quedaron fascinados por el verde brillante de los ojos de la mujer.
Ella se detuvo ante él, con el ceño ligeramente fruncido. Gelasio se quedó sentado en la silla, tendió su mano, en cuyo dedo corazón había un gran anillo de oro con una esmeralda incrustada. La joven dudó y luego tendió su mano derecha y cogió la de Gelasio suavemente, inclinando su cabeza hacia adelante con rigidez.
Gelasio controló su sorpresa. En Roma un miembro de los religiosos se hubiera arrodillado ante él y le hubiera besado el anillo en señal de respeto hacia su alto rango. Esta joven extraña y extranjera simplemente había inclinado la cabeza en reconocimiento de su oficio y no como muestra de humildad. La expresión que mostraba ella era algo forzada, como si quisiera disfrazar su irritación.
– Bienvenida, hermana… ¿Fidelia…? -dijo Gelasio, dudando respecto al nombre.
La expresión de la joven no cambió.
– Soy Fidelma de Kildare, del reino de Irlanda.
Gelasio percibió que la voz de la muchacha era firme y no delataba signo alguno de que se sintiera intimidada ante el esplendor de la estancia que la rodeaba. Era extraño, pensó, que a estos extranjeros les resultara indiferente el poder, la riqueza y la santidad de Roma. Los britanos e irlandeses le recordaban a los estirados galos, de los que sabía por la lectura de César y Tácito. ¿No había sido un rey de los britanos, que Claudio había llevado cautivo a Roma, el que, al ver el esplendoroso poderío, no sólo no se había sentido amedrentado, sino que sencillamente había dicho: «¿Y teniendo todo esto, todavía envidian nuestras casuchas en Britania?». Gelasio era un hombre orgulloso de su pasado de patricio romano y a veces le hubiera gustado nacer en los años dorados del imperio de los primeros césares. Se agitó con incomodidad ante tal pensamiento, que no casaba con la humilde ambición de su fe, y se concentró en la figura que tenía ante sí.
– ¿Sor Fidelma? -repitió el nombre con cuidado.
La joven hizo un gesto con gentileza, en señal de agradecimiento por la correcta pronunciación.
– He venido hasta aquí a petición del arzobispo Ultan de Armagh para traer…
Gelasio levantó una mano para detener la serie de palabras que surgía.
– ¿Es ésta vuestra primera visita a Roma, hermana? -preguntó en voz baja.
Ella hizo una pausa y luego asintió con la cabeza, preguntándose si había cometido algún error de protocolo al dirigirse a este personaje superior de la Iglesia de cuyo nombre el factótum ni siquiera le había informado.
– ¿Cuánto lleváis en nuestra hermosa ciudad?
Gelasio creyó oír que la joven ahogaba un suspiro. Percibió un ligero movimiento, un exagerado palpitar en su pecho.
– Llevo cinco días intentando conseguir una audiencia con el obispo de Roma… Lamento no haber sido informada de vuestro nombre ni de vuestra posición.
Los delgados labios de Gelasio temblaron al esbozar una sonrisa. Admiraba la franqueza de la joven.
– Soy el obispo Gelasio -contestó-. Ocupo el cargo de nomenclator de Su Santidad. Mi función consiste en recibir todas las peticiones del Santo Padre, valorar si es necesario que las vea y ofrecerle mi consejo.
Los ojos de sor Fidelma se iluminaron.
– Ah, ahora entiendo por qué me han traído a vuestra presencia -comentó, y sus hombros cuadrados descendieron ligeramente al relajarse un poco-. Resulta difícil responder adecuadamente cuando nadie le ha informado a una de los usos protocolarios de aquí. Debéis perdonarme si cometo algún error y culpad de ello tan sólo a mi nacimiento en tierra extranjera y a mi educación.
Gelasio inclinó la cabeza con un aire de solemnidad no carente de ironía.
– Bien dicho, hermana. Habláis un latín excelente para alguien que visita por primera vez nuestra ciudad.
– También conozco el griego y sé algo de hebreo. Tengo una cierta facilidad para las lenguas e incluso hablo algo del idioma de los sajones.
Gelasio la miraba fijamente por si estuviera burlándose ligeramente de él. El tono no era jactancioso y Gelasio estaba impresionado por su continua franqueza.
– ¿Y dónde conseguisteis tales conocimientos?
– Estudié el noviciado en Kildare, en la casa que estableció santa Brígida, y luego con Morann en Tara.
Gelasio frunció el ceño sorprendido.
– ¿Habéis estudiado estas lenguas sólo en Irlanda? Bueno, he oído hablar de sus escuelas pero ahora tengo la prueba de su excelencia. Sentaos, hermana, y discutamos el motivo de vuestra visita. El viaje desde Irlanda debe de haber sido largo y lleno de peligros. No lo habréis hecho sola, ¿verdad?
