Capítulo 32

Un bochorno abrasador los recibió en el momento en que la puerta del avión se abrió y bajaron las escaleras hacia la pista del Aeropuerto Connellan; parecían haberse sumergido en un horno o haber cruzado la entrada de un sofocante invernadero seco, instalado en medio de la planicie semidesértica donde el aparato había aterrizado.

– Welcome to Yulara -los recibió una azafata en el último escalón, una morena que exhibía una sonrisa profesional.

Bufando de calor, Tomás y Filipe recorrieron el suelo de asfalto a una velocidad vacilante; ora se apresuraban para escapar del horno lo más deprisa posible, ora disminuían el paso porque el cuerpo parecía derretirse bajo aquel calor bochornoso. Nubes de minúsculos insectos les rozaban la cara, obligándolos a sacudir el aire frente a la nariz; y fue con alivio como entraron por fin en la terminal, disfrutando de la frescura del aire acondicionado con la alegría de quien inspira el aire después de haber estado a punto de morirse ahogado. El aeropuerto era pequeño, apenas un aeródromo ventilado; en cuanto el geólogo recogió su maleta, salieron al vestíbulo principal.

– ¡Philip! -llamó alguien.

Miraron ambos en la dirección de la voz y vieron a un sesentón alto y delgado, con el pelo canoso y la barba blanca puntiaguda, la piel rubicunda y unos ojos azules gastados por detrás de unas gafas muy graduadas.

– Hola, James -saludó Filipe, que lo recibió con una amplia sonrisa.

Los dos hombres se abrazaron y, cuando se soltaron, el desconocido encaró a Tomás con una expresión inquisitiva.

– ¿Éste es tu amigo?

Filipe hizo un gesto amplio, como si los quisiese abarcar a los dos.

– Sí, éste es Tomás. Está trabajando para la Interpol.

El anfitrión extendió la mano huesuda.

– How do you do? -saludó-. No te imaginas cómo… humpf…, qué contento estoy de conocerte.

– Tomás, te presento a James Cummings, físico de Oxford exiliado en Yulara.

Se dieron la mano, el inglés estaba enormemente complacido por la presencia de un miembro de la Interpol a su lado, como si Tomás fuese la garantía del fin de la inseguridad que lo abrumaba desde la muerte de los otros integrantes del grupo. Cummings observó más allá de los recién llegados, como si buscase a alguien que viniese detrás.

– ¿Y los otros? -preguntó.

– ¿Qué otros?

– Bien… ¿No han venido más policías con vosotros?

– James, Tomás ha venido solo -explicó Filipe, con un toque de impaciencia en la voz-. Ya te había explicado que él venía solo.

El inglés parecía contrariado.

– Es verdad -reconoció-, pero yo tenía la esperanza… humpf… de que viniesen más agentes para protegernos. -Estudió a Tomás de los pies a la cabeza-. ¿Y el arma? ¿Dónde traes el arma?

– Tomás no es policía. Es historiador.

– ¿Historiador? Humpf… Pero ¿para qué necesitamos nosotros un historiador?

– Ya te he explicado que es mi amigo y que está trabajando para la Interpol. -Le apoyó la mano en el hombro-. Confía en mí, todo va a ir bien. -Miró a Tomás y habló en portugués-. Disculpa, Casanova. James es uno de esos científicos que parecen vivir en la Luna. Una especie de Ungenio Tarconi, ¿te das cuenta? Pero en lo que respecta a trabajo, todo hay que decirlo, no hay genio más inventivo que éste, puedes creerlo.

– No te preocupes -repuso el historiador-. Mi padre también era así.

Cummings los condujo al exterior de la terminal y los llevó bajo el sol abrasador hasta el aparcamiento.

– Hace calor, ¿eh? -comentó Tomás.

– ¿Calor? -se rio el inglés-. Debes de estar bromeando, old chap. Me gustaría verte aquí en febrero. Entonces verías… humpf… lo que es calor en serio.

