CAPÍTULO 23

El inspector jefe Chen tenía una resaca espantosa el domingo por la mañana, debido a la fiesta en el karaoke la noche anterior.

Recordaba vagamente una escena de su sueño que rápidamente se desvaneció. Había estado viajando en un tren exprés, dirigiéndose a alguna parte, aunque su destino no aparecía en el billete ya perforado. Era un viaje largo y aburrido. No se podía hacer nada más que mirar el mismo pasillo por el que pasaban diferentes pies: con sandalias de paja, botas relucientes, mocasines de piel, elegantes babuchas… Luego, al volverse hacia su propio reflejo en el cristal de la ventanilla, observaba una mosca que daba vueltas en torno a una mancha cerca del marco. En el instante en que él levantó la mano, irritado, la mosca se alejó con un zumbido; pero volvió de inmediato, zumbando, al mismo lugar. Él no vio qué era lo que la atraía allí. El tren seguía avanzando aunque no avanzaba.-.

Y se preguntó mientras la luz entraba a través de las persianas: «¿Es el inspector jefe Chen que sueña con ser una mosca, o es la mosca que sueña con ser policía?»

Algunos detalles de la fiesta de la noche anterior acudieron a él. ¿En qué se diferenciaba de aquellos depravados agentes del caso Baoshen? Por descontado que había visitado el club por cuestiones de trabajo, razonó.

Había jurado que haría todo lo que estuviera en su poder para aplastar a los gánsteres, sin embargo no había supuesto que también él tendría que rebajarse a semejante artería, brindar por la amistad con un Azul honorario.

Y estaba la conexión de Li. Era posible que Li no se lo hubiera contado todo sobre la investigación. En realidad, el hecho de que el ministro Huang le recomendara para el trabajo y le llamara a su casa sugería algo. El inspector jefe Chen podía asimismo necesitar tener una carta para jugar contra el poderoso Secretario del Partido.

Fue entonces, a las ocho y media, cuando llegó la llamada telefónica del Secretario del Partido Li, que no proporcionó muchas esperanzas de alivio de su dolor de cabeza.

– Es domingo, inspector jefe Chen. Entretenga a la inspectora Rohn lo mejor que pueda, para que no haga preguntas problemáticas.

Chen meneó la cabeza. No se podía discutir con Li, en especial cuando Seguridad Interna acechaba. Corrían rumores de la posibilidad de que él sucediera al Secretario del Partido Li pero ahora se preguntaba si era un puesto deseable.

A la inspectora Rohn no pareció defraudarla demasiado el plan propuesto para el día. Quizá también se daba cuenta de que realizar más entrevistas en Shanghai era inútil. Él sugirió que se reunieran para almorzar en el Suburbio de Moscú.

– ¿Un restaurante ruso?

– Quiero enseñarle los rápidos cambios que se están produciendo en Shanghai -dijo él. También quería dar un poco de negocio a su amigo Lu.

Había planeado reunirse con el Viejo Cazador antes de almorzar, pero no lo hizo. Cuando colgó el teléfono, recibió un paquete exprés. La cinta de casete del inspector Yu llevaba una etiqueta que decía: «Entrevista con el director Pan». Escucharla era prioritario. Tras aplicarse una toalla mojada a la frente, se sentó en el sofá y puso la cinta. Cuando finalizó, volvió a poner la parte en la que el director Pan le hablaba de cuando se enteró del trato de Feng en Estados Unidos. Al escucharla una vez más tomó una rápida nota, preguntándose si Yu habría reparado en el detalle.

Echó una ojeada a su reloj y se dio cuenta de que no tenía tiempo de preguntárselo a Yu. Tenía que darse prisa.

Lu, el propietario del restaurante, comunicativo y vestido con un traje gris marengo de tres piezas y corbata roja sujeta con una aguja de diamantes, les esperaba fuera del suburbio de Moscú.

– Camarada, hace siglos que no vienes por aquí. ¿Qué buen viento te trae hoy?

– Te presento a Catherine Rohn, mi amiga norteamericana. Catherine, éste es el Chino del Extranjero Lu.

– Encantada de conocerle, señor Lu -dijo ella en chino.

– Bienvenida. La amiga del inspector jefe Chen es amiga mía -declaró Lu-. Les tengo reservado un comedor privado.