Fidelma echó una mirada alrededor en la dirección que Gelasio le había indicado, vio una sillita de madera cerca de ella y la colocó de cara al obispo. Se sentó y se acomodó antes de responder.
– He hecho el viaje en compañía del hermano Eadulf de Canterbury, que es scriba de Wighard, el arzobispo designado de Canterbury en el reino sajón de Kent.
Gelasio arqueó las cejas irónicamente.
– Por lo que me han dicho, los irlandeses tenéis poco en común con Canterbury, ¿o sois vos uno de los pocos irlandeses que ha aceptado la regla de Roma en lugar de la de Columba?
Fidelma sonrió levemente.
– Yo sigo la regla de Paladio y Patricio que convirtieron nuestra pequeña isla a la fe -dijo con tranquilidad-. He asistido al sínodo de Witebia y llegué a conocer a los delegados sajones. Fue al final del sínodo cuando Deusdedit, el arzobispo de Canterbury, se puso enfermo y murió de la peste amarilla. Wighard, como arzobispo designado, anunció su intención de viajar aquí, a Roma, para recibir la bendición papal de su cargo, y, como Ultan me había ordenado traer aquí la Regula coenobialis Cill Dara, decidí hacer el viaje en compañía del hermano Eadulf, a quien he llegado a conocer y respetar.
– ¿Y qué hacíais vos asistiendo al concilio de Witebia, hermana? Ya he tenido noticia de esa discusión entre los partidarios del uso de las costumbres de Roma y los de los hábitos de sus propias iglesias irlandesas. ¿No ganaron nuestros representantes romanos la discusión y provocaron la retirada de los delegados irlandeses?
Fidelma no hizo caso del tono de burla que mostraba la voz de Gelasio.
– Yo asistí al sínodo para dar consejo legal a los delegados de nuestra Iglesia.
El ceño del obispo se alzó con asombro.
– ¿Estabais allí para dar asesoramiento legal? -preguntó perplejo.
– Yo no sólo soy una religiosa sino que también soy dálaigh del tribunal Brehon de Irlanda…, es decir, soy una abogada versada en el código civil del Senchus Mór y el criminal del Leabhar Acaill por los que se administra justicia en nuestro país.
El rostro de Gelasio reflejaba su incredulidad.
– ¿Así que es costumbre que los reyes de Irlanda permitan a las mujeres ser abogados en sus tribunales de justicia?
Fidelma se encogió de hombros con indiferencia.
– Entre mi gente, la mujer puede ejercer cualquier profesión, incluida la de reinar y la de estar al mando de su gente en una batalla. ¿Quién no ha oído hablar de Macha de las Trenzas Rojas, nuestra gran reina guerrera? Sin embargo, he oído que a las mujeres no se las considera igual en Roma.
– Podéis estar segura de ello -contestó Gelasio con vehemencia.
– ¿Es cierto que ninguna mujer puede aspirar a ninguna de las profesiones liberales de ejercicio público en Roma?
– Por supuesto que no.
– Pues resulta ser una sociedad extraña la que se niega el uso de la mitad de los talentos de su población.
– No más extraño, mi buena hermana, que una sociedad que permite a las mujeres tener una posición igual a la de los hombres. En Roma, observaréis que el padre o marido tiene total control sobre las mujeres de su familia.
Fidelma hizo una mueca sarcástica.
– Resulta asombroso que pueda andar por las calles de esta ciudad sin que me aborden por mi descaro.
– Vuestro hábito es reconocido como la stola matronalis y no sólo podéis visitar lugares públicos de culto, sino también teatros, tiendas y juzgados. Sin embargo, estos privilegios no se conceden a alguien que no lleve el hábito de religiosa o no esté casada. Las doncellas han de permanecer en las proximidades de su hogar. Sin embargo, las mujeres de las clases altas pueden tener influencia en asuntos de negocios, siempre que ello se realice en la privacidad de sus propios palacios y a través de sus maridos o padres.
Fidelma sacudió la cabeza con aire sombrío.
– Entonces ésta es una ciudad triste para las mujeres.
– Es la ciudad de los santos Pedro y Pablo que nos iluminaron en la oscuridad de nuestro paganismo; a Roma le fue confiada la misión de extender esa luz por todo el mundo.
Gelasio hablaba con orgullo, tal vez demasiado, mientras se arrellanaba y estudiaba a la joven. Era un hombre típico de su nación, su ciudad y su clase.
Fidelma no contestó. Era lo bastante diplomática para darse cuenta de cuándo las palabras no conducían más que a puertas cerradas con cerrojo. Unos momentos después fue Gelasio el que continuó la conversación.
– ¿Así que vuestro viaje no tuvo incidentes?
