A Fidelma le pareció que se acababa de quedar dormida cuando su sueño se vio perturbado por una campana que sonaba de forma apremiante. Protestó un poco, se dio media vuelta e intentó seguir durmiendo. Pero la despertó el tintineo continuo de la campana, seguido por el sonido de una voz cáustica en la quietud de la noche. Ella ya había oído los frenéticos movimientos de los hermanos que se despertaban y otras voces que se alzaban exigiendo saber qué era lo que había interrumpido su sueño. Fidelma se encontraba ya totalmente despierta, contemplando la oscuridad de la noche. Se deslizó fuera de la cama, se vistió y estaba a punto de empezar a buscar una vela cuando se oyeron unos tímidos toques en la puerta de su pequeña habitación. Antes de que tuviera tiempo de abrir la boca para contestar, la puerta se abrió y dejó ver, a la luz de la lámpara que quedaba siempre encendida en el pasillo, la figura agitada de la diaconisa Epifania. Se retorcía las manos como si con ello quisiera ocultar su angustia manifiesta.
– ¡Sor Fidelma! -la llamó Epifania con una voz que era un gemido temeroso.
Fidelma permanecía en silencio, examinando la expresión asustada de la mujer.
– Calmaos, Epifania -le ordenó con voz pausada-. ¿Qué pasa?
– Es un oficial de la guardia del palacio de Letrán, los custodes. Exige que vayáis con él.
Fueron muchos los pensamientos que atravesaron la mente de Fidelma en aquel momento: pensamientos causados por el pánico; pensamientos de arrepentimiento por haber accedido a la petición de Ultan de venir a Roma; pensamientos de culpabilidad por sus críticas al Santo Padre y a la mezquindad de los clérigos romanos por hacer pequeñas fortunas a costa de los peregrinos. ¿La había oído alguien y la había denunciado? Entonces hizo un esfuerzo para controlarse interiormente. La expresión de su rostro y el comportamiento externo no habían cambiado.
– ¿Dónde desea que vaya? -preguntó en voz baja-, y, ¿con qué motivo?
Hicieron a la diaconisa a un lado con brusquedad y en la puerta de su cubiculum apareció un joven y apuesto soldado con el uniforme de gala de los custodes. Se la quedó mirando con arrogancia por encima de su cabeza, evitando su mirada. Ella llevaba el tiempo suficiente en Roma para reconocer los emblemas de un tesserarius u oficial de la guardia.
– Tenemos órdenes de llevaros al palacio de Letrán. Ahora mismo, hermana.
La voz del hombre era cortante.
Fidelma consiguió esbozar una sonrisa.
– ¿Con qué motivo?
La expresión del joven permaneció inalterable.
– No he sido informado. Cumplo órdenes.
– ¿Vuestras órdenes me permitirán lavarme la cara y vestirme? -preguntó cono tono inocente.
Los ojos del guardia se posaron de repente en ella y su expresión pétrea se relajó por un momento. Parecía turbado, aunque dudó tan sólo un momento.
– Os esperaremos fuera, hermana -concedió y desapareció con la misma rudeza con la que había aparecido.
Epifania soltó un leve gemido:
– ¿Qué significa esto, hermana? ¿Oh, qué significa?
– No lo sabré hasta que me vista y acompañe a los custodes al palacio -contestó Fidelma, intentando parecer despreocupada para ocultar su propio temor.
La diaconisa parecía confundida, dudó y luego también salió.
Fidelma se sintió por un momento sola y con frío. Luego se giró e hizo el esfuerzo de verter agua en una jofaina. Mecánicamente, empezó su aseo, realizando cada movimiento con lenta parsimonia para calmar su agitación interior.
Diez minutos después, con un aspecto externo sereno y calmado, Fidelma entró en el patio. La diaconisa permanecía junto a la verja y Fidelma se dio cuenta de que los hermanos de la casa miraban nerviosos desde sus habitaciones. Además del joven oficial que había ido a su cubiculum, había otros dos guardias del palacio esperando en el patio.
El joven asintió en señal de aprobación cuando la muchacha apareció y dio un paso al frente.
