Capítulo 8

El registro en el cubiculum de Eadulf, dado que era bastante más pequeño que las estancias palaciegas de Wighard, resultó decepcionante. En realidad, Fidelma no había esperado encontrar los objetos desaparecidos. Sin embargo, había deseado que tal vez hubiera alguna señal de que hubieran sido ocultados allí, para poder explicar el enigma que le había preocupado desde el principio. Pero allí no hallaron nada que no tuviera que estar, a pesar de que hicieron un examen concienzudo de todos los rincones de la estancia.

Furio Licinio hizo una mueca.

– Entonces es lo que yo decía: el hermano Ronan Ragallach tenía un cómplice. Cuando los custodes lo prendieron, el cómplice sencillamente se largó con el tesoro.

Sor Fidelma no estaba satisfecha, aunque empezaba a aceptar la lógica del argumento de aquel joven.

– ¿He de suponer que el alojamiento del hermano Ronan Ragallach también se ha registrado minuciosamente? -preguntó.

Furio Licinio asintió con la cabeza vigorosamente.

– El mismo Marco Narses lo registró, pero no había ni rastro del tesoro de Wighard.

– Quisiera examinar yo misma la habitación de Ronan.

Los ojos de Licinio mostraron su desaprobación.

– ¿Ahora?

– ¿Por qué no?

Cuando se volvieron hacia la puerta, se encontraron con una figura que ocupaba el vano. Era una figura alta, tan alta que parecía que no iba a pasar por debajo del dintel de madera. Tenía el rostro moreno y bien parecido y, sin embargo, al mismo tiempo, Fidelma sintió que le producía algo de repulsión. Era esa falta de compasión que ya había percibido anteriormente en el rostro del abad Puttoc de Stanggrund. En su cara morena resaltaban una boca cruel y unos ojos de un azul glacial, bien hundidos bajo unas cejas cavernosas. No, el abad Puttoc no era un hombre que Fidelma pudiera encontrar inmediatamente atractivo, aunque entendía que lo resultara para algunas. Parecía tener una mirada especuladora cuando la examinó, la mirada intensa de un gato que observa a su presa antes de saltar sobre ella.

– He oído que queréis interrogarme, Fidelma de Kildare -dijo el abad con voz suave y modulada, aunque carente de calidez. Parecía no hacer caso alguno del hermano Eadulf-. Nunca mejor que ahora.

Su figura alta penetró en la estancia, sobresaliendo por encima de todos los demás. Detrás de él entró otra figura, que en comparación parecía diminuta; era el scriptory criado de Puttoc, Eanred, un hombre comedido y amable que no destacaba entre la muchedumbre, pues sus rasgos modestos no tenían nada particularmente memorable. Fidelma se dio cuenta de que aparecía como una sombra fiel, siempre rondando tras el hombro del abad Puttoc.

Fidelma frunció el ceño. Le desagradaba el comportamiento y la actitud segura de Puttoc que parecía exigir que todo el mundo danzara al son que él tocase.

– Os iba a hacer llamar más tarde, Puttoc -empezó, pero el abad hizo un gesto impaciente con la mano.

– Acabaremos con este asunto ahora, si no os importa, pues luego estoy ocupado. Tengo una cita con el obispo Gelasio.

Hizo una pausa, levantó una mano y se enjugó la frente.

– Y bien -dijo el abad, dirigiéndose hacia la cama de Eadulf y dejándose caer en ella; luego levantó la vista hacia ellos con sus ojos de un azul glacial, mientras Earned, con los brazos cruzados en su hábito, se quedaba obediente en la puerta-, ¿cuáles son esas preguntas que me tenéis que hacer?

Furio Licinio se mostró impasible mientras Fidelma intercambió una mirada con Eadulf. El monje sajón se estaba claramente aguantando la risa ante el modo que tenía el abad de imponer su voluntad sin discusión posible. Pero Eadulf, al darse cuenta de que Fidelma lo observaba, recompuso rápidamente sus rasgos y se puso serio. Sabía lo que presagiaba la boca apretada de Fidelma.

