CAPÍTULO 6

Catherine no pudo conciliar el sueño a pesar del cansancio del viaje, y las manecillas del reloj que había en la mesilla de noche indicaban el comienzo de un nuevo día.

Al fin apartó la sábana, se levantó y se acercó a la ventana. Las luces del Bund la saludaron.

Shanghai. El Bund. El río Huangpu. El Peace Hotel… Había resultado una agradable sorpresa para ella que el Departamento de Policía de Shanghai le hubiera elegido aquel hotel; sin embargo, no estaba de humor para maravillarse ante la panorámica que se extendía a sus pies. Su misión en China había cambiado por completo.

Al principio tenía que haber sido sencillo. Acompañar a Wen a las oficinas locales a recoger un pasaporte, rellenar los formularios del visado en el consulado americano y acompañarla al avión a su más pronta comodidad. Según Ed Spencer, su supervisor en Washington, único que tenía que hacer era ejercer un poco de presión cuando fuera necesario para que se notara la presencia del Servicio de Agentes de Policía del Departamento de Justicia y así los chinos se dieran prisa con el asunto. Ed le decía en broma que la invitaría a almorzar en D. C. aquel fin de semana. Aun suponiendo que hubiera algún pequeño retraso, habría tardado a lo sumo cuatro o cinco días; ahora no sabía cuánto tendría que permanecer en Shanghai.

¿La noticia de la súbita desaparición de Wen era una simple mentira? Era posible. A los chinos no les había entusiasmado la idea de que Wen se reuniera con su esposo en Estados Unidos. Si Jia Xinzhi, el jefe de la red de contrabando, era condenado, aparecería en los titulares de todo el mundo. Los detalles sórdidos de este notorio asunto no mejorarían la imagen del gobierno chino en el extranjero. Se sospechaba que había agentes de la ley locales implicados en el negocio del tráfico de personas. En un país tan bien vigilado por la policía, ¿cómo habían logrado los traficantes sacar del país a miles de personas sin que las autoridades se dieran cuenta? Según un informe que había leído en el avión, centenares de inmigrantes ilegales habían viajado en camiones militares desde Fuzhou hasta un puerto marítimo para ser embarcados. Para encubrir su complicidad, las autoridades chinas habrían podido tratar de impedir que la esposa del testigo saliera del país, con el fin de interferir en el juicio. Primero, el inexplicable retraso, ahora la aún más inexplicable desaparición de Wen. ¿Era un último esfuerzo de los chinos por no cumplir el trato que habían hecho? Si se trataba de esto su misión sería imposible.

Se rascó una picadura de mosquito en el brazo.

Tampoco se sentía muy compatible con el inspector jefe Chen, aunque el que le hubieran asignado como compañero sugería que los chinos intentaban en serio cumplir con su compromiso; no sólo por el rango que el hombre ostentaba. Había algo más en él, parecía sincero. Pero podían haberle elegido para interpretar un papel engañoso. A la postre, tal vez ni siquiera fuera inspector jefe; tal vez era un agente secreto con una misión especial: embaucarla.

Llamó a Washington. Ed Spencer no se encontraba en el despacho. Dejó un mensaje para darle el número de teléfono del hotel.

Catherine colgó y se puso a leer los expedientes que Chen le había dejado. En el de Feng no había gran cosa nueva para ella, pero la información sobre Wen era reciente, abundante y bien organizada.

Tardó casi una hora en leerla. A pesar de sus estudios, descubrió había varios términos chinos que se repetían y le costaba entender. Los subrayó, con la esperanza de poder descifrar sus definiciones en un diccionario grande al día siguiente. Luego trató de elaborar su informe para su supervisor.

¿Qué tendría que hacer en China ahora?

Simplemente esperar, como había sugerido el inspector jefe Chen. Otra opción era ofrecerse para colaborar en la investigación. Se trataba de un caso importante para ellos. Necesitaban la declaración de Feng y, para obtenerla tenía que reunirse con su esposa, si aún vivía. Decidió que lo mejor para ella sería participar en la investigación. Los chinos no tenían ningún motivo para negarse a la petición a menos que realmente se tratara de un intento de tapadera por su parte. Chen parecía seguro de que Wen estaba viva. Pero si la habían matado, nadie podía saber cómo afectaría ello a la declaración de Feng.

