Capítulo 11

Cuando sor Fidelma se despertó, con el límpido resol de la mañana romana que penetraba en su cubiculum, se encontró totalmente recuperada y relajada. Se desperezó a sus anchas y entonces percibió lo brillante y cálido que era el día. Frunciendo ligeramente el ceño, retiró las mantas y se levantó de la cama de un salto. Sabía que era tarde pero no le preocupaba mucho. Necesitaba dormir. Se tomó su tiempo con el aseo personal, y se vistió y dejó la habitación. Sin duda, la diaconisa Epifania y su marido Arsenio habrían servido el ientaculum, la primera comida del día, y Fidelma tendría que tomar algo en otro sitio, quizá se compraría algo de fruta en uno de los puestos de la Via Merulana de camino hacia el palacio de Letrán. Pero a Fidelma no le importaba. Era sorprendente comprobar cómo un buen reposo hacía de la vida algo placentero.

Para su sorpresa, cuando avanzaba por el patio del hostal, la diaconisa Epifania apareció sonriendo ampliamente. ¡Qué cambio entre la mujer desinteresada de ahora y la de hacía dos días!

– ¿Habéis dormido bien, hermana? -preguntó alegremente.

– Sí -contestó Fidelma-. Estaba extremadamente cansada la pasada noche.

La mujer mayor asintió con la cabeza rápidamente.

– Que si lo estabais. Apenas os disteis cuenta de que os ayudé a ir a la cama. Pensamos que era mejor dejaros dormir todo lo que quisierais. Pero os hemos preparado algo de comida en nuestro pequeño refectorio, hermana.

Fidelma tenía el vago recuerdo de la mujer ayudándola la noche anterior. Le sorprendía que fuera tan complaciente.

– Pero es tarde. No quisiera perturbar la rutina del hostal.

– No es ninguna molestia, hermana -dijo Epifania casi haciéndose la simpática, dejando pasar a su huésped a un pequeño refectorio vacío.

Todavía había un lugar dispuesto y Epifania continuó mimando a Fidelma. La comida era excelente, con pan de trigo y un plato de miel y fruta, principalmente higos y uva. Fidelma había aprendido, en su corta visita a la ciudad, lo suficiente de las costumbres de Roma para comer poco a la hora del ientaculum y más cantidad a mediodía, en el prandium, pues era la comida principal del día. Sin embargo, cuando el sol se ponía se servía una comida más ligera llamada cena. Costaba un poco ajustarse a estos horarios, pues en las abadías de Irlanda, e incluso en Nurthumbria, era la comida de la noche, la cena, la principal del día.

Cuando hubo acabado de comer pensó en inquirir si alguien había preguntado por ella. Furio Licinio había prometido escoltarla hasta el palacio de Letrán.

– El tesserarius de los custodes desde luego ha venido preguntando por vos esta mañana temprano -confirmó Epifania-. Me dijo que os comunicara que descansarais cuanto quisierais, pues él y un hermano… -Epifania contrajo la cara al intentar recordar su nombre.

– ¿Hermano Eadulf? -adivinó Fidelma.

– Ah, eso es. Él y el hermano Eadulf harían otra pesquisa en busca de lo que ha desaparecido. -Epifania hizo una mueca; estaba claro que no le gustaban los mensajes desconcertantes-. ¿Tiene sentido?

Fidelma indicó que sí lo tenía. Le sorprendería que Furio Licinio o Eadulf descubrieran los objetos desaparecidos en algún lugar del palacio de Letrán. Hacía tiempo que los debieron de sacar de allí.

De repente Epifania soltó una exclamación de reproche.

– Casi me olvido, hermana. Hay un mensaje escrito para vos.

– ¿Para mí? -repitió Fidelma-. ¿Del palacio de Letrán?

Supuso que sería del hermano Eadulf.

– No, un chico lo trajo a primera hora.

Epifania se dirigió a un lado de la habitación y cogió un trozo de papiro doblado.

