CAPÍTULO 10

Al salir de casa de Zhu Xiaoying, la inspectora Rohn bajó la escalera a tientas siguiendo al inspector jefe Chen.

Siguiendo la lista de Lihua, habían entrevistado a varios compañeros de estudios de Wen: a Qiao Xiaodong en el Instituto Jingling, a Yang Hui en la tienda de comestibles Bandera Roja, y finalmente a Zhu Xiaoying en su casa. Ninguno de ellos les proporcionó ningún dato importante. La gente se podía haber emocionado en su reunión de clase, pero en su vida cotidiana estaban demasiado ocupados para preocuparse de una compañera de estudios con la que hacía tiempo que habían perdido el contacto. Zhu fue la única que había seguido enviando postales de Año Nuevo a Wen, pero tampoco sabía nada de ella desde hacía años. Si había algo nuevo era referente a por qué no había vuelto a Shanghai después de la Revolución Cultural. Zhu lo atribuía a su hermano Lihua, que se había mostrado reacio a la idea de tener que hacer espacio a Wen en la misma habitación única en la que vivía con su familia.

Al bajar la antigua escalera, Catherine levantó un pie cuando de pronto se le hundió un escalón. Se tambaleó, perdió el equilibrio y se abalanzó hacia delante. Antes de poder parar chocó con el inspector jefe Chen. Él reaccionó quedándose delante de ella y agarrándose fuerte a la barandilla. Apretada contra él intentó recuperar el equilibrio mientras él se volvía para cogerla con los brazos.

– ¿Está usted bien, inspectora Rohn? -preguntó.

– Sí, estoy bien -dijo ella, soltándose-. Quizá sufro de jet lag

Zhu se apresuró a bajar con una linterna.

– Oh, esos escalones antiguos están completamente podridos.

Una de las suelas estaba rota. Si la inspectora Rohn había tropezado primero o aquel escalón se había hundido inexplicablemente no quedaba claro.

Chen estaba a punto de decir algo, pero se contuvo. Acabó disculpándose de forma mecánica.

– Lo lamento, inspectora Rohn.

– ¿Qué es lo que lamenta, inspector jefe Chen? -dijo ella, dándose cuenta de su turbación-. De no ser por su intervención, habría podido hacerme daño.

Dio un paso y perdió el equilibrio. Él la rodeó por la cintura con el brazo. Apoyándose pesadamente en él, ella dejó que la ayudara a bajar la escalera. Abajo, cuando intentó levantar el pie dañado para examinarlo más de cerca, hizo una mueca al sentir un agudo dolor en el tobillo.

– Tiene que verla un médico.

– No, no es nada.

– No debería haber permitido que me acompañara hoy, inspectora Rohn.

– He sido yo quien ha insistido, inspector jefe Chen -dijo ella un poco malhumorada.

– Tengo una idea -dijo Chen con expresión decidida-. Vamos a una tienda de hierbas. La del señor Ma. La medicina china la ayudará.


La herboristería en cuestión estaba situada en la ciudad vieja de Shanghai. Un letrero dorado sobre el marco de la puerta exhibía dos grandes caracteres chinos pintados en llamativos trazos: «El viejo Ma» que también podía significar «El viejo caballo».

Interesante nombre para una herboristería -observó ella.

– Existe un proverbio chino que dice: «Un caballo viejo conoce el camino». Viejo, experimentado, el señor Ma sabe lo que hace, aunque no es médico ni farmacéutico en el sentido convencional.

Una anciana con un largo uniforme blanco se acercó a ellos y sonrió.

– ¿Cómo está, camarada inspector jefe Chen?

– Estoy bien, señora Ma. Ésta es Catherine Rohn, mi amiga americana -Chen les presentó mientras entraban en una espaciosa habitación amueblada como un despacho. Adosados a las paredes blancas había grandes armarios de roble con numerosos cajoncitos, cada uno de ellos con una pequeña etiqueta.

– ¿Qué le trae por aquí, Chen? -El señor Ma, un hombre de pelo y barba blancos, con gafas de montura plateada y un largo collar de cuentas talladas, se levantó de su sillón.

– El viento de hoy es mi amigo, un viento que viene del otro lado del océano. ¿Cómo va el negocio, señor Ma?

– No va mal, gracias. ¿Cómo está su amiga?

– Se ha torcido el tobillo -dijo Chen.

– Déjeme echarle un vistazo.