A la inspectora Rohn no le gustaba su condición especial de algo así como experta en China del Servicio de Agentes de Policía del Departamento de Justicia, aunque fuera eso lo que la había llevado allí. Participar en la investigación constituiría una oportunidad para demostrar que su especialización en estudios chinos era importante para su puesto, y también le proporcionaría la oportunidad de aprender algo sobre el pueblo chino real.

De manera que se puso a escribir un fax a Ed Spencer. Después de resumirle la inesperada situación, le pidió que buscara una cinta de la llamada telefónica que Feng efectuó el cinco de abril y le advirtió que estuviera especialmente alerta a un posible mensaje en clave. Luego le pidió su aprobación para unirse a la investigación. Al final, pidió información sobre el inspector jefe Chen Cao.

Antes de bajar a la sala del fax del hotel, añadió otra frase para Pedirle a Ed que le enviara su respuesta al hotel hacia las 10 de la mañana, hora de Shanghai, para poder estar esperando junto al aparato de fax. No quería que nadie más leyera el contenido, aunque estuviera escrito en inglés.

Después de enviar el fax tomó una comida rápida en el comedor. Cuando estuvo de nuevo en su habitación se dio otra ducha; aún no tenía sueño. Envuelta en una toalla de baño, contempló de nuevo el panorama iluminado del río. Vislumbró un barco con una bandera a rayas, desde aquella distancia no distinguía su nombre; podía ser un crucero norteamericano anclado para pasar la noche en el río Huangpu.

Hacia las cuatro de la madrugada se tomó dos tabletas de Dramamine, que se había traído por si se mareaba. Su efecto secundario soporífero era lo que necesitaba. Además, se tomó una botella de Budweiser del frigorífico; su nombre chino era Baiwei, que significaba «cien veces más potente». La fábrica de cerveza Anheuser Busch tenía una empresa conjunta en Wuhan.

Cuando se apartó de la ventana, pensó en un poema de la dinastía Song que había estudiado en clase; hablaba de la soledad de un viajero, a pesar del maravilloso escenario. Tratando de recordar los versos se quedó dormida.

Se despertó cuando sonó el despertador de la mesilla de noche. Frotándose los ojos se incorporó de golpe, desorientada. Eran las 9.45. No tuvo tiempo de darse una ducha. Se puso una camiseta y unos viejos vaqueros, salió de la habitación con las zapatillas desechables del hotel, que eran casi tan finas como el papel y parecían hechas del mismo material que se utilizaba para los impermeables de plástico transparente. Al bajar en ascensor a la sala del fax del hotel se peinó a toda prisa con un peine de bolsillo.

Su fax llegó a la hora que había especificado. Las comunicaciones iban mejor de lo que había esperado. En primer lugar, le confirmaban la llamada telefónica de Feng el cinco de abril, y había una cinta. Ed estaba haciendo traducir su contenido. Como testigo potencial, a Feng no le estaba permitido revelar nada sobre su situación en el programa. Ed no tenía idea de lo que podía haber dicho que hubiera precipitado la desaparición de Wen.

En segundo lugar, aprobaba su propuesta de unirse a la investigación.

Como respuesta a su petición de informes de los antecedentes de Chen, Ed escribió: «Me he puesto en contacto con la CIA. Nos enviarán el expediente del inspector jefe Chen. Por lo que me han dicho, Chen es alguien a quien vigilar. Está vinculado con los reformadores liberales del Partido. También es miembro de la Asociación de Escritores Chinos. Se le describe como un ambicioso cuadro del Partido, un valor en alza».

Cuando salía de la sala con el fax en la mano, vio a Chen sentado en el vestíbulo hojeando una revista inglesa, con un ramo de flores en la silla de al lado.

– Buenos días, inspectora Rohn -Chen se puso en pie y ella se dio cuenta de que era más alto que las demás personas que estaban en el vestíbulo. Tenía la frente alta, ojos penetrantes y expresión inteligente. Vestido con traje negro, parecía más un intelectual que un policía, impresión que lo que acababa de leer reforzaba.

– Buenos días, inspector jefe Chen.

– Esto es para usted -Chen le entregó las flores-. Ayer sucedieron muchas cosas en el despacho. Con las prisas por llegar al aeropuerto olvidé comprarle un ramo de bienvenida. Por su primera mañana en Shanghai.

