CAPÍTULO 38

No era exactamente un café, sino un rincón separado de la zona de espera mediante postes metálicos y cordones de plástico. Había varias mesas y sillas, y un mostrador que exhibía una serie de cafés importados. Cerca de la alta ventana que enmarcaba los aviones que estaban en la pista se encontraba la camarera.

– ¿Café solo? -preguntó Catherine.

– Té para mí, hoy -dijo Chen.

– ¿Podemos tomar té? -preguntó ella a la camarera en chino.

– ¿Lipton? -preguntó la camarera en inglés.

– No. Té verde chino. Con las hojas de té en la taza.

– Claro -la camarera les dio un termo de acero inoxidable con dos tazas y una bolsita de hojas de té.

Cuando se dirigían hacia la mesa, Chen miró en dirección a la sala de reuniones. Sus colegas estaban sentados tras la puerta de cristal, vigilando a Wen y a Liu. Había numerosos hombres de paisano apostados en torno a la zona. No le preocupaba la seguridad del aeropuerto.

Experimentó un sentimiento de desánimo cuando se sentó a la mesa. En la sala de reuniones había tenido que persuadir a Wen, y luego explicar a los demás las decisiones que había tomado. Había tenido que preocuparse por la reacción del Secretario del Partido Li, con los de Seguridad Interna rondando al fondo. Para su alivio, Li había reaccionado positivamente, aunque Chen sabía que no podía confiar en esta reacción en presencia de la inspectora Rohn.

Ahora, sentado con ella, no sentía la satisfacción de un detective de una historia de misterio al haber resuelto con éxito un caso. Había podido hacer su trabajo, un "trabajo magnífico" según el Secretario del Partido Li. Sin embargo, ¿era magnífico para Wen? Su vida en China estaba llegando a su fin, era un capítulo que se cerraba con un climax trágico; y su vida en Estados Unidos no era algo para esperar con ilusión.

¿Qué papel había desempeñado él en la consecución de este resultado? El inspector jefe Chen podía darse todas las excusas clásicas, claro, que «Ocho o nueve de cada diez veces las cosas van mal en este mundo», o que «No es nada más que la irónica causalidad del yin y el yang mal colocados». Sin embargo, no se podía negar que él había tenido un papel en el hecho de enviar a una indefensa mujer a vivir con el bribón que había arruinado su vida.

Y ¿qué podría hacer él con las bandas? Cualquier movimiento importante contra una organización internacional como los Bambú Verde tenía que decidirse, en palabras del Secretario del Partido Li, tras una cuidadosa revisión de las consideraciones políticas. El cuerpo hallado en el parque había sido identificado, pero ¿y después qué? La información que Gu había proporcionado sobre el poder de las tríadas y su forma de operar sería desechada sin miramientos. Li había dicho que deberían celebrar la satisfactoria conclusión del asunto. «Bien está lo que bien acaba.» El mensaje era claro: no se seguirían investigando las bandas. Chen no estaba en situación de hacer nada al respecto.

Tampoco estaba Chen en situación de alegrarse mucho por el trabajo que le esperaba.

Había cosas que no se tenían que hacer nunca, como investigar la corrupción en la policía de Fujian o averiguar quién le había proporcionado a Qian el teléfono móvil. Había una cosa que se tenía que hacer pero nunca mencionar, como el trato del aparcamiento para el club de karaoké. Y había una cosa en la que quizá jamás se tenía que pensar, como la posible implicación de autoridades superiores.

Y se preguntó si Seguridad Interna decidiría desaparecer al haber finalizado el caso.

La inspectora Rohn estaba poniendo con cuidado las hojas de té en las tazas blancas, pellizco a pellizco, como una china, como si estuviera concentrada en algo mucho más importante que las preguntas que iba a hacer.

Igual que el día en que llegó, cuando iba sentada en el coche, tampoco el día en que se marchaba, sentada en el café, sabía Chen en qué pensaba ella.

Catherine cogió el termo, sirvió un arco de agua en una taza para él y luego preparó otra para ella.

– Me gusta la forma china de tomar el té, observando las hojas que se van abriendo despacito, tan verdes, tan tiernas en la taza blanca.

Él la contempló mientras tomaba el té a sorbos. Por un segundo ella se fue convirtiendo en otra mujer, una mujer que le había acompañado en otra casa de té, en Beijing. También ella tenía el semblante pálido, con profundas ojeras realzadas por el sol que entraba a raudales por la ventana, con una hoja de té verde entre sus blancos dientes.

