Capítulo 15

– Dejadme que os diga que yo, Cornelio, soy alejandrino ante todo. -El médico se hinchó de orgullo como si esta declaración lo explicara todo-. La ciudad fue fundada hace nueve siglos por el gran Alejandro de Macedonia. Ptolomeo I ordenó construir la famosa biblioteca que, según Calimaco, llegó a contener setecientos mil volúmenes. Pero, estando Julio César en Alejandría, la biblioteca principal se quemó y muchos de los libros se destruyeron. Nunca se pudo probar, pero según los rumores, el incendio se produjo por el rencor mezquino que Roma guardaba a aquel gran tesoro. Sin embargo, la biblioteca se ha reconstruido y restaurado y durante estos últimos seis siglos se sigue considerando la mayor biblioteca del mundo.

– ¿Qué tiene esto que ver con la muerte de Wighard…? -interrumpió Eadulf con impaciencia, hablando más para Fidelma que para Cornelio, pues parecía que ella seguía el discurso como si tuviera gran relevancia.

Fidelma levantó una mano para que callara y le hizo señal a Cornelio de que continuara.

El médico hizo una mueca, molesto por la interrupción, pero no dijo nada.

– La biblioteca de Alejandría era la mayor del mundo -volvió a repetir con insistencia-. Yo estudié en Alejandría hace muchos años; fui alumno en la gran escuela de medicina fundada por Herófilo y Erasístrato casi al mismo tiempo que se creó la biblioteca. Yo ya había acabado mis primeros estudios: estaba ejerciendo en Alejandría y había sido nombrado catedrático en la escuela de medicina, cuando el terrible desastre nos sorprendió y el mundo se volvió loco.

– ¿Qué desastre fue ése, Cornelio? -preguntó Fidelma.

– Los seguidores árabes de la nueva religión del islam, fundada por el profeta Mahoma hacía unas décadas, empezaron a extenderse hacia el oeste en una guerra de conquista provenientes de la península oriental donde habían morado. Sus dirigentes habían lanzado el grito de la jihad, la guerra santa, contra todos aquellos que no se convirtieran a la nueva fe, a los que llamaban kafirs. Hace veinte años penetraron en Egipto, llegaron hasta la ciudad de Alejandría y la incendiaron. Muchos de nosotros huimos y buscamos refugio por el mundo. Yo conseguí un camarote en un barco con destino a Roma y la última visión de mi tierra natal es la de los grandes muros de la biblioteca de Alejandría devorados por las llamas y el humo, al igual que los vastos tesoros de los esfuerzos intelectuales del hombre que estaban allí salvaguardados.

Cornelio hizo una pausa y le tendió la copa a Eadulf para que le sirviera más.

El cenobita sajón, algo renuente, le vertió algo de vino del ánfora y Cornelio lo tomó con entusiasmo, a tragos largos. Cuando hubo satisfecho su sed, continuó.

– No hace mucho se puso en contacto conmigo un comerciante, concretamente árabe, que me dijo que había oído que antaño yo había sido médico en Alejandría y conocía bien su biblioteca. Tenía que enseñarme algo. Era el libro de Erasístrato, escrito a mano por el mismo médico. No me lo podía creer. El comerciante dijo que me vendería la obra, más otras doce que tenía. La suma que me pidió era una barbaridad; una suma que estaba muy por encima de mis posibilidades, aunque en Roma se me considera una persona adinerada. El comerciante dijo que esperaría un poco, y cuando yo pudiera reunir esa cantidad haríamos el intercambio.

– ¿Qué podía hacer? Me pasé una noche entera sin dormir pensando en ello. Finalmente, se lo confié al hermano Osimo Lando que, al igual que yo, era alejandrino. Él no dudó. Si no podíamos reunir la suma por las buenas, teníamos que hacerlo por las malas. Ambos nos juramentamos para que aquellos grandes tesoros del saber griego se salvaran para la posteridad.

– ¿Para la posteridad… o para vos? -preguntó Fidelma con frialdad.