Perpleja, Fidelma vio su nombre escrito en el exterior con caracteres latinos. Lo desenrolló y la boca se le fue abriendo al darse cuenta de que el mensaje estaba escrito en Ogham. Ogham era la antigua forma de escritura irlandesa, consistente en unas líneas cortas trazadas o atravesadas sobre una línea base. El alfabeto había empezado a caer en desuso con la amplia aplicación de la forma latina utilizada por los cristianos. Se decía que el alfabeto les fue dado a los antiguos irlandeses por Ogma, el antiguo dios pagano de la elocuencia y la literatura. Fidelma había aprendido el antiguo alfabeto pues, aunque estaba cayendo en desuso, varios religiosos todavía lo usaban en sus memoriales. Era útil leer los textos antiguos como las varas de los poetas (sagas enteras inscritas en varitas de tejo o avellano), que ahora se veían reemplazados por una escritura irlandesa en caracteres latinos.

Los ojos de Fidelma recorrieron rápidamente el escrito. Abrió los ojos sorprendida.


Sor Fidelma:

Yo no maté a Wighard. Yo creo que vos sospecháis que ésta es la verdad. Encontrémonos en la catacumba de Aurelia Restutus en el cementerio que está más allá de la puerta Metronia. Venid sola. Venid a mediodía. Os explicaré mi historia pero únicamente a vos. Ronan Ragallach, vuestro hermano en Cristo.


Fidelma expulsó el aire con algo parecido a un silbido agudo.

– ¿Malas noticias? -preguntó la voz ansiosa de Epifania por encima de su hombro.

– No -dijo Fidelma rápidamente, metiendo la nota entre los pliegues de su hábito-. ¿Qué hora es?

Epifania frunció el ceño.

– Falta una hora para mediodía. Habéis dormido mucho y bien.

Fidelma se levantó de repente.

– He de irme.

Epifania la siguió hasta que llegaron a la verja del hostal. Sor Fidelma descendió por la Via Merulana y tomó un atajo por el Campo de Marte que conducía por la colina de Celio a la puerta Metronia. Le complacía su conocimiento creciente de la geografía romana. Supuso que la catacumba de Aurelia Restutus era la misma que Eadulf le había mostrado el día anterior, pues era el único cementerio cristiano fuera de la puerta Metronia.

Atravesó el cementerio y observó entre los monumentos conmemorativos. Había mucha gente allí examinando las tumbas. Se detuvo un momento al captar un rostro familiar alejado de la muchedumbre. Los agraciados pero crueles rasgos del abad Puttoc andaban mirando con detenimiento alrededor como si buscara algo. Un paso detrás de él caminaba el hermano Eanred, en la actitud típica del criado siguiendo las pisadas de su amo.

Fidelma no deseaba encontrarse con el abad vanidoso, ni con su servidor, de manera que bajó la cabeza y se metió entre un grupito de personas. Supuso que Puttoc había venido a ver la tumba de Wighard y ofrecer sus respetos, aunque seguramente Puttoc tendría tanta consideración por Wighard muerto como la tuvo cuando estaba vivo. Parecía que Puttoc y Eanred se dirigían a alguna otra parte del cementerio y, al cabo de un rato, Fidelma se separó del grupo de peregrinos, que parecían ser griegos que buscaban tumbas concretas, y se encaminó en la dirección que el hermano Eadulf le había mostrado el día anterior.

Se encontró a la entrada de la catacumba donde el niño Antonio, de rostro solemne, estaba sentado detrás de su cesta de velas. Fidelma se inclinó con una sonrisa. El muchacho levantó la vista, la reconoció y la saludó abriendo bien sus ojos negros.

– Hola, Antonio -saludó Fidelma-. Necesito velas y direcciones.

El chico no dijo nada, sino que esperó que ella se explicara.

– Busco la catacumba de Aurelia Restutus.

El muchacho se aclaró la garganta y cuando habló lo hizo con el timbre peculiar de un niño cuya voz está cambiando a la de un hombre.

– ¿Estáis sola, hermana?

Fidelma asintió con la cabeza.

– Hay pocas personas en las catacumbas en este momento. Mi abuelo Salvador no está aquí para llevaros. Es peligroso si no conocéis el camino.

Fidelma agradeció la preocupación del chico, especialmente después del drama del día anterior.