El historiador observó a su anfitrión. Era un hombre muy alto, casi de un metro noventa, de fisonomía seca, piernas y brazos largos y delgados; usaba camisa y bermudas de color caqui, con la cabeza cubierta con un sombrero australiano, adornado con una pluma verde y amarilla de pájaro. Parecía desencajado, un payaso disfrazado de cowboy.

Llegaron junto a un Land Rover verde oliva, el color atenuado por una capa de polvo, y Cummings abrió las puertas; se acomodaron los tres dentro del coche, pero el calor era tal que los asientos quemaban y el aire casi les abrasaba los pulmones. Sin perder tiempo, el inglés encendió el motor y el poderoso aire acondicionado australiano refrescó el interior del todoterreno en sólo tres segundos. Si Tomás no lo hubiese visto, jamás lo habría creído.

– ¿Y, James? -dijo Filipe, que ocupaba el asiento al lado del conductor-. ¿Cómo se te ha dado la vida aquí en Australia?

– Humpf-soltó el físico, en lo que a Tomás le parecía una peculiaridad del habla. El tic se asemejaba a un sollozo, pero uno de aquellos sollozos afectados, aristocráticos, un visaje que le nacía en el estómago y estallaba con pompa en los labios-. Esto es un infierno, un verdadero infierno.

El todoterreno arrancó y avanzó por la carretera impecablemente asfaltada.

– ¿Un infierno? -se sorprendió Tomás, instalado en el asiento trasero-. Y a mí me está gustando mucho, fíjese, este país. Me resulta bonito.

Cummings hizo un gesto señalando el paisaje que los rodeaba.

– ¿Bonito? ¿Esto te parece… humpf… bonito?

La carretera cortaba una planicie de tierra árida, de un castaño rojizo que impregnaba todo con su color como si fuese un paisaje alienígena, marciano: tierra, piedras, polvo, todo se veía rojo, excepto las matas verdes de vegetación y la paja amarillenta de la hierba de sabana que se extendía hasta el horizonte.

– Sí, es bonito.

– Seguro que no pensarías lo mismo si… humpf… estuvieses desterrado aquí varios años, old chap. Este infierno en medio de la nada acaba conmigo. -Reviró los ojos, exasperado-.¡Cuando pienso que… humpf… yo vivía en Oxford!¡En Oxford, by]ove! -Meneó la cabeza, lleno de nostalgia-. Cómo echo de menos aquel verde sereno y apacible de mi dulce Inglaterra.

– Entiendo tu punto de vista -admitió Tomás, sin dejar de contemplar el paisaje rojizo-. Una cosa es estar de paso, otra es vivir aquí.

– No te quepa… humpf… la menor duda. Y ten en cuenta que esto no va para mejor, old chap. Si la temperatura media del planeta llega a subir tres grados Celsius… humpf…, Australia se convertirá en desierto y cenizas. -Señaló el terreno árido-. Por otra parte, ese proceso ya ha comenzado. Los grandes incendios de 2003 desencadenaron en diez minutos más energía que… humpf… la bomba atómica de Hiroshima, y el humo de los árboles ardiendo se elevó por el aire con una fuerza tan explosiva que entró en la estratosfera y comenzó a circular por el globo. ¿Te lo llegas a imaginar? -Se calló un instante, aparentemente concentrado en el volante-. Con los termómetros subiendo tres grados, los incendios van a destruirlo todo -comentó entre dientes-. Además, las sequías se extenderán y habrá un colapso de la agricultura. La ola de calor de 2008 ha sido la peor desde que en 1885 se comenzaron a medir las temperaturas en Australia. Este continente… humpf… está al borde del abismo.

– Imagino que la gente está asustada.

Cummings se rio.

– ¿Asustada? Good Heavens, claro que no. Australia fue, junto con los Estados Unidos, la única nación supuestamente civilizada que se negó a firmar el Protocolo de Kioto.

– ¿Qué piensa la gente de eso?

– ¿Los aussies?

– Sí, los australianos.

– Hooligans -exclamó con desdén-. Los aussies no son más que… humpf… hooligans que han venido a vivir a un sitio con sol. No quieren saber nada del calentamiento global.