Necesitaban el tratamiento especial. El comedor general estaba abarrotado. Numerosos extranjeros que hablaban en inglés estaban comiendo. Una azafata rusa les condujo a una sala decorada de forma exquisita, contoneando su esbelta cintura como un álamo mecido por la brisa. El mantel era blanco como la nieve, los vasos resplandecían bajo bruñidos candelabros y la exquisita cubertería podía haber sido del Palacio de Invierno. La camarera se situó detrás de la mesa, inmóvil.

Lu le hizo seña de que se marchara.

– Vuelve dentro de un rato, Anna. Hace mucho tiempo que no hablo con mi amigo.

– ¿Cómo va el negocio? -preguntó Chen.

– No va mal -dijo Lu radiante-. Tenemos fama de auténtica cocina rusa y auténticas chicas rusas.

– ¡Famosos por ambas cosas!

– Exactamente. Por eso viene tanta gente.

– O sea que realmente ya eres un Chino del Extranjero con éxito -dijo Chen-. Te agradezco lo que has hecho por mi madre.

– Vamos. Ella también es como mi madre. Se siente un poco sola.

– Sí. Quiero que venga a vivir conmigo, pero ella dice que está acostumbrada a aquel viejo desván.

– Quiere que tengas el apartamento de un dormitorio para ti solo.

Chen sabía adonde quería ir a parar Lu. Era inútil plantearle en presencia de la inspectora Rohn. Así que dijo:

– Me considero afortunado por tener un apartamento de una habitación para mí solo.

– ¿Sabes lo que dice Ruru? «El inspector jefe Chen pertenece a una especie en peligro.» ¿Por qué? Cualquiera de esos advenedizos le habría dado hace tiempo la reluciente llave de un apartamento de tres dormitorios a alguien de tu posición -dijo Lu riendo por lo bajo-. No te ofendas, compañero. Ella cocina una buena sopa pero no entiende que seas un policía tan íntegro. Ah, ayer vino Gu Haiguang, del Dynasty Club, y te mencionó.

– ¿De veras? ¿Crees que vino por casualidad?

– No lo sé. Ha estado aquí en otras ocasiones, pero ayer hizo preguntas sobre ti. Le dije que me ayudaste a empezar. Era como enviar carbón a un amigo pobre en lo más crudo del invierno.

– No tienes que contarle eso a la gente, Lu.

– ¿Por qué no? Ruru y yo estamos orgullosos de tener un amigo como tú. Ven cada semana. Que Pequeño Zhou te traiga en coche. Sólo está a quince minutos. La cantina de tu departamento es un insulto. ¿Hoy cobras dietas?

– No, hoy no estoy por asuntos del departamento. Catherine es amiga mía. Por eso quiero invitarla al mejor restaurante ruso de Shanghai.

– Gracias -dijo Lu-. Es una lástima que Ruru no esté aquí; os atendería como en casa. Hoy invitamos nosotros.

– No, tengo que pagarte. No querrás desprestigiarme delante de mi amiga norteamericana, ¿verdad?,

– No te preocupes, compañero. Conservarás tu prestigio. Y tendrás nuestra mejor comida.

Anna les llevó un menú bilingüe. Chen pidió costilla de ternera asada a la parrilla. Catherine eligió trucha ahumada con borsch. Lu, de pie entre ellos, siguió sugiriendo las especialidades de la casa como en un anuncio de la tele.

Cuando por fin se quedaron a solas, Catherine preguntó a Chen:

– ¿Es un chino del extranjero?

– No, es su mote.

– ¿Un chino del extranjero habla como él?

– No lo sé. Algunas de nuestras películas muestran a los chinos del extranjero muy entusiasmados por regresar a casa, de forma muy exagerada. Lu habla así sobre el tema de la comida, pero le pusieron el mote por un motivo diferente. Durante la Revolución Cultural, «Chino del Extranjero» era un término negativo, utilizado para despreciar a las personas en las que no se podía confiar políticamente con respecto al mundo occidental o a las que se asociaba con un estilo de vida burgués y despilfarrador. En el instituto, Lu se obstinó en enorgullecerse de cultivar sus gustos «decadentes»: tomar café, preparar tarta de manzana al horno, mezclar la ensalada de fruta y, por supuesto, vestir traje de estilo occidental para cenar. Por eso le pusieron ese apodo.

– ¿Usted ha adquirido de él todos sus conocimientos epicúreos? -preguntó ella.