– Tengo que ir sola. ¿Por dónde voy?

El muchacho se la quedó mirando un momento y luego se encogió de hombros.

– ¿Os acordaréis de estas indicaciones? Al bajar las escaleras, tomad el pasaje de la izquierda. Avanzad unas cien yardas. Girad a la derecha y bajad las escaleras hasta el nivel inferior. Seguid recto, pasaréis una gran tumba con una pintura de Nuestro Señor. Avanzad otras doscientas yardas y entonces girad a la izquierda y bajad un pequeño tramo de escaleras. Ésa es la catacumba de Aurelia Restutus.

Fidelma cerró los ojos y repitió las instrucciones del muchacho. Abrió los ojos y el muchacho asintió solemnemente con la cabeza.

– Esta vez voy a coger dos velas -dijo Fidelma sonriendo burlonamente.

El muchacho meneó la cabeza en señal de negación y extendiendo el brazo detrás de él acercó una lamparita de cerámica, llena de aceite. La encendió como un experto.

– Llevaos esto junto con una vela, hermana. Entonces todo irá bien. ¿Tenéis yesca y pedernal por si se apaga?

Después del último incidente Fidelma había venido preparada con una caja de yesca en su marsupium para un caso de emergencia, y asintió con la cabeza.

Extrajo algunas monedas y las lanzó en el cesto del muchacho con una sonrisa.

– En mi lengua, Antonio, decimos: cabhair ó Dhia agat. ¡Dios os ampare!

Ya había empezado a bajar las escaleras penetrando en las bóvedas oscuras cuando oyó detrás de ella la voz del muchacho.

Benigne dicis, hermana.

Fidelma se detuvo y le devolvió una sonrisa antes de seguir avanzando en la oscuridad.

Se introdujo en las catacumbas, aún contenta, y alcanzó el extremo inferior de los fríos escalones de piedra, con la lámpara brillante en su mano y tranquilizada por las velas extras que llevaba en el marsupium.

En su mente iba recorriendo las direcciones que le había dado Antonio, las iba siguiendo cuidadosamente a través de los helados corredores y hacia el interior de las entrañas de la mampostería seca y porosa. De vez en cuando oía el sonido de voces o alguna risotada de otros visitantes de las catacumbas, pero los caminos de los peregrinos no se cruzaban con el suyo. Se iba quedando sola a medida que avanzaba, cogió las escaleras que bajaban más y fue torciendo a la izquierda y a la derecha tal como le había indicado el muchacho.

Finalmente, llegó a una cueva hecha por el hombre de unos diez pies de altura y unos cinco o seis pies de ancho, con un techo ligeramente abovedado. En la construcción no se había utilizado manipostería y el único soporte era el que proporcionaba la propia piedra volcánica. A cada lado de la cueva, excavada en la toba, como Fidelma había averiguado que se llamaba el conglomerado de roca, estaban los loculi o últimas moradas de los muertos. Eran de medidas diferentes y le gustó ver que los loculi que habían sido ocupados estaban sellados con losas o baldosas de mármol con algunas inscripciones y emblemas cristianos grabados o pintados.

Avanzó, levantando en alto la lámpara, y sus ojos se detuvieron en un loculus más grande y mucho más adornado que los demás. La inscripción estaba en latín con su simple fraseología cristiana:


Domus aeternalis

Aurelia Restutus

Deus cum spiritum tuum

Basin Deo


La morada eterna de

Aurelia Restutus

Dios esté con su espíritu

Que viva en Dios.


Fidelma dejó escapar un suspiro de alivio. Por fin había llegado a la catacumba correcta. Se preguntó quién había sido Aurelia Restutus y por qué había merecido semejante tumba. El mármol estaba adornado con palomas de la paz y encima estaba el símbolo Ji-Ro, las iniciales griegas del nombre de Cristo.

Colocó la lámpara en la repisa de un loculus vacío y echó una mirada por la cámara preguntándose dónde estaría Ronan Ragallach. Sabía que la hora pasaba del mediodía, pues mientras descendía las escaleras de la catacumba había oído las campanadas lejanas que anunciaban el ángelus. Estaba segura de que Ronan Ragallach le daría un margen de tiempo antes de marcharse. No había transcurrido mucho tiempo desde las doce.