– Antes de que continuemos, he de preguntaros oficialmente si sois Fidelma de Kildare, del reino de Irlanda.
– Lo soy -respondió Fidelma inclinando ligeramente la cabeza.
– Yo soy el tesserarius Licinio de la guardia del palacio de Letrán, y ejecuto órdenes del Superista, el gobernador militar del palacio de Letrán. Me han mandado que os lleve inmediatamente a la presencia del Superista.
– Entiendo -dijo Fidelma, sin entender realmente-. ¿Se me acusa de algún crimen?
El joven oficial frunció el ceño y consiguió levantar un hombro y dejarlo caer para indicar su ignorancia.
– Una vez más, tan sólo puedo decir que cumplo órdenes, hermana.
– Iré -respondió Fidelma con un suspiro, pues no podía hacer otra cosa en aquellas circunstancias.
La diaconisa abrió la verja, con la cara pálida y los labios temblando.
Fidelma, caminando junto al oficial, la atravesó seguida de los dos guardias, uno de los cuales acababa de encender una antorcha para iluminar su camino por las oscuras calles de la ciudad.
Salvo por el distante gañido de un perro, la ciudad permanecía en silencio. En el aire flotaba una frialdad y sequedad que Fidelma no había notado antes. Hacía frío, aunque no tan glacial como el de las mañanas de su tierra natal, pero suficiente para que agradeciera la calidez de su hábito de lana. Todavía faltaba una hora para que los primeros haces de la luz del amanecer hundieran sus dedos exploradores en la parte oriental del cielo, al otro lado de las distantes colinas. El rítmico y hueco golpear de las suelas de cuero de las sandalias de la muchacha y de las más pesadas caligulae con tacos de los soldados era el único ruido de la calle adoquinada.
Avanzaban sin hablar por la amplia Via Merulana, en dirección sur hacia la elevada y dominante cúpula de la basílica de san Juan, que hacía que el palacio de Letrán pareciera pequeño. No estaba lejos, a menos de mil metros de distancia, o al menos eso era lo que Fidelma había calculado en sus paseos diarios yendo y viniendo del palacio. La entrada estaba iluminada por antorchas temblorosas y los custodes permanecían en guardia, con las espadas envainadas y colocadas atravesadas sobre el pecho, la posición tradicional.
El oficial la condujo escaleras arriba y cruzaron el atrium donde Fidelma había esperado durante tanto tiempo intentando ver al Santo Padre. Inmediatamente atravesaron el vestíbulo y salieron por una puerta lateral, que dio paso a un pasillo desnudo y empedrado, cuyo aspecto lúgubre no entonaba con la riqueza del vestíbulo anterior. Giraron y recorrieron un patio pequeño, en cuyo centro había una fuente ornamentada de la que salía agua, y luego llegaron a una estancia donde esperaban otros dos guardias. El oficial se detuvo y llamó suavemente a la puerta.
Al oír la orden que provenía del interior, el joven abrió la puerta e hizo entrar a Fidelma.
– ¡Fidelma de Kildare! -anunció; luego se retiró cerrando la puerta tras la muchacha.
Fidelma se detuvo junto a la puerta y echó una ojeada alrededor.
Se hallaba en una gran habitación con tapices colgados, pero no tan ricamente amueblada como la estancia en la que se había encontrado con Gelasio. El mobiliario era mínimo y mostraba más utilidad que decorativa opulencia. Ésta era claramente una estancia puramente funcional. La officina estaba bien iluminada y un hombre robusto con cabello cano bien rapado y una mandíbula prominente se adelantó hacia ella para recibirla. Resultaba obvio que se trataba de un militar, a pesar de que no llevaba armadura ni armas.
– ¿Fidelma de Kildare? -la voz del hombre no parecía agresiva, de hecho resultaba más bien ansiosa.
Cuando Fidelma, con recelo, asintió con un movimiento de cabeza, el hombre continuó:
– Soy Marino, el Superista, es decir, el gobernador militar del palacio de Letrán.
Con un gesto de la mano le mostró a la muchacha un amplio hogar en el que chisporroteaba un fuego que caldeaba el helado aire de la madrugada. Había dos sillas dispuestas ante las llamas, y le indicó que se sentara en una mientras él se acomodaba en la otra.
