CAPÍTULO 4

El inspector Yu Guangming había salido hacia Fujian en tren en lugar de tomar el avión. Apenas había diferencia en la duración del trayecto, pero su preferencia por el tren se debía a la frugalidad: el departamento de policía tenía sus normas respecto a los gastos de viaje. El viajero podía embolsarse la mitad de la diferencia entre el precio del avión y el precio del tren, una cantidad considerable cuando se iba en «asiento duro» en lugar de en cómodo coche cama. Más de ciento cincuenta yuanes, con los que tenía intención de comprarle una calculadora eléctrica a su esposa, Peiqin. Ella era contable de un restaurante, pero en casa aún utilizaba un ábaco de madera, haciendo sonar las piezas con sus delgados dedos hasta altas horas de la madrugada.

De manera que, sentado en un banco de madera, el inspector Yu se puso a leer material sobre Wen. No había gran cosa en la carpeta. Sin embargo, la parte que decía que Wen era una joven educada le Produjo la sensación de déjà vu. Tanto Peiqin como él habían sido jóvenes educados a principios de los setenta.

Cuando iba por la mitad del dossier, encendió un cigarrillo y se quedó mirando pensativo el humo que ascendía en espirales.

El presente siempre cambiaba el pasado, pero el pasado también cambiaba el presente.

Compañeros de la promoción del 70, Yu y Peiqin, que no tenían más de dieciséis años, tuvieron que dejar Shanghai para «recibir educación» en una granja del ejército escondida en la remota provincia de Yunan, en la frontera meridional de China y Birmania. La víspera de su partida, los padres de los dos jóvenes tuvieron una larga charla. A la mañana siguiente, Peiqin fue a casa de él, se metió en un camión y se sentó con Yu, tímidamente, incapaz de mirarle durante todo el trayecto hasta la estación de ferrocarril de Shanghai. Era una especie de compromiso concertado, comprendió Yu. Sus familias querían que cuidaran el uno del otro a miles de kilómetros de distancia. Lo hicieron, y más, aunque no se casaron. No porque no se hubieran cogido afecto, sino porque si seguían estando inscritos como solteros existía la posibilidad de regresar a Shanghai. Según la política del gobierno, una vez casados, los jóvenes educados tenían que establecerse para siempre en el campo.

El movimiento fue interrumpido, si no censurado, hacia finales de los años setenta, y tuvieron que regresar a la ciudad. La Oficina de Jóvenes Educados asignó a Peiqin un trabajo en el Restaurante Sihai. Su padre, Viejo Cazador, se encargó de jubilarse pronto para que Yu pudiera ocupar su lugar en el Departamento de Policía de Shanghai. Se casaron. Un año después de nacer su hijo Qinqin sus vidas habían desembocado en una suave aunque corriente rutina, muy diferente de lo que habían soñado en Yunan. La única satisfacción de Peiqin, contable de un restaurante, que trabajaba en un horno de cubículo de tingzhijian sobre la cocina, era leer El sueño de la cámara roja, cosa que hacía una y otra vez durante la media hora de descanso que tenía para almorzar. Yu era policía de bajo rango y comprendió que probablemente seguiría siéndolo. Aun así, creía que no tenía muchos motivos para quejarse: Peiqin era una esposa maravillosa y Qinqin crecía y sería un hijo maravilloso.

Se preguntó por qué Wen no había vuelto a Shanghai como tantos otros. Muchos jóvenes educados que se habían casado se divorciaron para poder volver a casa. En aquellos años de cosas absurdas, había que hacer cosas aún más absurdas para sobrevivir. Sería difícil que hoy la gente lo comprendiera, incluso el inspector jefe Chen, quien, aunque sólo tenía unos años menos, no había ido al campo.

– Atención, es la hora de la cena. Los pasajeros que quieran tomar algo tengan la bondad de ir al compartimiento seis -anunció por el altavoz una mujer de voz ronca-. Esta noche hay pastelillos de arroz frito con cerdo, rollitos con relleno de qicai y fideos con setas. También servimos cerveza y vino.