Cornelio no se sentía avergonzado. Su voz mostraba orgullo.

– ¿Quién sino yo, yo un médico de Alejandría, podía realmente apreciar la riqueza contenida en aquellos libros? Incluso Osimo Lando tan sólo veía los aspectos intelectuales, mientras que yo… yo podía estar en comunión con los siglos, con las grandes mentes que escribieron sus palabras.

– ¿Así que matasteis a Wighard para que sus tesoros os proporcionaran el dinero? -preguntó Eadulf con desprecio.

Cornelio sacudió la cabeza con vehemencia.

– Eso no es así -y su voz se hizo casi un susurro.

– ¿Entonces cómo fue? -le interpeló Furio Licinio con desprecio.

– Es cierto que robamos los tesoros de Wighard, pero no lo matamos -protestó Cornelio, al que se le acumulaba el sudor en las cejas mientras miraba fijamente a uno y a otro, deseoso de que lo creyeran.

– Tomaos vuestro tiempo -dijo Fidelma con frialdad-. ¿Cómo sucedió?

– Osimo era un buen amigo de Ronan Ragallach. -Cornelio la miró con dureza-. ¿Sabéis lo que quiero decir? Un amigo íntimo -repitió con énfasis.

Fidelma lo entendió. La relación le había resultado obvia.

– Bien, Osimo decidió que había que meter a Ronan en el asunto. Oímos que Wighard había llegado para ser ordenado arzobispo de Canterbury por Su Santidad. Y lo que era más importante, sabíamos que Wighard había traído unas riquezas considerables de los reinos sajones. Era exactamente lo que necesitábamos. De hecho, Ronan Ragallach ya había conocido antes a Wighard y no le había gustado el hombre. Le atrajo la idea de que lo despojáramos de sus riquezas.

Fidelma hizo ademán de ir a hablar, pero cambió de opinión.

– Seguid -le ordenó.

– Todo resultaba bastante simple. Ronan Ragallach hizo primero una inspección de las habitaciones de Wighard, eso fue la noche que casi lo pesca un tesserarius. Ronan Ragallach dijo al hombre que su nombre era «Nadie», pero en su propia lengua. Y el guardia se lo creyó.

Licinio hizo pasar el aire entre sus dientes en un gesto de embarazo.

– Yo era ese tesserarius -confesó secamente-. No comprendí el sentido del humor de vuestro amigo.

La mirada de Cornelio era inexpresiva.

– El pobre hermano Ronan Ragallach era un mal conspirador, pues no tenían que haberlo atrapado.

– No se había cometido ningún crimen entonces -dijo Licinio-. Wighard fue asesinado la noche siguiente.

– Así es -admitió Cornelio-. Osimo y Ronan Ragallach decidieron que ellos se ocuparían del robo, pues a mí me conocen bien en palacio. Decidieron entrar por la habitación situada al lado de la ocupada por el abad Puttoc.

– ¿La habitación donde dormía el hermano Eanred? -preguntó Fidelma.

– Era la única estancia por la que se podía tener fácil acceso al edificio. Veréis, hay un alféizar ancho que recorre el patio desde el edificio del Munera Peregrinitatis a la domus hospitalis.

– Ya he visto ese alféizar. Sólo permite el acceso a la habitación donde dormía Eanred.

Cornelio se quedó mirando pensativo a Fidelma un momento, antes de confirmarlo.

– Tenéis buena vista, hermana. En realidad, el alféizar era un medio de entrar en la domus hospitalis sin ser visto. El problema residía en asegurarse de que ese criado sajón no estorbara cuando Osimo y Ronan Ragallach cometieran el robo.

– Ahí es donde entráis vos -dijo Fidelma sonriendo con seguridad- y ésa es la razón por la que invitasteis al simplón de Eanred a vuestra villa y no parasteis de ofrecerle vino hasta que creísteis que vuestros compinches ya habían cometido el robo.

Cornelio asintió lentamente con la cabeza, con los ojos bien abiertos, sorprendido por lo que Fidelma sabía.

