Capítulo 22

Se deslizaron por la puerta del yurt y se sumergieron apresuradamente en la oscuridad, Tomás aún ajustándose el cinturón de los pantalones, Nadezhda abrochándose el abrigo. Seguían al desconocido que los había alertado, un flacucho llamado Boris que los llevó a oscuras a través del perímetro del campamento y después fuera de él. Oyeron algunos gritos por detrás y volvieron la cabeza para intentar vislumbrar lo que pasaba, pero la sombra era opaca y no llegaron a ver nada; de allí venían sólo sonidos de órdenes y de carreras y de metales tintineando.

Avanzaban con los brazos extendidos hacia delante, a ciegas, tanteando el camino, distinguiendo solamente el bulto esquivo del compañero que los guiaba. Boris era el único que parecía saber exactamente adónde iba y por ello ocupaba la delantera, conduciéndolos por el bosque de tomillos y alerces; a veces daban contra un tronco, tropezaban con una rama, chocaban con un arbusto o se rasguñaban con cardos, pero el miedo los impelía hacia delante, los empujaba a la fuga, las piernas leves, los sentidos atentos, el corazón a saltos, el dolor anestesiado.

Recorrieron la taiga durante unos cuantos minutos, desembocando a veces en callejones de vegetación que los obligaban a retroceder, hasta que el bosque se abrió bruscamente en un claro y se encontraron frente a un pequeño pueblo.

– Jarantsy -anunció Boris.

– Estamos en la aldea de Jarantsy -explicó Filipe susurrando, sin atreverse a levantar la voz-. Borka conoce bien esto.

– ¿Quién es Borka?

Su amigo señaló al ruso.

– Es Boris. Lo llamamos Borka.

Boris les hizo una seña para que esperasen y desapareció en la noche, dejando a los tres inmóviles a la entrada de la aldea, temblando de frío y de miedo, sin saber qué hacer.

– ¿Adonde ha ido?

– A buscar la manera de sacarnos de aquí. Vamos a esperar.

Se quedaron callados un buen rato, casi con la respiración suspendida para oír mejor; aguzaron la atención con el fin de intentar identificar cualquier ruido sospechoso, cualquier sonido fuera de lo normal, pero todo permanecía tranquilo y sólo escuchaban su propio jadear reprimido.

– ¿Quiénes son los tipos armados?

– No lo sé.

– Entonces, ¿por qué estamos huyendo?

– Porque no es normal que surja gente entrando con armas en medio de la noche en el campamento. -Filipe respiraba afanosamente-. Cuando Howard y Blanco murieron, vine a esconderme aquí, a Oljon, que conocía de mis tiempos de estudiante en Leningrado. -Hizo una pausa para recuperar el aliento-. He estado todo este tiempo esperando que ocurriera algo así, y por ello monté un sistema de alerta con unos muchachos a los que les pago una mensualidad. -Hizo un gesto en dirección a la oscuridad que había engullido a Boris-. Borka es uno de ellos.

Se callaron de nuevo, atentos a posibles ruidos sospechosos. Nada. Sólo oían su respiración aún jadeante y el vigoroso rumor de los árboles que murmuraban al viento.

– Los hombres armados -dijo Tomás-. ¿Cómo es posible que hayan descubierto tu paradero?

– Buena pregunta.

– ¿Crees que nos han seguido a Nadia y a mí?

– Es lo más probable.

– ¿Desde Moscú?

– Es lo más probable.

– Mierda -murmuró el historiador, desalentado-. No me di cuenta de nada.

Filipe suspiró.

– La culpa es mía -dijo-. Nunca debí haber respondido a tu e-mail.

– Pero ¿cómo lo habrán sabido?

Su amigo consideró la pregunta.

– ¿Tú no fuiste a Viena?

– Sí. Me acerqué a la OPEP para intentar entender lo que estabas investigando el día en que mataron al estadounidense y al español.

– Entonces ha sido ahí. Los tipos te descubrieron y pusieron a alguien detrás de ti para ver adonde los llevabas.

Tomás meneó la cabeza, irritado.

– Francamente, soy un estúpido.

– La culpa es mía -repitió Filipe-. Debería haber sido más listo.

Oyeron pasos y se callaron, los tres muy alarmados, intentando identificar la amenaza. Un bulto se materializó junto al grupo, haciéndolos estremecer del susto. Era Boris, que había vuelto de la sombra. El ruso susurró algunas palabras y los llevó por las calles dormidas de la aldea hacia un edificio que les pareció un establo.

– Borka quiere saber si estás en forma -dijo Filipe.

– ¿Yo? Sí, creo que sí -repuso Tomás-. ¿Por qué?