– ¡Hablad ahora! -ordenó Puttoc, sin hacer caso de la ira que causaba su actitud-, mi tiempo es precioso.

– También lo es el nuestro, Puttoc de Northumbria -dijo Fidelma con un tono fríamente estudiado, para poder reprimir la respuesta mucho más irritante que le había venido primero a los labios.

El abad simplemente sonrió débilmente. La sonrisa hizo que resultara más siniestro.

– Eso lo dudo -replicó, pasando por alto el enfado de la monja-. Ahora que Wighard está muerto, yo he de asumir sus obligaciones. Resulta obvio que no podemos regresar a Canterbury sin un arzobispo y ¿quién entre los sajones está cualificado para recibir la bendición del Santo Padre?

Fidelma observaba sorprendida a aquel hombre alto y autocomplaciente.

– ¿Os han concedido la dignidad de Wighard? -preguntó la muchacha-. Estoy segura de que el hermano Eadulf, aquí presente, me lo hubiera dicho si lo hubiera sabido.

– Yo no tengo conocimiento… -empezó a decir Eadulf, pero Puttoc no se inquietó y sonrió con satisfacción.

– Yo ya le he expuesto mis argumentos al Santo Padre, pero la elección resulta obvia.

Eadulf se puso serio.

– Pero los obispos y abades de los reinos sajones eligieron a Wighard…

Los fríos ojos azules se volvieron hacia Eadulf con expresión fulminante.

– Y Wighard está muerto. ¿Quién más, aquí en Roma, está cualificado para este puesto? ¡Nombradme a esa persona!

Eadulf tragó saliva; no sabía qué decir.

El abad se giró hacia Fidelma, todavía seguro de sí mismo.

– Bien, ¿en cuanto a las preguntas…?

Fidelma vaciló y se encogió de hombros. Aquél era tan buen momento como otro cualquiera, aunque eso significara ceder a sus pretensiones.

– Quisiera saber dónde os encontrabais en el momento de la muerte de Wighard.

Puttoc se la quedó mirando. Sólo los ojos dejaban traslucir alguna emoción. Aquellos ojos pálidos brillaban con una extraña maldad.

– ¿Qué insinuáis, hermana? -dijo con una voz suave, casi sibilante.

Las mandíbulas de Fidelma se tensaron.

– ¿Insinuar? Os he hecho una pregunta que es bastante simple. Tengo la autoridad de la casa del Papa para hacer estas preguntas a cualquiera que ocupara este piso con Wighard de Canterbury. ¿Está bastante claro?

El abad parpadeó, fue ése el único signo de la sorpresa que le produjo que la joven irlandesa le hablara de forma tan directa. Sin embargo no se sentía intimidado por la autoridad de la muchacha.

– Me parece que habéis olvidado cuál es vuestra posición, hermana. Como miembro de la comunidad de santa Brígida de Kildare…

– Yo no me olvido de mi posición, Puttoc. Hablo, no como miembro de la comunidad de Kildare, sino como abogado de los tribunales Brehon de Irlanda, con la autoridad que me ha otorgado el obispo Gelasio y el gobernador militar del palacio de Letrán, junto con el hermano Eadulf, aquí presente, para investigar la muerte de Wighard. Os he hecho una pregunta y deseo una respuesta.

El abad volvió a mirar atrás, su boca se abrió pero no le salieron las palabras. Finalmente, la cerró. Los ojos helados volvieron a parpadear.

– Siendo así -empezó malhumorado-, no hay necesidad de ser descortés. Informaré de este comportamiento al obispo Gelasio.

Cuando se dirigió hacia la puerta, Fidelma lo llamó bruscamente.

– No habéis contestado a mi pregunta, Puttoc de Northumbria. ¿Queréis que informe al obispo Gelasio de que os negáis a cooperar con la investigación que él, como nomenclator del palacio de Letrán, ha encargado?

El abad se quedó helado. Se hizo un silencio incómodo ante aquel enfrentamiento.