– Mientras mantuve a Eanred alejado -creedme, no era una tarea fácil tener a aquel tonto ocupado-, Osimo y Ronan Ragallach avanzaron por el alféizar hasta la domus hospitalis. Osimo se quedó de guardia mientras que Ronan Ragallach entró en la habitación de Wighard para ver si estaba dormido.

– Y Ronan Ragallach despertó a Wighard y entonces lo mató -concluyó Eadulf bruscamente.

– ¡No! -replicó Cornelio-. Ni Ronan ni Osimo mataron a Wighard.

Fidelma advirtió a Eadulf mirándole con el ceño fruncido.

– Dejemos que Cornelio explique la historia a su manera -ordenó con cierta dureza.

Cornelio hizo una pausa para pensar y luego continuó.

– No se oía ruido en las estancias y Ronan entró. Fue en silencio hasta la cama y allí vio a Wighard ya muerto. Desconcertado, estaba a punto de irse cuando se le ocurrió que si Wighard estaba muerto entonces los objetos valiosos podían ser robados sin obstáculos. Ronan Ragallach sacó coraje y regresó de la habitación de Wighard con el saco, que se había llevado para cargar el tesoro escondido, ahora ya lleno con las preciadas copas de metal. Los objetos eran pesados y voluminosos, por lo que Ronan Ragallach le llevó un saco a Osimo, que esperaba en la estancia de Eanred, y luego tuvo que ir a por el segundo.

– Osimo regresó por el alféizar para llevarlo a su habitación en el Munera Peregrinitatis mientras Ronan llenaba el segundo saco. Lo llevó también a la habitación de Eanred…

– Y el saco se enganchó en unas astillas del marco de la puerta -dijo Fidelma pensativa, casi para sí misma.

Cornelio hizo una pausa un momento, sin entender. Entonces, como ella no explicó más, continuó.

– Estaba a punto de seguir a Osimo por el alféizar cuando se dio cuenta de que no había cerrado bien la puerta de la habitación de Wighard. Por miedo a que se descubriera el cadáver y se diera la alarma antes de que ellos estuvieran listos, dejó el saco junto a la ventana y regresó. Fue una tontería, pues eso fue lo que provocó su captura. Tal como nos explicó luego, acababa de salir de la habitación y empezaba a avanzar por el pasillo hacia la estancia de Wighard cuando un decurión de los custodes apareció de repente y le dio el alto. Ronan Ragallach tuvo la sensatez de alejarse de la habitación de Eanred, que hubiera conducido a los custodes hasta su compañero Osimo, e intentó huir por la escalera del otro extremo del edificio. Pero se tropezó de lleno con los dos guardias del jardín.

– Hubiera tenido más oportunidades de escapar a través de la habitación de Eanred y luego por el alféizar -observó Eadulf.

Cornelio se lo quedó mirando.

– Como he explicado, se dio cuenta de que si hacía eso llevaría directamente al decurión hasta el segundo saco del tesoro y le indicaría el camino que había seguido su amigo Osimo. Por eso intentó escapar por los jardines.

– ¿Y qué pasó con el segundo saco, el que había dejado en la habitación de Eanred? -preguntó Fidelma-. ¿Cómo desapareció? ¿Supongo que Osimo regresó por él?

– Una suposición correcta -admitió Cornelio, apreciando su rapidez mental-. Después de llevarse el primer saco a su despacho y esperar a Ronan Ragallach, Osimo se preocupó al ver que no aparecía. Después de un ratito hizo el camino de vuelta a la habitación de Eanred. Encontró el segundo saco y luego oyó el alboroto. Se dio cuenta de que habían cogido a Ronan, agarró el saco y se volvió a su despacho. En ese momento decidió ocultar los tesoros en su alojamiento. No sabíamos qué hacer, pero Ronan Ragallach escapó de la celda a la mañana siguiente, debido al descuido de un guardia.

– Que ha sido sancionado -murmuró Furio Licinio en tono grave.

– ¿Y Ronan Ragallach fue directamente hasta vos? -concluyó Fidelma.

