El inspector jefe Chen y Liu Qing salieron del estudio y entraron en la sala de estar, donde la inspectora Rohn y Wen estaban sentadas, aguardando en silencio.
Sin embargo, Chen observó una diferencia en la mesa del comedor. Había una impresionante serie de platos, entre los que había una gigantesca carpa cocida con salsa de soja con la cabeza y la cola que sobresalían de una fuente con el estampado de un sauce. Posiblemente era la que colgaba de la mano de Liu no hacía mucho rato. No podía ser fácil preparar una carpa viva de aquel tamaño. Los otros platos también parecían tentadores. Uno de ellos, los camarones de río rosáceos sofritos con hojas de té verde parecían humear aún.
En la silla de la inspectora Rohn había un mandil de plástico. Probablemente había ayudado en la cocina.
– Lamento haberte hecho esperar tanto rato -dijo Liu a Wen-. El inspector jefe Chen quiere tener una charla contigo.
– ¿No has hablado tú con él?
– Sí, pero tienes que decidir tú. Dice que debes conocer toda la situación. Puede ser muy importante -dijo Liu-. También tiene que oír la decisión con tus propias palabras.
Eso no era lo que Wen había esperado oír. Los hombros le temblaban de un modo incontrolable, y entonces dijo sin levantar la cabeza:
– Si tú crees que es importante…
– Entonces te esperaré arriba, en el estudio.
– ¿Y tu carpa? El pescado se enfriará. Es tu plato favorito.
Era algo pequeño, y sin embargo enorme, observó Chen. Wen en aquellos momentos pensaba realmente en el plato favorito de Liu. ¿Se daba cuenta de que aquella podía ser la última comida que iba a cocinar para él?
– No te preocupes, Wen. La calentaremos después -dijo Liu-. El inspector jefe Chen me ha prometido que no te forzará a tomar ninguna decisión. Si decides quedarte, aquí siempre serás bien recibida.
– Vamos a hablar, Wen -dijo Chen.
En cuanto Liu les dejó, Wen se derrumbó.
– ¿Qué le ha dicho Liu? -su voz apenas era más que un susurro entre respiraciones hondas.
– Lo mismo que le ha dicho a usted.
– No tengo nada que añadir -dijo Wen con terquedad, tapándose la cara con las manos-. Usted puede decir lo que quiera.
– Como policía, no puedo decir lo que quiera al departamento de policía. Tengo que explicar por qué usted se niega a irse, o no dejarán correr el asunto.
– Tiene razón, Wen. Necesitamos conocer sus motivos -intervino Catherine, entregando a Wen una servilleta de papel para enjugarse las lágrimas.
– El hecho de que se quede aquí con Liu también requiere alguna explicación -prosiguió Chen-. Si la gente no lo entiende, Liu se las cargará. Y usted no quiere que le ocurra nada a él, ¿verdad?
– ¿De qué le pueden acusar a él? La decisión es sólo mía -Wen se atragantó y volvió a hundir el rostro bañado en lágrimas en sus manos.
– Pueden hacerlo. Como inspector jefe, sé lo desagradables que pueden ponerse las cosas para él. Esta investigación la realizan conjuntamente China y Norteamérica. No sólo es por su interés, sino también por el de Liu, por lo que tiene que hablar con nosotros.
– ¿Qué quiere que diga?
– Bueno, empiece por la época en que se graduó del instituto -dijo-, para darme una panorámica general.
– ¿De verdad quiere saber lo que he sufrido todos estos años… -Wen apenas podía continuar, tan abundantes eran las lágrimas que brotaban de sus ojos- con ese monstruo?
– Puede que le resulte doloroso hablar de ello, lo comprendemos, pero es importante -Catherine le sirvió un vaso de agua, y Wen le dio las gracias con un gesto de la cabeza.
Las dos parecían llevarse bien, observó Chen. No sabía de qué habían hablado. La anterior hostilidad de Wen hacia Catherine había desaparecido. Catherine llevaba una tirita en el dedo. Sin duda había estado ayudando en la cocina.
Entonces Wen empezó a narrar con voz mecánica, como si estuviera contando la historia de otra persona, con semblante inexpresivo, la mirada perdida, convulso de vez en cuando su cuerpo por los sollozos contenidos.
En 1970, cuando el movimiento de jóvenes educados recorrió todo el país, Wen sólo tenía quince años. Sin embargo, al llegar a Changle Village, en Fujian, le resultó imposible meterse en la pequeña cabaña con las tres generaciones de su familia. Como era la única joven educada de la aldea, el comité Revolucionario de la Comuna del Pueblo de Changle, dirigido por Feng, le asignó un almacén de herramientas que no se utilizaba, contiguo al granero de la aldea. No tenía electricidad ni agua, ni mueble alguno salvo una cama, pero ella creía en la llamada de Mao a los jóvenes para reformarse a través de las penalidades. Feng, sin embargo, resultó que no era el campesino pobre y de clase media-baja de la teoría de Mao.
