Capítulo 12

El agente de seguridad, un hombre corpulento y calvo, con la cabeza lustrosa, lo midió con suspicacia, disecándolo de pies a cabeza, los ojos escrutadores como rayos X. Al comprobar que se trataba de un extranjero, pareció relajarse; aceptó los setecientos cincuenta rublos e hizo una seña con la cabeza para que entrase. Tomás agradeció, empujó la puerta y entró en el Night Flight.

Un ambiente cálido y sofisticado lo acogió en el interior del club más famoso para hombres de la ciudad. Un camarero, impecablemente vestido, se acercó de inmediato.

– Dobriy vetcher -saludó ceremonioso.

– Buenas noches -respondió Tomás en inglés. Vaciló, en busca de las palabras precisas que había memorizado en el hotel-. Vy govorite… po-angliyski?

El camarero sonrió.

– Da -asintió-. Aquí todos hablamos inglés. -Hizo un gesto que abarcó todo el Night Flight-. ¿Desea ir al restaurante o al night club?

– Al night club, por favor.

El hombre señaló un rincón y Tomás se dirigió hacia allí. Bajó unas escaleras de caracol y dio con un bar en tonos dorados, una pared espejada corrida con sofás forrados de negro, la otra escondida por un largo bar. Una música suave flotaba en el aire y el local tenía un aspecto distinguido, como si se tratase de un club para caballeros de la alta sociedad. Pero los pequeños grupos que hormigueaban por el night club contradecían esa apariencia sofisticada; los hombres mostraban el aspecto exuberante de los nuevos ricos, alardeando de alcohol y rublos, de poder y testosterona, y las mujeres, mucho más jóvenes, los colmaban de atenciones, todas ellas guapas, rutilantes y, sobre todo, disponibles.

El recién llegado se dirigió a la barra y alzó la mano para llamar la atención del hombre de esmoquin que preparaba las bebidas.

– Zdrávstvuyte -saludó el hombre, preguntándole qué quería tomar-. Tchego zhelayete?

– Helio -saludó Tomás, y consultó el nombre que llevaba escrito en un papel-. ¿Puedo hablar con Nadezhda?

– ¿Nadezhda?

– Sí.

El hombre esbozó una leve sonrisa, como si aquel nombre tuviese un significado secreto que los miembros de una misma cofradía entendían instantáneamente, y señaló un balconcillo en la parte de arriba.

– Está allí.

Tomás alzó la cabeza y vio a una mujer pelirroja casi desnuda que bailaba, con los senos turgentes y firmes, el cuerpo delgado e insinuante, una ceñida tela escarlata que le servía de braga. Un foco de luz incidía en la sensual bailarina, proyectando sobre ella sombras suntuosas y colores lascivos, la carne lúbrica y transpirada.

El cliente recién llegado bajó los ojos y le preguntó al hombre del bar:

– ¿Esa es Nadezhda?

– Da -confirmó el camarero, que arqueó las cejas, como quien esconde dobles sentidos entre las palabras-. ¿Quiere que ella venga a hacerle compañía?

– Pues… sí -dijo Tomás sonrojándose ante la insinuación-. Necesito hablar con ella.

– Nadezhda está a punto de terminar su número -guiñó el ojo, cómplice-. Cuando acabe, le digo que hay un cliente esperándola. -Hizo un gesto hacia las botellas ordenadas a lo largo del bar-. Mientras espera, ¿quiere tomar algo?

– ¿Qué tiene ahí?

– Whisky, konyak, vodka…

Tomás contempló las botellas.

– Creo que un vodka será, tal vez, lo más apropiado.

– ¿Puro o aromatizado?

– Hmm… -vaciló-. No lo sé. ¿Qué me aconseja?

El hombre del bar cogió una botella ambarina y sirvió el vodka en un vaso.

– Este vodka está aromatizado. Se llama Okhotnichya, el vodka de los cazadores, e incluye una mezcla de jengibre y clavo. -Le extendió el vaso-. Bébalo todo de una vez. A nuestra manera.

El cliente analizó el líquido que bailaba en el vaso con una expresión de desagrado. Se sentó en un espacio vacío en el banco corrido a lo largo de la pared, por debajo del espejo, y decidió seguir el consejo. A donde fueres…, pensó. Cerró los ojos y, antes de perder definitivamente el valor, se bebió el vodka de una sola vez.

Fue como si un volcán hubiese hecho erupción en sus entrañas.


– ¿Desea mi compañía?

La voz femenina, aterciopelando el inglés con un exótico acento eslavo, hizo a Tomás alzar los ojos. Frente a él, observándolo desde el otro lado de la mesita, estaba la beldad pelirroja envuelta en un voluptuoso manto de seda púrpura, casi chillón. Sus ojos eran de un azul líquido, grandes y expresivos, y tenía labios gruesos, como gajos apetecibles, al estilo de Nastasja Kinski.

Superando la sorpresa, el portugués se incorporó y, desmadejado, extendió la mano con tal brusquedad que hizo caer el vaso de vodka.

– Hola -dijo, al borde del susto por el vaso que inadvertidamente había tirado al suelo-. Ups, disculpe.

La bailarina reprimió la risa.

– ¿Puedo sentarme?

– Sí, sí, desde luego.

Tomás se apartó para hacerle sitio y, sin querer, empujó la mesita, que cayó a un lado con gran estruendo. Se hizo un silencio súbito en las conversaciones dentro del night club; los demás clientes se interrumpieron momentáneamente para ver lo que pasaba allí.