Apretó los labios para contener un suspiro de impaciencia. A Fidelma le desagradaba cualquier forma de inacción a pesar de estar preparada para la contemplación. En ese sentido no había sido una buena novicia.

El tiempo pasaba. Tan sólo habían sido unos minutos pero a Fidelma en aquel lugar le parecían una eternidad.

Al principio, no estaba segura de haber oído realmente el sonido. Un ligero ruido de pelea procedente de una de las cámaras más alejadas. Luego oyó algo que caía.

Mantuvo un rato inclinada la cabeza.

– ¿Hermano Ronan Ragallach? -llamó en voz baja-. ¿Sois vos?

Cuando su voz dejó de rebotar contra las bóvedas oscuras no se oyó nada.

Se giró, recogió la lámpara y avanzó cautelosamente hasta la cámara siguiente. En cuanto a tamaño y configuración era igual a la anterior. La atravesó lentamente y entró en otra cámara.

Fidelma vio enseguida la figura arrugada. Yacía boca abajo, con los brazos extendidos y una vela apagada junto a la mano izquierda. Iba vestida con tela de confección casera de color marrón y tenía el hábito levantado hasta la parte posterior de las rodillas, los pies metidos en sandalias de cuero. El cuerpo era regordete, pesado. Como tenía la cabeza afeitada con la tonsura de Columba, el cabello largo atrás, la frente afeitada de oreja a oreja, Fidelma supuso que era el hermano Ronan Ragallach.

Dejó su lámpara a un lado, se inclinó rápidamente y le dio la vuelta al monje.

Ahogó una exclamación al darse cuenta de que ya no necesitaba ayuda en la tierra. Los ojos velados, los rasgos ennegrecidos y la lengua que le salía de la boca hablaban por sí solos. Alrededor del cuello tenía enrollado un cordón para la oración, hundido en la carne del monje de cara redonda y casi rompiéndole los pliegues de la piel.

Con un sentimiento de frustración Fidelma se dio cuenta de que el hermano Ronan Ragallach no le iba a decir nada. Estaba muerto del todo.

Fidelma echó una mirada rápida a su alrededor y se estremeció ligeramente, pues su asesino debía de estar cerca; el ruido que había oído era el de Ronan Ragallach al caer sin vida. Intentó convencerse de que no corría peligro inmediato y empezó a examinar el cadáver concienzudamente.

Le llamó la atención la mano derecha, todavía bien cerrada en un puño. En él había un trozo de tela, de tela de saco de color marrón. No, no estaba desgarrada, sino cortada con un cuchillo. El hermano Ronan Ragallach había estado cargando algo y no quiso soltarlo ni siquiera después de ser asesinado.

Igualmente decidido a hacerse con ello, el asesino había utilizado un cuchillo para liberar el saco.

Fidelma sacudió la cabeza con sorpresa, volvió a levantar la lámpara y la sostuvo así para tener una visión del cadáver.

Algo centelleaba a una cierta distancia.

Se levantó y fue hasta allí, se inclinó para cogerlo y abrió los ojos asombrada.

Era un cáliz de plata de mediocre artesanía, ligeramente doblado y rascado por haber sido tratado con rudeza. Sin pensarlo, comprendió que probablemente era una de las copas desaparecidas del baúl de Wighard. Pero, ¿qué significaba aquello? Miles de preguntas le vinieron a la mente. Preguntas pero no respuestas.

Si Ronan Ragallach había estado en posesión del tesoro desaparecido de Wighard, ¿quería eso decir que lo había robado y, si así era, estaba ella equivocada y él había sido verdaderamente el asesino después de todo? Pero no, algo no cuadraba. ¿Por qué se puso en contacto con ella y le pidió un encuentro, jurando que no tenía nada que ver con la muerte de Wighard? Hizo una pausa, perpleja.

Se volvió a inclinar sobre el cuerpo y registró rápidamente la ropa. En la crumena, o bolsa de cuero, del hermano Ronan Ragallach había varias monedas y un trozo de papiro. Lo miró más de cerca. Estaba escrito con los mismos jeroglíficos extraños que el pedazo que ella había recogido del suelo de su alojamiento en el hostal de Bieda. La escritura de los árabes.