Feng empezó por pedirle que hablaran en el despacho de él. Como cuadro del Partido número uno, estaba en situación de dar charlas políticas, supuestamente en un esfuerzo por reeducar a los jóvenes. Tenía que verle tres o cuatro veces por semana, con la puerta cerrada con llave, Feng sentado como un mono con ropa humana, manoseándola por encima del ejemplar de tapas rojas de Citas del Presidente Mao. Y lo que ella temía ocurrió una noche. Feng irrumpió en su habitación. Ella forcejeó, pero él era más fuerte. Después, fue casi cada noche. Nadie se atrevía a decir nada al respecto en la aldea. Él no tenía intención de casarse con ella, pero al enterarse de que estaba embarazada cambió de idea. No tenía hijos de su primera esposa. Wen estaba desesperada. Pensó en abortar; la clínica de la comuna estaba bajo el control de él. Pensó en huir. En aquella época no había transporte. Los aldeanos tenían que recorrer kilómetros en un tractor de la comuna para llegar a la parada de autobús más próxima. Pensó en suicidarse, pero no podía reunir el valor necesario para hacerlo cuando notaba las patadas del bebé en su vientre.
De manera que se casaron bajo un retrato del presidente Mao. «Una boda revolucionaria», como informó una emisora de radio local. A Feng no le importaba tener certificado de matrimonio. Durante los primeros meses ella era tentadora, joven, educada, de la gran ciudad, algo que a él le satisfacía sexualmente. Pronto perdió interés. Cuando nació el bebé, empezó a maltratarla.
Ella se dio cuenta de que no servía de nada pelear. Feng en aquellos años era muy poderoso. Al principio, de vez en cuando, soñaba con que alguien acudiría a rescatarla. Pronto dejó de hacerlo. En el espejo resquebrajado veía que ya no era lo que había sido. ¿Quién se apiadaría de una campesina con el rostro cetrino y arrugado, y un bebé atado a su espalda mientras araba con un buey en el arrozal? Asumió su destino cortando toda relación con la gente de Shanghai.
En 1977, después de terminar la Revolución Cultural, apartaron a Feng de su puesto. Acostumbrado al poder de que había gozado, no quería trabajar como campesino. Ella tenía que mantener a la familia. Y lo que era peor, aquel monstruo pervertido tenía entonces todo el tiempo y energía libres para abusar de ella. Y también una razón. Entre otras cosas, le habían acusado de haberse deshecho de su primera esposa y seducir a una joven educada. Él atribuía su caída a ese hecho y descargaba su furia en ella. Cuando se dio cuenta de que tenía intención de divorciarse de él, la amenazó con matarles a ella y a su hijo. Wen sabía que era capaz de cualquier cosa, así que todo siguió como antes. A principios de los ochenta empezó a estar fuera de casa con frecuencia; «por negocios», aunque ella nunca supo qué era lo que realmente hacía. Ganaba poco. Lo único que llevaba a casa eran juguetes para su hijo. Tras la muerte del niño, las cosas fueron de mal en peor. Él tenía otra mujer y sólo iba a casa cuando estaba sin blanca.
A Wen no le sorprendió que Feng anunciara que se marchaba a Estados Unidos. En todo caso, lo sorprendente era que no se hubiera ido antes. No le habló de sus planes. Ella era un trapo gastado del que de todos modos iba a deshacerse. El pasado noviembre se había quedado en casa dos semanas. Wen descubrió que estaba embarazada. Él le hizo hacerse una prueba. Cuando vio que era cierto, cambió por completo. Le habló de su viaje y le prometió que enviaría a por ella cuando estuviera instalado en Estados Unidos. Quería que iniciara una nueva vida allí con él.
Ella comprendió este súbito cambio. Feng ya no era joven. Aquella podía ser su última oportunidad de tener un hijo. La de ella también. Así que le pidió que aplazara el viaje. Él no quiso. La llamó por teléfono a casa al llegar a Nueva York. Tras varias semanas de inexplicable silencio, él volvió a llamarla para decirle que estaba intentando que se reuniera con él. Quería que solicitara un pasaporte. Ella se quedó confusa. Las esposas que se quedaban en China solían tener que esperar años. A veces también ellas tenían que marcharse de forma ilegal. Mientras esperaba el pasaporte, recibió una llamada telefónica que la alarmó y huyó a Suzhou.
