Capítulo 37

Los dos todoterrenos estacionaron junto al extraño conjunto de rocas redondeadas, ovilladas como gigantescos tapices, esculpidas por el viento y por el tiempo, algunas tan grandes que la mayor parecía aún más alta que el monolito vecino de Uluru. Los rusos dieron a los prisioneros la orden de que bajasen. Una vez fuera de los coches, todos se mantuvieron inmóviles un largo rato, indiferentes al calor y al polvo, absortos en la contemplación del enigmático panorama que se alzaba frente a ellos.

– ¿Cómo se llama esto? -preguntó Orlov, sin apartar los ojos de las grandes piedras.

– Las Olgas -dijo Cummings-. Pero los aborígenes las llaman… humpf…: Kata Tjuta. Se dice que significa «muchas cabezas».

El ruso miró alrededor, escrutando el horizonte.

– ¿Y dónde guarda usted el material?

– ¿Qué material?

– No se haga el desentendido.

Cummings apuntó hacia la derecha.

– Tenemos que…, humpf…, ir por allí.

Se volvieron hacia el lugar señalado y vieron un profundo desfiladero abierto entre dos de las piedras mayores del conjunto.

– ¿Qué es aquello?

– Es un sendero -explicó el inglés-. Se llama… humpf…: Walpa Gorge.

Respondiendo a una señal, el grupo se puso en movimiento en fila india, Orlov y Cummings delante, después Igor, a continuación los otros dos prisioneros y, a la zaga, los dos rusos restantes. El suelo era árido y la vegetación rastrera escasa. Al llegar a la entrada del desfiladero sintieron que el viento caliente les azotaba el rostro, como si al fondo hubiese un gigantesco ventilador.

Después de una breve vacilación, Orlov rodeó un peñasco y entró en el desfiladero, inmediatamente seguido por el grupo. Avanzaron por aquel sendero estrecho con pasos cuidados, irresolutos, recorriendo despacio el camino rasgado entre las paredes empinadas de las rocas monstruosas. Sus pasos retumbaban en las laderas, creciendo, multiplicándose; el barullo se hizo tan grande que parecía que un ejército estaba bajando por Walpa Gorge.

Una piedra rodó desde lo alto y Orlov, siempre muy atento, se detuvo.

– Alto -ordenó levantando la mano derecha.

El grupo interrumpió la marcha y los rusos analizaron el desfiladero, en busca de movimientos sospechosos.

– ¡Allí! -exclamó Igor, señalando la cresta de la enorme roca que los emparedaba-.¡Allí hay alguien!

– Deben de ser… humpf… aborígenes -se apresuró Cummings a explicar-. Esta tierra es sagrada para ellos.

– Hmm -murmuró Orlov-. Esto no me gusta nada. -Hizo un gesto en dirección al sitio de donde habían venido-. Tal vez sea mejor que volvamos atrás.

– Son sólo aborígenes -insistió el inglés-. No hay… humpf… ningún problema.

Orlov analizó el desfiladero.

– No, no me arriesgo. Para mi gusto, este paso es demasiado estrecho. -Hizo un gesto con la mano-. Volvamos atrás.

Igor dio una orden a los otros rusos y el grupo dio media vuelta. En ese instante, cuando todos ya caminaban en dirección al sitio de donde habían venido, una voz retumbó en el desfiladero, potente como un trueno.

– ¡Todos quietos!

Se quedaron inmóviles en el sendero, sin saber si debían retroceder o avanzar, intentando reordenar los pensamientos.

– Pero qué demonios… -farfulló Orlov, con el arma en ristre, la cabeza dando vueltas en busca de la voz que había gritado la orden.

El Walpa Gorge pareció suspenderse en el tiempo.

– Tiren las armas al suelo -gritó la misma voz-. Pongan las manos encima de la cabeza.