Cornelio hizo un gesto afirmativo.

– ¿Y lo ocultasteis?

– El plan era sacarlo a escondidas de la ciudad. Lo hubiéramos hecho en un barco. Pero Ronan Ragallach era una persona moral. Sí, cuando se trataba de un asesinato, era moral -repitió Cornelio, como si no fueran a estar de acuerdo con él-. Se enteró de que vos, Fidelma de Kildare, estabais investigando el asesinato de Wighard del que era acusado. Para Ronan Ragallach, el robo era una cosa, pero el asesinato era otra muy distinta, y nos dijo que vos teníais una gran reputación en vuestra tierra. Os había visto una vez en la corte del rey en Tara. Y os reconoció en la Via Merulana el mismo día del robo y os siguió durante un rato para asegurarse de que no se equivocaba.

Eadulf asintió con la cabeza al recordarlo.

– ¿Así que Ronan Ragallach era el cenobita irlandés que vi que nos seguía?

Nadie respondió a esa pregunta retórica.

– Dijo que vos, Fidelma de Kildare, erais abogado en los tribunales de vuestro país y que teníais fama de resolver enigmas, de ser una persona que buscaba la verdad -repitió Cornelio-. Aunque Osimo y yo le aconsejamos que no lo hiciera, él decidió que quería limpiar su nombre con vos, convenceros de que no era responsable de la muerte de Wighard.

Furio Licinio soltó una risotada.

– ¿Pretendéis que nos creamos eso? Ya habéis admitido vuestra culpa respecto al robo. Quien lo robó también lo mató.

Cornelio miró a Fidelma con una expresión de súplica en el rostro.

– Eso no es cierto. Nosotros no somos responsables de la muerte del sajón. Le robamos, sí. Ypor un motivo del que no me avergüenzo. Si sois el abogado justo que Ronan Ragallach creía que erais, lo sabréis.

Había tal sinceridad en el rostro de Cornelio que Fidelma se convenció de que decía la verdad.

– ¿Así que Ronan Ragallach se puso en contacto conmigo para que nos encontráramos en las catacumbas y explicarme esta historia?

– Ésa era su intención. Por supuesto, no iba a revelar que Osimo y yo estábamos implicados en el asunto. Pero quería limpiar su nombre.

– Y lo mataron por sus remordimientos.

Cornelio asintió con la cabeza.

– Yo le desaconsejé ese encuentro. Es más, no supe nada hasta que Osimo me lo dijo y me apresuré al cementerio para detenerlo.

– ¿Así que por eso estabais allí tan oportunamente?

– Sí. Me preocupaba sobremanera que Ronan Ragallach revelara nada que pudiera incriminarme a mí y a Osimo. Quería que la compra de los libros siguiera adelante. Imaginad mi horror cuando llegué al cementerio y encontré al comerciante árabe y su compañero que huían de las catacumbas. Me dijeron que Ronan Ragallach estaba dentro muerto.

– ¿Qué hacían siguiendo a Ronan, si erais vos el que trataba con ellos? -preguntó Fidelma.

– La noche anterior a su muerte, Ronan Ragallach se había ofrecido voluntario para ir en mi lugar a encontrarse con el comerciante árabe aquí, en Marmorata, y hacer el primer intercambio de libros. El comerciante había enviado una nota con instrucciones que yo le di a Ronan Ragallach. Pero después del encuentro Ronan le dijo a Osimo que creía que los árabes lo seguían. Creía que sospechaban de él.

– Cuando yo los encontré en el cementerio, naturalmente pensé que eran ellos los que habían matado a Ronan Ragallach. Antes de que pudiera interrogarlos, me llamaron para que ofreciera mi ayuda, pues, según me dijeron, había alguien herido en las catacumbas.