Era una historia larga y difícil de seguir, ya que de vez en cuando a Wen se le hacía un nudo en la garganta por la emoción. Aun así, prosiguió con decisión, sin ahorrarles detalles dolorosos. Chen lo comprendía. Wen se estaba agarrando a su último hilo de esperanza: que la policía la dejara quedarse después de oír un detallado relato de su desdichada vida con Feng. Chen estaba cada vez más incómodo. Podía escribir su informe para el departamento describiendo la desdicha de Wen, como había prometido, pero sabía que sería inútil.
La inspectora Rohn estaba más visiblemente alterada. Se levantó para preparar otra taza de té para Wen. Varias veces había parecido estar a punto de decir algo pero se tragó las palabras.
– Gracias, Wen, pero sigo necesitando hacerle un par de preguntas -dijo Chen-. Así que fue en enero cuando le pidió que solicitara un pasaporte.
– Sí, enero.
– No le preguntó cómo le iban las cosas en Estados Unidos, ¿verdad?
– No, no se lo pregunté.
– Entiendo -dijo él-. Porque usted no quería ir.
– ¿Cómo lo sabe? -Wen le miró fijamente.
– Él quería que usted se marchara en enero, pero según nuestros archivos, usted no empezó los trámites para el pasaporte hasta mediados de febrero. ¿Por qué cambió de idea?
– Bueno, al principio vacilaba; luego pensé en mi hijo -dijo Wen con la voz entrecortada-. Sería demasiado duro para él crecer sin padre, por eso cambié de idea e inicie los trámites en febrero. Después recibí aquella llamada de Feng.
– ¿Él le dio alguna otra explicación en esa última llamada?
– No. Sólo me dijo que alguien iba a por mí.
– ¿Sabía usted quién era ese «alguien»?
– No. Pero supuse que debía de haber tenido alguna pelea por dinero con la banda. Los que se marchan en ese barco tienen que pagar una suma muy elevada a esos matones; es un secreto público en la aldea. Nuestro vecino Xiong no envió el dinero debido a un accidente de coche que sufrió en Nueva York, y su esposa tuvo que esconderse porque no podía pagar sus deudas. Los gánsteres la cogieron enseguida. La obligaron a prostituirse para pagarles.
– ¿La policía de Fujian no hizo nada? -preguntó Catherine.
– La policía local lleva los mismos pantalones que los Hachas Voladoras. Por eso yo tenía que huir lejos, muy lejos. Pero ¿adonde iba a ir? No quería regresar a Shanghai. La banda podría seguirme la pista hasta allí. No debía causar problemas a mi gente.
– ¿Cómo decidió venir a Suzhou?
– Al principio no tenía pensado ningún lugar específico. Mientras trataba de recoger algunas cosas, tropecé con la antología con la tarjeta de visita de Liu. Me pareció que no había posibilidad alguna de que llegaran hasta él. No habíamos estado en contacto desde la época del instituto. Nadie podría adivinar que acudiría a él en busca de ayuda.
– Sí, tiene sentido -dijo Catherine-. ¿La primera vez que volvió a verle fue cuando él visitó la fábrica?
– Ni siquiera le reconocí durante su visita. No me había causado una gran impresión en el instituto. Era muy callado. No recuerdo que me hablara nunca. Tampoco la danza del carácter de la lealtad que describe en el poema. Pero en cuanto al poema que me envió, no habría imaginado que hubiera significado tanto para él.
– Así fue -dijo Chen-. Debió de darse cuenta usted de la identidad del visitante cuando recibió la antología.
– Sí. Todos aquellos años acudieron a mí como un torrente. Por la reseña biográfica me enteré de que era poeta y periodista. Me alegré por él, pero no me hice ilusiones respecto a mí. No era más que un objeto patético para su imaginación poética, lo sabía. Guardé el libro con la tarjeta dentro como recuerdo de mis años perdidos. Nunca pensé en ponerme en contacto con él -dijo, retorciéndose los dedos-. Preferiría morir antes que suplicar a nadie si no fuera por el bebé.
– «La gente del este del río» -murmuró él.
– Nunca esperé que me ayudara tanto. Es un hombre muy ocupado, pero se tomó un día libre para acompañarme al hospital.
Insistió en comprarme cosas, incluso cosas para el bebé. Y también me prometió que podía quedarme todo el tiempo que quisiera.
– Lo entiendo -tras una pausa Chen repitió-, entiendo la relación entre ustedes, pero ¿qué pensarán los demás?
– Liu dice que no le importa lo que piensen los demás -dijo Wen con la cabeza tan baja que parecía que se le hubiera roto el cuello-. ¿Debería importarme a mí?