– Se podría decir que sí. Hoy en día, «chino del extranjero» es una expresión positiva, que tiene la connotación de alguien rico, que le van bien los negocios y que mantiene relaciones con el mundo occidental. Lu se ha convertido en un empresario de éxito con restaurante propio. O sea que ahora el nombre refleja la realidad.

Ella bebió un sorbito de agua y los cubitos de hielo tintinearon en el vaso produciendo un agradable sonido.

– Le ha preguntado quién iba a pagar. ¿Por qué?

– Si estoy aquí por asuntos del departamento, con dietas, me cobrará el doble o el triple. Es una práctica común. No sólo para nuestro departamento, sino para todas las empresas estatales. Es el «gasto socialista».

– Pero ¿cómo… quiero decir, el doble o el triple?

– En China, la mayoría de la gente trabaja para empresas estatales. El sistema exige una especie de promedio. Teóricamente, un director general y un portero deberían ganar el mismo sueldo. Por eso el primero emplea dinero de la empresa en su beneficio, para cenas y diversiones: «gasto socialista», aunque esté invitando a su familia o amigos.

La camarera trajo una botella de vino en una cesta y dos platillos de caviar en una bandeja de plata.

– Regalo de la casa.

Observaron a la camarera realizar la ceremonia de descorchar la botella, servir un poco en la copa de Chen y aguardar expectante. Él se la pasó a Catherine.

Ella lo probó.

– Bien.

Cuando la camarera se retiró, alzaron sus copas y brindaron.

– Me alegro de que le haya dicho a su amigo que soy amiga suya -dijo-. Pero vamos a pagar a medias.

– No. Paga el departamento. Le he dicho que pagaba yo porque no quería que la cuenta subiera demasiado. Para un chino no pagar en compañía de su novia, y mucho más si se trata de una guapa novia norteamericana, significa un grave desprestigio.

– ¿Una guapa «novia» norteamericana?

– No, a él no le he dicho eso, pero probablemente es lo que imagina.

– La vida aquí es muy complicada: «gasto socialista», «pérdida de prestigio» -volvió a alzar la copa-. «¿Cree que Gu vino a propósito?

– Anoche Gu no me mencionó su visita, pero creo que tiene usted razón.

– Ah, ¿volvió a verle anoche?

– Sí, una fiesta en el karaoke. Me llevé a Meiling, la secretaria de la oficina de Control de Tráfico.

– ¿Así que llevó a otra chica? -fingió asombro.

– Para demostrarle que me tomo en serio lo del aparcamiento, inspectora Rohn.

– A cambio de información, entiendo. ¿Se enteró de algo nuevo, inspector jefe Chen?

– Sobre Wen no, pero me prometió que lo intentaría -apuró su vino, recordando el Mao Tai mezclado con la sangre de serpiente, y optó por no hablar con detalle de la fiesta en el karaoke-. La fiesta no terminó hasta las dos, con toda la comida exótica que se pueda imaginar, más dos botellas de Mao Tai y un dolor de cabeza espantoso para mí esta mañana.

– Oh, pobre camarada inspector jefe Chen.

Llegó el primer plato. La comida era excelente, el vino suave y su compañera encantadora; la resaca de Chen casi había desaparecido. La luz de la tarde entraba a raudales por la ventana. Al fondo se oía una canción popular rusa titulada «El capullo de baya roja».

Por un momento, pensó que el encargo del día no estaba tan mal. Tomó otro sorbo. Acudieron a su mente fragmentos de versos.


Bajo el ardiente sol dorado,

No podemos recoger el día

Del antiguo jardín

Y ponerlo en un álbum de antaño.

Vivamos el momento

O el tiempo no perdonará…


Se quedó momentáneamente confuso. Estos no eran exactamente sus versos. ¿Aún estaba borracho? Li Bai afirmaba que cuando escribía mejor era cuando estaba embriagado. Chen nunca lo había experimentado.

– ¿En qué piensa? -preguntó ella, trinchando su pescado.

– En unos versos. No míos. No todos.

– Vamos, es usted un poeta célebre. La bibliotecaria de la Biblioteca de Shanghai le conoce. ¿Por qué no me recita alguno de sus poemas?

– Bueno… -se sintió tentado. El Secretario del Partido Li le había dicho que la entretuviera-. El año pasado escribí un poema sobre Daifu, un poeta chino moderno. ¿Recuerda los dos versos que había en mi abanico plegable?

– ¿Sobre fustigar al caballo y a la belleza por igual? -dijo ella con una sonrisa.