– Yo sospeché que sería Ronan Ragallach. Pensé que los árabes lo habían matado. Corrí hasta la entrada principal y descendí. Podéis imaginar mi sorpresa cuando os vi caminando hacia mí, y con gran horror, vi que llevabais uno de los cálices robados. Algo se apoderó de mí. Retrocedí y, perdonadme, hermana, os golpeé en la cabeza y cogí el cáliz. Registré vuestro marsupium, lo cual fue un acierto, pues encontré la carta que había enviado el comerciante árabe con las instrucciones de cómo se tenía que efectuar el intercambio. También cogí esto, pero entonces oí que alguien bajaba a las catacumbas detrás de mí. Tenía que hacer ver que os acababa de descubrir en estado inconsciente. Nadie dudó que erais vos la persona que habían avisado que estaba herida.

Fidelma lo miraba fijamente con ojos brillantes.

– ¿Así que fuisteis vos quien me atacó?

– Perdonadme -repitió Cornelio, pero sin arrepentimiento en su voz.

– Pensé que la silueta que había visto antes de ser golpeada me resultaba familiar -murmuró Fidelma en tono reflexivo.

– No pareció que sospecharais cuando recuperasteis el conocimiento.

– Hay, sin embargo, una cosa que me preocupa. Los árabes estaban detrás de mí en la catacumba. ¿Cómo pudieron salir antes que yo y deciros que Ronan estaba muerto?

Cornelio se encogió de hombros.

– No sabéis cuántas entradas y salidas hay. Unas pocas cámaras más allá de donde mataron a Ronan Ragallach hay una salida que conduce arriba, junto a las puertas del cementerio. Si hubierais ido por ahí habríais salido de las catacumbas en pocos minutos. Por ahí salió el peregrino desconocido que dio la alarma después de dejar las catacumbas por otro camino.

Licinio asintió.

– Así es, hermana. Existen diferentes pasadizos. Sin duda, tal como dice Cornelio, el peregrino que informó sobre Ronan Ragallach también utilizó un pasillo diferente y os adelantó en vuestro camino hacia la entrada principal.

– ¿Por qué no fuisteis directamente a buscar a Ronan? -insistió Fidelma.

– Si hubiera ido por la entrada lateral, siguiendo el camino más corto, hubiera levantado sospechas inmediatamente. De hecho, hubiera querido ir directamente en busca del cadáver de Ronan Ragallach, pero había demasiada gente alrededor y no podía dejaros sin llevaros primero de vuelta al palacio. Luego, ya era demasiado tarde. Licinio, aquí presente, fue enviado a las catacumbas a por los restos de Ronan.

– ¿Qué hicisteis con la carta y el cáliz? -preguntó Fidelma.

– Me llevé los objetos incriminatorios y los metí en mi maletín médico. Corrí a darle la noticia a Osimo. Obviamente, los árabes eran responsables de la muerte de Ronan Ragallach. Pero, ¿por qué lo mataron? ¿Creyeron que los estaba traicionando?

– No fueron los árabes -dijo Fidelma con firmeza.

Cornelio abrió los ojos, sorprendido.

– Eso es precisamente lo que aseguraron. Pero, si no fueron ellos, ¿quién es entonces el responsable?

– Eso hay que descubrirlo.

– Bueno, no fuimos ni Osimo ni yo. ¡Eso os lo juro por Dios! -declaró Cornelio.

Fidelma se reclinó y observó pensativa los rasgos nerviosos del médico griego.

– Hay una cosa que me preocupa… -empezó a decir.

Eadulf soltó una carcajada irritada.

– ¿Sólo una cosa? -bromeó-. Este misterio no se aclara en absoluto.

Furio Licinio asentía con la cabeza. Fidelma no les hizo caso.

– Habéis dicho que el hermano Ronan Ragallach ya conocía a Wighard y que no le había gustado. ¿Podéis explicaros mejor?

– Sólo puedo hablaros de rumores, hermana -dijo Cornelio-. Lo único que puedo hacer es repetir la historia tal como Ronan Ragallach se la explicó a Osimo y luego Osimo a mí.

Hizo una pausa un momento y se quedó pensativo antes de continuar.