– Estaba profundamente dormido en mi habitación -replicó el abad al fin, girando la cabeza para mirar fijamente a Fidelma, con unos ojos cargados de odio que parecían querer traspasarla.

– ¿A qué hora os fuisteis a dormir?

– Pronto. No mucho después de la cena.

– Eso es ciertamente pronto. ¿Por qué a esa hora?

De nuevo se hizo un silencio y Fidelma se preguntó si Puttoc continuaría permitiendo aquel duelo verbal. Pero el abad, tras un momento de duda, pareció encogerse de hombros.

– Una de las cosas que compartía con Wighard era que este clima no me va, ni la comida. La noche pasada no me encontraba bien. Cuanto antes pueda zarpar hacia las costas de Northumbria o Kent, mejor.

– ¿Así que os quedasteis dormido inmediatamente? ¿Cuándo os despertasteis?

– Pasé la noche desasosegado. Me pareció oír un alboroto en algún momento, pero estaba demasiado cansado. A las dos, mi criado me despertó y me dio la triste noticia de la muerte de Wighard. Descanse en paz.

No hubo sentimiento en la expresión de piedad.

Fidelma tuvo la impresión de que la noticia no le había parecido especialmente triste a Puttoc. Sus ambiciones resultaban obvias. Le entusiasmaba la idea de colocarse en el lugar de Wighard.

– ¿No oísteis ni visteis nada?

– Nada -afirmó Puttoc-. Y ahora voy a ir a ver al obispo Gelasio. Vamos, Eanred.

El abad hizo ademán de abrirse camino hacia el pasillo.

– ¡Esperad!

El abad se giró repentinamente ante la orden de Fidelma, con la cara desencajada por el continuo desafío de la joven. Nunca nadie se había enfrentado a él así, ¡y era una simple mujer, e irlandesa por añadidura…! Aquello era demasiado. Eadulf se tapaba la boca con la mano, simulando que se estaba limpiando algo en la cara.

– No he interrogado al hermano Eanred -sonrió Fidelma con calma, sin hacer caso del rostro indignado del abad y dirigiéndose hacia el modesto y callado monje.

– No os dirá más que yo -espetó Puttoc con enojo, antes de que ella pudiera empezar su interrogatorio.

– Entonces dejadlo hablar -dijo Fidelma de forma inflexible-. He acabado con vos, Puttoc de Northumbria. Podéis iros o quedaros, como deseéis.

Puttoc se giró bruscamente hacia Eanred, como un amo que da órdenes a su perro.

– Venid a mi habitación tan pronto como acabéis -le ordenó, y acto seguido salió de la estancia y se alejó con paso firme por el pasillo.

El hermano Eanred se quedó, con los brazos aún cruzados, mirando a Fidelma con una expresión de docilidad en sus rasgos. Parecía no haberle perturbado lo sucedido, como si la tensión habida momentos antes no hubiera significado nada para él.

– Bien, hermano Eanred… -empezó Fidelma.

El monje esperaba, con una sonrisa casi inexpresiva en los labios. Tenía los ojos pálidos, pero casi no transmitían emoción alguna.

– ¿Dónde estabais la pasada noche? Decidme qué hicisteis después de la cena.

– ¿Hice, hermana? -El hombre continuaba sonriendo-. Me fui a la cama, hermana.

– ¿Inmediatamente después de cenar?

– No, hermana. Después de cenar me fui a dar un paseo.

Fidelma alzó las cejas. Ya había supuesto que la placidez de Eanred ocultaba una mente simple. El monje era un criado voluntarioso, pero había que dirigirlo continuamente.

– ¿Dónde fuisteis a pasear?

– Fui a ver la gran plaza, hermana.

Eadulf los interrumpió. Llevaba rato sin hablar.

– ¿Queréis decir el Coliseo?

Eanred asintió con la cabeza tranquilamente.

– Así es como se llama. El lugar donde tanta gente fue asesinada. Estaba decidido a ver ese sitio. -Sonrió con satisfacción-. Hubo una procesión de antorchas hasta la plaza, la pasada noche.