«La fragilidad de la hoja de té entre sus labios. / Todo es posible, pero no perdonable…».

– Li hoy no se está comportando como un Secretario del Partido -dijo Catherine mirando a Chen a los ojos-. ¡Animar a su sucesor, tan cuidadosamente elegido, a mantener un tête-à-tête con una agente norteamericana!

– No sé cómo consigue usted la información, pero esto es muy propio del secretario del Partido Li: políticamente correcto, pero no en exceso.

– ¿O sea que usted será como él uno de estos días?

– Nadie puede decirlo.

– Lo sé. ¿Qué le ocurrirá a usted, inspector jefe Chen? -bajó la mirada a su taza-. Quiero decir, ¿cuándo le ascenderán?

– Depende de muchos factores imprevisibles, factores que escapan a mi control.

– Usted es una estrella política en alza, no puede evitarlo.

– ¿Tenemos que hablar de política hasta que despegue el avión?

– No, no tenemos que hacerlo, pero vivimos en la política, nos guste o no. Esa es una de las teorías modernistas sobre las que usted me ha hablado, inspector jefe Chen. Estoy aprendiendo rápido el estilo chino.

– Qué sarcàstica es, Catherine -dijo él, tratando de cambiar de tema-. Espero que diez días aquí hayan sido suficientes para conservar su interés por los estudios chinos.

– Sí, seguiré con mis estudios chinos. Quizá este año asista a algún curso nocturno.

Él esperaba que hiciera más preguntas sobre la investigación. Tenía derecho a ello, pero no lo hizo.

En realidad, había algunas cosas que él había decidido no revelar en la sala de reuniones. Para empezar, se había enterado por Gu de que los gánsteres habían recibido instrucciones de no llevar armas de fuego mientras siguieran al inspector jefe y a su compañera norteamericana. Según Gu, debido a la relaciones de Chen al más alto nivel, los gánsteres no querían que se convirtiera en enemigo suyo. Después, también, el gobierno de Beijing jamás dejaría correr el asunto si una agente norteamericana fuera asesinada en China. Esto también podría explicar un aspecto común de los anteriores accidentes, que, aunque graves, no habían sido planeados para ser fatales. Ni siquiera el disparo que efectuaron a Yu.

Catherine dejó la taza y sacó una fotografía del bolso.

En ella aparecía una joven sentada en una mesa, en la terraza de un café, tocando la guitarra. El pelo largo hasta los hombros relucía bajo el sol, sus sandalias oscilaban sobre una placa de bronce que había en la acera.

El la reconoció.

– Es usted, Catherine.

– Sí, hace cinco o seis años, en un café de Delmar. ¿Ve la placa de bronce? Allí hay más de una docena, como en Hollywood, salvo que estas celebridades tienen algo que ver con St. Louis. Incluido T. S. Eliot, por supuesto.

– ¿Esa es la placa de alguna celebridad?

– La de Eliot -dijo ella-. Lo siento, no quería ofender a su poeta favorito.

– No, a él le habría gustado: una bella muchacha haciendo ondear la luz del sol en sus cabellos, cantando, con sus sandalias oscilando sobre su placa conmemorativa.

– Le pedí a mi madre que buscara la fotografía y me la enviara. Es la única que me relaciona con él.

– ¡Qué fotografía tan encantadora!

– Puede que algún día usted esté sentado allí, hablando de Eliot, removiendo recuerdos con una cucharilla de café, cuando la tarde se derrama recortada en el cielo.

– Me gustaría.

– Es una promesa, inspector jefe Chen. Está en la lista de invitados de la Agencia de Noticias de EE UU, ¿verdad? -dijo ella-. Quédese con la foto. Cuando piense en T. S. Eliot, puede que piense en mí también… alguna vez.

– No pensaré en Eliot con tanta frecuencia como… -se interrumpió. Cruzaría la línea. Estaba prohibido. De pronto se vio a sí mismo, como lo expresó Eliot, «oyendo cantar a las sirenas, unas a otras, pero no a él», mientras paseaba por el parque del Bund.

– Y tengo ganas de leer más poemas suyos, en inglés o en chino.

– Anoche intenté escribir algunos versos, pero sentado al lado de Liu en el coche me di cuenta de que soy un pésimo poeta… Y también un pésimo policía.