Respiró profundamente al darse cuenta de que el papiro tenía un trozo arrancado. Era un trocito de medida y forma parecidas al que ella había encontrado. Éste, pues, era el resto del documento. Rápidamente se lo metió en el marsupium. Luego cogió el cáliz de plata en una mano y la lámpara en la otra, se levantó y empezó a deshacer el camino andado por la catacumba de Aurelia Restutus.

Apenas acababa de empezar a atravesarla, cuando oyó el sonido de voces que se acercaban. Dudó. Las voces eran bajas, profundas y con eco. Un lenguaje que sonaba raro.

La razón le hizo pensar a Fidelma que los dueños de aquellas voces no podían estar involucrados en la muerte del hermano Ronan Ragallach. Cualquiera que hubiera matado al monje irlandés no regresaría hablando en voz alta y con fuertes pisadas por la dirección opuesta a la que seguramente había tomado el asesino al huir. Sin embargo, el instinto hizo que se detuviera. Tardó unos momentos en decidirse. Examinó los loculi vacíos, encontró uno que estaba casi a nivel del suelo y luego, deteniéndose sólo para apagar la lámpara, se metió en él, y se estiró en la tumba vacía como si fuera un cadáver.

Las voces se acercaban.

Pudo identificar a dos hombres que discutían, pues aunque no conociera la lengua en que hablaban, percibía la pasión en las inflexiones de su discurso. Vio una luz que vacilaba y se reflejaba en los muros de las catacumbas. Ella permanecía estirada con los párpados medio cerrados, rezando para que ninguno de los dos estuviera interesado en los cadáveres que había en los loculi a ambos lados de la cámara que atravesaban.

Dos figuras oscuras entraron en la tumba y, con horror, vio que se detenían y miraban a su alrededor con las velas en alto.

Oyó que uno decía algo que incluía las palabras «Aurelia Restutus». Uno de ellos pronunció la palabra kafir varias veces. Parecía que estaban esperando. Fidelma se mordía los labios, pensativa. ¿Es posible que estos extranjeros estuvieran esperando al hermano Ronan Ragallach?

Uno de ellos, obviamente más impaciente que su compañero, había avanzado un poco más. Ella seguía estirada sabiendo, con el sentimiento de algo inevitable, qué era lo que iba a encontrar en la siguiente cámara. Oyó un grito agudo y algo que sonaba como Bismillah! Entonces oyó que el segundo hombre avanzaba corriendo para ir junto a su compañero y exclamaba Ma'uzbillah!

Tan pronto como la catacumba se quedó a oscuras, Fidelma se deslizó fuera de la tumba, agarró la lámpara y el cáliz y avanzó rápidamente y en silencio hacia la entrada opuesta. Oía las voces alarmadas detrás de ella. No se atrevía a pararse para encender su lámpara, caminaba con optimismo en la oscuridad. Intentó concentrarse en las indicaciones que le había dado Antonio, y seguirlas esta vez al revés, hacia arriba por la escalera corta, con la lámpara y el cáliz en una mano y con la otra palpando delante de ella. Consiguió salvar las escaleras, aunque se arañó una rodilla con un saliente de piedra.

En el extremo superior de las escaleras se detuvo para recobrar aliento y luego giró a la derecha y se metió en el pasillo largo, tal como recordaba. ¿Qué largo era? Doscientas yardas y luego se hacía más amplio formando una tumba ancha. Se volvió a detener, los hombros le subían y bajaban de tanto jadear, apoyó la cabeza a un lado. No oía nada que la persiguiera.

Fidelma se arrodilló en la absoluta oscuridad de la catacumba y colocó la lámpara y el cáliz ante ella. Entonces buscó en el marsupium la caja de yesca. Con los nervios, le costó un rato encenderla y alumbrar la lámpara.