Yu sacó un paquete de fideos instantáneos, se echó agua del termo del tren en una taza esmaltada y empapó en ella los fideos. El agua no estaba lo bastante caliente. Los fideos tardaron varios minutos en ablandarse. También tenía una cabeza de carpa ahumada en una bolsa de plástico que Peiqin le había preparado. Pero el humor del inspector Yu no mejoró. Esta misión era prácticamente una broma. Era como si la policía de Shanghai pretendiera cocinar en la cocina del departamento de policía de Fujian. ¿Cómo un policía de Shanghai, sin ayuda, podría hacer algo cuando la policía de Fujian había fracasado? No tenía sentido que le hubieran ordenado investigar a Wen a menos que se tratara de un simple espectáculo para los norteamericanos. Sacó los ojos de la cabeza de carpa ahumada.

Hacia las tres de la madrugada, Yu se quedó adormilado, erguido y tieso como una caña de bambú; la cabeza rebotaba en el duro respaldo del asiento.

Cuando el sol que le daba en la cara le despertó, el pasillo estaba lleno de gente que esperaba su turno para asearse en el baño. Según anunciaron por el altavoz, ya estaban cerca de Fujian.

Como consecuencia de haber estado sentado toda la noche le dolía el cuello y tenía los hombros tensos y las piernas entumecidas. Meneó la cabeza al ver su reflejo en la ventanilla del tren. Un hombre de edad madura, sin afeitar, el rostro marcado por la fatiga. Ya no era un incansable joven educado, sentado con Peiqin en el tren que les llevaba a Yunan.

Otra consecuencia de viajar en «asiento duro» fue que en la estación de ferrocarril de Fujian tardó cinco minutos en localizar a un hombre que llevaba un letrero de cartón con su nombre escrito en él. El sargento Zhao Youli, de la policía de Fujian, debía de estar buscando a su compañero de Shanghai entre los viajeros que se apeaban de los coches-cama. Zhao tenía el rostro mofletudo, los ojos pequeños y brillantes y el pelo peinado con espuma, y llevaba un caro traje blanco, corbata de seda roja y zapatos de vestir muy bien lustrados. Entrecerró los ojos al sonreír cuando vio a Yu.

– Bienvenido, inspector Yu. Me han asignado para trabajar con usted en el caso.

– Gracias, sargento Zhao.

– Le buscaba allí -dijo Zhao.

– No quedaban plazas en los coches-cama -mintió Yu, avergonzándose de su aspecto. Con su vieja chaqueta Renli, los pantalones arrugados tras viajar toda la noche, parecía un guardaespaldas y no el compañero del acicalado Zhao-. ¿Hay alguna novedad, sargento Zhao?

– No. Hemos buscado a Wen en todas partes, sin éxito alguno. El caso es de alta prioridad para nosotros. Me alegro mucho de que haya venido desde Shanghai para ayudarnos.

Yu captó el asomo de sarcasmo en la voz de Zhao.

– Vamos, sargento Zhao, no es necesario que diga eso. No sé nada del caso. En realidad, no sé por qué estoy aquí. Ha sido una orden del Ministerio.

La verdad era que Yu no esperaba conseguir nada. O la misión era pura fachada o Wen había sido secuestrada por cómplices de Jia en Fujian. En este último caso, buscar a Wen sería como pescar en el bosque, a menos que la policía local estuviera decidida a tomar duras medidas contra los gánsteres.

– Bien, «el monje de un templo lejano puede recitar las escrituras en voz más alta» -dijo Zhao, alisándose el reluciente pelo con la mano.

– Si es en el dialecto de Fujian, no sé ni una palabra. Ni siquiera puedo pedir instrucciones -dijo Yu-. Así que tendrá que llevarme a Changle Village.

– ¿Por qué tanta prisa, inspector Yu? Deje que antes le acompañe al hotel, el Abundance Hotel. La noche habrá sido larga en el tren. Descanse un poco, almuerce conmigo y luego vaya a nuestro departamento de policía del condado. Allí podremos hablar a nuestras anchas y habrá una cena de bienvenida…

– Bueno -Yu estaba asombrado por la falta de urgencia de su compañero-. He dormido bien en el tren. El inspector jefe Chen estará esperando las cintas de mi entrevista.