Boris encendió una linterna y la apuntó hacia la pared del establo. Los focos bailaron por la madera hasta localizar lo que buscaban.

– Porque vamos a tener que usarlas.

Eran bicicletas.


Pedalearon por un sendero, con los faros encendidos, y fueron a dar a una calle de tierra apisonada, donde se detuvieron. Los tres que iban delante se pusieron a discutir en ruso y a apuntar en varias direcciones: había un desacuerdo visible en el grupo.

– ¿Qué pasa? -quiso saber Tomás, interrumpiendo la algarabía eslava.

– Estamos decidiendo adónde vamos -explicó Filipe, hablando en inglés para mantener a los rusos al tanto de la conversación-. Borka quiere llevarnos a Juzhir, pero a mí me parece arriesgado. Seguro que los tipos armados van para allá.

– Entonces, ¿cuál es la alternativa?

– Pues ése es el problema observó Filipe-. No lo sé.

– Yo tengo una solución -dijo Nadezhda.

– Dila.

– El viejo Jamagan.

– No digas disparates.

– Escúchame, Filhka -imploró-. Fui hoy a visitarlo a la Shamanka. Tiene una forma de sacarnos de aquí si vamos a verlo.

– ¿A la Shamanka?

– Sí.

Se hizo un silencio mientras Filipe consideraba la opción. Interrogó a Boris en ruso y, después de oír su opinión, puso el pie en el pedal y asintió con la cabeza.

– Vamos allá.

Se internaron por la carretera y pedalearon hacia el oeste. El lago estaba próximo y vislumbraron una tenue claridad más adelante: eran las luces escasas de Juzhir centelleando en la noche. Decidieron arriesgarse y atravesar el pueblo, pero, cuando se acercaban a las primeras cosas, avanzando con mucha cautela, oyeron el sonido de motores detrás de ellos. Boris hizo una señal, salieron de la carretera y se apartaron en el arcén.

Creció el rumiar de los motores, la carretera quedó de repente iluminada por faros y vieron que dos jeeps pasaban con gran fragor. Tomás estiró el cuello y observó el interior de los dos vehículos: iban llenos de hombres.

– Son ellos -murmuró Filipe-. Nos están buscando.

Los jeeps pararon unos metros más adelante y se quedaron allí, con los faros encendidos, como si estuviesen evaluando la situación: parecían felinos al acecho de la presa. Se mantuvieron así unos segundos, hasta que se encendieron las luces traseras de marcha atrás del coche que iba delante y, acto seguido, las del que se encontraba detrás.

– ¡Vienen para aquí! -se asustó Tomás.

Igualmente alarmado por la posibilidad de que los jeeps volviesen a pasar junto al lugar donde estaban escondidos, Boris susurró algo en ruso y Filipe le hizo una seña a Tomás para que lo siguiese.

– Esto se está poniendo realmente muy peligroso -dijo-. Borka va a llevarnos por un atajo.

Se deslizaron por el arcén y zigzaguearon a oscuras por la estepa. El suelo estaba cubierto de hierbas y plantas aromáticas que exhalaban una fragancia fuerte y agradable. Algunos centenares de metros más adelante tomaron un nuevo sendero, montaron en las bicicletas, rodearon Juzhir muy despacio, avanzando con sumo cuidado, con los faros apagados y el camino hecho a ciegas, y pedalearon hasta que las piernas les pesaron como plomo.


– La Shamanka.

La voz de Boris anunció su destino. Habían llegado. Los ojos de Tomás ya se habían habituado a la oscuridad, pero lo primero que notó al llegar al lugar no fue una imagen ni un olor, sino un sonido.

El rumor tranquilo de las aguas.

La ensenada tenía una pequeña playa de arena, curva como una U ancha, y un bulto oscuro se alzaba en la punta izquierda de la U, como un castillo gótico sumergido en la noche. Los cuatro se apearon de las bicicletas y bajaron hasta la playa caminando en dirección al macizo sombrío.

– ¿Qué es aquello? -preguntó Tomás señalando un bulto que le daba la impresión de vigilar el lago.

– Es la Piedra Chamán -dijo Filipe-. La llaman Shamanka.

– ¿Una piedra chamán?

– No es una piedra chamán -corrigió el geólogo-. Es la «Piedra» Chamán -dijo subrayando lo de «la piedra»-. Este peñasco es uno de los nueve lugares más sagrados de Asia.

Tomás analizó con atención la sombra hacia la cual caminaban.

– ¿Qué tiene este sitio de tan especial?

– Cuéntaselo, Nadia.

La rusa, que iba delante caminando en silencio, disminuyó el paso y se dejó alcanzar por Tomás.

