CAPÍTULO 28

Llegaron a la residencia de Liu, en las afueras de Suzhou, a primera hora de la mañana siguiente.

La inspectora Rohn se quedó asombrada ante su grandiosidad al estilo occidental. Liu vivía en una magnífica mansión tras unos gruesos y altos muros, que formaba un fuerte contraste con la imagen general de la ciudad. La verja de hierro no estaba cerrada con llave, así que entraron. El césped estaba tan cuidado como un campo de golf. Al lado del sendero se erguía una escultura en mármol de una muchacha, sentada después de darse un baño, con la cabeza inclinada en actitud pensativa, su larga cabellera cayéndole como una cascada sobre el pecho.

El inspector jefe Chen llamó al timbre; abrió la puerta una mujer madura.

Catherine calculó que tendría unos cuarenta años, a juzgar por sus patas de gallo, que no desvirtuaban sus finas facciones. Vestía una túnica de seda de color morado y pantalones a juego, y encima un delantal blanco bordado. El moño que recogía su cabello era un poco anticuado, pero aun así se la podía considerar atractiva.

A Catherine le costaba adivinar la posición de aquella mujer en la casa. No era una doncella ni la anfitriona. La esposa de Liu se encontraba en Shanghai.

También era ambiguo el modo en que trató a sus invitados.

– Por favor, tomen asiento. El director general Liu estará de vuelta en media hora. Acaba de llamarme desde su coche. ¿Le llamó usted por teléfono ayer?

– Hola. Soy Chen Cao. Catherine es mi amiga norteamericana.

– ¿Les apetece tomar algo, té o café?

– Té, por favor. Tenga mi tarjeta. Liu y yo somos miembros de la Asociación de Escritores Chinos.

¿Qué se guardaba en la manga?, se preguntó Catherine.

Cualquier cosa era posible en el enigmático inspector jefe. Decidió dejarle hablar y ella se limitaría a proporcionar un poco de eco, como una amiga norteamericana con igual poder.

– Tiene usted un claro acento de Shanghai -dijo Chen.

– Nací en Shanghai. Hace poco que vine a Suzhou.

– Usted es la camarada Wen Liping, ¿verdad? -Chen se puso en pie, tendiéndole la mano-. Encantado de conocerla.

La mujer retrocedió, alarmada.

Catherine estaba atónita.

Aquella no era la Wen de la foto, una mujer rota con expresión lánguida, sino una persona atractiva, con aire alegre y ojos alerta.

– ¿Sabe mi nombre? ¿Quién es usted?

– Soy el inspector jefe Chen, de la policía de Shanghai. Ésta es Catherine Rohn, inspectora de policía del Departamento de Justicia de Estados Unidos.

– ¿Han venido a buscarme?

– Sí, la hemos estado buscando por todas pares.

– He venido para acompañarla a Estados Unidos -dijo Catherine.

– No, lo siento. No voy a ir -exclamó Wen, aturdida pero decidida.

– No se preocupe, Wen. No le ocurrirá nada. La policía norteamericana la pondrá en un programa de protección de testigos -dijo Chen-. Los cabezas de serpiente serán encarcelados. Los gánsteres nunca podrán encontrarla. La seguridad de su familia está garantizada.

– Sí, nos ocuparemos de todo -declaró Catherine.

– No sé nada de ese programa -dijo Wen con voz presa del pánico, cubriéndose el vientre con las manos de forma instintiva.

– Cuando llegue a EE UU, nuestro gobierno la ayudará de muchas maneras; le proporcionará una asignación en metálico, seguro médico, vivienda, coche, muebles…

– ¿Cómo puede ser eso? -le interrumpió Wen.

– Todo esto está acordado a cambio de la colaboración de su esposo, su declaración ante el tribunal contra Jia. Es una promesa que ha hecho nuestro gobierno.

– No. Sea cual sea su promesa, yo no voy.

– Hace meses que ha estado solicitando su pasaporte -dijo Chen-. Ahora están implicados en su situación los gobiernos chino y norteamericano. O sea que no sólo nos hemos ocupado de su pasaporte, sino que su visado también está listo. ¿Por qué ha cambiado de opinión?

– ¿Por qué soy tan importante?

– Su esposo ha insistido en que se reúna con él en Estados Unidos como condición para colaborar. Así que ya ve, se preocupa por usted.

– ¿Preocuparse por mí? -dijo Wen-. No. Por el hijo que llevo en mi vientre.

– Si se niega a ir -dijo Catherine-, ¿sabe lo que le ocurrirá a su esposo?

– Él trabaja para su gobierno. Yo no.

– O sea que ahora está con otro hombre, un rico advenedizo, ¿no es así? -dijo Catherine-. ¡Está condenando a su esposo a pasar el resto de su vida en la cárcel!

– No diga eso, inspectora Rohn -se apresuró a intervenir Chen-. Puede que las cosas sean más complicadas. Liu…

– No.

Wen bajó la cabeza y se quedó inmóvil, como una planta marchita por la escarcha. Habló en un murmullo con labios temblorosos.

– Pueden decir lo que quieran de una mujer desafortunada como yo. Pero no digan nada contra Liu.

– Liu es un buen hombre. Lo comprendemos -dijo Chen-. Sólo que a la inspectora Rohn le preocupa su seguridad.

– He dicho que no iré, inspector jefe Chen -dijo Wen con decisión-. No diré nada más.

Siguieron unos minutos de embarazoso silencio. Wen se limitó a dejar la cabeza baja, a pesar de los repetidos esfuerzos de Chen por reanudar la conversación. Sólo una vez levantó ella la cabeza para mirar el reloj que había en la pared, con los ojos anegados en lágrimas.

El silencio fue roto por unos pasos apresurados en la calle, una llave que giraba en la cerradura y un sollozo de Wen.