Filipe se volvió hacia atrás.

– Tú no conoces a James -dijo-. Para él sólo se salva Inglaterra. Todo lo demás es barbarie.

El silencio se instaló en el todoterreno, que recorría la planicie semidesértica bajo el sol ardiente. Admirando el paisaje exótico, Tomás avistó un bulto enfrente, inclinado hacia la izquierda, sobre la línea del horizonte; era un coloso rojizo anaranjado, de piedra desnuda, como si hubiesen arrojado allí un gigantesco menhir.

– ¿Qué es eso? -preguntó.

El inglés miró en la dirección indicada.

– Uluru.

El historiador analizó el extraño cuerpo que se erguía sobre la sabana, semejante a una montaña árida; no era puntiaguda y aserrada, como las del Himalaya, sino más bien un monstruo de piedra con una altiplanicie en la cima, una especie de mesa maciza.

– Es curioso -comentó-. Ya he visto esta montaña en algún sitio.

– Uluru es famoso -dijo Cummings, sin apartar la vista de la carretera-. También lo llaman… humpf… Ayers Rock.

– Ah, ya sé.

– Toda esta zona es sagrada para los… humpf… aborígenes. Pero hay místicos de todo el mundo que vienen aquí a venerar a Uluru. Dicen que la montaña está situada en una importante coordenada planetaria, tal como… humpf… la Gran Pirámide de Gizeh.

– ¿En serio?

– Humpf… supersticiones.

Tomás examinó mejor la piedra que se alzaba sobre el horizonte.

– Pero no se puede negar que la montaña es extraña -observó-. ¿De qué está hecha?

– ¿Uluru? Arenisca. Es el segundo mayor monolito del mundo. El primer explorador europeo que lo vio lo definió… humpf… como un peñasco impresionante. Y, por cierto, tengo que admitir que esta montaña puede ser algo sorprendente. Una de sus cualidades más curiosas es que cambia de color a lo largo del día. -Señaló la montaña-. Ahora se la ve anaranjada, ¿no? Pero el monolito también puede mostrarse… humpf… rojo, castaño, violeta o azul. Después de la lluvia se vuelve plateado y hasta negro brillante. A veces parece que hay una fuente de luz que mana del interior, como una lámpara.

– ¿En serio? ¿Ya lo has visto así?

– Right ho -asintió-. Ocurre algunas veces por año. Creo que es… humpf… un efecto de luz, como si la naturaleza nos estuviese gastando una broma.

– ¿Y cómo apareció aquí algo semejante?

Cummings hizo una seña con la cabeza al pasajero que iba a su lado.

– Esa es una pregunta para… humpf… nuestro geólogo.

Filipe se movió en el asiento.

– No lo sé muy bien -reconoció-. He oído decir que Ayers Rock formaba parte del fondo del océano, hace unos quinientos millones de años. Pero no conozco en detalle la historia geológica de esta formación.

– ¿Y cómo se explica el extraño fenómeno de las variaciones de color? ¿Eh?

– Bien, como ya ha dicho James, la montaña es de arenisca, ¿no? Pero también está impregnada de otros minerales, no sólo arenisca. Las variaciones de color se deben justamente a la acción de un mineral en particular, el feldespato, que tiene la propiedad de reflejar la luz. Creo que es eso lo que crea la impresión de que la piedra irradia luminosidad. El color rojo, ese matiz herrumbroso del rojo, se debe a la oxidación. -Apreció el aspecto exótico del monolito situado enfrente-. De cualquier modo, no hay duda de que este monstruo es realmente misterioso.

– ¿Y qué dicen los aborígenes?

Cummings retomó la palabra.

– Oh, ellos tratan a Uluru como si fuese Dios en persona -exclamó-. Creen que la montaña es hueca por dentro y tiene una fuente de energía a la que llaman… humpf… tjukurpa.

– ¿Qué quiere decir esa palabra?