Catherine se quitó los zapatos y dejó que el hombre le examinara el tobillo. Al tocárselo le dolía. Dudaba de si el anciano podría decirle algo sin hacer una radiografía.

En la superficie no hay nada, pero nunca se sabe. Déjeme aplicarle una pasta en el pie. Déjesela durante dos o tres horas. Si el daño interior sale a la superficie, no se preocupe.

Era una pasta amarilla y pegajosa. El señor Ma la extendió sobre la dañada. La inspectora Rohn notó una sensación de frescor en la piel. La señora Ma ayudó a vendarle el tobillo con una gasa blanca.

– También se encuentra un poco mareada -explicó Chen-. Su viaje ha sido muy largo. Y ha estado muy ocupada desde que ha llegado. Una infusión tal vez aumente su nivel de energía.

– Déjeme verle la lengua -El señor Ma le examinó la lengua y le tomó el pulso un par de minutos con los ojos cerrados, como si estuviera absorto en sus pensamientos.

– No hay nada grave. El yang está ligeramente alto. Tal vez tiene demasiadas cosas en la cabeza. Voy a hacerle una receta. Unas hierbas para el equilibrio y otras para la circulación sanguínea.

– Estupendo -dijo Chen.

El señor Ma cogió una pluma de cola de mofeta y con gesto exagerado escribió la receta en un papel de bambú, que le entregó a la señora Ma.

– Elígele las hierbas más frescas.

– No tienes que decirme eso, anciano. La amiga del inspector jefe Chen es nuestra amiga -la señora Ma se puso a dosificar diversas hierbas que sacaba de los cajoncitos: una pizca de una hierba blanca como escarcha, otra de un color diferente, casi como pétalos secos, y también un pellizco de granos de color púrpura como uvas pasas-. ¿Dónde se aloja, Catherine?

– En el Peace Hotel.

– No es fácil preparar medicina tradicional en un hotel. Necesita un cacharro de arcilla especial y vigilar el proceso. Deje que le preparemos la medicina y se la haremos llegar con nuestro mensajero.

– Sí, es mejor, anciana -el señor Ma se acarició la barba con aire aprobador.

– Gracias -dijo Catherine-. Son ustedes muy amables.

– Muchas gracias, señor Ma -dijo Chen-. Por cierto, ¿tiene algún libro sobre tríadas o sociedades secretas en China?

– Déjeme ver -el señor Ma se levantó, entró en una habitación oscura y salió con un grueso volumen-. Por casualidad tengo uno. Puede quedárselo. Ya no tengo librería aquí.

– No, se lo devolveré. Me ha ahorrado un viaje a la Biblioteca de Shanghai.

– Me alegro de que mis polvorientos libros aún puedan ser útiles, inspector jefe Chen. Cualquier cosa que pueda hacer por usted, ya sabe… después…

– No diga eso, señor Ma -Chen interrumpió al anciano-. O no me atreverse a volver por aquí

– Tiene muchos libros, y no sólo libros de medicina, señor Ma -a Catherine le interesaba la lacónica conversación que mantenían los dos hombres.

Bueno, antes teníamos una tienda de libros usados. Gracias al Departamento de Policía de Shanghai -dijo el señor Ma con sarcasmo no disimulado, retorciéndose la barba con los dedos- ahora tenemos esta herboristería.

Oh, nuestro negocio está muy bien -se apresuró a intervenir la señora Ma-. A veces tenemos más de cincuenta pacientes al día. Gente de todas clases. No tenemos nada de lo que quejarnos.

– ¿Cincuenta pacientes al día? Es mucho para una herboristería que no acepta el seguro médico del estado -Chen se volvió a la señora Ma con mayor interés-. ¿Qué clase de pacientes son?

– La gente viene por motivos diversos. Algunos, porque el hospital estatal no puede hacer nada por sus problemas; otros, porque no pueden ir allí para sus problemas. Por ejemplo, heridas en una pelea entre bandas. El hospital estatal dará parte inmediatamente a la policía. De manera que he ayudado a algunos -antes de proseguir el señor Ma miró a Chen con un atisbo de provocación en sus ojos-. Es trabajo suyo atraparles, inspector jefe Chen, si son criminales. Ellos acuden a mí como pacientes, así que yo les trato como médico.

– Entiendo, doctor Zhivago.

– No me llame así -el señor Ma agitó las manos deprisa, como si tratara de ahuyentar una mosca invisible-. «Cuando te ha mordido una serpiente, siempre te pondrás nervioso cuando veas un rollo de cuerda.»