– Entonces, ¿ha decidido quedarse aquí con Liu?
– ¿Qué quiere decir, inspector jefe Chen?
– Bueno, ¿cuáles son sus planes para el futuro?
– Quiero criar a mi hijo sola.
– ¿Dónde? La esposa de Liu todavía no conoce su presencia aquí, ¿verdad? Está muy cerca de Shanghai. Puede venir cualquier día. ¿Qué pensará ella de esta situación?
– No, no me quedaré mucho tiempo aquí. Liu me alquilará un apartamento para los próximos meses. Tengo intención de marcharme en cuanto el niño nazca.
– Mientras los gánsteres la estén buscando, no veo cómo estará a salvo en ningún sitio. Cualquier movimiento que haga, ya sea volver a Fujian o a Shanghai, puede llevarles hasta usted.
– No me iré lejos, me quedaré en la zona. Liu puede encontrarme trabajo -dijo Wen-. Liu tiene muchos amigos en Suzhou. Saldrá bien, inspector jefe Chen.
– La banda la encontrará -encendió un cigarrillo y lo apagó después de dar una calada-; es cuestión de tiempo.
– Nadie sabe nada de mí. Ni siquiera mi nombre auténtico. Liu se ha inventado una historia, diciendo que soy su prima.
Chen dijo:
– Se trata de un asunto de interés nacional. Tengo que hacer un informe al departamento de policía. Tarde o temprano la banda tendrá una copia de ese informe.
– No lo entiendo, inspector jefe Chen.
– Puede que exista alguna conexión entre la banda y la policía de Fujian, como usted sabe.
Se fijó en el asombro que asomó al rostro de Catherine Rohn. El Secretario del Partido Li había insistido en que hiciera responsables de las filtraciones a los norteamericanos. Chen se preocuparía más tarde por la reacción de Li… y de la de ella.
– ¿O sea que no pueden hacer nada por mí?
– Si he de ser sincero, tengo que decir que no podemos garantizar su seguridad. Conoce usted bien lo poderosos que son esos gánsteres. En realidad, Liu está de acuerdo con mi análisis de la situación. Es más, una vez la encuentren, seguramente Liu también tendrá problemas. Ya sabe de lo que son capaces.
– ¿Cree que debería irme por Liu, inspector jefe Chen? -preguntó Wen despacio, levantando la mirada hacia él.
– Como policía, mi respuesta es que sí. No sólo le presionarán los Hachas Voladoras, sino también el gobierno.
– Es una decisión -intervino Catherine- en interés de los dos países.
– Liu no puede ganar teniendo al gobierno y a las tríadas contra él -dijo Chen-. Y su esposa jamás le perdonaría haberlo perdido todo por otra mujer.
– No es necesario que siga -Wen se puso en pie con expresión decidida.
– Liu no quiere que se marche porque está preocupado por usted -prosiguió Chen-. Yo también lo estoy. Me mantendré en estrecho contacto con la inspectora Rohn. Feng no podrá intimidarla como antes. Si la inspectora Rohn puede hacer algo por usted, me aseguraré de que lo haga.
– Sí, haré todo lo posible por ayudarla-dijo Catherine, cogiendo la mano de Wen-. Confíe en mí.
– De acuerdo. Me iré -dijo Wen con voz ronca-. Pero quiero que me garantice, inspector jefe Chen, que no le ocurrirá nada a Liu.
– Se lo garantizo -dijo él-. El camarada Liu ha prestado un gran servicio protegiéndola. No le ocurrirá nada.
– Yo puedo hacer una cosa -dijo Catherine-. Le asignaré un apartado postal especial. No podrá escribir a nadie directamente, pero podrá escribir a este número y sus cartas se harán llegar a Liu o a quien sea. Y usted también recibirá las suyas.
– Otra cosa, inspectora Rohn e inspector jefe Chen. Debo volver a Fujian antes de abandonar China.
– ¿Por qué?
– Con las prisas dejé unos papeles. Y la antología poética.
– Haremos que el inspector Yu se los traiga a Shanghai -dijo Chen.
– También tengo que ir a la tumba de mi hijo -declaró Wen con una voz que no dejaba espacio para argumento alguno-. Para verle por última vez.
Chen vaciló.
– Puede que no tengamos suficiente tiempo, Wen.
– Quiere despedirse de su hijo -intervino Catherine-. Es humano que una madre quiera decir adiós a su hijo.
Chen no quiso parecer frío, aunque aquello le parecía demasiado sentimental. Se contuvo y no dijo nada más. La gran irracionalidad de la petición de Wen la hacía intrigante.