Cuando el cálido brillo dorado se esparció por la cámara, Fidelma dejó ir un suspiro de alivio y se sentó un momento en los talones. Luego, recogió la lámpara y el cáliz, se puso en pie y avanzó por el pasillo hasta la siguiente cámara y hacia la escalera alta que conducía al nivel superior de las catacumbas. Se juró a sí misma que nunca volvería a aventurarse en ese laberinto oscuro.

Estaba ya en el último tramo del pasillo, de una longitud de unas cien yardas más o menos. Controlaba las ganas internas de correr y se obligaba a caminar lentamente por aquel tramo sinuoso. Empezó a sentirse un poco ridicula. Después de todo, resultaba obvio que aquellos dos extranjeros no habían intervenido en la muerte del hermano Ronan Ragallach, de manera que, ¿por qué habían de amenazarla? Hubiera deseado haber sido más valiente, pero no podía negar el terror extraño que se había apoderado de ella en aquel sepulcro oscuro. Se preguntaba si habían ido a encontrarse con el hermano Ronan Ragallach y, si eso fuera cierto ¿quiénes eran?

Un pensamiento espeluznante se le vino de repente a la mente por primera vez. El modo como el hermano Ronan Ragallach había sido asesinado era exactamente el mismo que el utilizado para matar a Wighard: lo habían estrangulado. Por lo tanto, Ronan Ragallach no había matado a Wighard. Pero, y ahí estaba el enigma, si Ronan Ragallach no había asesinado a Wighard, ¿qué hacía con al menos una parte del tesoro extraído de sus habitaciones?

Ronan Ragallach había negado su implicación y le había pedido que se encontrara con él para poder explicarse. ¿Explicar el qué?

Recordó el trocito de papiro que tenía en el marsupium y se preguntó si contendría alguna de las respuestas. Tendría que ir a por el subpretor del Secretariado de Exteriores, el hermano Osimo Lando, y pedirle que se lo tradujera. Sin duda, había algo misterioso en aquello.

Fidelma llegó a la unión del pasillo, giró a la derecha y subió por las escaleras hacia la claridad del cementerio.

Se dio cuenta de que había una figura delante de ella cuando dobló la esquina. También tuvo la sensación de que la figura le resultaba familiar; incluso por un momento percibió su perfil. Luego notó un gran dolor en un lado de la cabeza y se desplomó en la absoluta oscuridad.


* * *

Una voz la llamaba por su nombre como si viniera de muy lejos.

Fidelma parpadeó y se sintió mareada. Gruñó y alguien le puso agua fría en la boca. Dio un sorbo, tosió y tragó y casi se ahoga. Abrió los ojos y se encontró con que la luz la cegaba momentáneamente. Volvió a parpadear para intentar enfocar la visión. Al parecer estaba estirada boca arriba con el cielo azul por baldaquín y un sol sin piedad abrasándole la cara. Volvió a gruñir y cerró los ojos.

– ¿Sor Fidelma, me oís?

Era una voz familiar, y se quedó un momento o dos intentando reconocerla.

Unas gotitas de agua fría le salpicaron la cara.

Se quejó, deseaba que quienquiera que fuese se marchara y la dejara con su mareo.

– ¡Sor Fidelma!

La voz era ahora más apremiante.

Con renuencia, la muchacha abrió los ojos y fijó la mirada en la figura oscura que tenía encima.

Eran los rasgos cetrinos de Cornelio de Alejandría. El médico de tez morena parecía preocupado.

– ¿Sor Fidelma, me reconocéis?

Fidelma hizo una mueca.

– Sí. Pero cómo me duele la cabeza.

– Habéis recibido un golpe en la cabeza, una buena contusión por encima de la sien, pero la piel no se ha abierto. Sanará pronto.

– Me siento mal.

– Eso es simplemente la conmoción. Permaneced acostada un rato y tomad algo de agua.

Fidelma continuó tumbada, pero dejó que los ojos vagaran. Detrás del hombro del médico griego estaba el joven Antonio, que parecía asustado y ansioso. Oía otras voces preocupadas. ¡Voces! ¿Era ése el tono agudo y penetrante de la abadesa Wulfrun allí al fondo? Intentó ponerse en pie. ¿Seguro que no se estaba imaginando que oía a la abadesa dándole instrucciones a sor Eafa para que la siguiera?