– Ronan Ragallach se marchó de su país hace muchos años y fue a predicar la fe entre los sajones, primero en el reino de los sajones orientales y luego en el reino de Kent. Durante un tiempo predicó en la iglesia dedicada a san Martín de Tours en el interior de las murallas de Canterbury. Es una iglesia pequeñita, según me han dicho.

Eadulf inclinó la cabeza en señal de afirmación.

– La conozco.

– Una noche, hace siete años, llegó un hombre moribundo a esa iglesia. El hombre estaba destrozado de cuerpo y alma, agonizante a causa de una enfermedad. Sabía que se estaba muriendo y quería confesar sus pecados.

– Por casualidad sólo había una persona en la iglesia aquella noche que pudiera administrarle los sacramentos. Era el monje visitante de Irlanda.

– ¡Ronan Ragallach! -exclamó el tesserarius Licinio, que seguía con impaciencia el relato.

– Exactamente -confirmó Cornelio-. El hermano Ronan Ragallach. Escuchó la confesión de aquel hombre y grandes eran sus pecados. Lo peor era que el sujeto había sido un asesino a sueldo. Lo que le preocupaba era un gran pecado, mayor que cualquier otro, que recaía en un importante miembro de la Iglesia. Explicó el relato de este crimen con detalle a Ronan Ragallach. Un diácono de la Iglesia le había pagado para matar a su familia porque al diácono le molestaba. Es más, el asesino confesó que tomó el dinero del diácono y mató a su mujer, pero, para incrementar sus ganancias, se llevó a los niños a un reino vecino y los vendió a un granjero como esclavos. El hombre se estaba muriendo. E incluso cuando lanzaba el último suspiro nombró al diácono que lo había contratado para asesinar a su familia. En aquel momento el hombre era el secretario de Deusdedit, el arzobispo…

– ¿Wighard? -exclamó Eadulf, horrorizado-. ¿Queréis decir que Ronan Ragallach afirmaba que Wighard había pagado a un asesino para matar a su mujer e hijos?

Cornelio no hizo caso de la pregunta y continuó.

– Obligado por el secreto de confesión, el hermano Ronan Ragallach bendijo al muerto, pues no podía absolver un crimen tan atroz, y más tarde, aquella noche, lo enterró fuera de los confines de la iglesia. Aquella confesión lo dejó muy conmocionado, pero se sintió incapaz de enfrentarse a Wighard o de explicarle la historia a otra persona. Unas semanas después, Ronan Ragallach decidió marcharse de Canterbury y viajó hasta aquí, a Roma, y empezó una nueva vida. Cuando vio a Wighard en la ciudad y se enteró de que estaba a punto de ser ordenado arzobispo de Canterbury por Su Santidad, Ronan se sintió tan indignado que le explicó la historia a Osimo y luego Osimo me lo contó a mí.

– ¿Puede ser que Ronan Ragallach estuviera tan indignado que llegara a matar a Wighard? -aventuró Licinio.

– ¿Y que luego se matara de la misma manera? -replicó Fidelma frunciendo el ceño-. Eso resulta poco creíble. ¿Cuándo os explicó esa historia Osimo, Cornelio?

– El día en que discutimos el asunto de conseguir el dinero para los comerciantes árabes. El día en que Ronan Ragallach sugirió que no sería pecado quitarle los objetos a Wighard. A mí ese comentario me dejó desconcertado y luego, en privado, Osimo me explicó esta historia para que entendiera por qué Ronan Ragallach creía que Wighard se merecía que le robaran el tesoro.

Se hizo un silencio durante el cual Fidelma reflexionó sobre el asunto.

– Os creo, Cornelio de Alejandría. La historia que explicáis es demasiado fantástica para no ser cierta, ya que habéis admitido gran parte de culpa.

Mientras lo miraba, pensativa, se le ocurrió hacerle una pregunta que no tenía nada que ver con lo que habían discutido.

– Sois un hombre entendido, Cornelio. ¿Sabéis algo de las costumbres que conciernen a la fiesta de las saturnales?

– ¿La fiesta de las saturnales? -preguntó el alejandrino, sorprendido.