– Gracias. Es muy bonito.

– He llamado a su habitación. No ha contestado nadie, así que he decidido esperarla aquí. Espero que no le importe.

No le importaba. Las flores habían sido una sorpresa, pero al estar a su lado con sus zapatillas de plástico, con el pelo hecho un desastre, no pudo por menos de sentirse un poco molesta por su cortesía formal. No era la conducta que esperaba de un colega, y no le importó mucho la velada referencia a que ella «sólo» era una mujer.

– Subamos a mi habitación a hablar -dijo.

Cuando entraron en la habitación, ella le hizo seña de que se sentara y cogió un jarro de la mesa del rincón.

– Pondré las flores en agua.

– ¿Ha dormido bien? -preguntó Chen, echando un vistazo a la habitación.

– En realidad, no, pero debería ser suficiente -dijo ella. Se negó a sentirse turbada por el desorden de la habitación. La cama no estaba hecha, las medias estaban tiradas en la alfombra, había pastillas desparramadas sobre la mesilla de noche y había dejado su arrugado traje de cualquier manera en el respaldo de la silla. Se excusó brevemente.

– Lo siento, tenía que recoger un fax.

– Debería haberla avisado. Lo siento.

– Está siendo usted muy educado, camarada inspector jefe Chen -dijo ella, tratando de evitar que se le notara el sarcasmo en la voz-. Anoche también se quedó levantado hasta tarde, imagino.

– Anoche, después de dejarla a usted, hablé del caso con el superintendente Hong de la policía de Fujian. Fue una larga conversación. A primera hora de la mañana mi ayudante, el inspector Yu, me telefoneó. Me ha explicado que en su hotel sólo hay un teléfono en el mostrador de recepción, y después de las once de la noche el director cierra con candado el teléfono y se acuesta.

– ¿Por qué poner un candado al teléfono?

– Bueno, el teléfono es un artículo raro en el campo -explicó Chen-. No es como en Shanghai.

– ¿Hay alguna información nueva esta mañana?

– Respecto a su pregunta sobre el retraso en nuestro proceso de aprobación del pasaporte tengo una respuesta.

– ¿De qué se trata, inspector jefe Chen?

– Wen habría recibido su pasaporte hace varias semanas, pero no tenía el certificado de matrimonio. No tenía ningún documento legal que demostrara su relación con Feng. Se fue a vivir con Feng en 1971; en aquella época todas las oficinas del gobierno estaban cerradas.

– ¿Por qué estaban cerradas?

– Mao consideró que muchos cuadros tenían «tendencias capitalistas». Liu Shaoqi, el jefe de la República del Pueblo, fue enviado a prisión sin ser juzgado. Se cerraron las oficinas. Los llamados comités revolucionarios se convirtieron en el único poder.

– He leído sobre la Revolución Cultural, pero no sabía eso.

Así que los encargados del pasaporte tuvieron que buscar en los archivos de la comuna. Eso llevó tiempo. Probablemente esa es la razón por la que el proceso ha sido tan lento.

– Probablemente -repitió ella, ladeando un poco la cabeza-. ¿De manera que en China hay que seguir al pie de la letra todas las normas… incluso en un caso especial?

– Eso es lo que me han dicho. Además, Wen no presentó su solicitad hasta mediados de febrero, no en enero.

– Pero Feng nos dijo que lo había solicitado en enero… a mediados de enero.

– Esa es mi información. Aun así, ha tardado mucho tiempo, tengo que admitirlo. Puede que haya habido otro factor: Wen no tiene ninguna guanxi en Fujian. Esta palabra puede traducirse por «conexión», sólo que guanxi significa mucho más. No se trata sólo de las personas que uno conoce, sino de las personas que pueden ayudarle a uno a conseguir lo que quiere.

– La grasa que hace que las ruedas sigan girando, por decirlo de alguna manera.

– Si quiere expresarlo así, sí. Tal vez, como en cualquier otra parte del mundo, las ruedas de la burocracia se mueven despacio, a menos que los burócratas reciban algún lubricante. Ahí es donde entra la guanxi. Todos estos años Wen ha sido una forastera, por lo que no tenía ninguna clase de guanxi.