Entró un hombre de unos cuarenta años, delgado, con el pelo negro y aspecto austero. Tenía un aire de próspera distinción y llevaba un traje caro. Lo único que no encajaba en su imagen era una gigantesca carpa viva, de unos sesenta centímetros de largo, que le colgaba de la mano con un alambra clavado en la boca, retorciéndose aún y casi tocando la alfombra con la cola.

– ¿Qué ocurre aquí? -preguntó.

Wen se puso en pie, cogió la carpa para llevarla al fregadero de la cocina y volvió a su lado.

– Quieren que vaya a Estados Unidos. La agente norteamericana insiste en que me marche con ella.

– ¿Así que usted es el señor Liu Qing? -Catherine le entregó su tarjeta-. Soy Catherine Rohn, inspectora de policía del Departamento de Justicia de ee.uu. Éste es el inspector jefe Chen Cao del Departamento de Policía de Shanghai.

– ¿Por qué debería irse con usted? -preguntó Liu.

– El esposo de Wen está allí -dijo Chen-. A petición suya, la inspectora Rohn ha venido para acompañarla hasta donde está él.

Wen entrará en un programa de protección de testigos. Estará a salvo. Debería persuadirla de que se marche con la inspectora Rohn.

– ¿Programa de protección de testigos?

– Sí, puede que ella no sepa cómo funciona el programa -dijo Chen-. El programa está preparado para proteger a su familia.

Liu no respondió enseguida. Se volvió a Wen, quien le miró a los ojos sin decir una palabra. Liu asintió, como si hubiera leído la respuesta en sus ojos.

– La camarada Wen Liping es mi invitada. Ella es quien tiene que decidir si quiere irse o quedarse -dijo Liu-. Nadie puede obligarla a ir a ninguna parte. Ya no.

– Tiene que dejarla marchar, señor Liu -dijo Catherine-. Su esposo lo ha solicitado al gobierno de ee.uu. El gobierno chino ha accedido a cooperar.

– No le impido que se marche, en absoluto -replicó Liu-. Adelante, pregúntele a ella.

– Nadie me retiene aquí -dijo Wen-. Quiero quedarme.

– ¿Lo ha oído, inspectora Rohn? -dijo Liu-. Si su esposo quebrantó la ley de ustedes, debe ser castigado. Nadie tiene nada que objetar a ello, pero ¿cómo puede determinar el gobierno de ee.uu. el destino de una ciudadana china en contra de su voluntad?

Catherine no estaba preparada para semejante hostilidad por parte de Liu.

– Puede empezar una nueva vida en Estados Unidos. Una vida mejor.

– No crea que todos y cada uno de los chinos quieren arrastrarse hasta Estados Unidos -espetó Liu.

– Tengo que informar a las autoridades chinas de su actitud. Está obstaculizando la justicia -dijo ella.

– Adelante. Ustedes los norteamericanos siempre hablan de los derechos humanos. Ella tiene derecho a quedarse donde quiera. Los días en que ustedes podían dar órdenes a los chinos ya han pasado. Aquí está el número de mi abogado -Liu se puso en pie y le entregó una tarjeta; luego señaló hacia la puerta-. Ahora hagan el favor de marcharse.

– Inspector jefe Chen, su gobierno ha prometido cooperación plena -Catherine también se puso en pie-. El departamento de policía local tiene que actuar.

– Cálmense los dos -dijo Chen, y se volvió a Liu-. La inspectora Rohn tiene razón, y usted también. Es comprensible que la gente vea las cosas desde su perspectiva. ¿Podemos hablar usted y yo solos?

– No hay nada de lo que hablar, inspector jefe Chen -Liu se quedó pensando un momento-. ¿Cómo la ha encontrado?

– A través de su poema. «El roce de las yemas de los dedos». Yo también pertenezco a la Asociación de Escritores.

– Así que es usted Chen Cao -dijo Liu-. Su nombre me resultaba familiar, pero eso no cambia nada.

– ¿Ha oído hablar del caso de Wu Xiaoming? -preguntó Chen.

– Sí, salió en los titulares al año pasado. Ese hijoputa de Hijo de Cuadro de Alto Rango.

– Yo me encargué. Fue un caso difícil. Prometí que se haría justicia. Y cumplí mi palabra. Como poeta y como agente de policía, le doy mi palabra. No les obligaré ni a usted ni a Wen a hacer nada. Charlemos, y después usted mismo juzgará si ella debe hablar de sus opciones conmigo.

– Inspector jefe Chen… -protestó Catherine.

– ¿No lo ha dejado lo bastante claro? -dijo Liu-. ¿Para qué perder más tiempo?

– Wen debe decidir por sí misma, pero no será una decisión justa a menos que comprenda bien la situación. De lo contrario tomará una decisión que los dos lamentarán. Algunos de los factores que están implicados son graves, se lo aseguro, y ninguno de ustedes los conoce. No querrá lanzarla de cabeza al peligro, ¿verdad?

– Entonces, hable con ella -dijo Liu.

– ¿Cree que ahora me escuchará? -preguntó Chen-. Sólo le escuchará a usted.

– ¿Cumplirá su palabra, inspector jefe Chen?

– Sí, escribiré un informe al departamento para explicar su decisión, sea cual sea.

Catherine no entendía su método. Las autoridades chinas nunca habían parecido entusiasmadas. Habían encontrado a Wen, pero ahora Chen no parecía muy impaciente por hacerla marchar de China. ¿Por qué, pues, Chen había hecho que le acompañara?

– Bien, hablemos en mi estudio, en el piso de arriba -dijo Liu a Chen antes de volverse a Wen Liping-. No te preocupes. Almuerza con la norteamericana. Nadie te obligará a hacer nada.

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