Había sido la misma procesión en la que Eadulf y Fidelma habían participado antes de ir a la misa de medianoche por el alma de Aidán de Lindisfarne.

– ¿Cuándo regresasteis aquí?

Eanred frunció el ceño un momento y luego le enseñó su sonrisa hueca.

– No estoy seguro. Había mucha gente por ahí en ese momento y los soldados se agolpaban en las habitaciones.

– ¿Queréis decir que regresasteis después de que Wighard hubiera sido asesinado? Pero entonces era después de medianoche. ¿Alguien os vio llegar?

– Los soldados supongo. Oh, y el hermano Sebbi. Estaba en el pasillo y me dijo que despertara al abad Puttoc y le informara de que Wighard estaba muerto. Así lo hice.

– Debisteis de quedaros durante horas en el Coliseo si regresasteis aquí tan tarde -intervino Eadulf.

– No estuve allí todo el tiempo.

– ¿Entonces dónde?

– Me invitaron a una copa de vino en una villa elegante, no lejos de aquí.

Eadulf intercambió una mirada de exasperación con Fidelma.

– ¿Y quién os invitó a esa villa elegante, Eanred?

– El médico griego que he visto aquí tantas veces.

Fidelma alzó las cejas, asombrada.

– ¿Cornelio? ¿Os referís a Cornelio de Alejandría?

Eanred sonrió alegremente e hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

– Así se llama, hermana. Sí, Cornelio. Cornelio me invitó a su villa para beber con él. Me encanta escucharle explicar cuentos de lugares lejanos, aunque mi latín sea muy malo, pues yo no tengo estudios, como ya sabéis.

– Así que pasasteis la noche con Cornelio y él sin duda lo podrá confirmar.

– Estuve con él -dijo Eanred frunciendo el ceño, al parecer sin entender lo que quería decir Eadulf.

– Ya veo. Y cuando regresasteis y descubristeis lo que estaba sucediendo, decís que el hermano Sebbi os dijo que despertarais al abad Puttoc. ¿Así lo hicisteis?

– Sí.

– ¿El abad Puttoc estaba dormido en su habitación?

– Estaba en su habitación bien dormido -afirmó el hombre.

– ¿Y qué pasó?

– El abad se sobresaltó, se puso una túnica y fue hasta la habitación de Wighard, donde había mucha gente.

– ¿Y qué hicisteis vos?

– Yo me fui a mi habitación, la que se encuentra al lado de la del abad, y me quedé dormido, pues estaba cansado y había bebido mucho de ese vino del médico griego.

– ¿No estabais interesado en saber cómo había muerto Wighard?

El hermano Eanred se encogió de hombros con indiferencia.

– Todo el mundo muere algún día.

– Pero Wighard fue asesinado.

La cara del hombre continuaba siendo inexpresiva.

– El hermano Sebbi me dijo que le dijera al abad que Wighard estaba muerto. Eso es todo.

– ¿No sabíais que había sido asesinado?

– Lo sé ahora, hermana. Desde que lo habéis dicho. ¿Puedo irme ahora? El abad quiere que vaya a su habitación.

Fidelma miró durante rato al hermano Eanred con intensidad y luego dejó ir un suspiro.

– Muy bien. Podéis retiraros.

El monje hizo una inclinación de cabeza y abandonó la habitación.

Fidelma se volvió hacia Licinio y Eadulf. Eadulf sonreía al tiempo que sacudía la cabeza.

– Bueno… Un hombre simple, sin duda. Sin embargo, me resulta extraño que Cornelio requiera su compañía para tomar una copa de noche, por ejemplo, para discutir de arte.

– Por lo que parece la conversación debió de ser un monólogo -concedió Fidelma-. Pero a mucha gente le gusta hablar y no le importa si es en un diálogo o un monólogo. Quizás nuestro amigo Cornelio es uno de ésos. Sencillamente quería alguien a quien hablar, no con quien hablar.