La franqueza de Chen asombró a la norteamericana. Aquel hombre no trataba de encubrir el modo en que funcionaba el sistema. Esto no parecía característico de un «prometedor cuadro del Partido».

– Ah, hay algo más. Según una de las vecinas de Wen, la tarde del seis de abril un extraño buscaba a Wen.

– ¿Quién cree que podía ser?

– Su identidad está por determinar, pero no era del lugar. Bueno, e usted alguna noticia, inspectora Rohn?

– Feng efectuó una llamada telefónica a Wen el cinco de abril; la estamos haciendo traducir y analizar. Le haré saber los resultados en cuanto sepa algo.

– Ahí puede estar la respuesta a la desaparición de Wen -dijo Chen, echando un vistazo a su reloj-. Bueno, ¿qué planes tiene para esta mañana?

– No tengo ningún plan.

– ¿Ha desayunado?

– Todavía no.

– Excelente. Mi plan es tomar un buen desayuno -dijo Chen-. Después de la larga conversación que he mantenido con el inspector Yu esta mañana, he salido a toda prisa sin probar bocado.

– Podemos tomar algo abajo -propuso ella.

– Olvídese del comedor del hotel. Déjeme llevarla a otro sitio: auténtico sabor chino, ambiente típico de Shanghai. Está sólo a unos minutos a pie.

Ella buscó razones para no ir con él, pero no encontró ninguna, y en un desayuno informal le resultaría más fácil pedirle que le dejara participar en su investigación.

– No para de sorprenderme, inspector jefe Chen: policía, poeta, traductor y ahora gourmet -dijo-. Voy a cambiarme.

Tardó unos minutos en ducharse, ponerse un vestido blanco de verano y peinarse para domar el pelo.

Antes de salir de la habitación, Chen le entregó un teléfono móvil.

– Para su comodidad.

– ¡Un Motorola!

– ¿Sabe cómo le llaman aquí? -preguntó Chen-. Gran Hermano. Gran Hermana si el propietario es una mujer. Los símbolos de los advenedizos en la China contemporánea.

– Términos interesantes.

– En la literatura King Fu, a veces se denomina así al jefe de una banda. A los ricos actualmente se les llama señor Billetes Grandes, y Gran Hermano y Gran Hermana tienen la misma connotación.

– Así que nosotros somos una Gran Hermana y un Gran Hermano que salen a dar un paseo por Shanghai -dijo ella con una sonrisa.

Paseando por la calle Nanjing vio que el tráfico era un gran atasco. Personas y bicicletas se metían entre los coches en los espacios más pequeños que cabe imaginar. Los conductores tenían que frenar a cada momento.

– La calle Nanjing es como un gran centro comercial. El gobierno de la ciudad ha impuesto restricciones de tráfico -Chen volvía a hablar como un guía turístico-. En un futuro próximo es posible que se convierta en un paseo peatonal.

Tardaron menos de cinco minutos en llegar al cruce de las calles Nanjing y Sichuan. La inspectora Rohn vio en la esquina un restaurante de estilo occidental. Varias personas tomaban café tras las altas ventanas de color ámbar.

– El Deda Café -anunció Chen-. El café es excelente, pero nosotros vamos a un mercado callejero que hay detrás.

Ella levantó la mirada hacia un letrero que había en la entrada de la calle: mercado central. Señalaba una desvencijada callejuela. Además de varias tiendas pequeñísimas con mostradores improvisados o mesas que exhibían las mercancías en la acera, había multitud de cafeterías y puestos apretujados en la esquina.

– Antiguamente era un mercado de productos baratos y de segunda mano, como un mercadillo en ee.uu.-Chen siguió proporcionándole información-. Como venía tanta gente, se abrieron sitios para comer, cómodos, baratos, pero con un sabor especial.

Las cafeterías, carritos con comida y pequeños restaurantes parecían llenar el aire de una energía palpable. La mayoría tenían aspecto de ser baratos, de clase baja, y formaban un gran contraste con los que había cerca del Peace Hotel. Un vendedor ambulante extendía pinchos de trozos de cordero sobre una improvisada parrilla, añadiendo de vez en cuando un pellizco de especias. Un demacrado herbolario dosificaba antiguos remedios medicinales en una hilera de botes de arcilla que hervían bajo un letrero de seda que anunciaba en caracteres chinos: COMIDA MÉDICA.