Por un instante, todo se mantuvo congelado, como en una fotografía; sólo el agitarse indiferente del polvo en el aire rompía esa ilusión. Pero algo se movió en aquella imagen estática, un movimiento allí arriba, una cabeza que asomaba desde la cima del peñasco, un cuerpo que salía de la sombra. Los bultos llevaban un sombrero de ala ancha en la cabeza como el de los cowboys, camisetas y pantalones grises.

– ¡La Policía! -exclamó Orlov, petrificado.

La voz volvió a retumbar por el desfiladero.

– No repetiremos el aviso -dijo-. Tiren las armas y levanten los brazos.

Orlov hizo una señal a sus hombres y los rusos se echaron hacia atrás de las peñas. Igor arrastró a los prisioneros hacia un rincón y miró hacia arriba. Sonó un tiro, luego otro y al fin otro más.

Pam.

Pam.

Eran disparos aislados al principio, un tiro por un lado y la respuesta por el otro, pero pronto se sucedieron sin pausa; de repente la situación pareció fuera de control; los disparos eran tantos y tan próximos que se transformaron en un tiroteo cerrado.

Pam. Pam. Pam. Pam. Pam.

El aire en torno al peñasco hasta el que habían arrastrado a los prisioneros estallaba entre detonaciones y zumbidos de proyectiles; por todas partes se levantaban penachos de polvo: eran las balas que daban en las rocas y herían la tierra.

Tomás miró alrededor y ya no sabía quién disparaba sobre quién, tan grande era la confusión que allí se había instalado. Vio a Igor apoyado en el peñasco en busca de objetivos en la cima de las enormes piedras que emparedaban el sendero. Miró hacia arriba y no vislumbró a nadie; era como si los policías se hubiesen esfumado, como si fuesen fantasmas que ensombreciesen el desfiladero.

Sintió una mano que lo tiraba del brazo y volvió la cabeza. Filipe le hacía una seña con los ojos.

– Vamos -murmuró, tenso.

– ¿Vamos adonde?

– Deprisa -dijo en un tono concluyente.

Su amigo comprobó una última vez que Igor miraba para otro lado y se arrojó más allá de la piedra, arrastrándose y gateando entre matas y rocas. Cummings lo siguió de inmediato, con una agilidad sorprendente para su edad. Tomás, venciendo una última vacilación, se lanzó detrás de él.

– Stop! -gritó alguien atrás.

Era la voz de Igor.

En un impulso, moviéndose lo más deprisa posible, intentando fundirse con el aire, Tomás saltó hacia una zona de sombra: era un pequeño declive, rodó por el suelo, dio con la mano en el ángulo de una piedra, sintió dolor pero lo ignoró, se echó hacia delante y buscó protección entre las rocas.

Pam.

El arma, disparada desde muy cerca, produjo un estampido que sonó junto a sus oídos con violencia.

Pam.

Igor estaba abriendo fuego contra los fugitivos. Con horror, el pánico invadiéndole el cuerpo, Tomás se dio cuenta de que el matón les daba caza. Si no los capturaba, los mataría. O tal vez ya ni siquiera pretendía capturarlos: le bastaba con liquidarlos.

Le dieron ganas de levantarse y correr como alma que lleva el diablo por el desfiladero; el cuerpo le imploraba que lo hiciese, correría como el viento, pero un resquicio de lucidez dominó su impulso primario, una voz en la mente lo avisó de que, si se levantaba en aquel instante, caería de inmediato y para siempre. Confió en esa voz como un ciego confía en el perro que lo guía y se mantuvo agachado, rodando en los declives, trepando por las crestas, arrastrándose por la tierra roja y polvorienta como una víbora que serpentea pegada al suelo. Se detuvo un instante para orientarse, intentando localizar a los otros fugitivos, pero Filipe y Cummings habían desaparecido; en la desesperación de la fuga cada uno había seguido su camino, uno para un lado y otro para otro.

Pam.

La bala silbó cerca del oído de Tomás y el sonido tuvo el efecto de un choque eléctrico. Los movimientos del historiador redoblaron su energía y el cuerpo rodó, buscando la protección del suelo. Sintió que se estrellaba contra una de las paredes que comprimían el desfiladero y gateó entre las matas, cuyas ramas le rasguñaban la piel, hasta que descubrió una hendidura en la roca y se metió por ella.