– Es el abad Puttoc el que no inspira confianza -observó Furio Licinio agriamente.

– Eso es verdad. Ambicioso, entrometido… -Fidelma se detuvo-. Me pregunto hasta qué punto es ambicioso.

Eadulf de repente frunció el ceño, mirando a la religiosa irlandesa de forma inquisitiva.

– Venga, Fidelma. Os estáis olvidando del hermano Ronan Ragallach. ¿No estaréis realmente sospechando que el abad mató a Wighard?

Fidelma sonrió un poco.

– No he olvidado a Ragallah, Eadulf. Pero todavía mantengo la mente abierta con respecto a él. Todavía hay algo que resolver aquí.

Furio Licinio esperaba con una mirada de creciente impaciencia en su cara aristocrática de rasgos juveniles.

– ¿Todavía queréis ir al alojamiento del hermano Ronan Ragallach? -preguntó.

– Dentro de un momento, Licinio. Quiero examinar todas las habitaciones de este piso. No porque no hayamos encontrado nada aquí hemos de dejar de mirar las otras habitaciones.

– Pero estaban ocupadas en el momento de la muerte de Wighard -dijo Licinio, claramente incómodo.

– No es así -replicó Fidelma-. Nos hemos enterado, por el hermano Eanred, de que su habitación estaba vacía, pues él no regresó hasta después del asesinato.

– ¿Queréis registrar todas las habitaciones? -preguntó Eadulf en tono de broma-. ¿La de Puttoc, por ejemplo?

Furio Licinio hizo una mueca de tristeza.

– La habitación del abad está en el otro extremo del pasillo, pero nadie sospecharía del abad…

Fidelma resopló exasperada.

– Si voy a llevar este asunto, he de estar enterada de todos los hechos -le soltó al joven oficial-. Primero se me dice que se ha hecho un registro. Me encuentro con que no se han registrado las dependencias de Wighard y luego me decís que no se han registrado todas las habitaciones de este piso. Solamente se revisaron las que se creía que no estaban ocupadas.

El rostro del joven tesserarius palideció ante aquella vehemencia.

– Lo siento, pero era responsabilidad del decurión… -Hizo una pausa, al darse cuenta de que parecía que le estaba echando las culpas a otro-. Yo sólo pensé…

– Dejadme que eso lo haga yo -interrumpió Fidelma-. Simplemente decidme la verdad, real y específica, ni más ni menos.

Furio Licinio se agitó incómodo.

– Pero ciertamente no podéis registrar la habitación del abad Puttoc. Él es… bien, él es un abad…

El resoplido poco femenino que soltó Fidelma expresaba lo que pensaba al respecto e indujo a Furio Licinio a buscar otra excusa.

– Pero él estaba en su habitación en aquel momento. El asesino no pudo ocultar nada allí sin molestar al abad…

Fidelma se giró hacia Eadulf.

– Comprobad si Puttoc y Eanred se han ido a su reunión con el obispo Gelasio. Si es así, examinaremos su habitación ahora.

Furio Licinio se mostraba escandalizado.

– Pero…

– Tenemos autorización, tesserarius -le cortó Fidelma- ¿Os lo tengo que recordar?

Eadulf avanzó por el pasillo y regresó un momento después.

– Se han ido -informó.

Fidelma se dirigió a las habitaciones del abad y su criado. No tardaron mucho en registrar la habitación del abad Puttoc. Lo único que quedó claro era que a Puttoc le gustaba la comodidad, pues la suya no era la estancia simple y sencilla que Fidelma asociaba con un hombre que proclama su piedad frugal. Resultaba obvio que Puttoc había reunido muchos pequeños lujos para llevárselos a su monasterio. Pero no había señal de que se hubiera escondido nada en esas habitaciones que se pudiera asociar con el tesoro desaparecido del baúl de Wighard.

Había una ventana, similar a la que existía en la habitación de Eadulf, que daba a un patio interior, tres pisos más abajo. Bajo la ventana se veía un alféizar estrecho que se extendía a lo largo de todo el edificio. Medía unas pocas pulgadas de ancho; Fidelma se dio cuenta de que era imposible que nadie escondiera nada allí.