– Fue aquí, en la Shamanka, donde nació el primer chamán -explicó-. Dice la tradición que ese chamán era un hombre y que, al cabo de un tiempo, comenzó a sentirse muy solo. Fue entonces cuando creó a la primera mujer chamán.

La sombra creció delante del grupo, enorme, amenazadora, tan próxima que Tomás ya podía desentrañar sus formas. Era un peñasco escarpado con dos picos, y presentaba una superficie agreste, cubierta de ángulos cortantes como un erizo; daba la impresión de que la playa hacía un esfuerzo por extenderse, estirándose hasta tocar este monstruo de piedra, como una fiera de espaldas vueltas hacia la tierra, un centinela de guardia de las aguas del Baikal. Había algo de irreal en su esencia, como si fuese un trozo de la Luna atraído hacia el lago, un cuerpo extraño tumbado en la playa, una escultura extraña extraída de otra dimensión.

Una luz amarilla y roja centelleó en la ladera del peñasco, tenue y oscilante.

– ¿Qué es aquello?

– Es el Jamagan -lo tranquilizó Nadezhda-. Ha encendido una hoguera.

Llegaron hasta la base del peñasco y escalaron la cuesta acantilada en dirección a las llamas que temblequeaban en un rincón. Tomás se dio cuenta de que la piedra era una especie de mármol cristalizado, cubierto por líquenes rojos. Todo allí era natural, primitivo, con excepción de una placa con letras que, esculpidas en la piedra, le parecieron propias del sánscrito.

Nadezhda llamó al Jamagan en voz alta. El nombre resonó por la pequeña ensenada y oyeron que una voz débil respondía. Se encontraron con el viejo chamán envuelto en mantas y acostado en una gruta abierta en la piedra, con la hoguera encendida justo a la entrada. Era un hombre de rostro ancho y trigueño, con los ojos negros almendrados y los pómulos salientes, como la faz de los mongoles; sus cabellos blancos asomaban por el gorro azul como hebras de paja gastada.

Después, los recién llegados y el chamán conversaron en ruso, con Boris y Filipe gesticulando mucho, como si ésa fuese la única forma de enfatizar la urgencia de lo que tenían que decirle. Pero el Jamagan parecía resistir, nada impresionado con lo que le decían los recién llegados, e intervino Nadezhda. La rusa comenzó a hablar con calma y pausadamente con el viejo chamán. Este la escuchó en silencio, absorbiendo todo lo que ella le decía; era evidente que la respetaba.

– ¿Qué hace ella? -preguntó Tomás en un susurro.

– Nadia está explicándole que nos persiguen unos hombres que amenazan el tegsh.

– ¿Qué es eso?

– ¿El tegsh? Es un concepto chamán.

– Pero ¿qué significa?

– Equilibrio -tradujo Filipe-. Los chamanes veneran el aire, el agua y la tierra y consideran que es importante mantener el equilibrio en el mundo. Según ellos, el planeta no es un sitio muerto, sino que cada cosa y cada lugar vibran con la presencia viva de espíritus. Todo tiene un alma, incluidos los animales y las plantas. La ética chamánica preconiza el respeto por la naturaleza y la defensa de las cosas naturales y es a esa ética a la que Nadia está apelando.

Nadezhda se calló y le tocó al anciano comenzar a hablar.

– ¿Qué dice?

– La Madre Tierra y el Padre Cielo nos crearon y nos alimentaron durante millones de años y merecen nuestro respeto -murmuró Filipe, traduciendo simultáneamente las palabras del Jamagan-. Los hombres creen que el mundo es inerte y está aquí para ser explotado. No lo es y no está para eso. El problema de los hombres es que han perdido el respeto por la Madre Tierra y eso nos condena a todos. Necesitamos respetar el lago y la montaña, la taiga y la estepa, al águila y al pez; si no, lo perderemos todo. Necesitamos de tenger medne. Cada uno de nosotros es responsable de lo que hace y tenger ve todo lo que se ha hecho y es el último juez y el hacedor de destinos.

– ¿Necesitamos de qué? -preguntó Tomás, interrumpiendo la traducción simultánea.

– Tenger medne -repitió Filipe-. Es la responsabilidad personal, la relación que tenemos con el universo. Los chamanes sostienen que la relación de los seres humanos con el universo es directa, sin nada que se interponga, ni libros sagrados ni sacerdotes, ni siquiera chamanes. Sólo tenger medne.