Allí era donde ella quería estar, en un rincón caótico y lleno de ruido que revelaba historias verdaderas sobre la ciudad. Pescado, calamares y tortugas, todo se exhibía vivo en recipientes de madera o de plástico. Anguilas, codornices y ancas de rana se freían en chisporroteantes woks. La mayoría de restaurantes estaban llenos de bulliciosos clientes.

Encontraron una mesa vacía en un bar. Chen le entregó un menú muy manoseado. Después de mirar los extraños nombres de los productos reseñados, la joven se rindió.

– Decida usted. No conozco nada de esto.

De modo que Chen encargó una ración de mini panecillos fritos rellenos de carne de cerdo picada, rollitos de camarón de piel transparente, palitos de tofu fermentado, harina de arroz con huevo de mil años, calabaza blanca en escabeche, pato salado y cuajada de alubias de Guilin con cebolletas. Todo en platitos.

– Es como un banquete -dijo ella.

– Cuesta menos que un desayuno continental en el hotel – explicó él.

Primero les trajeron el tofu, trozos muy pequeños en palitos de bambú como pinchos. A pesar del aroma acre y fuerte, tras los primeros bocados a la inspectora Rohn empezó a gustarle.

– La comida siempre ha sido una parte importante en la cultura china -masculló Chen, ocupado comiendo-. Como dice Confucio: «Disfrutar de la comida y el sexo forma parte de la naturaleza humana».

– ¿De veras? -nunca había leído esa cita. No podía ser que él se la hubiera inventado, ¿verdad? Le pareció captar una ligera nota de humor en su tono.

Pronto se dio cuenta de las miradas curiosas de los otros clientes: una mujer norteamericana devorando comida común en compañía de un hombre chino. Un rollizo cliente incluso la saludó cuando pasó junto a su mesa con una enorme bola de arroz en la mano.

– Tengo un par de preguntas para usted, inspector jefe Chen. ¿Cree que Wen se casó con Feng, un campesino, porque creía tan devotamente en Mao?

– Es posible. Pero creo que en el caso de asuntos entre un hombre una mujer la política sola no puede ser la explicación.

– Muchos de los jóvenes educados se quedaron en el campo? -preguntó ella, mordisqueando el último trozo de tofu.

– Después de la Revolución Cultural, la mayoría regresaron a la ciudad. El inspector Yu y su esposa fueron jóvenes educados en Yunan, y regresaron a Shanghai a principios de los ochenta.

– Tienen ustedes una división del trabajo interesante, inspector jefe Chen. El inspector Yu está ocupado trabajando en Fujian, y usted se queda en Shanghai para disfrutar de comidas deliciosas con una invitada norteamericana.

– Es responsabilidad mía como inspector jefe darle la bienvenida en su primer viaje a China, también el primer caso de cooperación entre nuestros dos países para luchar contra la inmigración ilegal. El Secretario del Partido Li hizo especial hincapié en ello: «Mis órdenes son que haga que la estancia de la inspectora Rohn en Shanghai sea segura y satisfactoria».

– Gracias -dijo ella. Ahora era evidente que se burlaba de sí mismo, lo que hizo que su conversación resultara más fácil-. De modo que cuando vuelva a casa se supone que debo hablar de la amistad entre nuestros dos países y la política en sus periódicos.

– Eso es cosa suya, inspectora Rohn. La tradición china indica que hay que mostrar hospitalidad a un invitado que viene de un país lejano.

– Además de distraerme, ¿qué más hará?

– He hecho una lista de los contactos que Wen podía tener aquí. Qian Jun, mi ayudante temporal, se está ocupando de que pueda entrevistarles esta tarde o mañana por la mañana. Entretanto, no Pararé de intercambiar información con usted.

– ¿O sea que tengo que quedarme sentada en el hotel todo el día, esperando a que me llamen por teléfono, como una telefonista?

– No, no tiene que hacer eso. Es su primer viaje a China. Vaya a ver la ciudad. El Bund, la calle Nanjing. Yo le serviré de guía y acompañante a tiempo completo durante el fin de semana.

– Preferiría trabajar con usted, inspector jefe Chen.

– ¿Quiere decir participar en las entrevistas?

– Sí -le miró a los ojos.

– No veo ninguna razón para no hacerlo, salvo que la mayoría de la gente de Shanghai habla el dialecto de aquí.