Partieron hacia Changle Village. Mientras conducía por una carretera llena de baches, Zhao logró hacer un breve informe sobre la banda conocida como los Hachas Voladoras.

Esta sociedad había sido fundada durante la dinastía Qing en la zona de Fujian como una hermandad secreta, con una amplia serie de «prácticas comerciales» que incluían la distribución ilegal de sal, tráfico de drogas, recaudación de préstamos, protección, juego y prostitución. Estas actividades se expandieron a pesar de los diversos esfuerzos que el gobierno hacía para contenerlas, aunque la Tríada seguía siendo local. La banda fue suprimida después de 1949 bajo el gobierno comunista y algunos de sus miembros destacados fueron ejecutados por sus conexiones con los Nacionalistas. Sin embargo, en los últimos años, la banda había reaparecido. El negocio del tráfico de personas estaba dirigido por cabezas de serpiente de Taiwan como JiaXinzhi, pero el papel de la Tríada de Fujian era esencial. Un inmigrante ilegal prometía pagar a plazos a los traficantes. Al principio, el papel de los Hachas Voladoras era asegurarse de que los pagos se efectuaban a su debido tiempo. Luego se implicaron en otros aspectos de la operación, como reclutar gente para marcharse al extranjero.

Yu preguntó:

– ¿Puede contarme algo más sobre la desaparición de Wen?

Así que Zhao pasó a hablarle a Yu del trabajo que hasta el momento había hecho la policía de Fujian.

La mañana del seis de abril, Zhao fue a visitar a Wen para comprobar su solicitud de pasaporte. La policía de Fujian había sido informada de que una agente norteamericana iba a ir a recoger a Wen, así que estaban intentando acelerar las cosas. Wen no estaba en casa.

Tampoco estaba en la fábrica de la comuna. Zhao fue allí de nuevo por la tarde, pero tampoco tuvo suerte. A la mañana siguiente fue a Changle con otro policía. La puerta de la casa estaba cerrada con llave. Según los vecinos, Wen nunca hasta entonces había estado fuera un día entero. Tenía que trabajar en la fábrica, ocuparse de la parcela familiar y alimentar a las gallinas y los cerdos. Miraron en la pocilga, y al ver que los hambrientos animales apenas podían sostenerse en pie, decidieron entrar en la casa tras comprobar si había señales de haber forzado la puerta. No había ninguna, ni señales de lucha en el interior. Empezaron a peinar la aldea, llamando a todas las puertas. Habían visto a Wen por última vez hacia las 10.45 de la noche el cinco de abril, cuando iba a buscar agua al pozo de la aldea. El siete de abril por la tarde estaban seguros de que le había ocurrido algo.

La policía local había registrado las aldeas vecinas, así como los hoteles en un radio de kilómetro y medio. Preguntaron en la estación de autobuses. Aquella noche sólo había pasado por la aldea un autobús. Hasta el momento, todos sus esfuerzos habían sido inútiles.

– Nos sobrepasa -concluyó Zhao-. Su desaparición es un misterio.

– ¿Y la posibilidad de que los Hachas Voladoras la hayan secuestrado?

– No es probable. En la aldea no observaron nada raro. Ella habría gritado o forcejeado, y alguien lo habría oído. Lo verá por sí mismo enseguida.

Sin embargo, tardaron otros quince minutos en divisar la aldea. Existía una asombrosa diferencia entre los tipos de casas allí agrupadas. Algunas eran nuevas, modernas, importantes, como mansiones de la mejor zona de Shanghai, pero otras eran viejas, destartaladas y pequeñas.

– Es como si existieran dos mundos -observó Yu.

– Exactamente -dijo Zhao-. Hay una gran diferencia entre las casas que tienen a alguien en el extranjero y las que no lo tienen. Todas esas casas nuevas se han construido con dinero procedente del extranjero.

– Es asombroso. En Shanghai esas casas nuevas valdrían millones.