El Jamagan se calló en ese instante y la rusa volvió a hablar, esta vez más agitada, señalando sucesivamente hacia la playa, hacia el interior de la gruta y hacia el lago. Filipe se quedó tan absorto en lo que ella decía que dejó de traducir, pero pronto eso se hizo irrelevante. El viejo chamán la escuchó en silencio, balanceó la cabeza cuando ella al fin calló, y pronunció entonces una única palabra.

– Da.

Aquel sí los impulsó a la acción. Entraron en la gruta, se inclinaron en la sombra y cogieron un objeto cuyas formas no lograba Tomás distinguir. Lo levantaron y lo arrastraron hacia fuera de la pequeña caverna.

– ¿Qué es eso?

– Es un kayak, ¿no lo ves?

Era, en efecto, una embarcación de madera, estrecha y larga, con capacidad para dos personas. Descendieron por el declive, depositaron el kayak en el agua y volvieron a la gruta para ir a buscar la segunda canoa. Tomás fue con ellos y esta vez ayudó a transportar la embarcación. Cuando franqueó la puerta de la gruta con el kayak en brazos, tropezó con una piedra y estuvo a punto de caerse, pero logró recuperar el equilibrio a tiempo. Fue en ese instante cuando se oyó la voz de Nadezhda.

– Están llegando.

Torció la cabeza, elevó aún más el kayak y observó, intentando entender lo que pasaba. Por encima de la playa, entre una nube de polvo, vio dos pares de faros que se acercaban.

Eran los jeeps.

– ¡Deprisa!¡Deprisa!

Los tres hombres casi corrieron por la cuesta con el kayak a hombros. Echaron la canoa al agua y Filipe señaló a Tomás.

– Tú vas con Nadia en este kayak -indicó la embarcación más próxima-. Yo voy con Borka en el otro.

Nadezhda se equilibró en la canoa y esperó que Tomás se acomodase. El historiador miró de reojo el lugar donde había visto a los jeeps y comprobó que se habían inmovilizado, que las puertas se abrían y los ocupantes bajaban. No necesitaba ver más; ocupó su lugar y cogió el remo.

– ¡Deprisa!

Filipe increpó en portugués mientras entraba en el segundo kayak.

– Pero ¿cómo estos cabrones saben dónde estamos?

– ¿Nos habrá denunciado alguien? -aventuró Tomás.

– Pero ¿quién? Hace muy poco que decidimos venir a la Shamanka…

– Tal vez estén registrando toda la isla.

Oyeron voces al fondo. Eran los hombres de los jeeps, que ya los habían identificado y gritaban órdenes.

Los remos de los dos kayaks entraron en el agua y las embarcaciones empezaron a alejarse del peñasco.

– ¿Hacia dónde vamos? -preguntó Tomás, que había dejado de ver la otra canoa.

Le respondió la oscuridad.

– Vamos a separarnos -dijo la voz de Filipe-. Tú vas con Nadia.

– ¿Dónde nos encontramos?

– No lo sé. Después me pongo en contacto contigo.

Los desconocidos corrían por la playa y llegaron en un instante a la Piedra Chamán. Remando furiosamente, Tomás consiguió ganar alguna distancia antes de atreverse a mirar hacia atrás. Vio la silueta de los hombres recortada en el promontorio por la hoguera del Jamagan; algo les centelleaba en los brazos.

zzmm,

zzmm,

zzmm.

Un zumbido cortó el aire alrededor del kayak, seguido por un resplandor de estampidos. El agua hizo unos plocs sucesivos más adelante: eran proyectiles que caían en el lago.

– Están disparando contra nosotros -exclamó Tomás, al borde del pánico.

Su mente pareció dividirse en ese instante. Una parte la invadió el miedo y el impulso de escapar, de salir de allí, de escabullirse a cualquier precio; pero otra, la racional, contemplaba la situación con un extraño distanciamiento. Tenía la impresión de no ser más que un mero espectador apreciando la escena desde fuera, como si nada de aquello tuviese que ver con él. Esa mitad racional se sorprendió por la forma en que todo sucedía; nunca hubiera imaginado que sería el blanco de disparos. Siempre había supuesto que primero se oían los estampidos y sólo después el zumbar de las balas, como en las películas, pero al final era al contrario: las balas volaban más deprisa que el sonido, los zumbidos llegaban antes que los estampidos.

– Chis -susurró Nadezhda-. No hagas ruido.

– ¡Pero están disparando contra nosotros!

– Han abierto fuego a ciegas -explicó ella-. No nos ven.

Pronto se silenciaron los estampidos y no hubo ya zumbidos alrededor de la canoa. Nadezhda tenía razón. Los desconocidos no veían los kayaks. Sólo vislumbraban el manto negro del Baikal fundiéndose con la noche siberiana.

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