– ¿Obviamente os estaréis preguntando por qué os hemos hecho venir? -hizo que la aseveración pareciera una pregunta y Fidelma contestó con una ligera sonrisa.
– Soy un ser humano, Superista, con curiosidad natural. Pero sin duda me diréis vos el motivo cuando lo creáis apropiado.
Marino se la quedó mirando como si la respuesta le pareciera por un momento divertida, y luego de repente hizo una mueca y volvió a ponerse serio. Sus rasgos reflejaban ansiedad.
– Hablando con sinceridad. Ha surgido un problema que afecta al palacio de Letrán, y es más, a la santa sede de Roma.
Fidelma se reclinó esperando.
– Es un acontecimiento en el que hay mucho en juego, incluyendo la dignidad del cargo del Santo Padre, la seguridad de los reinos sajones y la posibilidad de un conflicto o una guerra entre su país, Irlanda, los sajones y los britanos.
Fidelma se quedó mirando al gobernador militar con un asombro mezclado con algo de desconcierto.
Marino hizo un gesto con su mano como si buscara una explicación en el aire.
– He de hacer una cosa antes de proseguir.
Dudó y se hizo un silencio.
– ¿Qué es? -instó Fidelma al cabo de un rato.
– ¿Podéis decirme dónde estabais alrededor de una hora antes de medianoche?
– Ciertamente -contestó enseguida Fidelma, ocultando su sorpresa-. Fui con el hermano Eadulf, scriptor del arzobispo designado Wighard de Canterbury, a la misa dedicada a la vida y obra de san Aidán de Lindisfarne. Ayer era el aniversario de la muerte de Aidán. La misa se celebró en la iglesia de santa María de las Nieves en la Esquilma.
Marino iba asintiendo con la cabeza como si conociera la respuesta de antemano.
– Respondéis con gran precisión, Fidelma de Kildare.
– En mi tierra, soy abogado del tribunal del Fenechus. La precisión forma parte de mi profesión.
El Superista volvió a asentir, ausente, como si ya supiera que ésa iba a ser la respuesta de la monja a su pregunta implícita.
– ¿Y por qué iban a asistir a una misa por Aidán de Lindisfarne los irlandeses y los sajones, hermana?
– Sencillamente porque Aidán fue un monje irlandés que convirtió a la fe el reino de Northumbria y por ello es venerado tanto por los irlandeses como por los sajones.
– ¿A qué hora empezó la misa?
– A medianoche.
– Pero antes, hermana, ¿dónde estabais el padre Eadulf y vos? -preguntó Marino inclinándose hacia adelante de repente, con su cara y sus ojos penetrantes dirigidos hacia ella.
Fidelma parpadeó.
– El hermano Eadulf y yo habíamos acompañado a un grupo de peregrinos a ver el Coliseo, donde tantos cristianos murieron por la fe en los días de los emperadores paganos de Roma. Contemplamos algunos de los santos sepulcros y luego fuimos a la iglesia donde se estaba celebrando la misa. Éramos en total una docena. Tres monjes northumbrios, incluido el hermano Eadulf, y dos hermanas y cuatro hermanos del monasterio de Columba en Bobbio. También había dos guías del hostal de Práxedes donde me alojo.
Marino iba asintiendo impacientemente.
– ¿Y estuvisteis con el hermano Eadulf hasta después de medianoche?
– Eso he dicho, Superista.
– ¿Y conocéis a un monje irlandés que se llama Ronan Ragallach?
Fidelma negó con la cabeza.
– No he oído ese nombre. ¿Por qué lo preguntáis? Tal vez me diréis ahora qué es lo que ha pasado que os ha hecho llamarme.
Marino suspiró profundamente, haciendo una pausa como para poner en orden sus pensamientos.
– Wighard, el arzobispo designado de Canterbury, que era el que iba a tener la autoridad sobre todos los abades y obispos de los reinos sajones, fue encontrado muerto a medianoche por un decurión de los guardias del palacio. Además, han sido sustraídos de su cámara los inestimables regalos que iba a ofrecer al Santo Padre en la audiencia oficial que debía haber tenido lugar hoy.