– Tiempo de sueño. Es una especie de historia aborigen sobre la creación del universo y de los hombres. Creen que cada acontecimiento deja una especie de… humpf… vibración en la tierra, un poco como las plantas dejan una imagen de sí en las semillas que liberan. -Hizo un gesto en dirección a la montaña-. Uluru sería el eco de la Creación y, según ellos, está poblado… humpf… por espíritus ancestrales.

– No me digas.

El inglés miró alrededor.

– ¿Ves este desierto en el Red Centre de Australia? Todo esto está lleno de lugares sagrados para los aborígenes. -Señaló otra forma rocosa, más lejos, a la derecha, una mera protuberancia de cumbres redondeadas al filo del horizonte-. Aquélla, por ejemplo, es otra… humpf… formación sagrada. Son las Olgas, pero los aborígenes las llaman Kata Tjuta.

Una aglomeración urbana apareció de repente al borde de la carretera, por entre las dunas, una visión inesperada en medio de aquel desierto rojizo. Un cartel anunciaba Yulara y el todoterreno abandonó la carretera y se encaminó hacia el caserío.

– ¿Vosotros tenéis una ciudad aquí en el desierto? -se sorprendió Tomás.

– Vosotros no -corrigió James, casi ofendido-. Que yo sepa no soy ningún… humpf… Aussie hooligan.

– Disculpa -dijo, y volvió a formular la pregunta-: ¿los australianos han construido una ciudad en medio del desierto?

– Yulara es lo que los aussies designan como aldea turística. Fue construida para recibir a los… humpf… turistas que vienen a visitar Ayers Rock.

– ¿Hay muchos turistas?

– Humpf…, no te imaginas cuántos. Medio millón por año.

– ¿Medio millón? ¿Esta aldea consigue alojar a medio millón de personas?

Cummings señaló las fachadas elegantes y bien cuidadas de la población, los espacios verdes decorados con palmeras y arbustos, como si allí hubiese un oasis.

– Lo que no faltan aquí son sitios para alojarse. Desde hoteles de cinco estrellas hasta campings. Pero te advierto ya que el mejor sitio para estar es… humpf… la piscina. En Yulara, la piscina no es un lujo, old chap, sino una necesidad. Con el calor que hace aquí, es el único sitio donde se puede estar cuando queremos evitar el aire climatizado del interior.

El todoterreno deambuló despacio por las calles cuidadosamente trazadas de Yulara. En cierto momento abandonó la zona poblada y enfiló un camino de tierra, internándose en el desierto. El Land Rover iba a trompicones por los baches de la tierra apisonada y casi volaba sobre las crestas onduladas de las dunas, levantando detrás de sí una nube cobriza de polvo seco. Avanzó por el desierto durante diez minutos, rugiendo y estremeciéndose, hasta que por fin se detuvo bruscamente. La nube de polvo cubría el todoterreno como un manto, deslizándose despacio por el aire a merced del viento; parecía una sombra colorida, y fueron necesarios algunos instantes para que Tomás pudiera vislumbrar, entre el denso polvo que había levantado el vehículo, las paredes blancas de una casa.

Bajaron y avanzaron hacia la vivienda. Cummings había apagado el motor y un silencio profundo se abatió sobre los recién llegados. Era un mutismo vacío, sin un tenue zumbido de fondo siquiera. La ausencia de sonido se revelaba de tal modo desoladora que llegaba a desconcertar, a ser incluso asfixiante.

– ¿Esta es tu casa? -preguntó Tomás, rasgando su voz el silencio.

Cummings asintió.

– La he bautizado con el nombre de Arca.

Tomás sonrió. El nombre le parecía prometedor; hacía mucho calor y realmente sólo la frescura de un frigorífico podría aliviarlo en aquel momento.

– Arca, ¿eh? ¿Fresca como un arca frigorífica?

– No. Como el Arca de Noé.

– ¿El Arca de Noé?

El inglés caminó en dirección a la casa; sus pasos resonaban en la arena seca.

– Aquí se encuentra algo precioso para la humanidad.

– ¿Qué? Cummings aferró el picaporte y abrió la puerta.

– La última esperanza.

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