– El viaje desde Marsella fue tranquilo, salvo cuando apareció una vela por el oeste y el capitán casi estrelló el barco contra unas rocas a causa del miedo.
Gelasio se puso serio.
– Debía de ser un barco con algunos de los fanáticos árabes seguidores de Mahoma que han estado haciendo incursiones por todo el Mediterráneo, contra todos los barcos y puertos de nuestro emperador Constancio. Asolan continuamente los puertos del sur. Gracias a Dios que su barco no cayó en sus manos. -Gelasio hizo una pausa para reflexionar un momento antes de continuar-. ¿Y tenéis buen alojamiento en la ciudad?
– Así es, gracias. Me hospedo en un pequeño hostal no lejos de aquí cerca del oratorio de santa Práxedes junto a la vía Merulana.
– Ah, ¿el hostal que regenta el diácono Arsenio y su buena mujer Epifania?
– Exactamente.
– Bien. Ya sé dónde puedo contactar con vos. Ahora examinemos los mensajes que habéis traído de Ultan de Armagh.
La barbilla bien formada de Fidelma se elevó con cierta agresividad.
– Son sólo para los ojos de Su Santidad.
Las cejas de Gelasio se juntaron con preocupación, se quedó mirando los atrevidos ojos verdes que tenía frente a él y entonces pareció que cambiaba de opinión y asentía con la cabeza sonriendo ampliamente.
– Tenéis razón, hermana. Pero la norma aquí es que pasen por mis manos. También he de examinar la regla para que la bendiga el Santo Padre. Está dentro de mis atribuciones examinarla -añadió con énfasis burlón.
Sor Fidelma buscó entre sus ropas y extrajo los rollos de vitela. Se los tendió al obispo. Éste los desenrolló, echando una ojeada a su contenido antes de colocarlos a un lado de la mesa.
– Los leeré tranquilamente y luego le pediré a mi scriptor que los examine. Si todo está bien, puedo arreglar una audiencia con Su Santidad dentro de siete días a partir de hoy.
Vio que los labios de la joven mostraban decepción.
– ¿Antes no? -preguntó la muchacha decepcionada.
– ¿Tenéis prisa por abandonar nuestra hermosa ciudad? -preguntó Gelasio con mofa.
– Mi corazón añora mi país, señor obispo, eso es todo. Llevo ya muchos meses lejos de sus costas.
– Entonces, hija, algunos días más no importan. Hay mucho que ver aquí antes de vuestro regreso, en particular si es vuestro primer peregrinaje a este lugar. Sin duda querréis visitar la colina Vaticana donde se alza la basílica de San Pedro sobre la tumba de ese hombre santo, esa roca santa sobre la que Cristo ordenó que se construyera su Iglesia. En esa misma colina nos enseñan que se apareció Nuestro Señor a Pedro cuando abandonaba la ciudad donde Nerón perseguía a sus hermanos. Allí dio la vuelta Pedro y rehizo sus pasos hacia la ciudad, para ser crucificado con su rebaño, y allí se le enterró.
Fidelma bajó la cabeza para ocultar la irritación que le producía que el obispo la considerara tan ignorante.
– Esperaré entonces vuestro aviso, Gelasio -dijo al tiempo que se levantaba mostrando su deseo de irse.
Ciertamente, Gelasio tuvo que ocultar su sorpresa de nuevo al ver que la joven parecía tan dueña de sí misma, pues él estaba muy acostumbrado a mandar.
– Decidme, Fidelma de Kildare, ¿hay muchas mujeres como vos en vuestro país?
Fidelma frunció el ceño intentando entender el significado de aquellas palabras.
– He conocido a muchos hombres de vuestro país, incluso tenemos a algunos trabajando aquí en el palacio de Letrán, pero mis experiencias con las mujeres de vuestra tierra son limitadas. ¿Son todas tan francas como vos?
Fidelma sonrió.
– Sólo puedo hablar por mí, Gelasio. Pero, como ya os he dicho, en mi tierra una mujer no está supeditada a un hombre. Creemos que nuestro Creador nos hizo iguales. Tal vez, algún día, deberíais viajar a las tierras de Irlanda y conocer sus bellezas y tesoros.
Gelasio rió entre dientes.
– Con gusto lo haría. Con gusto lo haría, aunque me temo que ya son muchos mis años para embarcarme ahora en un viaje arduo. Mientras tanto, espero que disfrutéis de nuestra ciudad. Podéis iros. Deus vobiscum.
Satisfecho por haber conseguido controlar finalmente el final de la entrevista, alcanzó una diminuta campana de plata.
Tendió la mano derecha y una vez más, y para su irritación, Fidelma simplemente se la estrechó e inclinó su cabeza en lugar de besarle el anillo obispal tal como era costumbre en Roma.
La alta muchacha se giró y atravesó la estancia hasta donde estaba el hermano Dono aguantando la puerta.