– A principios de los años cuarenta, se vio atrapado en el tifón de un tabloide por su divorcio. Se marchó a una isla filipina, donde inició una nueva vida, en el anonimato. Como alguien en su programa de protección de testigos. Cambió de nombre, se dejó crecer la barba, abrió una tienda de arroz y compró una chica nativa «intacta», unos treinta años menor que él, que no hablaba una sola palabra de chino.

– Gauguin hizo algo parecido -dijo ella-. Lo siento, siga, por favor.

– Fue durante la guerra contra Japón. El poeta estuvo involucrado en actividades de la resistencia. Supuestamente le mataron los japoneses. Desde entonces se ha ido creando un mito. Los críticos afirman que lo hizo todo, la chica, la tienda de arroz y su barba, como tapadera de sus actividades contra los japoneses. Mi poema fue una reacción a estas afirmaciones. La primera estrofa habla de los antecedentes. Me la salto. La segunda y tercera estrofas tratan de la vida del poeta como rico comerciante de arroz en compañía de la muchacha nativa.

«Un gigantesco libro mayor se le abría / por la mañana, las cifras / subían y bajaban en un ábaco de caoba / todo el día, hasta que el toque de queda / le encerraba en los brazos desnudos de ella, / en una pacífica bolsa de oscuridad: / el tiempo era un puñado de arroz que se le escurría / entre los dedos. Un grano de betel masticado / pegado en el mostrador. Se marchó / conteniéndose como un globo / abandonado sobre un horizonte centelleante / de colillas de cigarrillo»

«Una medianoche él despertó con las hojas / temblando, de modo inexplicable, junto a la ventana. / Ella se agarró a la mosquitera / mientras dormía. Un pez de colores saltó, / danzando furioso en el suelo. / Sin decir una palabra, la capacidad de una mujer joven / para sentir celos y / la incorregiblemente plural correspondencia / del mundo le iluminó. / Debía de haber sido otro hombre, muerto / mucho tiempo atrás, quien había dicho: / 'Los límites de su poesía / son los límites de su posibilidad'.»

– ¿Eso es todo? -ella le miró por encima de las gafas.

– No, hay otra estrofa, pero no recuerdo los versos. Dice que años más tarde, las críticas llegaron a aquella mujer nativa quien, a sus sesenta años, no podía recordar nada salvo a Daifu cuando le hacía el amor.

– Es demasiado triste -dijo ella, retorciendo en sus delgados dedos el pie de la copa-. Y muy injusto hacia ella.

– ¿Injusto para la crítica feminista?

– No, no sólo eso. Es un poco demasiado cínico. No es que no me guste su poema, me gusta -tras otro sorbito prosiguió-. Déjeme que le haga una pregunta diferente. Cuando escribió el poema, ¿en qué estado de ánimo estaba?

– No lo recuerdo. Hace mucho tiempo de ello.

– De mal humor, supongo. Las cosas iban mal. Los mensajes no calaban. La desilusión dio en el blanco. Y usted se volvió cínico… -añadió-: Lo siento, si me estoy entrometiendo.

– No, no pasa nada -dijo él, sorprendido-. Tiene razón en sentido general. Según nuestro poeta Du Fu, de la dinastía Tang, la gente no escribe bien cuando es feliz. Si estás satisfecho con la vida, simplemente quieres disfrutarla.

– El cinismo antirromántico puede ser un disfraz de la decepción personal del poeta. El poema revela otra cara de usted.

– Bueno… -estaba desconcertado-. Tiene derecho a hacer la lectura que quiera, inspectora Rohn. En su deconstrucción, cada lectura puede ser una lectura equivocada.

Su conversación se vio interrumpida por una llamada telefónica de su ayudante, Qian.

– ¿Dónde está, inspector jefe Chen?

– En el Suburbio de Moscú -dijo Chen-. El Secretario del Partido Li quiere que entretenga a nuestra invitada norteamericana. ¿Qué es lo que tiene que decirme?

– Nada en particular. Hoy estoy en el departamento. El inspector Yu puede llamar en cualquier momento y aún estoy llamando a los hoteles. Si sucede algo llámeme aquí.

– O sea que también trabaja en domingo. Bien hecho, Qian. Adiós.

Sin embargo, se sintió un poco perturbado. Era posible que Qian hubiera pretendido demostrar cuánto trabajaba, en especial después del incidente de Quingpu. Pero ¿por qué quería saber dónde estaba Chen? Quizá no debería haber revelado su paradero.