– Algunas de estas personas deben de estarle agradecidas -dijo Chen

– Con esa gente nunca se sabe, pero como en las novelas de kung fu siempre hablan de pagar sus deudas de gratitud -añadió el señor Ma tocándose las cuentas del collar unos segundos-. Hoy en día, son capaces de cualquier cosa. Sus largos brazos llegan a los cielos. Tengo que hacer algo por ellos, o tendré graves problemas con el ejercicio de mi trabajo.

– Lo entiendo, señor Ma. No tiene que darme explicaciones, pero tengo que pedirle otro favor.

– Lo que quiera.

– Estamos buscando a una mujer, una mujer embarazada de Fujian. Es posible que una tríada de Fujian llamada los Hachas Voladoras la esté buscando también; hace años fue una joven educada de Shanghai. Si por casualidad se entera de algo sobre ella, hágame el favor de comunicármelo.

– Los Hachas Voladoras… Creo que no conozco a ninguno de sus miembros. Esto es territorio de los Azules. Pero puedo preguntar por ahí.

– Su ayuda nos resultará muy valiosa, señor Ma, ¿o digo doctor Zhivago?

Chen se puso en pie con intención de marcharse.

– Entonces usted será el general -el señor Ma sonrió.

Catherine estaba intrigada con su conversación, en particular por lo del doctor Zhivago. Años atrás, su madre le había comprado una caja de música que interpretaba el «Tema de Lara». Desde entonces la novela se había convertido en una de sus favoritas. La tragedia de la vida de un intelectual honrado en una sociedad autoritaria. Ahora la Unión Soviética prácticamente había dejado de existir, pero no China. Había algo fascinante en el fondo de la conversación, casi como en un rollo de una pintura tradicional china, en el que el espacio en blanco sugería más de lo que se representaba en el papel.

Cuando regresaron al hotel eran casi las seis. Ella le oyó decir a Pequeño Zhou que se marchara.

– No me espere. Tomaré un taxi para ir a casa.

En su habitación, la camarera lo había preparado todo para pasar la noche. La cama estaba abierta, la ventana cerrada y la cortina corrida. Había un paquete de Virginia Slims junto a un cenicero de cristal sobre la mesilla de noche, un lujo importado acorde con la posición que ella ocupaba allí. Todo había sido preparado para una invitada distinguida. Mientras la ayudaba a sentarse en el diván, ella dijo:

– Gracias, inspector jefe Chen, por todo lo que ha hecho por mí.

– No hay de qué. ¿Cómo se encuentra?

– Mucho mejor. El señor Ma es un buen médico -le hizo seña de que se sentara en el sofá-. ¿Por qué le llama doctor Zhivago?

– Es una larga historia.

– Hemos terminado por hoy, ¿no? Cuénteme la historia, por favor.

– Probablemente no le interesará.

– Me especialicé en estudios chinos. No hay nada más interesante para mí que una historia sobre el doctor Zhivago en China.

– Debería descansar, inspectora Rohn.

– Según su Secretario del Partido Li, se supone que tiene que ocuparse de que mi estancia sea satisfactoria, inspector jefe Chen.

– Pero si mañana se levanta enferma, el Secretario del Partido Li me hará responsable.

– No puedo dar mi paseo vespertino por el Bund -suplicó ella con falsa seriedad, pero se sentía un poco vulnerable, también, mientras hablaba-. Estoy sola, en esta habitación de hotel. Seguro que podría animarme.

Quizá él se dio cuenta de cómo se sentía, con el tobillo torcido, el sistema yin-yang desequilibrado, en una solitaria habitación de hotel, en una ciudad extraña en la que no tenía a nadie con quien hablar… excepto él.

Dijo:

– De acuerdo, pero tiene que tumbarse y ponerse cómoda.

Así que se quitó los zapatos, se reclinó en el diván y puso los pies sobre un cojín que el colocó debajo. Su postura era recatada, pensó ella, con el vestido por encima de las rodillas.

– Oh, he olvidado todas las instrucciones del señor Ma -dijo el-. Déjeme echar un vistazo a su tobillo.

– Ahora está mejor.

– Tiene que quitarse la pasta.

Cuando le apartó la venda se quedó atónita al ver que su tobillo se había vuelto de color negro y azul.

– En el despacho del señor Ma no se veía el cardenal.