– ¿Y la habitación de Eanred es la de al lado? -preguntó Fidelma, irritada, al salir de la habitación.

Licinio hizo un suave gesto de asentimiento. No quería provocar la ira de aquella monja diciendo algo inconveniente. Nunca había conocido a una mujer que pudiera mandar y regañar a los hombres como aquella irlandesa.

Fidelma se metió en la otra habitación. Estaba desprovista de muebles y era sencilla. No había apenas nada de valor salvo un sacculus en el que el hermano Eanred guardaba sus pertenencias; en su interior había solamente un segundo par de sandalias, algo de ropa interior y útiles para el afeitado.

Fidelma se quedó con las manos cruzadas examinando la habitación. Luego la atravesó hasta la ventana y miró por ella. La habitación estaba situada formando ángulo recto con el siguiente bloque de edificios que configuraban el patio cuadrado, pero al que no se podía acceder desde la domus hospitalis. Sus ojos escrutadores percibieron que el edificio parecía hecho con un yeso y unas tejas más limpios, lo que evidenciaba que el edificio era de construcción más reciente que aquel en el que estaban. Esto probablemente explicaba que las habitaciones no constituyeran una unidad. Sin embargo, se dio cuenta de que el pequeño alféizar bajo la ventana no era igual en el otro edificio, puesto que el arquitecto había sido más generoso con la anchura. El alféizar medía todo un pie de ancho y, al estar la ventana de esta habitación muy próxima el ángulo formado por los dos edificios resultaba fácil pasar caminando a ese alféizar.

– ¿Lo veis? -preguntó Eadulf detrás de ella-. Yo creo que Furio Licinio tiene razón. Estamos siguiendo el camino equivocado.

– La habitación de Eanred es bastante espartana, ¿no? -comentó ella volviéndose hacia el interior de la estancia.

– A Eanred parece que le gusta la austeridad -comentó Eadulf.

Se giró y siguió a Furio Licinio hasta el pasillo. Fidelma se detuvo un momento y luego se encogió de hombros. Eadulf probablemente tuviera razón. Tal vez ella se estaba imaginando más de lo que mostraban los hechos. Era sólo que no se podía sacar de encima ese extraño sentimiento de que se le escapaba algo.

– Todavía tenemos que registrar las habitaciones ocupadas por Ine y Sebbi -dijo.

Salió al pasillo y estaba cerrando la puerta cuando sus ojos se posaron en el marco de la puerta. La madera estaba astillada a unos tres pies por encima del suelo y una diminuta pieza de material se había quedado prendida, una tirita irregular arrancada que quedaba colgando del marco.

Se inclinó y la desenredó.

Eadulf la observaba frunciendo el ceño.

– ¿Qué es?

Ella negó con la cabeza.

– No estoy segura. Un trozo de tela de saco, creo.

La tomó entre el pulgar y el índice y se enderezó levantando el objeto hasta la luz.

– Sí, un trozo de tela de saco.

Eadulf asintió con la cabeza al ver el pedazo de tela.

– ¿Qué significa esto? -preguntó Furio Licinio, observándolos.

– Todavía no lo sé -replicó Fidelma-. Tal vez alguien llevaba algo a la habitación de Eanred y una astilla hizo que se enganchara un trozo de material y lo arrancara.

Eadulf miraba a la muchacha, intentando leer sus pensamientos.

– ¿Queréis decir que el tesoro fue acarreado hasta la habitación de Eanred?

Eadulf siempre tenía la habilidad de extraer deducciones rápidas de las ideas con las que especulaba Fidelma.

– He dicho que no lo sé -contestó Fidelma encogiéndose de hombros-. El mal juez es el que saca conclusiones antes de tener todas las pruebas delante.