Era una abertura estrecha y oscura. Con el corazón tamboreándole en el pecho, miró alrededor y se esforzó por absorber la topografía del terreno que lo cercaba. Sabía que su seguridad era momentánea, que Igor iba a su alcance, que disponía de sólo unos segundos para escapar de aquella ratonera. La grieta rajaba la piedra por el interior y Tomás experimentó un terrible sentimiento de indecisión. Podría saltar de nuevo al desfiladero y gatear a lo largo de la pared, pero probablemente Igor lo vería y lo perseguiría de nuevo. Era un riesgo. Podría subir por la grieta y ver adonde lo llevaba, pero era probable que no fuese más que a un callejón sin salida, que lo dejara sin escapatoria cuando Igor llegase al hueco. Era otro riesgo.

¿Qué hacer?

El tiroteo proseguía en el desfiladero, intenso y caótico, hasta que, entre las detonaciones que retumbaban por Walpa Gorge, se dio cuenta de que alguien se acercaba. Era Igor. Al comprobar que era imposible regresar al desfiladero, Tomás se sumergió en las profundidades de la abertura y trepó en dirección a la luz; apoyando el pie en un saliente, aferrando la tierra con una mano, haciendo de una roca un escalón, resbalaba y comenzaba de nuevo, inquieto, intentando controlar el pánico, esforzándose por escalar a toda costa, con la determinación de los desesperados.

Alcanzó un parapeto y s^ sentó para descansar un momento. Le caían gotas de transpiración en abundancia; en realidad no eran gotas, sino un hilo de agua que se le escurría por la punta de la nariz y por la barbilla: nunca pensó que fuese posible sudar tan intensamente. Sintió una sed increíble y la boca muy seca; se pasó la lengua por los labios, pero era como si aquélla fuese de corcho, no consiguió obtener ni una gota de saliva. Se encogió de hombros, resignado. Sabía que en aquel momento crítico el agua constituía la última de las prioridades.

Oyó un movimiento abajo y vio un bulto; era Igor, que se acercaba con la escopeta automática en las manos. Los ojos de ambos se cruzaron en un instante de reconocimiento, pero fue realmente un momento efímero, porque deprisa el ruso giró el arma y dirigió el cañón hacia arriba, en su dirección.

Pam .

Tomás rodó hacia un lado, en el parapeto, y escapó a tiempo de la bala asesina. El parapeto tenía unos dos metros, lo que le daba espacio de retroceso, pero el cerco se estaba estrechando. Cada vez estaba más claro que Igor no necesitaba subir; le bastaba con escalar hasta el borde y apuntar el arma, cosa de segundos.

El fugitivo exploró apresuradamente el parapeto, andando de aquí para allá, como un león enjaulado, siembre en busca de una salida de aquella trampa. No había nada, estaba acorralado. Sintió la respiración jadeante de Igor en el esfuerzo de la escalada y vio que el cañón del arma subía por encima de la línea del borde del parapeto: parecía un periscopio emergiendo de las aguas del mar.

En un acceso de desesperación, Tomás dio un salto hasta el borde, miró hacia abajo y vio la cabeza de Igor a medio metro de distancia. El ruso jadeaba agarrado a los salientes para subir al parapeto. Sin vacilar, el fugitivo levantó la pierna y, en ese instante, pasando de presa a predador, asestó un brutal puntapié en la nuca del ruso. Pillado por sorpresa, Igor dio con la cabeza en la pared, perdió el equilibrio y cayó con estruendo al suelo de la grieta.

El contraataque dio un tiempo adicional a Tomás, que retrocedió hasta la pared del parapeto y sopesó de nuevo la situación. Desde donde se encontraba, no podría subir más. ¿Habría algún otro camino que, en la locura de la fuga, se le hubiese escapado? Estudió mejor la grieta y vio que, si daba un salto sobre el parapeto, pasando por encima del lugar de donde había venido y donde ahora se encontraba su perseguidor, podría acceder a una pequeña plataforma con un sendero abierto en la roca. Pero era arriesgado, ya que tendría que exponerse unos instantes a la mira de Igor; además, si fallaba el salto, se arriesgaba a caer en la grieta donde el ruso lo esperaba.