– Permítame que le dé algunas cifras, inspector Yu. Los ingresos anuales de un campesino aquí son de unos tres mil yuanes, y dependen del tiempo que haga. En Nueva York esa suma se puede ganar en una semana, viviendo, comiendo, durmiendo en un restaurante y cobrando en efectivo. Los ahorros de un año allí son suficientes para pagar una casa de dos pisos aquí, amueblada y completa, también. ¿Cómo pueden competir las familias que no tienen a nadie en el extranjero? Tienen que quedarse encerrados en esas antiguas chozas, a la sombra de los nuevos ricos.

– Sí, no se puede conseguir todo con dinero -dijo Yu, repitiendo una frase de una nueva película-, pero no se puede hacer nada sin él.

– La única manera que tienen los pobres de cambiar su situación es marcharse al extranjero también. De lo contrario se les considerará tontos, perezosos o incompetentes. Es un círculo vicioso. De manera que cada vez se marcha más gente.

– ¿Feng se marchó por la misma razón?

– Debió de ser una de sus razones.

Llegaron a casa de Wen. Era vieja, probablemente construida a principios de siglo, aunque no era pequeña; tenía un patio delantero, un patio trasero y una pocilga. Parecía extremadamente destartalada en comparación con el nivel de las viviendas de la aldea. La puerta estaba cerrada por fuera con un candado de latón. Zhao lo abrió insertando una navaja en la cerradura. En el desierto patio delantero, Yu vio en un rincón dos cestas de botellas de vino vacías.

– Feng bebía mucho -dijo Zhao-. Wen recogía las botellas para venderlas.

Examinaron los muros del patio, cuyas partes altas estaban cubiertas de polvo, pero no encontraron indicios de que nadie hubiera trepado por ellos y saltado.

– ¿Han encontrado algo sospechoso entre las cosas que dejó? – Preguntó Yu mientras estaban dentro.

– Bueno, no dejó gran cosa.

– No gran cosa en cuanto a muebles -observó Yu, sacando su bloc de notas-. La sala de estar tenía un aspecto desoladoramente desnudo. Lo único que vio fue una desvencijada mesa con dos bancos de madera. Sin embargo, debajo de ella había una cesta con latas y envases de plástico. Uno de los envases llevaba una etiqueta de peligro: inflamable. Fuera lo que fuera, no parecía algo que la gente normalmente guardara en la sala de estar.

– ¿Qué es eso?

– El material que Wen utilizaba para su trabajo -explicó Zhao.

– ¿Qué clase de trabajo hacía en casa?

– Lo que hacía en la fábrica de la comuna era sencillo. Trabajaba con una especie de abrasivo químico. Hundía los dedos en él y frotaba las piezas de precisión hasta que estaban lisas, como una afiladora humana. Aquí la gente gana según el número de productos hechos, a tanto la pieza. Para ganar unos cuantos yuanes más, se traía los productos químicos y piezas a casa para trabajar por la noche.

Fueron al dormitorio. La cama era enorme y vieja con el cabezal tallado. También había un juego de ajedrez del mismo tipo de artesanía. La mayoría de cajones contenían harapos, ropa vieja y otras cosas que no servían para nada. Un cajón estaba repleto de ropa y zapatos de niño, probablemente de su hijo muerto. En otro, Yu encontró un álbum con algunas fotografías de Wen tomadas en la época del instituto.

Una mostraba a Wen en la estación de ferrocarril de Shanghai, asomada a una ventanilla del tren y saludando con la mano a los que estaban en el andén, que sin duda alguna cantaban y gritaban eslóganes revolucionarios. Era una escena familiar para Yu, que había visto a Peiqin asomarse para saludar con la mano a su familia en el mismo andén. Metió varias fotografías en su bloc de notas.

– ¿Wen tenía alguna foto reciente?

– La única reciente es la de su pasaporte.

– ¿Ni siquiera una foto de boda?

– No.

Qué extraño, pensó Yu. En Yunan, aunque no habían solicitado su certificado de matrimonio por miedo a poner en peligro sus posibilidades de que les permitieran regresar a Shanghai, Peiqin se había empeñado en que les tomaran una típica fotografía de novios. Ahora, años más tarde, Peiqin aún se refería a ella como su foto de boda.