Llegó Anna para ofrecer postres en un carrito.

– Gracias -dijo Chen-. Déjelo ahí. Elegiremos nosotros mismos.

– Otra cuestión lingüística -dijo Catherine, tras elegir mousse de chocolate. -¿Sí?

– Lu llama a Anna y a otras camareras sus pequeñas hermanas. ¿Por qué?

– Son más jóvenes, pero hay otra razón. Solíamos llamar a los rusos nuestros «hermanos mayores», creyendo que estaban más avanzados y que éramos los únicos en las primeras etapas del comunismo. Ahora Rusia se considera más pobre que China. Las jóvenes rusas vienen aquí, a buscar trabajo en nuestros restaurantes y clubes nocturnos, igual que los chinos van a Estados Unidos. Lu está muy orgulloso de eso.

Ella hundió la cuchara en el mousse.

– Necesito pedirle un favor… como novia norteamericana suya, lo que su amigo imagina que soy.

– Haré lo que pueda por usted, inspectora Rohn -se dio cuenta de que se había operado un sutil cambio en ella. Su tono carecía del matiz del día anterior-. He oído hablar de una calle «de imitaciones» en Shanghai. Me gustaría pedirle que me acompañara.

– ¿Una calle de imitaciones?

– La calle Huating, así se llama. Venden toda clase de marcas falsas. Como Louis Vuitton, Gucci o Rolex.

– La calle Huating… Nunca he estado allí.

– Puedo ir sola, con un plano de Shanghai en la mano. Sólo que los vendedores me pedirán un precio mucho más elevado. No creo que mi chino sea lo bastante bueno para regatear.

– Su chino es más que adecuado -Chen dejó su copa. No era esta una actividad que las autoridades recomendarían. Semejante mercado callejero no prestigiaba a China. Si ella se lo decía a alguien, podía resultar un poco embarazoso para el gobierno de la ciudad. Pero podría hacerlo aunque él no la acompañara-. ¿Le parece una buena idea ir allí, inspectora Rohn? -preguntó.

– ¿Por qué lo pregunta?

– Puede comprar esas cosas en su país. ¿Por qué perder tiempo buscando imitaciones aquí?

– ¿Sabe cuánto vale un bolso Gucci? -dejó su copa sobre la mesa-. El que yo llevo no es de marca. No crea que todos los norteamericanos son millonarios.

– No, no lo creo -dijo Chen.

– Un compañero de clase de Wen, creo que se llama Bai, vende marcas falsas. Nadie sabe dónde está. Podemos preguntar por él. Esos vendedores de imitaciones deben de tener una red.

– No es necesario que vayamos allí para encontrarle -no creía que entrevistar a otro compañero de clase de Wen importara mucho-. Hoy nos merecemos un descanso.

– También existe la posibilidad de que encontremos un Valentino de imitación. La víctima del parque llevaba esa marca de pijama, ¿verdad?

– Sí -dijo él, admitiendo para sí que aquella mujer tenía una gran memoria para los detalles. Le había mencionado la marca de pijama sólo una vez de pasada-. Como inspector jefe no debería ir allí, pero soy responsable de usted. El Secretario del Partido Li me lo ha repetido esta mañana. Así que soy su guía turístico.

Cuando estuvieron listos para salir, el Chino del Extranjero Lu, ruborizado, se esforzó de nuevo para no dejar pagar a Chen.

– Le diré lo que haremos -dijo Chen-, la próxima vez vendré solo, pediré el plato más caro de la casa y le dejaré que me invite. ¿De acuerdo?

– Claro. No me haga esperar demasiado -Lu les acompañó a la puerta, con una cámara en la mano.

– Muchas gracias, señor Lu -dijo ella.

– Llámeme Chino del Extranjero Lu -dijo él a Catherine, inclinándose para besarle la mano cortésmente, en un gesto apropiado en un chino del extranjero del cine-. Somos privilegiados por tener a una bella invitada norteamericana como usted. Vuelva. La próxima vez, Ruru y yo prepararemos algo especial para usted.

Varios clientes que salían del restaurante les miraron con curiosidad. Lu paró a un joven con el pelo cortado al uno y que llevaba un móvil verde claro en la mano.

– Por favor, sáquenos una foto de los tres. La enmarcaré. Son los invitados más distinguidos del Suburbio de Moscú

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