– Pero pudiera ser -insistió Furio Licinio, ávido de poder contribuir en algo. El joven sentía que tenía que salvar algo del honor de los custodes perdido por no haber realizado el registro debidamente-. Eanred, según dijo él mismo, no regresó hasta que el cadáver de Wighard fue descubierto y, por tanto, después de que Ronan Ragallach fuera arrestado. Puede que Ronan escondiera el botín en la habitación de Eanred mientras éste no estaba.

Fidelma sonrió burlonamente.

– ¿Sí? Ronan Ragallach ocultó dos sacos con objetos de oro y plata en la habitación de Eanred. Luego salió y fue arrestado por los custodes. ¿Y qué pasó con los sacos?

Licinio apretó los labios.

– Yo ya he sugerido la presencia de un cómplice -murmuró.

– Así es. Discutiremos este asunto más tarde. Examinemos la habitación del hermano Sebbi -sugirió Fidelma.

– Pero, ¿y la tela de saco? -inquirió Eadulf, observando que la muchacha se la guardaba en su marsupium, la gran bolsa que llevaba.

– El juez sabio recoge pruebas, una a una -contestó Fidelma sonriendo-. Y cuando ya ha reunido todas las pruebas, el juez sabio las toma en consideración y, al igual que un artesano que hace un mosaico, el juez intentará formar dibujos ante sus ojos, de manera que, añadiendo una pieza aquí y allí hasta que encajen, gradualmente irá formando un dibujo completo. Es el mal juez el que con una única prueba intenta hacer aparecer un dibujo. ¿Quién sabe? Quizás esta pieza ni siquiera forme parte del dibujo que busca el juez.

La muchacha alzó los ojos hacia él con una sonrisa picara y luego volvió al pasillo.

Los registros realizados en las habitaciones ocupadas por el hermano Sebbi y el hermano Ine no revelaron más de lo debido. Después de esto, Fidelma sugirió que continuaran con el plan original de examinar el alojamiento de Ronan Ragallach.

Eadulf intercambió una mirada con el frustrado joven tesserarius, se encogió de hombros y luego la siguió. Para él, el asunto estaba bastante claro y no había necesidad de seguir con el tedioso registro de los cuartos. Obviamente, Ronan Ragallah había matado a Wighard a causa del tesoro y había podido esconderlo antes de ser apresado. Ahora que había escapado, probablemente habría recuperado el botín y, si era inteligente, habría puesto una distancia considerable entre la ciudad y él.

Cuando iban descendiendo hasta la parte inferior de la escalera, que daba al patio principal en la parte delantera de la domus hospitalis, vieron la larga silueta del abad Puttoc junto a la fuente. Pero una segunda persona llamó la atención de Fidelma e hizo que se detuviera en la puerta de entrada, obligando a Eadulf y Furio Licinio a pararse tras ella. Era la menuda figura de la hermana Eafa, que parecía temblar ante el abad; su voz se alzaba angustiosa y llorosa. Desde aquella distancia parecía que el religioso de rostro cruel estaba intentando apaciguarla y calmarla con su débil sonrisa despectiva y con sus gestos. Luego Eafa se giró bruscamente y salió corriendo hacia una de las salidas del patio. Ella ni siquiera se dio cuenta de la presencia de los tres pesquisidores.

El abad Puttoc se quedó un momento mirando a Eafa con expresión extraña. Luego se dio la vuelta y vio a Fidelma, con Eadulf y Furio Licinio detrás de ella. No los saludó, se volvió y se alejó con paso rápido hacia una puerta del edificio.

– Parece que nuestro abad narcisista ha intranquilizado a la pobre hermana Eafa -musitó Fidelma-. Me pregunto por qué.

– No es la primera vez -comentó Eadulf en tono grave.

Fidelma se giró hacia él con mirada de sorpresa.

– ¿Qué queréis decir, Eadulf?

– Ayer por la mañana, cuando regresaba del refectorio a mi habitación, oí unas voces que salían de la habitación de Puttoc. Yo estaba a punto de entrar en mi alojamiento. De hecho, estaba ya cerrando la puerta cuando oí que la de Puttoc se abría de golpe. Me invadió la curiosidad, entorné la mía y observé lo que pasaba. La hermana Eafa, con el tocado ladeado y un aspecto descuidado salía corriendo como si hubiera visto al mismísimo Lucifer. Corrió por el pasillo y luego bajó las escaleras.