La misma sorpresa reflejaban los rostros de Eadulf y Licinio.

Fidelma asintió con calma.

– Antiguamente había un festival religioso que se celebraba a finales de diciembre -explicó Cornelio-. Eran unos días de disfrute, buena voluntad y de hacerse regalos. El comercio se detenía y todo el mundo se arreglaba y lo pasaba bien.

– ¿Había algún acontecimiento especial durante esa fiesta? -insistió Fidelma.

Cornelio hizo una mueca como para indicar que no sabía gran cosa.

– La fiesta empezaba con un sacrificio en el templo y un banquete público abierto a todo el mundo. La gente podía incluso hacer apuestas en público. Oh, y los esclavos se ponían las ropas de sus amos y quedaban liberados de sus obligaciones, mientras que los amos servían a los esclavos.

Los ojos de Fidelma brillaron y una sonrisa se dibujó en su rostro.

– Gracias, Cornelio -dijo; la solemnidad del tono que empleó no ocultó el placer que le había proporcionado aquella información. De repente, se levantó.

– ¿Qué me va a pasar a mí? -preguntó Cornelio, también poniéndose en pie.

– Eso yo no lo sé -admitió Fidelma-. Yo haré un informe para el Superista y él, sin duda, someterá el asunto a la consideración de los magistrados de la ciudad. Yo no conozco las leyes de Roma.

– Mientras tanto -gruñó Furio Licinio con satisfacción-, os llevaremos a las celdas de los custodesy no os resultará tan fácil escapar de allí como a Ronan Ragallach. Eso os lo aseguro.

Cornelio se encogió de hombros. Era un gesto desafiante.

– Al menos he rescatado varias grandes obras para la posteridad que si no, se hubieran perdido. Ésa es mi compensación.

Licinio lo condujo hasta la puerta.

Cuando Cornelio ya se iba, a Fidelma le cruzó por la mente otro pensamiento.

– ¡Un momento!

Cornelio se giró con esperanza.

– ¿Ronan Ragallach u Osimo le explicaron a alguien más esa extraña historia de la supuesta muerte de la mujer de Wighard y de la venta de sus hijos, de la responsabilidad de Wighard en ese terrible acto?

Cornelio frunció el ceño y negó lentamente con la cabeza.

– No. Según Osimo, Ronan Ragallach tan sólo se lo explicó a él. Pero Osimo me lo contó por el motivo que ya les he expuesto.

De repente, le cambió la expresión cuando le vino un recuerdo a la memoria.

Fidelma se dio cuenta enseguida.

– Pero vos se lo contasteis a alguien -afirmó incitándolo.

Cornelio estaba inquieto.

– Me pareció un acto tan impío, un crimen tan atroz, si fuera cierto, que me tuvo preocupado durante varios días. Había un hombre a punto de ser nombrado arzobispo, ordenado por Su Santidad, y, sin embargo, un moribundo había explicado en confesión que él había pagado para que mataran a su mujer y sus hijos. Yo no podía dejarlo, aunque traicionara la confianza de mi amigo Osimo. Pero se lo expliqué sólo a un hombre de Iglesia de rango y honor.

Fidelma sintió una punzada en el cogote.

– No pudisteis quedaros callado. Eso lo entiendo -admitió con impaciencia-. Así que, ¿a quién se lo dijisteis?

– Pensé que tenía que ir a ver si alguien del séquito de Wighard sabía algo de ese asunto y podía aconsejar si se debía investigar. Busqué el consejo de alguien con cierta autoridad que pudiera hablarle de ello a Su Santidad antes de la ceremonia de ordenación. De hecho, fue justo el día antes de la muerte de Wighard que informé del asunto a uno de los prelados sajones.

Fidelma cerró los ojos e intentó controlar su impaciencia. Eadulf, dándose cuenta de la importancia de lo que estaba diciendo Cornelio, permanecía esperando con la cara blanca.

– ¿A quién se lo dijisteis? -repitió Fidelma con brusquedad.

– Pues se lo dije al abad sajón, por supuesto. El abad Puttoc.

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