El cajón inferior de la cómoda contenía algunos libros infantiles, un diccionario, un viejo recorte de periódico de varios meses atrás, un ejemplar de El sueño de la cámara roja reimpreso antes de la Revolución Cultural, una antología de los mejores poemas de 1988…

– Una antología de poesía de 1988 -dijo Yu, volviéndose a Zhao-. ¿No está fuera de lugar?

– Ah, yo también lo pensé -Zhao lo cogió-. Pero ¿ve los diseños de bordados en papel guardados entre las páginas? Los de la aldea utilizan los libros con ese fin.

– Sí, mi madre solía hacerlo también, para que los diseños no se arrugaran -Yu hojeó el volumen. No había ninguna firma. Tampoco se mencionaba el nombre de Wen en el índice.

– ¿Quiere enviárselo a su poético inspector jefe?

– No, no creo que ahora tenga tiempo para la poesía -no obstante, Yu tomó nota de ello-. Ah, ha mencionado usted que trabajaba en una fábrica de la comuna. El sistema de comunas fue abolido hace varios años.

– Es cierto. Sólo que la gente está acostumbrada a llamarla la fábrica de la comuna.

– ¿Podemos ir hoy allí?

– El director está en Guangzhou. Concertaré una entrevista para usted en cuanto regrese.

Cuando terminaron de examinar la casa de Wen fueron a la oficina del comité de la aldea. El jefe de la aldea no estaba. Una anciana de más de ochenta años reconoció a Zhao y les preparó té. Yu telefoneó al Departamento de Policía de Shanghai, pero el inspector jefe Chen tampoco estaba.

Casi era la hora de comer. Zhao no volvió a aludir a su plan de recepción. Se dirigieron a un puesto de fideos: una cocina de carbón y varias ollas frente a una desvencijada casa. Mientras esperaban sus fideos con albóndigas de pescado, Yu se volvió para contemplar el arrozal que había detrás de ellos.

La mayoría de granjeros que trabajaban en el arrozal eran mujeres jóvenes o de edad madura, con el cabello envuelto en toallas blancas y los pantalones remangados.

– Esa es otra señal -dijo Zhao, como si leyera los pensamientos de Yu-. Esta aldea es típica de la zona. Unas dos terceras partes de las familias tienen a sus hombres en el extranjero. No tenerlos es como un estigma para esa familia. Así que prácticamente no hay hombres jóvenes o de edad madura, y sólo quedan sus esposas para trabajar en los campos.

– Pero ¿cuánto tiempo estarán aquí estas esposas?

– Al menos siete u ocho años, hasta que sus maridos consigan legalizar su situación en el extranjero.

Después de almorzar, Zhao sugirió algunas familias para empezar a entrevistarlas. Sin embargo, tres horas más tarde Yu se dio cuenta de que probablemente no obtendría nada nuevo o útil. Cada vez que tocaban el tema del tráfico de personas o las actividades de las bandas, inevitablemente sus preguntas tropezaban con el silencio.

En cuanto a Wen, sus vecinos compartían una inexplicable antipatía. Según ellos, Wen se había mantenido apartada todos aquellos años. Aún se referían a ella como la mujer de la ciudad o la joven educada, aunque trabajaba más duramente que la mayoría de las esposas del lugar. Normalmente Wen iba a la fábrica de la comuna por la mañana, se ocupaba del solar familiar por la tarde y luego, por la noche, pulía con los dedos las piezas que se había llevado a casa. Siempre con prisas, la cabeza baja, Wen tenía poco tiempo o ganas de hablar con los demás. Según la interpretación de Lou, su vecino de al lado, Wen debía de avergonzarse de Feng, la perversa personificación de la Revolución Cultural. Debido a su falta de contacto con los demás, nadie parecía haber observado nada inusual en ella el cinco de abril.

– Esa es también mi impresión -dijo Zhao-. Parece que todos estos años ha sido una extraña.