– ¿Le preguntasteis a Puttoc qué sucedía?

Eadulf apretó los labios un momento y se ruborizó.

– Saqué mis propias conclusiones. Me temo que, por lo que me han dicho, Puttoc tiene éxito con las mujeres. La regla de Roma predica el celibato para los abades y obispos, pero me temo que Puttoc preferiría probablemente las costumbres más tolerantes de Columba, que no contemplan el celibato.

Fidelma entrecerró los ojos.

– Ésa no es precisamente la reputación que debería tener alguien que ambiciona seguir los pasos de Agustín de Canterbury. ¿Queréis decir que Puttoc fuerza a las mujeres a aceptar sus atenciones aunque sean reacias?

La expresión en el rostro de Eadulf reflejaba que lo admitía.

– Eso es lo que he oído.

– ¿No hay leyes contra la violación en los reinos sajones? -se sorprendió Fidelma, horrorizada por lo que acababa de oír.

– Ninguna para los pobres -contestó Eadulf.

– Nuestra ley del Fenechus no sólo protege a todas la mujeres de la violación, sino que incluso si se realiza el coito con una mujer borracha el delito es igual de serio. Nuestra ley protege a todas la mujeres. Si un hombre se atreve a besar, o siquiera tocar a una mujer contra su voluntad, por la ley de Fenechus se le puede multar con doscientos cuarenta screpallde plata.

Eadulf sabía que el screpall era una de las principales monedas irlandesas que estaban en circulación.

– Tal vez hablo demasiado a la ligera y sólo hago que repetir un cotilleo -dijo, sintiéndose incómodo ante la vehemencia que mostraba Fidelma respecto a aquel tema-. Sólo le he oído esa historia a Sebbi.

– Y yo no confiaría en las ambiciones del hermano Sebbi -lo amonestó Fidelma. Parecía que iba a hacer otro comentario más, pero entonces cambió de opinión.

– Venga, Furio Licinio, mostradnos el camino hasta el alojamiento de Ronan Ragallach.

– Es una casa de huéspedes junto a uno de los arcos de Aqua Claudia -dijo Licinio claramente intrigado por la conversación anterior.

– ¿Dónde está eso? -preguntó Fidelma frunciendo el ceño.

– No está lejos de aquí, hermana -explicó Licinio-. Tenéis que haber visto el acueducto. Es una construcción importante que empezó el conocido emperador Calígula hace más de seiscientos años. Trae agua de una fuente cerca de Sublaquea, a sesenta y ocho kilómetros de la ciudad.

Ciertamente, Fidelma había visto el acueducto y había admirado su diseño. En Irlanda no había nada como aquello, pero, entonces, los reinos de Irlanda tenían agua de sobra y no había necesidad de alterar el curso de los ríos o de las fuentes para regar zonas secas y áridas, como sucedía en este país.

– El alojamiento está en la casa del diácono Bieda -continuó Furio Licinio-. Debo advertiros, hermana, de que es un lugar muy miserable y barato. No está bajo la supervisión de los religiosos. Es un lugar que heriría la sensibilidad de las religiosas; no sé si entendéis lo que quiero decir.

Fidelma miró al joven con solemnidad.

– Creo que entendemos lo que queréis decir, Furio Licinio -contestó con seriedad-. Pero si Bieda es un diácono de la Iglesia no llego a entender cómo puede ser el tipo de lugar que describís.

Licinio se encogió de hombros.

– Resulta fácil comprar favores en Roma. Es fácil comprar el diaconado.

– Entonces haré todo lo posible por no sentirme ofendida por ninguna obscenidad. Ahora creo que deberíamos ponernos en camino, pues no estoy de humor para perderme la cena que -alzó los ojos al cielo- se servirá pronto.


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