– Esta pasta amarillenta se llama Huangzhizhi. Tiene el poder de hacer salir a la superficie el daño interno, para que se pueda curar más deprisa.

Fue al cuarto de baño y volvió con un par de toallas mojadas.

– Ahora la pasta ya no sirve para nada -se arrodilló junto al diván para limpiarle los restos de pasta y frotarle el tobillo-. ¿Todavía le duele?

– No -hizo gestos de negación con la cabeza, observando a Chen examinar la magulladura para asegurarse de que no quedaba pasta.

– Mañana podrá volver a correr como un antílope.

– Gracias -dijo ella-. Bueno, es la hora del cuento.

– ¿Le gustaría tomar una copa?

– Una copa de vino blanco sería perfecto. ¿Y usted?

– Lo mismo.

Ella le observó abrir el frigorífico, sacar una botella y regresar con los vasos.

– Está usted convirtiendo esto en una velada especial -se incorporó un poco apoyándose en un codo y tomó un sorbo de vino.

– La historia se remonta a principios de los años sesenta -empezó Chen; se sentó en la silla que había acercado al diván y se quedó contemplando el vino-, cuando yo aún era un alumno de la escuela elemental…

A principios de los años sesenta, los Ma eran propietarios de una tienda de libros usados, un negocio familiar. De niño, Chen compraba cómics allí. De repente, el gobierno local declaró que la librería era «un centro clandestino de actividad antisocialista». La acusación se basaba en la prueba de que había un ejemplar en inglés de Doctor Zhivago en las estanterías. Encerraron en la cárcel al señor Ma, adonde sólo le permitieron llevarse, de todos sus libros, un diccionario médico. Hacia finales de los años ochenta, le soltaron y fue rehabilitado. La anciana pareja no quiso volver a abrir la librería. Al señor Ma se le ocurrió abrir una herboristería con los conocimientos que había adquirido en la cárcel. Su solicitud de la licencia para abrir una tienda fue de un escritorio de burócrata a otro, sin avanzar.

Chen en aquella época era un policía de nivel básico, no el que estaba a cargo de la «rectificación de casos equivocados». Sin embargo, cuando se enteró de la situación del señor Ma, se las arregló para enviar un mensaje a través del Secretario del partido Li y obtener la licencia para el anciano.

Después, Chen habló por casualidad con una periodista del Wenhui, insistiendo en la ironía de que el señor Ma se había hecho médico gracias a Doctor Zhivago. Para su sorpresa, ella escribió un artículo para el periódico titulado «Gracias a Doctor Zhivago». Su publicación aumentó la popularidad de la práctica médica del señor Ma.

– Por eso la anciana pareja le está tan agradecida -dijo ella.

– Yo hice poca cosa, si tenemos en cuenta lo que ellos pasaron en aquellos años.

– ¿Se siente usted más responsable ahora que es inspector jefe?

– Bueno, la gente se queja de los problemas que tiene nuestro sistema, pero es importante hacer algo… para la gente como los Ma.

– Con los contactos que tiene usted… -se interrumpió para tomar un sorbo de vino-, incluida una periodista que escribe para el Wenhui Daily…

– Incluida -dijo él, apurando su copa de un trago-. Ahora está en Japón.

– Ah.

Sonó el móvil de Chen.

– ¡Ah, Viejo Cazador! ¿Qué ocurre? -escuchó varios minutos sin hablar y luego dijo- O sea que debe de ser algo importante. Le llamaré más tarde, tío Yu.

Colgó y dijo:

– Es el Viejo Cazador, el padre del inspector Yu.

– ¿Su padre también trabaja para usted?

– No, está jubilado. Me ayuda en otro caso -dijo, poniéndose en pie-. Bueno, es hora de que me marche.

No podía quedarse más tiempo. No sabía nada de su otro caso. Y no se lo comentaría a ella. No era asunto suyo.

Cuando intentó levantarse, él le puso una mano en el hombro.

– Tranquila, inspectora Rohn. Mañana tenemos mucho trabajo. Buenas noches.

Cerró la puerta al salir de la habitación.

Se oyó el ruido del ascensor que se paraba y luego, cuando empezó a descender lentamente, el eco de sus pisadas fue desapareciendo en el pasillo. A pesar de las reservas que la inspectora Rohn pudiera tener sobre su compañero chino, y su posible implicación en una tapadera, le estaba agradecida por aquella velada.

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