Hizo esfuerzos para sentarse, pero el médico de Alejandría la empujó hacia atrás suavemente.

– ¿Dónde estoy? -preguntó.

– En la entrada de las catacumbas -contestó Cornelio-. Os sacaron inconsciente.

Empezó a recordar.

– ¡Alguien me golpeó! -afirmó la muchacha, intentando de nuevo sentarse, pero Cornelio se lo impidió.

– Tened cuidado -le avisó-. Debéis tomaros las cosas con calma. -Entonces hizo una pausa e inclinó la cabeza a un lado-. ¿Por qué razón alguien querría golpearos? -preguntó con escepticismo-. ¿Estáis segura de que no os disteis un golpe con una roca saliente a oscuras en el pasillo? Ya ha pasado otras veces.

– ¡No! -dijo Fidelma, y se lo quedó mirando-. ¿Qué estáis haciendo aquí?

El médico se encogió de hombros.

– Resulta que yo pasaba por las puertas del cementerio cuando oí que pedían un médico. Me dijeron que alguien se había herido en el interior de las catacumbas. Os encontré al pie de la escalera.

Fidelma estaba perpleja.

– ¿Quién dio la alarma?

Cornelio se encogió de hombros y la ayudó a sentarse, cuando se hubo convencido de que ya podía hacerlo.

– Uno de los peregrinos. No tengo ni idea.

– Así es, hermana. -Se giró y vio que el muchacho, Antonio, asentía con la cabeza-. Una persona salió de las catacumbas y dijo que había alguien malherido en el interior. Yo reconocí la lecticula del médico en las puertas del cementerio y le pedí a alguien que lo alcanzara.

– Yo llegué y os encontré al pie de la escalera -repitió Cornelio-. Parecía como si os hubierais golpeado la cabeza en un lateral del pasillo. Os trajimos arriba.

Antonio, al ver que Fidelma no estaba malherida, esbozó una sonrisa de pillo.

– Parece que no tenéis mucha suerte en este lugar, hermana.

Fidelma le devolvió una sonrisa picara.

– Habláis con sabiduría, joven Antonio.

Ya era capaz de levantarse, el mareo y las náuseas habían remitido.

– ¿Dónde está esa persona a la que debo mi rescate?

Había varias personas alrededor pero, a la vista de que el drama no iba a más, se iban dispersando. Fidelma se preguntaba si realmente había oído a la abadesa Wulfrun entre ellas.

El muchacho se encogió de hombros.

– Se fueron hace un rato.

– ¿Quiénes eran? Me gustaría agradecérselo.

Antonio negó con la cabeza.

– Era simplemente otro peregrino. Llevaba un atuendo oriental, creo.

Fidelma abrió los ojos. Quizás había sido uno de los hombres de tez morena que ella había visto en la catacumba de Aurelia Restutus.

– ¿Cuántos extranjeros han estado en este lugar, Antonio, desde que llegué?

De nuevo el muchacho se encogió de hombros.

– Incluida vos, varios. Sólo vienen extranjeros aquí para ver a los muertos. También hay otras tres entradas como ésta.

Fidelma sonrió pensando en lo ingenua que había sido al pensar que el muchacho podría diferenciarla a ella de los dos hombres de piel morena que había visto en la tumba.

– ¿Cuántos hombres de…?

Cornelio la interrumpió con un gruñido de desaprobación.

– Yo creo que deberíais preocuparos de dar las gracias a vuestros rescatadores más tarde. Mi lecticula puede transportaros de regreso al palacio de Letrán, donde os puedo vendar las heridas convenientemente. Luego tendríais que descansar el resto del día.

Fidelma dijo no estar de acuerdo con ese consejo pero, al empezar a caminar, le vino otro mareo y se dio cuenta de que probablemente el médico tenía razón. Se sentó bruscamente en una piedra cercana y gimió porque le zumbaba la cabeza.

Se dio cuenta de que Cornelio había levantado la mano para dar una señal y, trotando a través del cementerio, venían dos hombres fornidos acarreando una silla de forma curiosa, que sostenían uno por detrás y otro por delante mediante dos pértigas largas. Fidelma había visto varias de estos asientos por las calles de Roma y averiguó que se llamaban lecticula. De entre los medios de transporte utilizados en su propio país, Fidelma no había visto nunca nada comparable a ese extraño aparato-silla, en el que la gente era transportada sobre los hombros de esclavos o criados.