– ¿Por qué es tan duro consigo mismo? -ella le cogió la mano por encima de la mesa-. Está haciendo todo lo que puede en una situación difícil. Lo comprendo.

Pero había muchas cosas que tal vez ella no entendiera. Chen no respondió de inmediato.

Ella prosiguió.

– ¿Le habló al Secretario del Partido Li del trato que hizo con Gu respecto al aparcamiento?

– No, no le dije nada -había previsto esta pregunta. Li no había mostrado sorpresa alguna al enterarse de su trato con Gu. Dio la impresión de que Li lo conocía.

¿Hasta qué punto estaba Li implicado con los Azules? Como el agente de policía número uno responsable de la seguridad de la ciudad, el Secretario del Partido Li tal vez tuviera que mantener alguna relación de trabajo con la tríada local. En los periódicos del Partido, el eslogan «estabilidad política» aún se recalcaba como la mayor prioridad tras los acontecimientos del verano de 1989. Pero parecía estar más profundamente implicado.

– ¿Y el teléfono móvil de color verde claro de Qian? -preguntó ella-. No recuerdo haber visto ninguno en el mercado.

– Cuando usted estaba en el probador improvisado de la tienda vi a alguien que marcaba un móvil del mismo insólito color.

En el bar sonaba una melodía. Era otra canción que había sido popular durante la Revolución Cultural. Chen no recordaba la letra salvo un estribillo: «Estaremos agradecidos al presidente Mao generación tras generación». Meneó la cabeza.

– ¿Qué ocurre?

– Nada, la canción -sintió alivio al cambiar de tema-. Hay un resurgimiento de esas canciones populares de la época de la Revolución Cultural. Esta es una canción de la Guardia Roja. Wen podría haber bailado la danza del carácter de la lealtad con ella.

– ¿La gente echa de menos esas canciones?

– Son atractivas para la gente, creo, pero no por su contenido sino porque formaron parte de su vida… durante diez años.

– ¿Qué es lo que les da sentido, la melodía o sus recuerdos? – preguntó ella, repitiendo de forma sutil el verso que le había recitado en el jardín de Suzhou.

– No tengo la respuesta -dijo él, pensando en otra pregunta que acababa de aparecer en su conversación.

¿Bailaba él mismo la danza del carácter de la lealtad, en un lugar y tiempo diferentes?

Sería mejor que redactara un informe para el ministro Huang. Todavía no estaba seguro de qué decir exactamente. En este punto de su carrera, lo mejor para él tal vez fuera mostrar su lealtad directamente al ministro de Beijing, evitando al Secretario del Partido Li.

– ¿En qué piensa, inspector jefe Chen?

– En nada.

Oyeron que el Secretario del Partido Li les llamaba desde lejos.

– Camarada inspector jefe Chen, el embarque es dentro de diez minutos.

Li se dirigía hacia el café, señalando la nueva información que aparecía en la pantalla sobre la puerta.

– Ya voy -respondió él antes de volverse a Catherine-. Tengo algo para usted, inspectora Rohn. Cuando Liu hizo sus compras para Wen camino del aeropuerto, elegí un abanico y copié varios versos en él.


Mucho, mucho lamento

No tener un yo que atribuirme,

Oh, ¿cuándo podré olvidar

Todas las inquietudes del mundo?

La noche profunda, el viento quieto, ninguna onda en el río.


– ¿Versos suyos?

– No, de Su Dongpu.

– ¿Puede recitarme el poema?

– No, no recuerdo el resto del poema. Sólo acudieron a mí estos versos.

– Encontraré el poema en alguna biblioteca. Gracias, inspector jefe Chen -se levantó y cerró el abanico.

– Dése prisa. Por favor. Es la hora -urgió el Secretario del Partido Li.

La fila de pasajeros empezó a franquear la puerta.

– Deprisa -ahora Qian estaba al lado de Li, con aquel teléfono móvil de color verde claro en la mano.

Wen y Liu estaban al final de la recién formada cola, cogidos de la mano.

Sería responsabilidad del inspector jefe Chen separarlos y hacer cruzar a Wen aquella puerta.

Y también a la inspectora Rohn.

Junto con una parte de sí mismo, pensó, aunque tal vez la hubiera perdido mucho tiempo atrás, quizá aquellas mañanas en el banco verde cubierto de rocío del parque del Bund.

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