Mientras evaluaba los pros y los contras, oyó el sonido de la respiración de Igor y se dio cuenta de que éste intentaba acceder de nuevo al parapeto. Fue en ese instante cuando tomó la decisión. Antes de que su perseguidor subiese más, Tomás se acercó al borde y miró hacia abajo. Lo primero que vio fue el cañón del arma apuntando en su dirección.

Pam .

La bala le rozó la cabeza; el estruendo zumbó en sus oídos y lo dejó un rato aturdido.

«Cabrón -pensó-. Estaba pendiente de que yo me asomase.»La táctica del puntapié, comprendió, ya no volvería a sorprender a su enemigo, que ahora escalaba la grieta con cautela redoblada. El tiempo le urgía a hacer algo. Tomás cogió impulso, llenó los pulmones como quien se llena de valor, corrió hasta el borde y saltó.

Aterrizó con un gemido en la plataforma a la que había saltado. Sintió que perdía el equilibrio, giró los brazos en el aire en busca de estabilidad y se agarró por fin a un saliente, con lo que evitó la caída en la grieta. Oyó detrás los movimientos de Igor acelerando su escalada y se dio cuenta de que pronto el ruso lo alcanzaría. Se levantó y recorrió el sendero rasgado en la piedra. Unos metros más adelante, el sendero parecía desaparecer en la sombra, engullido por un hueco del tamaño de un perro. La sensación de que estaba acorralado resurgió con fuerza, porque no podía volver atrás.

Sin alternativas, Tomás se tumbó en el suelo y se arrastró por la entrada del hueco, sin saber qué encontraría en las tinieblas. Nada bueno, imaginó, pero aquélla era la única salida, de manera que siguió el camino. Sintió zumbidos en torno a su cabeza; eran insectos que volaban, sorprendidos por la presencia del intruso. Un haz de luz incidió sobre un extraño lagarto lleno de picos, de aspecto temible; se trataba de un diablo espinoso que lo miraba con asombro al verlo en aquellos parajes.

El fugitivo hizo un esfuerzo por ignorar los bichos, pero aquello era más fuerte que él. Sintió comezones por todo el cuerpo y se dio prisa, no sabía si eran los insectos los que andaban bajo su ropa o si era su imaginación febril, pero decidió no comprobarlo, pues quizá lo que podía descubrir no le gustaría. La verdad es que presentía movimiento por todas partes y tuvo que hacer un esfuerzo para controlar sus miedos. Se internó en el hueco y, entre contorsiones, logró seguir una curva hacia la izquierda y dejar la entrada bien atrás.

Negro.

Como el abismo más profundo, como la sombra más tenebrosa, era negro todo lo que rodeaba a Tomás. Allí ya no llegaba siquiera la claridad de la entrada, no se distinguía nada y todo se sentía. Casi hacía frío y el intruso tanteaba ahora a ciegas, con la cabeza dando en un saliente invisible, las manos intentando adivinar las curvas abiertas en la roca, los oídos siempre atentos a los sonidos de los animales que se ocultaban allí. «¿Qué amenazas acechan aquí?», se preguntaba Tomás casi sin cesar. ¿Qué insectos, qué lagartos, qué náuseas, qué venenos? ¿Habría escorpiones? ¿Habría serpientes? ¿Cómo podría no haberlos en un antro semejante, tan grande y tan profundo, tan escondido y tan tremendo?

Se detuvo con la respiración pesada, jadeante, afligida. Tuvo ganas de retroceder y volver al punto de partida, de huir de allí, la amenaza desconocida le parecía más terrible que la que sabía que lo esperaba allí atrás; sin embargo, tuvo que cerrar los ojos y controlar el pánico, tuvo que reunir fuerzas para dominar la claustrofobia que lo sofocaba, tuvo que concentrarse y recordar que allí atrás lo acechaba la muerte y que, cualquiera fuese la amenaza invisible que se escondiese en aquel hueco, jamás podría ser peor que la certidumbre que lo aguardaba si retrocedía.