Podía ser que Wen se hubiera encerrado en sí misma después de casarse, pensó Yu, pero veinte años era mucho tiempo. La cuarta persona entrevistada de su lista era una mujer apodada Dong, que vivía en la casa de enfrente a la de Wen.

– Su único hijo se marchó con Feng en el mismo barco, La esperanza dorada, pero desde entonces el joven no se ha puesto en contacto con su familia -dijo Zhao antes de llamar a la puerta.

La persona que les abrió era una mujer menuda, con el pelo blanco y el rostro ajado por el tiempo y surcado de profundas arrugas. Se quedó en el umbral sin invitarles a entrar.

– Camarada Dong, estamos investigando la desaparición de Wen -dijo Yu-. ¿Podría decirme alguna cosa sobre ella, concretamente con respecto a la noche del cinco de abril?

– ¿Información sobre esa mujer? Déjeme decirle algo. El es un lobo de ojos blancos, y ella es una zorra de rostro de jade. Ahora los dos tienen problemas, ¿no? Les está bien empleado -Dong apretó los labios formando una fina línea que demostraba enojo y les cerró la puerta en las narices.

Yu se volvió a Zhao con asombro.

– Sigamos -dijo Zhao-. Dong cree que Feng influyó en su hijo para que se marchara de casa. Sólo tiene dieciocho años. Por eso le llama lobo con ojos blancos, el más cruel.

– ¿Por qué Dong ha llamado a Wen zorra de rostro de jade?

– Feng se divorció de su primera esposa para casarse con Wen. Cuando llegó era una chica impresionante. Los lugareños cuentan toda clase de historias sobre el matrimonio.

– Otra pregunta. ¿Cómo puede haberse enterado Dong de que Feng tiene problemas?

– No lo sé -Zhao no miró a Yu a los ojos-. La gente de aquí tiene parientes o amigos en Nueva York. O pueden haber oído algo después de la desaparición de Wen.

– Entiendo -en realidad Yu no entendía, pero no le pareció apropiado insistir sobre el tema de momento.

Yu intentó quitarse de encima la sensación de que podía haber algo más tras la vaguedad del sargento Zhao. La policía de Fujian podía tomarse como una reprimenda el que les enviaran a un policía de Shanghai. Aunque no le sorprendía encontrarse trabajando con un compañero poco entusiasta y poco amistoso. La mayoría de sus misiones con el inspector jefe Chen habían sido todo menos agradables.

Dudaba que el trabajo de Chen en Shanghai fuera más fácil. A los demás podía parecérselo: el Peace Hotel, presupuesto ilimitado y una atractiva compañera norteamericana, pero Yu le conocía. Encendió otro cigarrillo y pensó qué habría sucedido de haberle dicho un no rotundo al Secretario del Partido Li. Porque aquel trabajo no era para un policía. Y tal vez ese era el motivo por el que él nunca llegaría a inspector jefe.

Cuando terminaron las entrevistas del día, la oficina del comité de la aldea estaba cerrada. No había servicio de teléfono público. A sugerencia de Zhao, se encaminaron hacia el hotel, un paseo de veinte minutos. Cuando llegaron a las afueras de la aldea, Yu se acercó a un anciano que reparaba un neumático de bicicleta bajo un cartel estropeado.

– ¿Conoce a alguien por aquí que tenga teléfono en casa?

– Hay dos teléfonos en la aldea. Uno para el comité de la aldea, y el otro en casa de la señora Miao. Su esposo lleva cinco o seis años en Estados Unidos. ¡Qué mujer tan afortunada… tener teléfono en casa!

– Gracias. Utilizaremos su teléfono.

– Tendrán que pagar por ello. Otra gente también lo utiliza. Para hablar con la familia que tienen en el extranjero. Cuando alguien llama desde el extranjero, primero habla con Miao.

– Como el servicio de teléfono público de Shanghai -dijo Yu-. ¿Cree que Wen también utilizaba el teléfono de Miao?

– Sí, todos los de la aldea lo hacen.

Yu se volvió a Zhao con una expresión interrogativa en los ojos.

– Lo siento -dijo Zhao con turbación-. No sabía nada de esto.

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