Era una respuesta diplomática, pensó ella, pero no obstante una excusa.

– No tuve ningún problema para hablar con mis compañeros de viaje en el avión. Todos me hablaban en mandarín. ¿Puede pedir a los entrevistados que hagan lo mismo? Y usted puede ayudarme, si es necesario.

– Puedo intentarlo, pero ¿cree que la gente hablará libremente frente a una agente norteamericana?

– Serán más sinceros -dijo ella- si creen que es un trabajo importante: una agente norteamericana más un agente chino.

– Tiene razón, inspectora Rohn. Lo consultaré con el Secretario del Partido Li.

– ¿Forma parte de su cultura política no responder nunca directamente?

– No. Le daré una respuesta directa, pero necesito su permiso. Seguro que hay que seguir algún trámite incluso en el Servicio de Marshalls de ee.uu.

– De acuerdo, inspector jefe Chen -dijo ella-. Entonces, ¿qué quiere que haga ahora, mientras espero su permiso?

– Si la llamada telefónica de su esposo fue la causa de la desaparición de Wen, será mejor que compruebe las posibles filtraciones en su departamento.

– Hablaré con mi supervisor -dijo ella, consciente de la dirección en la que él intentaba dirigirla, que ya había previsto.

– He pedido en el hotel que le instalen un aparato de fax en su habitación. Si necesita alguna cosa más, hágamelo saber.

– Le agradezco su ayuda. Sólo una pregunta más -dijo ella movida por un impulso-, anoche, contemplando el Bund, recordé un poema chino clásico. Estudie una versión inglesa nace varios años. Hablaba de la nostalgia de un poeta al ser incapaz de compartir una escena trascendente con su amigo. No logro recordar los versos exactos. ¿Por casualidad conoce el poema?

– Mmm… -la miró con sorpresa-. Creo que es un poema de Liu Yong, un poeta de la dinastía Song. La segunda estrofa dice así: «Dónde me encontraré / esta noche, al despertar de una resaca… / La orilla del río bordeada de sauces llorones, / la luna hundiéndose, el amanecer emergiendo en la brisa. / Año tras año, estaré lejos, / muy lejos de ti. / Todas las escenas bellas se están revelando, / pero es inútil: / Oh, ¿con quién puedo hablar / de este paisaje siempre encantador?».

– Ese es -estaba sorprendida por la súbita metamorfosis que Chen había experimentado. Su rostro se iluminaba al recitar esos versos.

La información de la CIA era creíble. Era inspector jefe y también poeta; al menos, estaba familiarizado con Eliot y con Liu Yong. Eso la intrigaba.

Chen dijo:

– Liu es uno de mis favoritos del período anterior a Eliot.

– ¿Por qué Eliot es tan especial para usted?

– No puede decidir si declararse a su amor o no. Al menos no en «La canción de amor de J. Alfred Prufrock».

– Entonces, Eliot debería haber aprendido de Liu. Y yo. Será mejor que ahora vaya a ver al Secretario del Partido Li -dijo, sonriendo mientras se levantaba.

En la esquina de la calle Sichuan tuvieron que quedarse en la calzada ya que la acera estaba llena de bicicletas aparcadas donde debían. Se estrecharon la mano, listos para separarse, cuando pronto ella reparó en un motorista que iba con vaqueros negros y una camiseta negra, con el rostro cubierto por un casco negro, montado en una potente moto que se dirigía directamente a ella a gran velocidad. El retumbante monstruo habría chocado con ella de no ser por la reacción de Chen. Sin soltarle la mano, la empujó al pavimento y se giró en redondo para protegerla. Al mismo tiempo dio una patada hacia atrás con la pierna derecha, girando como en una película de Kung Fu. El motorista, que no tocó a Chen por los pelos, se desequilibró, se balanceó pero no se cayó. Haciendo rechinar los neumáticos levantó una nube de polvo y siguió a toda velocidad hasta la calle Nanjing.

Todo había ocurrido en unos segundos. El motorista despareció en el tráfico. Varios transeúntes les miraban boquiabiertos y siguieron su camino.

– Lo siento, inspectora Rohn -dijo, soltándole la mano-. Esos impulsivos motoristas son peligrosos.

– Gracias, inspector jefe Chen -dijo ella. Siguieron caminando.

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