Se llenó de valor y se enfrentó a lo desconocido. Reanudó el rastreo, tanteando en la oscuridad, como un ciego desmañado, buscando con las manos formarse en la mente la imagen de los contornos invisibles de aquel túnel excavado en la roca. Tropezó con una enorme superficie que bloqueaba el camino y se inmovilizó, ansioso. ¿Sería el final? Palpó las paredes frías del hueco, acariciando las piedras y la tierra, hasta que sintió que a la derecha se abría una salida. ¿Sería una guarida de serpientes? Cogió unos guijarros sueltos y los arrojó en esa dirección, como si avisase a los animales que era mejor salir de allí porque iba a pasar gente; y aguardó, expectante, intentando percibir si había movimiento, si los guijarros habían ahuyentado a lo que fuera que se encontrase allí. Nada. No oyó nada. Alentado, se esforzó y se deslizó por la abertura.

Distinguió claridad al fondo. Era la salida. El hueco tenía una salida. Cuando se dio cuenta de ello, sintió que recuperaba el ánimo, que la esperanza le llenaba el alma y que la fuerza regresaba a su cuerpo. Se arrastró muy rápido, desasosegado, ansioso por escapar de allí lo más deprisa posible. Sus movimientos se hicieron frenéticos, bruscos, casi espasmódicos. Ya veía los contornos del túnel, las sombras de las piedras, las hormigas, las cucarachas, los lagartos y sobre todo el cielo azul del otro lado, la libertad que lo esperaba más allá de la gruta. El hueco se ensanchó. Tomás logró erguirse ligeramente, lo que le permitió gatear los últimos metros y, en un último esfuerzo, estirar la cabeza y sentir el aire caliente exterior dándole en el rostro sudado.

– Priviet -saludó una voz.

La luz del sol lo encandilaba después de esos minutos en la oscuridad profunda, y por ello le llevó unos segundos readaptar los ojos a la claridad diurna y distinguir la figura que se agigantaba frente a él, a la salida del hueco.

Igor.

El ruso lo miraba con una sonrisa sarcàstica bailándole en la cara y tenía la escopeta automática con el cañón casi pegado a la frente de Tomás. ¿Cómo diablos había llegado allí? Estaba sorprendido, perplejo y desconcertado ante aquello. «¿Y ahora? ¿Qué va a ocurrir? ¿Acaso me va a llevar como prisionero? ¿Acaso me va a usar como escudo para escapar de aquí? ¿Acaso me va a matar?»Clic.

Tomás se dio cuenta de que Igor acababa de cargar la escopeta y que se preparaba para apretar el gatillo. Estaba perdido, concluyó. Suspiró y se resignó a su destino. Tenía la conciencia de haberlo intentado todo para escapar, pero la verdad es que acababan de atraparlo y no había escapatoria posible. Igor mantenía el arma apuntada a su cabeza y dispararía en cualquier momento. Se acabó.

Fue en ese instante de rendición, sin embargo, cuando, como un animal acorralado y enloquecido de miedo, una parte de sí mismo se sublevó. ¿Moriría como un cordero o lucharía como un lobo? ¿Se entregaría al verdugo o se enfrentaría a él? Cercado, desesperado, sin nada que perder, decidió luchar.

Se echó hacia delante como un nadador que se tira a la piscina y dio con la cabeza en el estómago del ruso.

Pam.

Como el movimiento y la violencia del asalto lo pillaron por sorpresa, Igor disparó contra la pared de piedra y perdió el equilibrio. Sabiendo que no podía dar espacio ni tiempo a su enemigo, Tomás lo abrazó por la cintura y volvió a impulsar el cuerpo. Los dos rodaron por la roca y sintieron de repente que les faltaba el suelo y que caían al vacío.

Al abismo.

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