Estaba a punto de protestar, pero se dio cuenta de que, tal como se sentía en aquel momento, no sería capaz de regresar caminando al palacio de Letrán. Así que aceptó el transporte con un leve suspiro de resignación. Cuando se estaba subiendo a la silla se dio cuenta de que se había olvidado algo.

– La lámpara todavía debe de estar abajo, en las escaleras donde caí, Antonio -le gritó al chico.

El muchacho simplemente sonrió y sacudió la cabeza, recogió la lámpara que tenía al lado y se la mostró.

– Cuando os subimos, la traje conmigo -le aseguró.

– ¿Y el cáliz de plata que yo llevaba?

Antonio la miró con auténtico asombro.

– Yo no vi ningún cáliz, hermana. Y vos no bajasteis con ninguno, que yo viera.

Con un pánico repentino Fidelma agarró su marsupium. Tenía la caja de yesca y las monedas, pero no había rastro del papiro que le había cogido al hermano Ronan Ragallach. Sin embargo, el austero trozo de tela de saco sí estaba allí.

Vio que Cornelio la miraba con suspicacia.

– Un momento -dijo la muchacha, descendiendo de la lecticulay dirigiéndose insegura hacia el chico. Se arrodilló junto a él y bajó la voz-: Antonio, en la catacumba de Aurelia Restutus hay un muerto. No -vio que él empezaba a sonreír con la idea de un difunto encontrado en una tumba-. Quiero decir alguien a quien han asesinado. Yo descubrí el cadáver. Tan pronto como regrese al palacio de Letran, enviaré a las autoridades para que lo recojan.

Antonio se la quedó mirando con grandes ojos solemnes.

– Hay que informar del asunto a la oficina del praetor urbanis -advirtió el chico.

Fidelma asintió con la cabeza.

– No os preocupéis. Las autoridades pertinentes serán avisadas. Pero quisiera que os fijarais en quienquiera que entre y salga. Mirad, encontré un cáliz de plata y un papiro que creo que me quitaron cuando me golpearon. Así que si veis a alguien que se comporta de forma sospechosa, en particular, dos hombres, con aspecto oriental y que hablan una lengua extraña, quiero que os fijéis bien en ellos y adónde se dirigen.

– Así lo haré, hermana -prometió el chico-. Pero hay muchas otras entradas y salidas de estas catacumbas.

Fidelma gruñó al oír aquello. Sin embargo, buscó en su marsupium y lanzó unas monedas al cesto del muchacho.

Regresó hasta donde estaba Cornelio preocupándose por el retraso y se volvió a subir a la lecticula. Los dos hombres dieron un tirón y un gruñido al levantarla y empezaron a avanzar trotando por el camino que llevaba hasta la verja, con Cornelio al lado caminando rápido.

Era una sensación extraña la de verse llevada de aquella manera, pero Fidelma agradecía aquel transporte. Le dolía la cabeza y sentía punzadas en la frente. Cerró los ojos, ajena a las miradas de curiosidad de los paseantes, pues aunque la lecticula era de uso corriente en Roma no resultaba frecuente ver a una religiosa sentada en ella.

Fidelma se acomodó y se relajó, intentaba recordar los acontecimientos de la última hora.

Pero cuando ya había vuelto a entrar en la ciudad a través de la puerta Metronia y había girado bajo la sombra de la colina Celio se le ocurrió algo. Con el mareo no se había dado cuenta. Ella estaba convencida de que uno u otro de los dos extranjeros debía de haberla seguido, la había golpeado y le había cogido el cáliz y el papiro. Pero ella los había dejado atrás en las catacumbas. Retrocedió con la memoria. Cuando había girado hacia el pie de las escaleras que llevaban al exterior de la catacumba había visto una figura, una figura familiar, que obviamente la estaba esperando. Una única persona la había golpeado. Una persona que ella conocía. Pero, ¿quién?


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