– Ah, caramba -exclamó el historiador, que se llevó las manos a la cabeza cuando vio la mesa caída en el suelo-. Estoy francamente torpe, no sé lo que me pasa. Disculpe.

Nadezhda soltó una carcajada.

– ¿Usted siempre es así?

– No, de ninguna manera -aseguró Tomás-. Debe de ser su presencia. Cuando vine aquí, no esperaba en absoluto encontrar a alguien como usted, tan…, en fin…, tan guapa.

La muchacha se echó el pelo hacia atrás, divertida.

– ¡Vaya!¡Me ha salido un Don Juan!

El portugués contrajo el rostro, angustiado, temiendo haberse concedido demasiadas libertades.

– Oh, perdón -balbució-. Imagino que está harta de escuchar a los hombres decirle siempre lo mismo.

Los camareros del night club acudieron a poner todo en orden; la mesa volvió a su sitio y quedó limpia la parte del suelo donde se había derramado el vodka, lo que permitió que se reanudase el habitual murmullo de las conversaciones que servían de fondo a la música ambiente. Le sirvieron más vodka a Tomás y una copa de champán que había pedido Nadezhda. Cuando el camarero se alejó, la bailarina se acomodó el insinuante manto de seda de tal modo que dejó los hombros descubiertos y exhibió la piel ebúrnea y la curva turgente de los senos.

– Usted es extranjero, ya lo he notado -constató Nadezhda-. ¿Está en Moscú en viaje de negocios?

– Bien…, en cierto modo, sí.

La rusa lo evaluó con una mirada apreciativa.

– En ese caso, es un hombre de negocios. -Alzó la ceja delicadamente recortada e intentó atinar con la actividad de Tomás-. ¿Petróleo? ¿Banca? ¿Importación-exportación?

Tomás se rio con ganas.

– No, nada de eso. Soy historiador.

Nadezhda lo miró con sus ojos azules desorbitados, genuinamente sorprendida.

– ¿Historiador? Pero ¿qué negocios traen a un historiador a Moscú?

– He venido en busca de una persona.

La rusa se expandió en una sonrisa lánguida y en una mirada provocadora, semejante a una gata.

– Espero que esa persona sea yo -musitó.

– No, no es de usted.

– Qué pena…

Tomás la apuntó con el dedo.

– Pero tengo la esperanza de llegar a esa persona a través de usted.

Nadezhda se irguió, súbitamente desconfiada.

– ¿Qué quiere decir con eso?

– Mi nombre es Tomás Noronha y he venido de Lisboa para encontrarme con un amigo. Ese amigo me dijo que viniese a verla.

La bailarina amusgó los ojos, intentando medir lo que le decía Tomas.

– ¿Ha venido de Lisboa?

– Sí.

– ¿Y cómo se llama su amigo?

– Filipe Madureira. El me mandó un e-mail en el que me decía que viniese aquí, al night club del Night Flight, en Moscú, y preguntase por usted.

Nadezhda sonrió, más tranquila.

– Ah, entonces usted es el amigo de Filhka -reconoció, identificando a Filipe por el diminutivo en ruso-. ¿Por qué no lo dijo desde el comienzo?

– Bien, creo que lo dije a la primera oportunidad que me dio.

La rusa lo observó atentamente de nuevo.

– Hmm… Filhka no me había dicho que usted era tan interesante.

Tomás se ruborizó.

– Ah, gracias.

Ella se inclinó y le pasó la mano por el traje oscuro, como si lo acariciase.

– Y ha venido muy elegante. Pensé que era un cliente, fíjese.

– En cierto modo lo soy, ¿no es verdad? -Miró a su alrededor-. Esta noche soy un cliente del Night Flight.

– Sí, pero pensé que sería un cliente como los demás. -Señaló la mesa de al lado-. Como ésos. Mire: ¿está viendo a ese tipo?

Tomás se volvió y vio a un hombre sentado a tres metros de distancia; era un individuo corpulento, con el pelo rubio cortado a cepillo y un elegante traje italiano, conversando con tres mujeres más jóvenes y muy guapas, de una exuberancia casi deslumbrante.

– Sí, ¿qué pasa con él?

Nadezhda bajó la voz.

– Ese es Igor Beskhlebov. -Miró a su alrededor para asegurarse de que nadie la escuchaba-. Es solntsevskie.

– ¿Qué es eso?

– Mafia -aclaró ella.

– ¿Mafia? ¿Es un mafioso?

– Droga y prostitución -aclaró la bailarina-. Esas chicas trabajan para él.

El portugués las contempló, fascinado. Dos eran rubias, muy altas, y la tercera parecía una exótica mezcla euroasiática, con los ojos verdes almendrados y el pelo negro reluciente y muy fino; todas llevaban vestidos ceñidos y generosamente escotados, insinuando la curva de los cuerpos y, por encima de todo, su disponibilidad.

– ¿Cómo lo sabe?

Nadezhda se encogió de hombros.

– Ocurre que en un tiempo yo también trabajé para él.

– ¿Usted?

– Sí, claro -dijo la rusa con gesto indiferente-. Aquí todas trabajan para alguien. -Se levantó e hizo una seña con la cabeza para que la siguiese-. Venga.

– ¿Yo? ¿Adónde vamos?

– Usted es el amigo de Filhka, ¿no?

– Sí.

– Si es su amigo, no necesito saber nada más. Además, hoy está de suerte.

– ¿Ah, sí? ¿Por qué?

– Porque me cae bien. -Lo llamó chascando los dedos, como si Tomás fuese su animal de compañía-. Venga.

El portugués se incorporó, pero parecía vacilante.

– ¿Adónde vamos?

– A hacerlo gratis con usted.

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